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18. ¿Nos conocemos?

♡ Palabras: 1711

♡ Autora: JetBlackEra


Termino de cambiar mi ropa casual por el uniforme de enfermera y salgo del vestidor. Saludo a mi compañera, con la que hago el cambio de turno, y entro a la habitación donde los pacientes aguardan. Me acerco al escritorio que hay en una esquina y tomo la planilla para hacer el chequeo de cada mañana.

Dos años atrás había logrado recibirme de enfermera en la Universidad de Houston, al poco tiempo había logrado ingresar en uno de los principales hospitales de la ciudad. Ha sido un gran logro para mí, no solo porque vengo de una familia extranjera y mi sueño siempre ha sido ayudar a los demás, sino porque los últimos tres años no solo he estado cuidando de mí.

Abrocho mi credencial en el bolsillo del ambo rosado que traigo. No es mi mejor foto, mi cabello pelirrojo se encontraba despeinado, mi expresión delataba lo poco que había dormido la noche anterior y mis ojos entornados apenas enseñaban su color verdoso. Por suerte, con los años me acostumbré a los horarios intensos y he logrado encontrar tiempo para embellecerme y arreglarme.

Los pacientes, los cuales están ocultos detrás de cortinas azuladas cada uno en su propia camilla, comienzan a despertar. Alzo la mirada cuando oigo una propensa maldición seguida de palabrotas. Rápidamente me acerco donde se oye la voz ronca y osada mientras comienzo a leer la planilla buscando el nombre del paciente y su condición.

Al parecer, un juego de futbol terminó en una gran pelea donde varios jugadores salieron heridos. Abro la cortina, haciendo a un lado el mechón que escapó de mi trenza y mi mirada choca con el hombre que sigue maldiciendo mientras toca su abdomen. Apenas lo reconozco, la planilla casi cae de mis manos.

—¡Mierda! —Pero esta vez soy yo quien maldice, dándome la vuelta antes que el rostro del hombre me vea. Bajo la mirada a la planilla y doy vuelta la página, encontrando el informe del paciente correcto. Releo el nombre—. Mierda —susurro de nuevo.

—Disculpa, ¿podrías ayudarme? Creo que he abierto la herida de nuevo.

Tomando una gran inhalación, y obligando a mi corazón a relajar su pulso, me doy la vuelta. Los ojos cafés de Malcolm Reed encuentran los míos. Se ve más imponente y maduro de lo que recordaba, las imágenes que vende la televisión no le hacen justicia, él es tremendamente atractivo y hermoso. Más de lo que recordaba.

Sus ojos no se apartan de los míos, nos sostenemos la mirada por varios segundos hasta que creo que podría reconocerme. Pero no lo hace.

Pestañando, regreso a la realidad.

—Sí, déjame ver eso —digo, mi voz fina como un hilo por los nervios.

No le devuelvo la mirada mientras dejo la planilla a un lado y me acerco a ver su abdomen, aunque efectivamente siento sus ojos fijamente sobre mi rostro. Mi nerviosismo empeora cuando tengo que inclinarme sobre su musculoso y trabajado cuerpo. Su perfume, mezclado con los olores de analgésicos de hospital, llega a mi nariz provocando que apretara mis labios en un mohín.

A pesar de los años, aún podía divisar con facilidad su perfume dulce y arrasador.

Trato de no verme intimidada al levantar su camiseta y analizar su herida, pero él se acomoda de manera que su rostro queda más inclinado para tener una vista de la herida y, de esa forma, estar más cerca del mío. Cierro mis ojos por unos segundos cuando su respiración cosquillea en mi sien.

—No te muevas —le pido, tratando de mantener mi papel de enfermera—. Necesito que te quedes quieto mientras limpio la herida. —La cual está en perfectas condiciones, no se ha abierto como él dijo.

Me coloco los guantes y comienzo a quitar con cuidado la gasa que envuelve parte de sus abdominales. No los estudio con mi mirada, consciente de que –tal vez— podrían estar más marcados de los que recordaba. Una vez que tiro la gasa sucia con sangre, me dispongo a tomar los desinfectantes para limpiarla. Pero antes de que mis dedos presionen sobre la herida, una mano rodea mi muñeca deteniéndome al instante.

Mi respiración se corta, mi mirada clavada en el agarre de Malcolm en mi muñeca, su piel caliente presionando en la mía y un mar de recuerdos atacándome. Muerdo mi labio cuando subo la mirada a su rostro, estamos más cerca de lo que permiten las reglas del hospital, pero no tanto como me gustaría.

Sus ojos observan todo mi rostro detenidamente, delinea mi mentón con su mirada, mis labios gruesos y rosados, cuenta las innumerables pecas de mi nariz y mejillas, mis cejas gruesas del mismo tono que mi cabello... Y se concentra en mis ojos. Yo hago lo mismo y, cuando termino, le sostengo la mirada. Verde y marrón, siempre fue mi combinación favorita.

—¿Nos conocemos de algún lado?

Mi corazón deja de latir. Los recuerdos me atacan con ferocidad; una noche de verano tres años atrás, sus manos sobre mi cuerpo, sus palabras susurradas en mí oído mientras me retorcía bajo su toque, su sonrisa astuta, yo sobre él y sus manos en mis caderas marcando el ritmo de mis movimientos. Entonces, el sentimiento de dolor de despertar sola y confundida, de ser dejada atrás y haberme enamorado de una advertencia que fue clara en un principio: todo esto es físico.

Le sostengo la mirada. Aunque el dolor que él dejó fue opacado por un amor más fuerte y lleno de luz, Malcolm Reed, el famoso jugador de los Houston de Texas, es lo único que se escapó de mi sueño. Sin embargo, sé que esta vez debo escapar yo si no quiero juntar las piezas de un corazón roto de nuevo.

—No. —Presiono mis labios en una sonrisa suave, igual a las que le doy a los niños del área infantil—. Debes estar confundiéndome con alguien.

—Sí, es que... —Una pausa, se corrige—. Lo siento. Por un segundo me recordaste a alguien. — Me da una sonrisa llena de inocencia, como si aún tuviera a esa persona en mente.

Este no es el Malcolm Reed con sonrisa de comercial, guiños pícaros y actitud juguetona, este es el verdadero Malcolm, el que había nacido de una infidelidad, se había esmerado en ser el mejor en la universidad y había cumplido sus sueños. El Malcolm que yo admiraba.

—¿Cómo terminaste así? —pregunto, controlando mis nervios y retomando mi trabajo.

A pesar que larga un siseo por el alcohol, responde:

—Los chicos del equipo se metieron en una pelea. Odio esas cosas, quise separarlos pero terminé entre ellos. —Suelta un gruñido cuando vuelvo a lavar la herida, pero no me disculpo—. Me dieron un par de puntos.

—Si. —Asiento, cubriendo la herida con una nueva gasa limpia—. Lo he notado. —Me doy la vuelta para apartarme de él y tomar la planilla. Comienzo a llenar el informe típico—. El médico pasara en una o dos horas, seguramente te recete algunos analgésicos y puedas irte a casa.

Alzo la mirada lentamente hacia él esperando por una respuesta, pero termino dándome cuenta que su mirada se ha quedado perdida de nuevo en mi rostro.

»¿Malcolm? —Sacudo mi mano frente a su rostro, mi lado de enfermera alertándose por su conmoción—. ¿Estás bien? —La preocupación es evidente en mi voz.

—Sí, sí. —Aunque se esfuerza en retomar la compostura, aún se ve confundido—. Gracias.

Sus palabras confirman que me ha oído. Sabiendo que mi trabajo aquí terminó, asiento conforme y camino hacia la abertura que forman las cortinas. Pero antes de desaparecer, su voz me detiene.

»¿Cómo te llamas?

La idea de mentirle atraviesa mi mente, pero ¿por qué molestarme? Si él me hubiera recordado o pensado en mí, habría venido a buscarme hace años. Pero no lo hizo, no le interesé en lo más mínimo tres años atrás, mucho menos lo haría ahora que cuenta con fama y mujeres cayéndole como lluvia.

—Arya —respondo antes de desaparecer.

Cuando mi turno finaliza ese día, regreso a casa. Entro a mi departamento, el cual logré rentar seis meses atrás. El lugar era tan pequeño como una caja, pero nos habíamos esmerado en llenarlo de recuerdos, colores y risas hasta volverlo hogareño.

Como cada día, le doy la paga a Eliza, una chica universitaria que cuida de mi pequeño sol desde que nació, y la despido desde la puerta. Enciendo la calefacción y, antes de poder ir a la habitación, unos pequeños pasos resuenan por el pasillo.

—¡Mami!

Mi corazón se detiene al ver a mi niña correr a mis brazos. Su cabello castaño está atado en dos colitas, sus pequeños labios mantienen una sonrisa dulce y sus manos se estiran para recibirme. Corro a su encuentro y la alzo en brazos. Su rostro está lleno de mis pecas, probablemente lo único que sacó de mí.

Embalsamada, observo sus ojos. La mirada de Sol es el rastro evidente que dejamos en ella, un ojo de color café y otro de un verde oscuro. Sol tiene heterocromía, pero cada vez que me encuentro con el brillo inocente de sus ojos, solo siento calidez en mi corazón, orgullosa de lo que creamos.

—¿Cómo está mi pequeño Sol?

Ella ríe por mi apodo.

—Bien —dice, apenas la dejo en el suelo. Tiene tres años, pero ya maneja las palabras básicas para tener una conversación—. Ven...

Como cada noche, me dejo arrastrar por su pequeña manito y que nos lleve a la habitación que compartimos. La repetición del último partido de los Houston Texas se ve en la televisión, es su equipo favorito y del que Malcolm forma parte. Ella se sienta en el suelo frente a la televisión y vuelve a poner su atención en la pantalla.

La observo desde atrás, apoyada en el marco de la puerta. Cuando Malcolm es enfocado por la cámara, luego de llevar al equipo a su victoria, mi niña se pone de pie para aplaudir y festejar. Malcolm mira a la cámara y siento que podría estar viéndome en vivo y en directo. Sol también lo siente y se gira para sonreírme.

No puedo evitar comparar la similitud entre ambos con un nudo en mi garganta.

Porque, a pesar de todo, Malcolm Reed siempre será su padre.

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