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Una semana hacía ya, que a modo de Homer Simpsom, tal como tocaba la hora, yo salía danzando hacia la planta de trauma.

Nos juntábamos en una sala todos, excepto los dormidos, un par de chicos y una chica en coma profundo, velados permanentemente por algún familiar a los que les leían, les ponían música, les acariciaban los brazos, la cara o les arropaban... No reaccioné bien al conocer su situación, sin embargo, al día siguiente, con las mismas esperanzas y fe de sus padres, pasé a saludarles como se merecían.

Estudiaba juegos y entretenimientos para no excluir a ninguno de los chavales, fuera cual fuera su discapacidad, aunque en realidad demostraban ser más hábiles con sus dificultades que yo con mis articulaciones intactas.

Aquella tarde la habíamos dedicado a fabricar nieve con papel de seda y estábamos en pleno lanzamiento de virutas cuando inesperadamente la puerta se abrió de par en par, apareciendo el Sr. Juez y la Virgen, que, por su indignación, debía de ser alguna activista pro derechos del papel.

—¿Qué ocurre aquí? —A ver, en Jerusalén nevaba solo de manera ocasional, pero para algo el Señor nos había provisto de imaginación.

—Nos habéis pillado en plena batalla de bolas de nieve.

—¿Y a quién le has pedido autorización? —Ni caí en ello. Era un área lúdica, ¿de qué consentimiento hablaba?

—Estamos jugando en el lugar habilitado para ello, ¿a quién he de pedir permiso?

—A mí. —A todo esto, el Sr. Juez, observaba con gesto divertido la pugna «santa versus mula».

—¿Por qué?

—Yo organizo las actividades infantiles a través de la asociación. —Cruzó los brazos por debajo del pecho acomodando los hombros en un medido movimiento soberbio. Por suerte, los niños seguían disfrutando, unos tirados en el suelo, otros en sus sillas, otros de rodillas... y así seguirían hasta la hora de cenar, o no me llamaba Itziar.

—¿Tú no tienes que ir a cambiarle los pañales al niño?

—Eres tan insensata que no te has parado a pensar los peligros.

—¡No seas absurda! Es papel, ninguno tiene menos de tres años, ni alergias...

—¿Cómo sabes que no tienen alergias, Itziar? —Pestañeé tan seguido que dejé de ver. Nunca antes me había tuteado ni utilizado el nombre de pila... y sonaba tan bonito en sus labios...

—Pregunté a sus padres.

—En tal caso, Sra. Colmenero, no hay de qué preocuparse, Itziar —si volvía a nombrarme caería de espaldas—, lo tiene todo controlado.

La Virgen salió con ínfulas de indignación y yo me permití observar al magistrado con una sonrisa de desconcierto.

—Algo de razón, sí que tiene —determinó. Disponía de una sonrisa cautivadora.

—Sr. Juez, algo de razón tenemos todos, lo interesante es ponerse del lado de quien la argumente mejor.

—Pablo. —Extendió la mano. Para nada iba a perder la oportunidad de darle dos besos.

—¿Te quedas? Estamos ideando la manera de hacer un muñeco de nieve zombi-princesa-extraterrestre.

—Para contentarles a todos.

—Hay que ser permisivo y plural. Empatía positiva, lo llaman.

—Una buena técnica de marketing. —Sostuvo su mirada magnética sin titubeos, sin embargo, tuve el pálpito de ser yo la hipnotizadora, dato confirmado cuando sacudió la cabeza para despertar. Me sentí poderosa—. Disfrutaría aportando una toga a esa obra conceptual prevista, pero hoy me será imposible.

—Pasa mañana, el papel pinocho aguanta mejor el calor que la nieve. —No como mis neuronas que, de continuar observándome así, terminarían por achicharrarse.

—Veré si puedo.

—Seguro podrá hacernos un hueco.

—En tal caso nos vemos mañana. —Tampoco iba a dejar escapar la ocasión de despedirme con cariño, ni de percibir el aroma sutil del after shave. Y para regocijo de mis debilidades, me devolvió el gesto besando mis mejillas con firmeza, posando los labios y presionando. Si no me desmoroné, fue puro milagro o cosa del esqueleto. Y aún floja como un fideo de sopa, le devolví el guante.

—Sr. Juez, tiene una sonrisa seductora.

—Pablo.

Levantó una de las cejas y acompañó la mueca con otra sonrisa de las de necesitar el «boca a boca» seguido de un tú a tú. Y, apajará perdida me dispuse a continuar jugando con los chicos.

A partir de aquella tarde, Pablo —el Sr. Juez para molestarle—, colaboraba aportando ideas y actividades interesantes. Después, cuando los pequeños marchaban a cenar, nosotros hacíamos lo propio en el self service del hospital, y entre confidencias y chascarrillos, disfrutábamos del insípido menú, que ninguno saboreábamos.

En más de una ocasión pensé proponerle cenar fuera, un burguer serviría, sin embargo, dar el paso suponía avanzar y, ¿estaría él preparado para más de mí?

Yo le gustaba, sabía interpretar las señales, no era nueva en esas lides, no obstante, le atraía mi persona en la misma proporción que le repelía mi entorno, por lo tanto, me conformaba con la sopa fría de cada noche, el trayecto en coche hasta mi casa y el par de besos de cortesía.

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