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Empecé a considerar mi castigo el responso de absolución. Era sumamente gratificante disfrutar con todos los chicos de sus juegos y temores, ahí, poco podía hacer yo, aunque solo demandaban ser escuchados y a eso me dediqué, a escuchar mucho y a olvidarme de mí.
Con tal de no esquinar a nadie, dos días a la semana nos reuníamos en la habitación de «Los Dormidos» y les introducíamos de alguna manera en aquel club de la lucha y la superación.
El ambiente navideño impregnaba las calles y los comercios. Sería el primer año desde no sabía cuándo que no viajaba ubicaciones exóticas, filmaba mis desfases y los colgaba con el fin de impresionar a individuos que no me importaban. Conmuté el «yo, conmigo misma» por el «nosotros» y me sentía cómoda en mi función de tramoyista.
Aquella mañana salí de un brinco de la cama, el encargo de semanas anteriores estaba listo para recoger, y no podía perder un minuto, sin embargo, no llegaría a tiempo de hacerlo en transporte urbano y, ¿qué era una prohibición si no se trasgredía? Del paraíso no podían expulsarme. Tomé las llaves de mi Mercedes SLK biplaza —nada discreto— y salí zumbando. Me vi más delincuente que nunca.
El universo es un lugar desconcertante; con prisas, fluye todo lento hasta paralizarse, todo excepto el tiempo, ese, se contrae de tal manera que cambia horas por segundos.
Me encontré suplicando a los semáforos y a los peatones caridad compasiva... pero, ¡qué va!, se orquestaron en mi contra y llegué a mi cita con el Portal de Belén, tarde. Por evitar la bronca de Doña María y Don José, subí directa a la planta de los chicos y, una vez todo estuvo preparado, tras la comida, les reuní en la sala de espera, donde estaba el inmenso mural de baldosas blancas, tan inmaculadas como tristes.
—Hola chicos, —saludaron todos con alegría—. Siempre me ha llamado la atención esta pared tan vacía, así que hoy vamos a darle mucho color —gritaron emocionados—. Traigo unas pinturas especiales y unas herramientas adaptadas para cada uno de vosotros, así que no tenéis excusa.
—¿Y qué pintamos?
—Lo que os apetezca explicarle a cualquier otro niño que venga cuando vosotros ya no estéis.
—¿Y los dormidos?
—También tendrán su espacio, ¡faltaría más!
Ahí nos vimos, entre sillas y muletas, pinceles, brochas, cubos y sábanas para el suelo. Las enfermeras se unieron a la causa y yo, por primera vez fui Hydna de Escíone en lugar de Ninel Conde —sí, aquella que confundió los tsunamis con el surimi—. Con la ayuda de los celadores, sacamos de las habitaciones a «Los Dormidos» y con asistencia de sus padres, sus manos plasmaron la promesa de despertar.
Se convirtió en un espectáculo de colores y risas, hasta que la Virgen abandonó el pesebre para vocear, cual energúmena sin medicar, delante de nuestro mural.
—¿Cómo se te ocurre? Esas pinturas podrían dañar a los niños, ¡insensata! —¡Harta estaba de la palabra comodín!
—Vas a necesitar el traje de mula de continuar rebuznando.
—¡¿Quién te ha permitido esto!?
—Nadie me lo ha prohibido tampoco, e intenta moderar el tono, acabarás afónica. —O espumando.
—No voy a permitir que conmutes la pena en mi pesebre, ¡infractora drogadicta!
—Eso no lo repites sin el manto.
Por no atomizar el ambiente festivo con su histerismo, la saqué tirando del brazo hasta una terraza adyacente escondida de miradas curiosas.
—No me pegues, por favor.
¿A qué venía taparse la cara con los brazos? No precisé de explicaciones, el reflejo del ventanal me ofreció la respuesta.
—Dudo que eso fuera a suceder. —Perdí cinco litros de aire y los recuperé en ego al oír su voz.
—¡No la quiero en la asociación!
—No volverá.
Se marchó zapateando, enredada entre los faldones y las alpargatas. Él me observaba con enfado manifiesto, ya no era Pablo, sino el magistrado del tribunal de lo penal.
—Las pinturas son aptas para menores de tres años, no tienen agentes tóxicos y me aseguré que ninguno de ellos tuviera alergias o intolerancias a los pigmentos.
—¿Qué hace tu coche en la zona de ambulancias? —¡Mierda, el coche! Me permitieron estacionar para descargar y allí quedó.
—Bueno... no iba a llegar...
—¡No puedes saltarte la ley cada vez que se te antoja!
—¡Oye, lo siento!
—¿Y esto? ¿Sabes cuánto tiempo lleva la asociación intentando lograr la aprobación de ese proyecto?
—¿Y cuál era el problema? A mí no me han puesto inconvenientes.
—¡La dirección, Itziar!
—¡Ja! Aquí pretendían repartirse el pastel y los honores, ¿es eso? ¿Me equivoco? —Alzó las manos al cielo, tensionándolas, cerrando los puños después, intentando canalizar el cabreo— ¡No te entiendo! Vienes todas las tardes, les escuchas, disfrutas con ellos..., de veras, ¿necesito justificarme?
Se acercó a mi cara, casi tocando nariz con nariz.
—¡Has de cumplir la ley! ¡Has de seguir las normas! —El aliento restallaba sobre mis labios con la furia de un tifón diminuto. Me empoderé del desenfreno mezclando enfado y excitación, y, sujetándole de la corbata conseguí unir nuestras bocas, mas el efecto no fue el deseado. Me separé—. ¿Qué haces?
Pasé del calor al frío sin templarme. Sin despedirme de los chicos, sin recoger todo el tinglado, escapé corriendo. Necesitaba refugiarme en un espiral de vergüenza reconfortante, y, por no seguir sumando delitos, y por no regresar a recoger mi bolso, tomé un taxi, que me escoltó a casa, por asegurarse de cobrar la carrera.
Apelotonándome en el sillón, me fastidiaba a mí misma saboreando el hálito de su voz y lo esponjoso de sus labios. Una vez leí en algún sitio, de algún alguien, que, negar nuestros impulsos era lo mismo a negar lo único que nos convertía en humanos.
Sonó el timbre y dejé que sonara. Cuando aporrearon la puerta, decidí abrir. Sabía quién era, y enfrentarme a su compasión era infinitamente peor que el rechazo.
—¿Traes a la policía? ¿Vas a detenerme? —Apretaba la mandíbula y mordía los labios—. ¡Hazlo! ¡Ten! Puedes ponerme los grilletes si lo prefieres.
Uní las manos por las muñecas extendiendo los brazos a la altura del pecho, con las palmas hacia arriba, temblorosas.
Sus pupilas se clavaban con precisión de aguja hipodérmica en las mías. Elevé más el mentón, desafiándole, mostrándome más rival que resignada. Ambos, inspirábamos y exhalábamos el aire con brusquedad, dominando nuestras iras con una técnica nada útil en aquel momento.
Súbitamente, alzó sus manos y separó las mías, cerró de un taconazo la puerta y me empujó hasta topar mi espalda con la pared. Se adhirió a mi cuerpo, mientras seguía sujetando mis manos a la altura de mi cabeza. La rabia se transformó en deseo y su aroma activaba los resortes lúbricos, traicionando a la razón, que no tenía la menor idea de en dónde hallarla.
—Tiene derecho a guardar silencio. —Bastante complicado era respirar—. Cualquier cosa que diga puede y será usada en su contra en un tribunal de justicia. Tiene derecho a hablar con un abogado y que esté presente durante cualquier interrogatorio—. Mordía mis labios a medida que susurraba la Advertencia Miranda a mi oído y el hálito, acariciaba mi cuello erizando el vello de todo mi ser empezando por la nuca—. Si no puede pagar un abogado, se le asignará uno de oficio. ¿Le han quedado claro los derechos mencionados?
—Quiero que me lo repitas en la cama.
—No vamos a llegar.
Su boca tomó mi cuello con avidez de cánido hambriento, su pecho subía y bajaba al mismo ritmo que el mío. Forcejeé para poder emplear los dedos en desabotonar su camisa y sus manos cedieron con la finalidad de tirar de mi camiseta llena de lamparones de pintura, por conocer la piel de mi vientre, de mi pecho... Tocar el suyo, me provocó tal escalofrío que, por intentar atenuar la tiritera, me rodeó con sus brazos.
—Quiero besarte hasta dejarte sin saliva. —Enaltecía mi sensibilidad desde los tímpanos hasta los talones, sin embargo, la astillita del repudio aún espinaba y revolcarme en un zarzal era sexo inseguro.
—Rechazaste mi beso.
—Te estoy besando ahora.
Me sirvió la respuesta, no hay idioma más completo que el del ósculo, una lengua tan sencilla y arbitraria, tan completa y comprometida con la pasión. Los nuestros se hablaban de tú, con el frenesí del deseo. También las caricias gozaban de un léxico análogo que se traducían en erotismos e incandescencias mientras las piezas de ropa pendían de las aristas del mobiliario. No nos dimos tregua, ambos habíamos traspasado el limen hacia el infierno paradisiaco que auguraban nuestros furores, y con ayuda de la pared y de su vigor sexual, me anudé a su cintura para permitir fundirnos en uno.
Consentí todo de él, consintió todo de mí y fue maravilloso.
—Pablo... —La cama había sido más placentera que el tabique. Dormitaba sobre su pecho al arrullo de los latidos, apreciando la suavidad de su piel... embriagándome de su aroma. Él, reseguía con las yemas de los dedos el dibujo de mi columna y de tanto en tanto me provocaba un estremecimiento—. ¿Y ahora qué?
—Pues ahora, vamos a empezar..., vamos a intentarlo. Yo estoy listo.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—No lo estoy, pero tampoco lo estaba cuando te conmuté la pena.
—No sé lo que quiero de la vida, pero hoy me resulta más apetecible vivirla. ¿Podré seguir visitando a los niños?
—¿Sin pintura?
—El acusado puede mentir para defenderse, ¿verdad? —Me despeinó riéndose.
—Veré que puedo hacer.
—Te voy a complicar la vida.
—Cielo, el único día fácil, siempre es ayer.
FIN
GRACIAS POR LEER
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