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Capítulo 24


Aquella mujer, temerosa y frágil, parecía que se había transformado en un ser de aspecto infernal. Cada gesto, sonido y mirada, era semejante al de una feroz y hambrienta bestia. Su respiración no solo se tornaba errática, sino que mostraba una ira contenida como los toroides embravecidos. Cargaba con una malicia palpable, similar a la de los felinos dispuestos a devorar a una presa. Aquellos espasmódicos y discordantes movimientos que realizaba, creaban una imagen desconcertante y aterradora: lentos, fuertes y con una parsimonia que creaba tensión

La solitaria estrella en el oscuro cielo carmesí, atestiguaba en silencio la escena, brindando con su rojiza iluminación una inequívoca y mortal sensación de peligro. Su tenue luz destacaba la diabólica apariencia de aquella criatura. Detrás de su enmarañado y largo cabello negro, se abría paso su sanguinaria sonrisa, lucia unas diabólicas muecas que la hacían digna de protagonizar las peores pesadillas.

Su penetrante mirada era más filosa que cualquier cuchillo, desgarraba la carne y el espíritu, eliminando todo inútil pensamiento de esperanza y supervivencia. La oscuridad de sus ojos se asemejaba a los paisajes más escalofriantes, sumergiendo a sus víctimas en un vació abismal.

Marcos sintió que, espectrales y fantasmagóricos brazos trepaban por sus pies, hasta envolver cada musculo de su cuerpo, aprisionándolo contra su voluntad. Era abrazado por una gélida y nefasta ilusión creada por su miedo. Su mente proyectaba falsas sombras para tratar de darle sentido a la parálisis que lo mantenía cautivo, dejándolo a merced de un fatídico final. Sin embargo, para su mala suerte, nada de eso era real, a excepción de la mujer delante suyo.

Todo el interior de Marco gritaba de horror, pero sin importar que tan fuerte fuese su desesperación, por fuera era consumido por un agobiante silencio. Su voz se ocultaba, lo había abandonado. En su boca solo existía un amargo y nauseabundo sabor, similar al apestoso aroma que rondaba por la devastada zona en la que se encontraba.

No podía hacer otra cosa que esperar su tortuoso final, la muerte estaba en su puerta, a punto de ir por él.

El condenado que portaba el cuchillo no soportó más la presión y se lanzó hacía la asesina, quería tomarla por sorpresa; trató de cortar a la mujer, atacando con su arma de lado a lado, en improvisados golpes que surgían de un mísero intento de sobrevivir, como los últimos manotazos de una persona que se ahogaba en el agua. Sin embargo, Leira lo esquivaba sin mucho esfuerzo, con precisos y milimétricos movimientos, sus agudos reflejos eran sobrehumanos.

Cuando el condenado se hizo hacia adelante para lanzar una letal estocada, la mujer lo empujó a un lado y se encorvó de tal forma que estaba sobre sus miembros a cuatro patas, reptando velozmente hacia el otro hombre, quien tenía el machete. Se abalanzó sobre él con una fiereza sorprendente y brutal, al instante enterró sus filosas fauces en su cuello, tirándolo al suelo.

Mientras él gritaba con desesperación, todos vieron la horripilante escena de como Leira se deleitaba en cada trozo de carne que arrebataba del cuerpo, para luego comenzar su morboso festín, masticando con una notable fuerza. Ella hacía sonidos con su boca de manera exagerada, quería atormentar a los demás con los viscerales sonidos que provocaba al disfrutar de su comida. La carne era dura y gomosa, al morderla generaba un ruido tan grotesco como morboso.

—¡Sí! ¡Delicioso! ¡Amo el amargo sabor que tienes! —exclamó Leira sin dejar de sujetar los brazos del hombre para que no pudiera hacer nada más que gritar.

Cuando se preparaba para darse otro delicioso bocado, fue ahí cuando el hombre que estaba delante de ella, armado con un martillo, intentó golpearla. Ella brincó a un costado y el golpe dio de llenó en la frente del condenado que estaba siendo devorado en el suelo.

—¡Maldición! —exclamó el condenado que había atacado, al mismo tiempo que intentaba sacar su arma, se había quedado clavada en el cráneo de su antiguo compañero. Al lograr quitarla, un chorro de sangre saltó con fuerza, dejando inerte al hombre que había sido golpeado.

El fornido hombre que portaba la pala se abalanzó una vez más al ataque, en vano, Leira evitaba cada potente golpe sin esfuerzo. La salvaje mujer respondió intentando arañarle el rostro, consiguiendo empujarlo sin causarle ninguna herida.

—Esa boba... me corto las uñas —se quejó Leira al inspeccionar sus dedos—. ¿Por qué lo hiciste? —se preguntó a sí misma.

Ariel era la verdadera personalidad, la principal dueña de su cuerpo. Cuando ella se encontraba en situaciones de mucho estrés o sufría de mucha hambre, su otra mitad se apoderaba del control para protegerla. Entre todos los problemas psicológicos que sufría, la cibofobia era el más marcado, obligando a Leira a salir para alimentarse. Siendo la carne de personas y animales vivos, lo único con lo que se alimentaba. Tal como la adoctrinaron en la secta que sus padres la obligaron a entrar cuando era niña. Tal como la sometieron para que se acostumbrase a su sabor.

Antes de perder el control de su cuerpo, Ariel empezaba a sentir una ardiente e irremediable picazón por su cuerpo, como si miles de hambrientas hormigas la devoraran de adentro hacía afuera, lo que hacía que su cuerpo reaccionara de manera inconsciente y se arañará una y otra vez... Por esa razón, trataba de mantenerse sin uñas, sin importar el dolor que le produjera, se las arrancaba en su totalidad, dejando la herida al rojo vivo para no autolesionarse.

Leira dejó de discutir consigo misma y giró la cabeza en un brusco movimiento para mirar al condenado del cuchillo. El cual, se aterrorizó al conectar con la endemoniada mirada de la asesina, ni siquiera tenía la fuerza para gritar, sentía un asfixiante nudo en la garganta. Al percatarse de que venía por él, se dio media vuelta y trató de huir desesperadamente, dejando caer su arma ante el desconcierto.

Leira era veloz y ágil, a pesar de la forma tan extraña en la que corría, por momentos parecía un serpenteante reptil, con el abdomen pegado al piso y una flexibilidad sorprendente. Por otra parte, también podía adoptar una postura más suelta y alta, como la de un salvaje felino. En cuestión de segundos alcanzó a su despavorida presa, y se lanzó a su espalda en un feroz ataque, derribando al condenado contra el suelo.

Leira tomó la cabeza del hombre con sus dos manos y empezó a golpearla contra el piso, una y otra vez, hasta que él quedó inerte. La expresión de ella se deleitaba al presenciar aquel liquido carmesí salpicar por todas partes, era una dulce y cálida lluvia que la envolvía, además su fuerte aroma la hacía salivar, ansiaba probar su metálico sabor cada vez que lo veía.

De inmediato, enterró sus dientes en su presa y empezó a succionar la sangre que se escurría por las heridas del condenado. Tenía sus costumbres y gustos, por lo que antes de detenerse a devorar por completo a una de sus víctimas, quería probar todos los platillos que se encontraban delante.

Hasta ahora, le gustaba más el primer hombre que mató. Ella prefería la carne de hombres menos estresados e "inocentes". Le parecían mucho más suaves y jugosas.

Pero eso era si podía darse el lujo de elegir, de lo contrario comería todo lo que pudiese, hasta quedar satisfecha, algo que rara vez ocurría, era como un barril sin fondo, no solo se alimentaba por hambre, también lo hacía para desahogarse. Leira adobaba mucho la caza. Jugar con sus víctimas no solo servía de calentamiento, ayudaba a que se le abriera aún más el apetito.

Después de saborear a su segunda víctima, se giró en la búsqueda de la siguiente, y se dirigió hacia donde estaban los otros dos condenados y Marcos. Todos estaban horrorizados, con su tez pálida y su frente bañada en sudor. El condenado que sujetaba un pequeño martillo, era el que estaba delante de los tres, intentó defenderse y golpear a Leira cuando esta se encontraba cerca, impulsado por sus reflejos. Pero sin éxito. El hombre fue ignorado, otorgándole unos escasos y vacíos minutos extra de vida. Su tortura había sido extendida, ya que ella pasó por su lado, evitando el golpe con una destreza felina.

El hombre más grande que estaba armado con la pala se quedó perplejo al percatarse que Leira iba reptando hacia él, con sus oscuros ojos centellando de macabros deseos. El hombre alcanzó a poner su arma de costado para cubrirse de la embestida, en un desesperado intento de detenerla. La mujer saltó y empezó a empujar la parte de madera de la pala.

—¡¿Qué mierda con esta mujer?! —exclamó aterrorizado al presenciar cómo era superado en el forcejeo, haciendo que retrocediera. Él le sacaba dos cabezas de altura y pesaba cuarenta kilos más, aun así, estaba siendo vencido.

Leira lo tiró al suelo y de inmediato se le subió encima, no quería perder tiempo, anhelaba probar su sabor, no podía soportar más los ruidosos rugidos de su estómago, clamaba por ser alimentado. Ella levantó sus brazos y empezó a golpear con brusquedad e insistencia el arma que la detenía, una y otra vez, rebosaba de una iracunda energía. Todos se sorprendieron cuando escucharon crujir el mango de madera, siendo destrozado en cuestión de segundos. Ya no había nada entre su presa y su voraz apetito.

El hombre soltó los pedazos que quedaron de su arma y trató de sujetar a la mujer del cuello para quitársela. Sin embargo, Leira no se movía a pesar de los intentos del condenado, ella se encontraba en un estado sanguinario y violento, que la cegaba por completo. Al mismo tiempo, Leira agarró la cabeza del hombre por los lados y con los pulgares empezó a hundirle los ojos, haciendo que la sangre empezará a brotar, al igual que los desesperados y últimos lamentos del hombre.

Entre gritos de dolor, el condenado golpeaba y manoteaba a su atacante en un desesperado intento de quitársela de encima, no solo era agobiado por un intenso dolor, era destruido por una devastadora y aplastante impotencia. Poco a poco sentía como su vida se perdía en cada segundo, ahogándolo en el pánico.

Leira se inclinó hacia adelante y lo silenció con un inesperado beso en la boca, desconcertante y morboso. La sonrisa de ella se lograba apreciar entre algunas hebras de su enmarañado cabello. Sin despegar sus labios, miró hacia arriba y se enfocó en Marcos que estaba unos metros adelante, atónito con lo que presenciaba. Luego, Leira le arrancó un trozo de piel a su presa, en un brutal movimiento, sin quitarle la vista del muchacho, deleitándose no solo en la carne en su boca, también lo hacía con la aterrada mirada Marcos.

Mientras la asesina masticaba su jugosa recompensa, la sangre se escurría por su boca, sorbía con fuerza cada gota para no desperdiciar nada. El sabor metálico y agrio era bastante reconfortante, una clara muestra de que su víctima era alguien saludable.

Para Leira los labios eran un manjar, casi tan buenos como los glúteos o el cuello. Por eso se tomaba su tiempo para deleitarse. Ella cerró los ojos para tratar de apreciar cada sensación que recorría por su boca, acompañada de unos placenteros gritos de dolor y desesperación. Su presa se retorcía, aún se aferraba a unos inútiles instintos de supervivencia.

Amaba aquel tono que alcanzaba la voz de los hombres al ser devorados. Sus gritos perdían el vigor a medida que se acercaba su muerte, dejando escapar un timbre más aguda y frágil, una inevitable suplica y clamor por piedad. Se lo merecían. Todos se merecían sufrir. Para lo único que ellos servían era para ser su alimento y diversión. Debía castigarlos a todos, era su forma de vengarse por haberla creado. 

«¡Corre, corre, corre, anda, corre!», se repetía Marcos al atestiguar la horripilante escena. No era una mujer, era una bestia salvaje y macabra. Su aura desprendía locura y muerte, como si se tratase de un verdadero demonio.

Él estaba congelado, sus piernas no se movían, sin importar que tanto lo quisiera, no reaccionaban. No lo escuchaban, ninguna parte de su cuerpo le respondía. Todo su interior le decía que era en vano intentar escapar, ya estaba muerto.

—Teníamos tanta hambre... que no pude evitar salir —exclamó Leira, con la mirada puesta en el rojizo cielo, mientras la sangre se deslizaba por la comisura de su boca.

El condenado en el piso seguía retorciéndose y tratando de quitársela de encima, empujando con sus manos la cara de ella. De un mordisco, la mujer le arrancó un dedo y lo escupió a un lado, después se inclinó una vez más para seguir despedazándolo con sus dientes. Había encontrado a alguien sabroso. A pesar de ser bastante grande, su piel era suave. Ahora iba a probar las mejillas, no quería dejar de comer, iba a devorarlo vivo, sus involuntarios movimientos servían como un dulce condimento.

Marcos por primera vez consiguió desviar la mirada de la mujer y observó al último condenado que quedaba con vida, huyendo desesperado. Aquel mismo sujeto que se había mostrado como alguien peligroso y que insultaba a todos, fanfarroneando que mataría a cualquiera que lo molestara, ahora parecía un niño pequeño e inofensivo, llorando por ayuda.

El muchacho apretó con fuerza sus puños, sobreponiéndose a la gélida prisión que lo tenía paralizado, cerró los ojos y se mordió con fuerza el labio de abajo hasta que un cortante dolor e inconfundible sabor amargo le anunciaba que sangraba. El agudo ardor lo hizo que se llevara la mano a la boca, liberándolo de las ataduras mentales que lo aprisionaban.

«¡Puedo moverme!», se dijo así mismo Marcos, sintiendo a su corazón palpitar de nuevo y recubrirlo de una cálida sensación, como si acabase de volver a la vida. Por un fugaz momento volvía a tener el control de su cuerpo. Sin embargo, era el comienzo de un sufrimiento diferente: debía luchar contra si mismo y acallar todos los nefastos susurros de su mente que anunciaban que cualquier intento de escapar era inútil.

El zoológico era cargado con un ambiente pesado y lúgubre, su silencio sepulcral le concedía todo el protagonismo a la salvaje mujer, como si fuese la dueña y señora de todo el lugar. Como si todo rastro de vida huyera de su presencia.

La fría brisa acariciaba la nuca de Marcos, era un toque moribundo que le producía escalofríos por cada parte de su cuerpo. Las lámparas que se esmeraban por mantenerse su palpitante luz, se dieron por vencida, oscureciendo cada posible ruta de escape, creando la desoladora imagen de que no había donde huir.

Contra todo pronóstico, el muchacho se adentró a las tinieblas, no iba a dejar que lo devoraran vivo, o por lo menos no se quedaría de brazos cruzados esperando en convertirse en alimento de aquella monstruosa bestia con apariencia de mujer.

Jamás en su corta vida había corrido tan rápido, se sentía tan ligero como el aire, sus pies parecían flotar a través del devastado y mugroso suelo. Su exaltada y entrecortada respiración retumbaba aún más que sus desesperados pasos.

—¡Niño, niño! ¡No puedes huir! —rugió Leira, alzando la cabeza por unos segundos, deteniendo su sabroso festín.

La mujer adoptó una postura de persecución, encorvándose y apoyando todos sus miembros en el suelo como si se tratara de un animal cuadrúpedo. Estaba lista para emprender su cacería, pero antes de lanzarse a la acción, se detuvo por un instante, el placentero olor a sangre la distraía. Detrás suyo aún tenía un jugoso banquete para deleitarse, ya le había retirado la mayor parte de la piel a su comida, dejando visible los músculos más apetitosos. En sus ojos solo había unas oscuras y vacías cuencas, su rostro a pesar de estar sin uno de sus labios, lograba transmitir una horripilante expresión, cargada de dolor y sufrimiento.

Un cálido charco rojizo adoptaba la forma de un grotesco plato, dejando al moribundo hombre en el centro, era una imagen cruel y sanguinaria, que se grabaría en los miedos más profundos de todo aquel que pudiese contemplarla. Sin dudas, era un destino peor que las terroríficas llamas del infierno o las horripilantes historias de internet.

—Tanta carne... no puedo dejarla —dijo dudando, aún podía comer más.

Se encontraba indecisa, perdía valiosos segundos debatiendo en su interior. Miró a Marcos alejarse y luego a su comida en el suelo. Un último vistazo para comparar su menú, ambos se veían deliciosos, lo que le dificultaba la tarea de escoger. Comenzó a sentir como su piel ardía, aquel doloroso cosquilleo se esparcía por todas sus venas. Sin poder resistirse, intentaba retirarse la piel del rostro, una y otra vez, frotándose los dedos de manera frenética y embravecida por la cara.

—¿Qué hago, qué hago? —se repetía—. La carne joven... es más suave —concluyó, dejando de lado cualquier pensamiento o tribulación.

Con su brazo se limpió un poco de la sangre que le escurría de la boca, después adopto su tan característica postura, encorvando su espalda y apoyando sus manos en el suelo. Estaba lista para la cacería.

¡Voy por ti, niño! —anunció Leira con una sanguinaria sonrisa en su rostro, su mirada se clavaba en el muchacho que corría a lo lejos.

En la mente de Marcos solo se repetía de manera incesante una palabra: huir. Los devastados y mugrosos caminos eran a travesados con desesperación. Su agitada respiración no daba abastó a sus pulmones, la presión que cargaba en cada uno de sus músculos, órganos y espíritu, lo asfixiaba lentamente. Era cuestión de tiempo para que su cuerpo no pudiera seguirle el ritmo. Y lo sabía.

Sentía como si tuviera un filoso cuchillo clavado en la espalda, a cada segundo que pesaba una cortante y terrorífica sensación se esparcía por cada centímetro de su ser, desangrando cualquier frágil esperanza de escapar.

Las sombras a su alrededor parecían cobrar vida y susurrarle, tenía la impresión que se burlaban de su mísero intento de sobrevivir. La brisa traía consigo un espeluznante sonido metálico, suave y desconcertante, provenía de las diferentes jaulas de acero que lo rodeaban.

Marcos no tenía el valor para voltearse, su mirada se concentraba en el suelo para guiar sus pasos y evitar los asquerosos charcos llenos de basura que se interponían. Nunca había huido con tanto temor, estaba sorprendido de la velocidad que logró alcanzar, sin embargo, no era suficiente para dejar atrás todas las horripilantes sensaciones que lo carcomían.

Para su desgracia, su pesadilla estaba lejos de terminar. Leira se aproximaba con ferocidad, rugiendo con brutalidad para anunciar su llegada y atormentar a sus presas. La diabólica risa de ella se mezclaba en armonía con el horroroso escenario, dejando un lúgubre eco retumbando en cada oscuro y vació rincón.

Cada vez, se acercaba más y más a Marcos. El muchacho era consciente, su pánico crecía a cada instante. La oscuridad a su alrededor volvía a tomar forma de espectros que parecían querer aprisionarlo con sus delgadas y huesudas manos, su visión se nublaba y unas fuertes nauseas lo invadían. El pecho le dolía, se quedaba sin aire, no importaba que tanto luchara por respirar, no conseguía hacerlo.

El nefasto recuerdo de cuando se ahogaba lo torturaba, toda su piel se erizó y las lágrimas comenzaron a brotar de sus asustados ojos. Quería vomitar, pero nada salía de su boca.

Sus piernas se paralizaron, se asfixiaba. Solo podía escuchar el sonido de las burbujas que se escabullían en el agua, lo abandonaban, al igual que su voz en cada intentó de gritó que soltaba. Al igual que su vida.

Así debía ser morir, sentía como su cuerpo se congelaba y todo se volvía negro. Vació. Solitario. Era una desgarradora y lenta muerte en la que, lo despojaban de cada uno de sus sentidos. De manera brutal e imponente, dejándolo desahuciado.

Marcos abrió los ojos y logró escapar de aquellos horribles recuerdos, encontrándose de nuevo con el tétrico paisaje en el que estaba encerrado. Todo su cuerpo temblaba y su espasmódica respiración dejaba escuchar un doloroso sollozar.

Ella estaba cerca. Su risa se aproximaba.

Marcos aferrándose a la vida, aún mantenía un tenue llama ardiendo dentro de él. Tan débil que se podría comparar con la de un fosforo. Pero tan indispensable, que el muchacho la defendería con uñas y dientes. Era lo ultimo que le quedaba, lo que Flicker había encendido.

El muchacho se arrastró torpemente, superando los grilletes mentales que lo detenían y su degastado estado físico. Consiguió llegar hasta una de las jaulas, recostándose sobre la fría malla de acero que cubría el lugar. Tenía un oxidado y polvoriento aroma.

—¡Eres mío, niño! ¡Todo mío! —rugió Leira a lo lejos, enterrando su espeluznante mirada en Marcos.

Su presa estaba acorralada e iba en dirección a ella, era cuestión de tiempo para que pudiera probar su carne. La emoción que la invadía era tanta que le provocaba salivar, sus fauces ansiaban por destrozarlo, alguien con una expresión de pánico tan marcada y un rostro inocente como el de un niño, iba a ser un suculento postre.

Marcos escuchaba a la hambrienta bestia con apariencia de mujer, ir por él. No se atrevía a voltear para verla, sabía que sería lo ultimo que haría. El muchacho se dirigió de manera tosca a un pequeño hueco en la jaula. Ninguna persona, ni siquiera un niño, podría pasar por ahí, por lo que se vio forzado a jalar para abrirlo. La malla se resistía, solo lograba doblarla por algunos segundos, antes de que volviera a su posición original.

La desesperación consumía a Marcos, cada segundo perdido disminuía considerablemente sus probabilidades de escapar. Los grotescos sonidos de ella estaban a escasos metros. Aquella infernal voz iba cobrando más fuerza, se adueñaba del desolado zoológico.

El muchacho sacudía de manera incesante la malla, anhelando romper el oxidado metal. El ruido metálico de su lucha no lograba ofuscar la risa de la mujer, lo sentía como si estuviera al lado de su oído.

La malla se resistía, tanto como él. No iba a lograrlo, se quedaba sin tiempo. Lo devoraba la inquietante sensación de que sería embestido en cualquier segundo, lo que entorpecía cada uno de sus exasperados intentos por abrirse paso.

Los pasos de la mujer provocaron en Marcos que su corazón estuviera a punto de explotar, ya no podía latir más rápido. Sin pensarlo, jaló la malla lo suficiente para arrastrarse adentró, logrando deslizarse a duras penas.

Leira se estrelló contra la jaula, enterrando su mordida en el duro metal y balbuceando con frustración e ira cientos de amenazas. Casi conseguía atraparlo, le había rozado la espalda. Ella se sacudía con un rabia y furia inhumana, parecía un animal salvaje. Se desquitaba con la jaula, golpeándola una y otra vez, no iba a dejar que su presa se escondiera por mucho.

Marcos pudo respirar por unos segundos, alejándose del incesante golpeteo metálico y los siniestros rugidos de la mujer. No tenía tiempo para descansar, ni siquiera sabía lo que hacía, solo actuó sin pensar. Ahora estaba encerrado y sin salida.

Caminó por el suelo de tierra hasta que las nauseas lo obligaron a detenerse. Apoyó sus manos sobre las rodillas y vomitó un blanquecino líquido, demasiado poco para las dolorosas arcadas que realizaba. Sus extremidades estaban frías y sentía que se quedaba sin aire.

En medio del desconcierto, sintió el abdomen caliente, algo que llamó su atención de inmediato. Tenía varios cortes profundos, desde el pecho, hasta unos centímetros por debajo del ombligo, la malla de acero lo había lastimado y la sangre se escurría por su piel. La palma de sus manos también había sido cortada, los duros cayos que había forjado en su trabajo fueron atravesados como papel.

La sangre brotaba por su abdomen, sin importar que tanto intentara detenerla, era inútil, era demasiado grande para cubrirse con sus manos. El ardor apareció, obligando al atormentado muchacho a encorvarse.

Todo le traía sufrimiento, sin importar a donde fuese o que intentara, solo alargaba su sufrimiento.

—Se acabó... —susurró Marcos, cayendo de rodillas.

Su mirada y su espíritu se estrellaron contra el suelo. Ya no había donde huir, solo le quedaba esperar a que la mujer se abriera paso hasta él.

—Fue... tonto pensar que escaparía —exclamó desahuciado Marcos, esforzándose por contener sus lagrimas y no dejar una imagen patética de su muerte.

Patético. Tonto. Débil. Cobarde. Eran los pensamientos que lo hostigaban, aquellos con lo que siempre cargo, hasta el día de hoy. Por poco tiempo creyó que podía hacer algo más, actuar de la misma forma en la que un hombre lo haría. Pero él siempre había sido un niño. Nunca tuvo el valor para defenderse ni defender a nadie. Ni siquiera a su familia.

Y la única vez que lo hizo, lo termino llevando aquí. Desde entonces no sabía nada de sus hermanos o padres, deseaba desde lo más profundo de su corazón que estuvieran bien, ya que la culpa de haberlos metido en problemas lo torturaba.

Lo único que cargaba eran arrepentimientos. Su muerte iba a ser igual que su vida. «Vaya tonto...», se repitió en su cabeza. «Por poco logre completar el primer evento, no sé porqu...». Marcos no pudo completar su pensamiento, recordar su primera travesía significaba ver a Flicker a su lado. La forma en que lo ayudó y lo incentivó a superarse, a sacar ese lado que siempre mantenía oculto.

Una extraña calidez lo envolvía, las palabras de su excompañero seguían latiendo dentro del muchacho. Marcos tampoco creía que iba a lograr superar esos desafíos, aun así, lo hizo.

—"En el momento que deje de luchar... es cuando realmente se acaba..." —se dijo así mismo Marcos, poniéndose de pie, era una de las frases que se gravaron en su interior—. Si voy a morir, al menos que sea dándolo todo, todavía puedo pelear —Apretó con fuerza sus puños, atesorando una vez más aquellas palabras, mientras trataba de recuperar el aliento.

«Puede que sea un tonto, pero si no recuerdo mal, esa chica rubia y Flicker dijeron que había que hacer cualquier cosa, por más tonta que fuese, si te permitía sobrevivir», sus ojos aún mantenían una chispa, estaba aterrado, pero podía continuar. Levantó su frente y alzó la mirada, escudriñando cada parte de la jaula, en un intento de encontrar una salida.

Solo había un gran espació de tierra, con algunos arboles secos y sin brillos, desbordaban tristeza en cada una de sus vacías ramas, las cuales se elevaban hacía el cielo y se escabullían entre las diminutas brechas de la malla de acero, era como si quisieran escapar de su encierro.

—¡Allí! —exclamó con fuerzas, su asombró se superponía a su cansancio, dándole un segundo aliento para poder moverse.

A unos pocos metros de una rama de los árboles, se encontraba un agujero en la parte de arriba de la jaula, lo suficientemente grande para poder escapar por ahí. Solo debía trepar y saltar para alcanzarlo.

Se lanzó al instante, era la única opción que le quedaba y la utilizaría. Ignoró los incesantes rugidos que venían detrás de él, le desesperaba la inquietante y aterradora sensación de que en cualquier momento aquella mujer conseguiría entrar.

Marcos no podía descansar ni siquiera un segundo. Acostumbrado a soportar el dolor físico por su esclavizante trabajo en las minas, continuó su camino hacía el árbol, la herida en el abdomen le ardía tanto que parecía como si lo estuviesen cortando en cada paso que realizaba.

Para su suerte, sabía trepar árboles, por primera vez creía tener una habilidad útil. Escaló por las secas y frágiles ramas, a un buen ritmo, debía subir unos cuatro metros sin detenerse o mirar atrás.

Una vez llegó a su objetivo, se detuvo, debía tener cuidado, la rama se extendía a lo largo, como si se tratase de un brazo que apuntaba a la salida, a medida que se acercaba al hueco, se iba haciendo más angosta.

Marcos dio el primer paso y escuchó el crujir de la madera, lo que le hizo liberar un leve suspiró de pavor, si caía no iba a poder levantarse de nuevo. Con la vista en sus pies, los arrastró con cuidado, respirando con profundidad y soportando todo el miedo que cargaba.

—Esto... no es nada... —se dijo así mismo, tratando de alentarse—. A travesé una guillotina, escalé una montaña, nadé en medio de minas explosivas... Es... solo un árbol y una caída de tan solo unos metros... —agregó, avanzando con inseguridad, deteniéndose en cada crujido.

La malla de acero cayó al suelo, retumbando alrededor, al mismo tiempo que Leira rugía emocionada de por fin conseguir entrar. Sus gritos estaban cargados de grotescas y brutales amenazas. Como un animal salvaje y hambrienta, corrió en dirección al muchacho, con sus ojos clavados en su carne, pronto iba a devorarlo y lo sabía.

Marcos desvió su atención hacía la mujer, era imposible ignorarla con todos los terroríficos ruidos que generaba al moverse. Venía directo hacía él, con una sanguinaria sonrisa en el rostro.

Un punzante frio le atravesó el pecho a Marcos, congelando su cuerpo. Estaba aterrado, ella se acercaba a una velocidad alarmante, con una notable furia digna de una infernal bestia.

Era cuestión de tiempo para que lo alcanzara...


Fin del capítulo 24

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