3. La dama de rojo
—¡Corran y escóndanse!
Luego de mi grito ninguno dudó en obedecer. La cuenta regresiva acababa de comenzar y a ninguno le convenía quedar al descubierto frente a la magia de la dama de rojo una vez transcurridos los sesenta segundos. Ni yo quería volver a enfrentarla, no luego de casi morir en sus manos hace unos meses.
Tomé la mano de Kira y empecé a correr en busca de un escondite. La oí balbucear que era mejor guiar al resto, que ellos no conocían la casa como nosotros y que por eso iban a requerir ayuda. Pero yo no tenía tiempo para esas cosas. Todos eran mis amigos, sí, pero estaba seguro de que podrían arreglárselas solos y mi prioridad siempre iba a ser Kira.
—David...
—Shhh. —Fortalecí el agarre para calmarla—. Van a estar bien, ya verás. Por ahora hay que...
—No, no. Mira.
Me detuve para seguir la trayectoria de su dedo con la cabeza, y lo que me devolvió la mirada al otro lado del pasillo me hizo estremecer de los nervios. Era oscuridad, de la más pura, que se comía la exigua luz restante de a mordiscos ávidos.
Mi primer instinto fue retroceder, sobrecogido por el riesgo de ser devorado por la oscurana. La magia de la dama de rojo debía estar detrás de eso, y por las malas había aprendido que no era fácil escapar de ella. Kira me había salvado una vez, no podía fallarle de nuevo.
Harto de la situación, tomé el dije de mi collar para alzarlo en el aire, dentro del diminuto cuadro de luz que quedaba para nosotros. Las paredes temblaron, se oyeron risas, y solo así supe que había captado la atención de la bruja.
—¡Eh, dama de rojo! ¿Quieres nuestras esferas del zodiaco, verdad? —bramé, aferrado fuerte a Kira y a la bolita de cristal de mi dije—. ¡Pues vas a tener que ganar para tenerlas! ¡No te lo dejaremos tan fácil!
Mi provocación me hizo sentir estúpido. La dama de rojo solo jugaba, no iba a matarnos en ese momento y yo había reaccionado como alguien que teme por su vida. Pero sí era cierto: temía por mi vida y por la de Kira. Ni siquiera ver que la oscuridad se disipaba me regresó a mi antiguo estado de alerta. Me quedé tan pasmado en mi sitio que Kira tuvo que jalarme para que siguiera avanzando.
Si me tocara explicar la situación, sinceramente no sabría por dónde empezar. ¿Desde mi nacimiento, tal vez? No, mejor: desde que Kira y yo quedamos bajo la tutela de dos personas que llamábamos maestros. Ellos habían ejercido de padres a la vez que nos entrenaban para hacer frente a la entidad de la que estábamos escapando: la maldita dama de rojo, una bruja que se fortalecía del miedo y que ansiaba poseer lo que Kira tenía dentro del cuerpo y yo colgando del cuello. Nuestras esferas del zodiaco.
Había doce en total, y cada una contenía un espíritu del zodiaco chino que nos representaba, sin mencionar que nos hacía usuarios de poderes que apenas estábamos aprendiendo a controlar. Yo era la serpiente de agua y ella el dragón de fuego, el espíritu más codiciado por la dama de rojo. Por eso no podía dejarla sin protección. Aun si mi vida corría peligro...
—¡David, cuidado!
... iba a dar todo para protegerla.
Retuve un grito contra mi puño cuando sentí una horda de espinas clavárseme en el torso. El ataque había sido direccionado a mi compañera, pero yo había hecho de escudo.
Kira me sostuvo para evitar que mis rodillas besaran el suelo, y aferrado a sus hombros seguí la huida a paso cada vez más torpe.
Ambos nos sabíamos de memoria todos los trucos de la dama de rojo: omnipresencia, invocación de objetos, cambio de forma, manipulación de la realidad. No nos sorprendía que la que antes había sido nuestra casa luciese exactamente como las profundidades del infierno. La oscuridad imperante y las espinas que se nos clavaban en los pies eran solo una pequeña parte del show abstracto que la bruja desataba ante nuestros ojos.
Debíamos escapar; los maestros contaban con eso, el mundo contaba con eso. Si la dama de rojo conseguía las esferas, iba a desatar un caos incluso peor que el que atestiguábamos en ese instante. Además, morir a los dieciséis no figuraba en mis metas de vida. Pensé tanto en eso que no me di cuenta de que Kira había desaparecido.
«No».
—¡Kiraaaaa! —la llamé, con el campo visual más vidrioso que nunca—. ¡Kiraaa!
Nada. No la oía.
«No».
—¡Kira! ¡K-Kira!
«No, no».
Nada. No la veía.
—¡Kiraaa!
«No, no, no».
Nada. Nada. No la sentía.
—¡K-Ki...!
Un ruido sordo a mis espaldas disparó mis sentidos, y aunque el pecho me siguiese doliendo, me volteé veloz como un rayo. Desde ahí, con el puño en el aire Kira observaba una enredadera espinosa en el suelo. Al parecer le había dado un golpe para salvarme a mí de ser atacado.
La primera sílaba de mi «gracias» a duras penas pudo tomar forma en el aire antes de que Kira me agarrase la mano para hacerme correr con ella hacia una de las habitaciones. El plan siempre había sido evitar arrinconarnos, pues metidos en algún tugurio no podríamos huir si los ataques de la dama de rojo se volvían más fuertes. Pero en parte las acciones de mi compañera tenían algo de razón. El minuto iba a acabarse y pronto le tocaría a la dama de rojo deshacer todas las trampas para empezar a buscarnos. Quedarnos al descubierto nos condenaría.
Una vez dentro, aseguré la puerta con mi cuerpo mientras Kira buscaba un escondite. Debajo de la cama sería muy obvio, en el closet ni hablar. Había que ser creativos, pero el tic tac de los segundos en retroceso me enervaba hasta un punto en el que no podía acceder a mi repertorio de soluciones. Por Dios, siempre tenía algo planeado, las cosas siempre fluían acorde a mis estrategias, pero esto nos había tomado por sorpresa y nuestro único as bajo la manga, los maestros, estaban fuera de alcance. «Si tan solo pudiéramos ir a la habitación con el teléfono...»
El retumbar de la puerta me hizo salir despedido de mis cavilaciones, seguido del grito de Kira, que corrió a ayudarme a sostener la madera para que no cediese a los golpes de quien trataba de ingresar. ¿Ya había pasado un minuto? No, no, no podía ser. Tenía que haber más tiempo, no podíamos perder así.
La realidad, sin embargo, se mostró reacia a compartir mis ideales. Los golpeteos en la puerta se tornaron más fuertes, despiadados; y la madera bajo nuestros pies empezó a ondear como oleaje embravecido al son de unas risas diabólicas que me sabía de memoria, que resonaban hasta en mis pesadillas.
Los focos de luz fluctuaron, dejándonos por segundos a merced de una porción de oscuridad aciaga que solo dejó de darme miedo cuando Kira anudó su mano con la mía.
Al recomponerse la luz, un inevitable ardor se instaló en mis lagrimales cuando reparé en que ella estaba llorando. Quería abrazarla, decirle que la protegería de todo, que no tuviera miedo, pero no ostentaba el valor necesario para mentirle. Si ni siquiera había podido prevenir un ataque como ese, ¿cómo podía atreverme a asegurar que le iba a dar protección? Había fallado, para ella, para mis amigos, los maestros y para mí mismo. Quizá siempre había sido un inútil desde niño y los entrenamientos solo habían servido para alargar mi vida hasta ese asqueroso final.
La sangre colándose por la rendija de la puerta me lo confirmó: íbamos a morir.
Cansado, mi cuerpo se deslizó por la puerta hasta dar con el piso, y el ruido que hice al caer fue eclipsado por el chillido de mi corazón agonizante. Dolía ver a Kira llorar, dolía ver los ojos de la muerte, dolía ver la esfera que colgaba de mi cuello. «Es un honor ser un elegido» nos había dicho el maestro, pero de haber mencionado que iba a sufrir así, yo habría hecho todo lo posible por evitar esa carga. Lo único bueno que podía extraer de la situación era haber conocido a Kira.
Cuando no le quedó más fuerza, ella se echó a mis brazos a lamentarse, y yo la recibí con todo el amor que por tantos años le había acumulado. Porque sí, amaba a Kira. Protegerla demasiado con la excusa de que ella era el espíritu más importante para la misión era una simple tapadera con la que pretendía negar mis sentimientos. Así que si esos iban a ser mis últimos momentos de vida, me rehusaba a seguir siendo un mal mentiroso.
Estaba enamorado de ella, por sus miradas lindas, por sus sonrisas dulces, por todas las veces en las que se había preocupado por mí. Y yo me odiaba por no habérselo podido decir antes...
«—K-Kira... —la llamé, adentrándome en su habitación con paso tímido— ¿Tienes un momento?
Ella asintió, sentada de cabeza en la cama. Entonces yo di un paso al frente con la intención de vomitar mis sentimientos ahí mismo, pero los nervios tomaron mi voz de rehén y no me la devolvieron hasta que salí corriendo».
Me odiaba por todas las veces que lo había negado...
«—¿Ustedes son novios?
—Bueno...
—¡No, claro que no! —interrumpí a Kira».
Y sobre todo, por los momentos en los que había rechazado su cariño por miedo a que ella me descubriese.
«—¿Qué pasa?
—N-nada, nada. —Me tapé la mejilla en la que Kira había tratado de darme un beso. ¡Estaba todo rojo! Se iba a dar cuenta, los sentimientos se me habían transparentado en el carmín de la cara—. Me picó un mosquito. Fue eso».
Todos los recuerdos me aguijonearon el corazón y me envolvieron en un llanto copioso que preocupó a Kira, que de inmediato me sostuvo el rostro para detallarme. Fue en ese momento que supe que solo tendría una oportunidad.
—Kira, tú me...
De pronto, todo se detuvo. No había golpes en la puerta, ni vibración en el piso, ni el peso de una presencia tenebrosa sobre nosotros. Era como si nuestra enemiga hubiese preferido dejarnos libres.
Pero aquello era poco probable, y lo confirmé cuando una horda de carcajadas resonó en el cuarto. Primero una, luego dos, y tres, y cuatro. Tanteé los alrededores para ver si la encontraba en alguna parte, pero no conseguí nada. Solo cuando miré a Kira supe cuál era el origen de ese sonido tan horrible.
Kira.
Kira se estaba riendo.
—¿Q-qué...?
La sonrisa de mi compañera se afiló, sus uñas crecieron, un tono granate se apoderó del café de sus ojos. Cuando me di cuenta de lo que pasaba, fue demasiado tarde.
La dama de rojo había suplantado a Kira.
La dama de rojo me había doblado el cuello.
Habíamos perdido.
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