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1. El príncipe maldito

Disparador #2 (Mentiroso, encantador, distraído).

La nebulosa purpúrea en el firmamento anunciaba la cercanía de la noche, secundada por las estrellas, cuya luz protegía a los viajeros que cruzaban el camino de Orión. Casi todos eran mercaderes invocados por la llegada de turistas. Sus vehículos mostraban decoraciones ostentosas para atraer clientela.

Eran extravagantes, pero Félix Abadón, agazapado en su vehículo, prefería derramar su atención en el latir apasionado de las estrellas. Siempre perdía contra el impulso de unirlas mentalmente para crear senderos infinitos.

—¡Hey! ¿Estás escuchándome? —Una voz femenina perforó su escudo de paz.

Los ojos de Félix destilaron hastío cuando volteó a ver a su acompañante. Era una fémina joven, de rostro largo enmarcado en una maraña de rizos cafés. Se veía colérica.

Entonces, enarbolando una de sus suave sonrisas, Félix dijo:

—¿Pasa algo?

—Ya llegamos, tonto.

De inmediato, la carreta frenó. Félix oteó las cercanías y cayó en cuenta de que no había más camino. Estaban estacionados frente al lindero del bosque, ellos solos. Las demás carretas se alejaban.

Félix chasqueó la lengua antes de acariciar la mano de la chica en un alarde de dulzura y caballerosidad. Farada sintió el granate acudir a sus mejillas y el corazón galoparle raudo.

No podía molestarse con él...

—Bien, te perdono por haberme ignorado —anunció, saliendo del vehículo—, pero ahora tienes que decirme por qué querías venir aquí.

—Curiosidad. —El muchacho salió también, elegante—. Pero, ¿qué te hace pensar que no te presté atención, destello?

—Pues...

—Cada segundo contigo, me siento vivo —mintió, pero ella no se dio cuenta—. Ahora... —Le rodeó el hombro en ademán protector—. ¿Por qué no empezamos, eh?

El asentimiento eufórico de una Farada con ojos brillantes fue lo que Félix recibió. Él le regaló un beso en la frente, y luego, bajo la promesa de que esta vez sí hablarían más que en el viaje, se adentraron en la foresta.

Pero él, como acostumbraba, cayó presa de su distracción habitual. Sus ojos rebotaron por los árboles y las estrellas, indiferentes al relato de Farada. Félix sólo escuchó su voz bajar de volumen hasta que se hizo una con el silencio dentro de él, en los escondrijos mentales que siempre...

—¡Félix! —Farada lo sacudió—. De nuevo estás lelo. ¿En qué tanto piensas?

—En lo mucho que te amo, destello. —Sonrió. Ninguna de sus perversidades transcendió encima de ese gesto tan atractivo suyo—. Y sí, esta vez, admito que me perdí, pero sólo estaba fantaseando con nuestra boda.

Ella dio un saltito.

—¿Entonces sí quieres?

—¿Cuándo dije lo contrario? —La besó—. Una vez encuentre la gema, planearemos todo.

—Justo de eso te iba a hablar. —Farada apuntó hacia el frente—. Ya llegamos.

La sonrisa falsa del chico mutó a una verdadera al comprobar las palabras de la joven: un brillo verde le daba la bienvenida al famoso claro de cristal, una vasta extensión de terreno protegida por columnas acristaladas. Desde el medio, su salvación, la gema de Anarka, le devolvía la mirada con aire altivo, rodeada por un campo de fuerza ondulante.

—Se supone que está mal que traiga a los que no son familia, pero como me lo pediste...

—Soy el hombre más agradecido del mundo, destello.

Félix se le acercó, la abrazó y le besó la frente. Cuando vio fulgores de maravilla relampaguearle en los ojos, el muchacho supo que era tiempo de bajar el telón. La hoja de un cuchillo brotándole de la manga antecedió sus retorcidas intenciones. Sin embargo, cuando estaba por rajar el cuello de su acompañante, una flecha pasó silbando por su oído y se clavó en el árbol detrás de él.

—¡Miren a quién tenemos aquí!

Una voz masculina burlesca resonó desde las profundidades del bosque, en compañía de un sinnúmero de pisadas cada vez más próximas.

En poco tiempo, de la naturaleza brotó un hombre enfundado en ropa de cuero raída. La pintura en su rostro lo delataba como miembro de la familia Gerurdia, los protectores del claro de cristal, algo que fue más obvio cuando un ejército apareció detrás de él.

—Hermano... —llamó Farada, nerviosa.

—Sí, tu hermano George está aquí.  —El hombre cimbró la tierra de una pisada—. ¡Salvándote como siempre!

—No necesito que me salves...

—¿Ah, no? —Señaló a Félix—. Díselo a él, que tiene un cuchillo en la mano.

Los ojos de la chica aterrizaron en el arma blanca. Entonces Félix entró en alerta. Su agarre sobre ella se tornó cada vez más fuerte hasta rozar lo doloroso. Farada se quejó, pero en Félix no hubo ni un atisbo de misericordia. Una frialdad atípica había reclamado su semblante.

—¿Quién habría pensado que el príncipe maldito iba a terminar así? ¡Capturado! —se burló George, paladeando cada sílaba—. Pero, ¡hey! No te estreses. Podrías ser ejecutado de una vez por tus crímenes, ya sabes: robos, torturas, un genocidio...

Félix se sobresaltó.

—¿Qué? ¿Crees que no te investigué?

—Cállate —masculló.

—¿Para qué? Todos aquí sabemos que...

—¡Que te calles!

—¡... que acabaste con un planeta entero!

Félix gritó, pero no de forma normal. Fue un sonido grave y deformado lo que escapó de su garganta. Otra vez alguien lo hacía molestar. ¡Otra vez alguien lo alejaba de su meta! Cada pensamiento le arrancó un grito.

«Cálmate, cálmate. Aquí no, ¡la gema...!»

«¡Quiero matarlos!»

«¡Aquí no!»

Pero su maldición nunca había sido obediente, y en consecuencia, la mente de Félix cayó en un segundo plano en el que no fue más que un espectador de lo que hizo su cuerpo. Vio sus manos, ahora garras, despedazar a los hermanos Gerurdia. Escuchó los gritos de los arqueros, los huesos partirse, los músculos desgarrarse. Vio todo en primera fila hasta que su campo visual se cubrió tras oscura sanguinolencia.

Al recuperar el control vio que, por segunda vez, estaba sumergido en sangre; y que, también por segunda vez, había fracasado en su misión. La gema de Anarka yacía rota a lo lejos.

Por primera vez, lloró.

***

Palabras: 991

Disparador: #2 (Mentiroso, encantador, distraído).

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