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Capitulo 2

Despertó bañada en sudor. Había tenido aquel sueño otra vez y, de nuevo, había rechazado las rojas pero apetitosas manzanas del ser que ella tanto odiaba. Nunca había podido verle el rostro, pero desde que tenía cinco años, esas pálidas manos le aventaban aquellas frutas en la cara. Amy había entendido, desde la primera vez que se había despertado a mitad de la noche, que no debía comerlas. Presentía que algo bastante malo le sucedería si lo hacía y eso que, a esa edad, no sabía que sería una no maga en el futuro.

Un no mago. Vaya simple pero clara palabra.

Amy había crecido odiando y culpando a sus sueños de robo. ¿Quién no? Era hija de los magos blancos más talentosos que habían pisado Luna Terra. Lisandro, su padre, era considerado uno de los pioneros en cuanto a materia orgánica se trataba y su madre, Samantha, era una estimada bruja del consejo. Qué sorpresa fue para la comunidad, que la unión de aquellos dos grandes, resultaría en algo tan común como Amy.

«Seguro su magia volverá tras el trauma», eso era lo que ella había escuchado, mas quince años más tarde, aún seguía sin siquiera poder elevar una pluma.

Miró, aún media adormilada, hacia la ventana. Justo sobre el bosque congelado de Nerost, estaba su esperada luna. Se levantó de inmediato mirando su reloj. Seis de la mañana. Amy se sonrió sabiendo que hoy era su noche y por ello, preparó todo. Dibujó su círculo, se echó al piso con su pequeño libro negro y abrió su boca.

—¿Cariño, estás despierta?

La pálida chica, que en su pubertad ya era considerada extraña por su oscura forma de vestir, apagó molesta las velas negras cuando escuchó a su madre susurrarle tras la puerta. Tapó el pentagrama que había aprendido a hacer hacía algunos años y se paró del suelo molesta.

¿Qué estaba haciendo Amy si en el reino de Eveness estaba prohibida la magia negra?

La niña lo sabía. Su madre le había hecho entender aquello cuando tenía seis años; sin embargo, a esa edad ya se había cansado del acoso escolar y de las manos que no la dejaban dormir.

En un comienzo, pensó que tener aquellas pesadillas era de locos, pero si a sus diez años no hubiera ido a Wendiur con su familia, Amy nunca hubiera podido conocer, en el puerto principal, a aquella extranjera del ahora prohibido reino de Axen. Había sido una bruja de ojos morados y piel oscura la que le había sembrado la idea del monstruo roba magia. Esa mujer —cuál Amy nunca supo su nombre—, le había obsequiado aquel libro negro que ahora era su más preciada y oscura posesión.

Le había costado algunos años deducir su contenido, pero desde hacía doce meses, Amy intentaba contactar con Belial, un supuesto demonio que residía en lo más profundo del Neverno y que, según ella, podría ayudarle a destruir aquellas pesadillas que le habían maldecido desde pequeña.

—¿Amy?

—¡Ya voy!

Guardó bajo su cama el oxidado cuchillo de titanio, los cabellos blancos de los cerberos y el veneno mortal de las equidnas antes de alistarse. Su madre, aunque era una bruja amable y respetada, era estricta con el trabajo en casa. Todos los días, hacía que su hija y su marido bajaran a desayunar a las siete en punto, para luego ir juntos a recolectar bayas y materiales que estaban destinados al campo de investigación que tenían tras la casa.

¿Pero qué quería con ella a esa hora? Amy no entendía cómo era que siempre la interrumpían cuando era luna nueva, un requisito para convocar a quien creía su salvador. En esas noches, había intentado que la dejaran sola, pero siempre había algo que salía mal. Si no eran las visitas de sus tíos maternos, era su padre queriendo pasar tiempo de calidad con ella. Era como si las manos lo supieran y estuviesen tratando de detenerla a toda costa.

« ¿Ahora qué era?», se preguntó mientras bajaba las escaleras hecha una furia. Su doceavo intento para entablar amistad con el demonio del Neverno, volvía a fracasar.

—Cariño, qué bueno que estás despierta tan temprano. —Felicitó su madre desde la cocina, donde platos, manteles y cubiertos danzaban al compás de su mano derecha.

—¿Se te ofrece algo?

—Estaba pensando en hacerle un pastel a tu padre. ¿Quieres ayudarme?

—¿Un pastel?

—Parece ser que le ha llamado el rey y desea ofrecerle un puesto en la central.

—¿Irá a Calme?

—¡Sí, no te parece genial!

Amy trató de sonreír a la idea, pero saberse sola con su madre no le hacía mucha gracia. Cuando Lisandro no estaba en casa, Samantha se ponía más pesada que de costumbre.

—¿Entonces...?

—Ayúdame a hacerlo, niña. Tú padre se durmió tarde, así que tenemos tiempo.

Amy hizo una mueca sabiendo que no haría nada. Tan solo miraría como su madre movía sus manos y el pastel se crearía mágicamente frente a ellas. ¿Para qué la quería ahí? ¿Decoración? Amy era pésima con los colores primarios. Si pudiera, cubriría el pan con betún negro y velas blancas.

—¿Crees que de vainilla esté bien?

—No me importa.

—Cariño, no creo que esta sea...

—¿Sam? —Escucharon las dos desde arriba.

Ambas mujeres se miraron a los ojos. Lisandro bajaba. La bruja movió sus manos deprisa y el pastel se creó y decoró por si solo en segundos. Cayó, justo en medio de la mesa, con unas cuantas velitas encendidas sobre él.

—¿Qué está pasando abajo?

Su madre la apuró a ponerse firme, escondiendo de esta forma el pastel que, según Amy, era la cosa más asquerosa que hubiera visto antes. Tenía trozos y puré de manzanas encima.

—¿Por qué huele tan delicioso?

—¡Sorpresa! —Gritó la mujer cuando el hombre entró en la cocina.

Amy se movió a un lado con suma molestia, solo para ver como su padre mostraba su blanca dentadura.

—¡Se han lucido!

—Gracias, cariño. Amy ha decorado el pastel.

La chica miró a su madre con enojo antes de que su padre se acercara a besarle la frente y hacer que ambas se sentaran con él en la mesa.

—¿A qué se debe esto? Es sábado y que yo recuerde, no es mi cumpleaños.

Amy dejó de escuchar por un momento a sus padres, que felices, hablaban como dos tortolos en pleno apogeo. Ella pensó por un minuto la farsa que se proyectaba frente a ella. No podía creer que siguieran pretendiendo que todo era perfecto, cuando no lo era. Si nunca se iban, jamás podría contactar con Belial ni recuperar la magia que le habían arrebatado las pesadillas.

—¿Amy?

—¿Ah?

—¿Qué piensas de lo que te acabo de decir?

—¿Qué?

—Te decía que estaba pensando en que tu padre quizá necesite ayuda en las montañas de Jilord y yo quiero ir a visitar a tu abuela. ¿Crees que te podrías encargar de la casa por un par de días?

—Sam, puedo hacerlo solo. Creo que lo mejor sería que te quedaras con nuestra hija y...

—¡Puedo hacerlo! —Chilló la chiquilla un tanto fuerte—. Es decir, hace mucho que no ves a la abuela, ¿verdad, madre?

—Pero Amy...

—Papá, ya estoy grande. Puedo encargarme del invernadero sola.

Lisandro miró a Samantha con gran seriedad; no obstante, al encontrar en su esposa una media sonrisa, no hizo más que suspirar y observar de nuevo a su hija.

—¿Estás segura? Esto es una gran responsabilidad, Amy. Si te quedas, necesito que...

—Que fertilice la tierra y limpie las plantas, lo sé. Lo hago todos los días, papá.

Las dos mujeres esperaron la respuesta del hombre que, tras una pausa, volvió a comer pay de manzana.

—Saldremos mañana.

Amy sonrió como nunca antes lo había hecho.

—¡Entonces creo que debo de ir a prepararme! —Su madre exclamó emocionada. Samantha amaba su tierra natal y más que nada, extrañaba a la vieja anciana que no había visto en años.

—Cariño, ¿no saldremos a buscar bayas hoy?

—Amy lo hará mañana, amor, déjala descansar. Más importante que las bayas, es tu equipaje. ¡Debo ayudarte! Además, tengo que mandarle al viejo fénix a mi madre para notificarle que iremos.

La niña se paró entonces de la mesa.

—¿Puedo ir a dormir un poco más entonces?

Su padre le sonrió cómplice y accedió con su cabeza. Amy brincó de emoción, pero se despidió de sus padres con un fingido bostezo. Corrió, cuando estuvo sola, hasta su habitación. Subió las escaleras tratando de no hacer ni un solo ruido y, cuando creyó que nadie entraría, echó cerrojo en la puerta.

Sacó su círculo de nuevo, prendió las velas y acomodó todo una vez más. Le sudaron las manos de la excitación cuando recitó lo que estaba escrito en su biblia negra, cortó un poco su dedo y esperó a que la gota de sangre cayera. La luna pareció brillar un tanto más y fue entonces cuando, sin esperarlo, los trazos brillaron en rojo y un agujero oscuro tomó forma.

No tuvo miedo cuando una mano gigante y quemada salió del portal y un monstruo, con pies de cordero y cara de hombre, atravesó el pozo con una gran y espeluznante sonrisa entre sus labios.

—Hacía mucho que no me invocaban —soltó el demonio juguetón al verla—. ¡Qué sorpresa que ahora sea una no maga!

—Soy Amy Lee —masculló la del cabello negro a la entidad, tratando de que la respetara—. Soy quién te ha llamado en busca de ayuda.

—¿Queréis ayuda de Belial, el gran demonio del Neverno? —Se elogió a si mismo aquel que parecía feliz de salir del mundo oscuro—. ¿Sabéis que mis servicios te costarán caro, niña?

—Te daré lo que quieras, pero necesito que me salves.

—¿Salvarte del biberón o los pañales?

La niña miró a quién hurgaba en su cuarto con gran seriedad.

—Del hombre de mis pesadillas.

—¿Una pesadilla? —Carcajeó Belial—. Niña, yo no soy vuestra madre. Anda a buscar leche caliente y estaréis bien sin mí.

—Solo he visto sus manos pálidas, pero sé que ama las manzanas.

El demonio dejó caer el cuchillo que había usado Amy para lastimarse y se acercó con fiereza a la niña que tembló al sentir aquellas manos peludas y chamuscadas en su blusa negra.

—¿Te ha estado persiguiendo? ¿Aspira a que os comáis las manzanas, o no? —Le sonrió de nuevo al ver como ella lo afirmaba—. ¿Qué queréis hacer con él?

—Matarlo.

Belial, embelesado por tan hermosa respuesta, soltó la mejor sonrisa que pudo hallar en su repertorio. Hizo, además, una media reverencia que le heló la sangre a Amy.

«El trato está hecho», pensó, pero cuando quiso preguntar cómo lo haría, el demonio le mostró uno de sus ennegrecidos dedos que la instaba a callarse. El silencio se hizo y fue cuando, tras la ventana, se escuchó el alboroto que hacía su madre en el carruaje.

—No estamos solos —afirmó el demonio.

—Son mis padres —soltó molesta—. Han movido cielo y tierra por los últimos meses para evitar que pueda hablar contigo. Siempre pasaba algo que...

—Te detuvo —la interrumpió Belial, molesto—. ¡Ese maldito tramposo!

Amy tragó saliva. ¿Lo conocía?

—No temáis ahora, mi niña. ¿Queréis matarlo? Te ayudaré. Os daré mi poder, mi más oscuro y traicionero poder.

—Pero yo no puedo usar...

—Podréis matarlo solo cuando estéis con él y en su mundo, tonta. Lo conoceréis pronto, lo aseguro. De eso me encargaré yo.

—¿Cómo te lo pagaré?

—No os preocupéis por eso. —Belial se acercó a ella sonriente—. Me gusta tu forma de ser y creedme cuando lo digo, lo que tomaré será muy poco. Llevadme contigo y destruid a quien no te deja dormir.

Se acercó a ella y sin dejar que Amy dijera ni una sola palabra, la besó a la fuerza. Ella abrió bien los ojos cuando aquel demoniaco cuerpo se deshizo en humo negro y entró en ella. Sintió pronto que no pudo respirar y que alguien se apoderaba de su cuerpo. Sus ojos lloraron sangre y sus pulmones colapsaron por falta de aire. Cayó al suelo e intentó gritar, pero cuando sintió aquel ardiente calor en su pecho invadirla, se desmayó.

—Amy, ¿estás despierta? —Tocaron firmemente la puerta—. ¡Amy, ya son las dos de la tarde! Abre la puerta.

La recién llamada parpadeó unas cuantas veces. Estaba en el suelo, congelada y le dolía el cuello. ¿Qué le había pasado? Llamaron a la puerta de nuevo. Su madre estaba enojada.

—¡No me hagas abrir tu cuarto con magia, jovencita!

Amy se levantó de donde estaba casi tan rápido como un rayo al escuchar aquello. No era por exagerar, pero si se enteraba su madre que había quebrantado la primera ley de Eveness, la mataría.

¿Cómo sabía si no había sido solo un sueño? Tres razones: su dedo aún sangraba; su biblia, carbonizada y el pentagrama, quemado. Ella realmente había practicado nigromancia en su cuarto.

—¡Voy!

—No me hagas contar hasta tres. Uno, dos...

Amy pateó todo bajo su cama, alisó su ropa y limpió su cara con una pijama sucia que estaba sobre su cama. La puerta se abrió entonces. Su madre la miraba con el ceño fruncido.

—¿Se puede saber qué estuviste haciendo todo este tiempo?

—Yo...

—¿Por qué huele a quemado? ¿¡Estuviste prendiendo tus velas de nuevo!? Sabes que eso no me gusta.

—Lo sé, pero...

—¡Pero nada! Sal de este cuarto tan feo y ayúdame a buscar a Bermuth. No puedo encontrar a esa ave por ningún lado.

Bermuth era el majestuoso pájaro rojo que le habían comprando sus padres cuando había recibido, de la bruja negra, aquel libro que ahora no era más que un montón de hojas tostadas bajo su cama.

—¡Anda, Amy! Solo ese fénix te hace caso a ti y necesito mandarle un aviso a tu abuela.

Amy no dijo nada y la persiguió para no hacerla enojar aún más. Bajó las escaleras y salió al patio sabiendo lo que tenía que hacer. Llamó al pájaro con un agudo silbido. Bermuth apareció entre la nieve y la primera luz del sol.

A partir de ese momento, Amy fue esclava de sus padres. Estuvo haciendo tareas domesticas, escribiendo cartas y subiendo cosas al carruaje que, por la mañana, sería arrastrado por los jóvenes unicornios hasta la central, a la gran ciudad de Calme.

La noche pronto se puso y estaba tan cansada que pudo jurar que, si daba un paso más, se rompería en mil pedazos. Su madre no la había obligado a buscar bayas, pero juraba que prefería eso a ser su criada. Había terminado peleada con ella por su extorsión y haciendo tanto berrinche que se quedó dormida sin enterarse.

Esa noche tuvo otro sueño.

Manzanas por todos lados; en los ríos y en el pasto. Ella corría entre la oscuridad, sabiendo que volvería y de nuevo, escucharía aquella voz que siempre le decía lo mismo:

«Cómelas, cómelas antes de que no tengamos tiempo.»

Despertó.

Parpadeó en la oscuridad y volteó a ver a la ventana. No había luna esa noche y supo casi de inmediato, que no volvería a verla en los próximos días. Belial se la había robado, pero aunque sabía que había hecho una tontería, estaba contenta. En su último sueño, las manos no habían podido tocarla. Amy se sonrió antes de escuchar, justo tras su puerta, algunos pasos que bajaban las escaleras. Dejó de respirar por un segundo. Sus padres ya iban a irse.

Percibió en la lejanía su nombre. Parecía que su madre quería despedirse de ella sin saber cómo. Habían tenido una fuerte discusión anoche. Su padre le dijo unas cuantas palabras y entonces, como si eso fuera todo, los unicornios relincharon.

Amy no se asomó por la ventana porque aún estaba molesta, pero se supo alegre al saberse sola. Se despertaría tarde y no buscaría bayas. Por tres días, haría lo que le daba la gana.

Y lo hizo.

El primer día, limpió el invernadero tarde y luego, estuvo todo el día echada; el segundo día, dio de comer a los animales y leyó, con la música que a ella le gustaba, los libros que le prohibían leer; sin embargo, a pesar de su libertad y la holgazanería, el tercer día le pareció todo muy sombrío. Su casa nunca había estado tan callada y algo le decía que las cosas había ido mal. Esperó a que los unicornios trajeran de vuelta a sus padres, pero no llegaron esa noche.

Para el cuarto día, se había levantado temprano y había ido a buscar bayas para tener algo que enseñar, pero ni en la mañana de este ni del quinto día regresaron. En la noche del jueves, justo cuando resentía la melancolía de la soledad por la tormenta de nieve, escuchó el relinchar de las criaturas.

Esperando ver a su madre, abrió la puerta algo contenta. Con todo el tiempo que había tenido para ella, había pensado las cosas y se había sentido mal por gritarle. La había extrañado y aunque estaba algo asqueada por eso, ansiaba conocer las aventuras del viaje. ¿Qué le había traído? Amy cruzó los dedos rogándole a Terra que no fueran más manzanas; sin embargo, al entornar la puerta, se topó a dos brujos, que mojados por la borrasca, se sacaron el gorro al verla.

Esa noche, se vistió de blanco por primera vez y fue a enterrar a sus padres en un funeral lleno de palabras sin sentido que la dejaron más vacía que las manos negras de Belial.

El viernes, la niña había recibido regalos de casi todo el pueblo de Flenix y algunos cuantos de Calme. El rey, inclusive, la había visitado lamentando su pérdida y haciéndola sentir aún más desdichada que antes.

Lloró ese día y no recibió más visitas. El sábado por la noche, bajo una sobredosis de somníferos, Amy supo que no podía hacer nada sin ellos. Era una no maga en un mundo fantástico y ese mundo, no era para ella.

Ya no le importaba la magia, ya no la anhelaba. Las manos y las manzanas podían seguir o desaparecer. Ella ya no deseaba estar ahí.

Tomó el camino más simple y cobarde que había: el suicidio.

Nadie la extrañaría y a nadie le importaría. Sí, sería una gran noticia, pero acabaría junto a sus padres dormida y eso era lo único que quería.

Salió de casa y caminó temblorosa por las costas del norte sintiendo la congelada brisa azotarla. Miró al cielo en busca de la gran luna brillante que siempre la consolaba, pero al no encontrarla, lloró sabiendo que todo lo que había hecho no había servido de nada.

Sus padres se habían ido y con ellos, la esperanza. ¿Su venganza? ¿Las manos? ¡Qué se ahogaran con ella! Si la amaban tanto, debían de estar ahí... con ella.

Sonrió sabiendo que estaba loca y sin decir nada, se tiró del acantilado cayendo directo al helado mar del reino de Atyx.

Sintió sus extremidades cristalizarse y como el oscuro mar la abrazó antes de que las nereidas se percataran de su presencia. No hubo peor error que entrar en aquel reino ajeno, porque recibió piquetes de lanzas por no avisar su llegada.

Supo que moriría por sentir su carne desprenderse y ver que las sirenas la llevaron más abajo. La ahogarían y vaya que no le importaba. Sus pulmones colapsaron y entonces, cerró los ojos.

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