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2. Una solitaria Alicia

A los dieciocho años ya me arrepentía de haber nacido.

Y por supuesto que sabía que no era el culpable de mi llegada a este mundo. Pero cuando tu vida es un camino escabroso pavimentado de desmanes, tu sentido común empieza a diluirse en un océano de miseria. Yo lo viví, aún lo vivo.

Entonces te preguntarás qué tan estúpido soy. Bueno, revisa mis registros y ríete de cómo me dejé manipular por amor.

Ay, el amor...

Maldito amor.

Era yo un chico con nulos dotes para socializar, adicto a los cómics y descarriado en la más perpetua de las soledades cuando la conocí. ¿A quién? Pues a día de hoy no sé responder a esa pregunta. Solo sé que estaba tan desesperado por atención que no tuve dudas al involucrarme con ella en todas sus barbaridades. Y era que, ¡esos ojos translúcidos! ¡Esa sonrisa traviesa! Su encanto curtido en sensualidad era como el de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas; demasiado cegador como para negársele.

—Shh, ¿puedes guardar un secreto? —fue lo primero que me dijo, en aquel bosque que ahora está cercado por una cinta policial.

Aquella petición tan simple y a la vez tan enrevesada me tuvo cavilando toda la noche. Podría decirse que alejarme de ella en ese momento es lo más cuerdo que he hecho en toda mi vida, y claro, ¿cómo no lo iba a hacer? No sabía socializar, tampoco responder a una pregunta tan extraña. El maltrato que recibí de mis compañeros de clase cuando era un estudiante me había dejado secuelas; no podía decir una palabra si antes no la hacía pasar por un minucioso filtro de autoevaluación. Y aun así, casi siempre me encontraba a mí mismo balbuceando incoherencias verbales.

Ahora es diferente. Ni hablo.

Pero ese no es el punto. Lo importante aquí es que me esforcé en tener una vida medianamente normal. Mis circunstancias, sin embargo, nunca me sonrieron. Me sentía tan solo que hasta llegué a considerar volver con mis padres, pero el cuerpo se me congeló en todos mis intentos por llamar. Mis logros rozaban la cúspide de lo patético.

Así entendí que el mundo que los cómics me habían pintado de rosa solo era un infierno más.

Mi hastío por vivir se materializó una noche después, conmigo al borde del edificio en el que vivía. Mi intención era saltar, pero solo llegué a dar un paso. Las piernas se me detuvieron cuando oí una voz femenina detrás.

—¿Ocupado?

Era ella.

Soy consciente de que fue estúpido, pero en ese entonces me sentía demasiado frágil. Ni siquiera me pregunté cómo aquella chica del bosque estaba detrás de mí. Tan solo me derrumbé en el piso antes de sentir que me abrazaba con fuerza. Mi cuerpo fue no más que una bolita llorona por un aproximado de diez minutos hasta que recuperé la buena respiración y mi burda estabilidad emocional.

Quise salir corriendo, huir de ella, de mi dolor, de todo el mundo. Pero la empatía en sus ojos me encarceló el cuerpo. Entonces permanecí aferrado a ella, escuchando cómo entonaba frases de consuelo. Esa repentina intimidad me insufló el coraje para preguntarle cómo había llegado a mí, y aunque la respuesta fuera torva, me gustó:

—Siempre he estado contigo.

¿Era un ángel guardián? ¿Una chica con demasiado tiempo libre? No sabía, pero anhelaba estar a su lado y recibir atención. Su cariño me hacía sentir importante. Por eso no me negué a acompañarla a dar paseos en las noches.

Hablábamos, reíamos, bromeábamos. Lo único extraño era que ella siempre hacía una parada en algún lugar, y luego de salir se mostraba huidiza y hasta temerosa.

—¿Qué fuiste a hacer?

—Nada. Camina más rápido.

Poco después supe que era una asesina a sueldo. Me gustaría decir que me asusté aunque eso signifique convertirme en un mentiroso. Porque fui un imbécil enamorado que no cuestionó, un imbécil que la ayudó en cada uno de sus planes.

—¿Ves esa casa de ahí? —Señaló una estructura a lo lejos. Yo asentí como un niño—. Espérame debajo del balcón. Cuando termine el trabajo, saltaré.

Hicimos lo mismo en más de una ocasión: ella mataba, yo la ayudaba a escapar. Sembramos tanto terror en Venix que nos apodaron «el cómplice de la noche»; no sabían que éramos dos.

Cualquier persona en su sano juicio se sentiría mal de hacer ese tipo de cosas, supongo yo, pero creo haber dicho que soy estúpido. Para mí todo iba perfecto. Era la primera vez que no me sentía solo, la primera vez que conseguía a alguien capaz de comprenderme.

—La luna es tan bonita como tus ojos —le dije una noche, acurrucado en su regazo. Verla sonreír fue mi aliciente—. Te quiero mucho, Sam.

—Ven acá.

Aquello me tomó por sorpresa, mas no puse objeción alguna al sentir sus labios contra los míos. Me avergüenza admitir que aquel fue mi primer beso, y estaba tan feliz..., tan embobado... que no me di cuenta de que mientras nuestras bocas estaban juntas, nuestros corazones huían a extremos antagónicos de la vida. Tampoco me di cuenta de que ella se apuñaló con un cuchillo durante el beso usando mi propia mano.

Lo que pasó después lo recuerdo mal, como si fuera una película dañada. Arribaron policías, me dijeron que subiera las manos, traté de explicarles lo sucedido y le pedí a Sam que me apoyara... Pero al voltear a verla solo me encontré con una chica que me señalaba con horror.

—¡Es él! ¡El cómplice de la noche!

Sus palabras aún rebotan en mi cabeza, en las paredes de mi celda. Ya tengo toda la cara húmeda para cuando reparo en las cataratas salitres que salen de mis ojos. Porque aunque sé que ella solo me usó, aún me duele recordarla. Me duele saber que la soledad nunca me abandonó, sino que siempre estuvo aferrada a mí como un peso.

Sam no era Cheshire, sino la maldita reina roja; y yo su solitaria Alicia.

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