Zafiros negros
AUTOR: César / @Maxesar
Me acusan siempre de ser una persona fría y calculadora, sin asomo alguno de emociones. ¡Qué gran mentira! Para ser sincero, solía creer que era diferente a los demás. Me consideraba un nivel por encima, inmune a la burda compasión y al afecto; de este modo, me preocupaba únicamente de extender mis conocimientos, lo cual me trajo enormes beneficios en cuanto a lo académico se refiere: a la corta edad de quince años, poseía ya un vasto saber en muchas áreas. Mientras mis compañeros, además de asombrarme con su sumo grado de ignorancia, se distraían en sus relaciones personales, trabajando en eso llamado amistad y amor, yo me abstraía en mi mundo mágico, buscando nada más que respuestas. No existía para mí duda que no pudiera ser disipada tras una exhaustiva aventura en la biblioteca.
Una persona realista como yo se percataba con facilidad de lo mucho que lograría si es que mi superioridad intelectual se mantenía vigente en mi vida laboral, ¡imaginar tan solo lo mucho que podría destacar me emocionaba a tal punto...! Mi pasión era la literatura, y leía casi tanto como escribía. Encerrado en mi habitación con una pluma y una pila de hojas en blanco, redactaba sin parar historias de toda índole: terror, suspenso, tragedias, comedias, ciencia ficción; historias largas, cortas, oníricas... no creía tener límite alguno, hasta que lo hallé. Por vez primera en mi vida, noté que esta carencia de sentimientos podría ser quizás una desventaja en cierto sentido, pues me resultaba una tarea titánica intentar escribir una historia romántica; leía esta clase de obras y me causaban repulsión, ¿quién sería capaz de darlo todo por otra persona, encadenado a una emoción fugaz? Era incapaz de redactar una sola página, o una sola oración, que despertase ese calor en el pecho del que tanto hablan los poetas.
Como dije con anterioridad, solía creer esto. Hasta que apareció ella. Una chica a la que llamaremos Belle -prefiero no mencionar su nombre real en estas páginas-, de piel clara como la luna, cabello negro como la muerte de ligeras ondulaciones, labios delgados que se abrían con timidez, y ojos azabaches, tan oscuros como la noche más tenebrosa; que desplegaban una mirada penetrante que al encontrarse con la mía hacía palpitar mi corazón como si acabase de realizar la más extenuante actividad física. Belle era una alumna nueva en la escuela, y como tal, no hablaba demasiado, por lo que decidí ser yo quien entable conversación con ella. Rodeado de murmullos, charlé con ella unos minutos, hasta que el atronador sonido de la campana me indicó que era tiempo de marcharme a casa, oh, ¡qué trayecto más insólito! Su rostro no abandonaba mi pensamiento. Mis racionalizaciones no ayudaban: mientras mi mente me decía que era víctima de un simple proceso químico, cuyo fin es mantener el hilo de la especie humana, mi corazón me gritaba que las ilusiones confusas que se dibujaban frente a mí representaban el sentimiento del amor, y mi alma se regocijaba en una euforia agridulce.
¿Qué fue lo que me llamó tanto la atención en ella? No debí pensar mucho para descifrarlo: sus ojos. Sí, estaba claro, aquellos zafiros negros que se ocultaban tras un ocasional flequillo, que se movían cuando le hablaba, buscando mi mirada; aquellas maravillas de la creación, oscuras, pero aun así con un brillo de ensueño que despertaba las más profundas emociones en mi ser; aquellas joyas demasiado bellas para contemplar este mundo carente de hermosura; ¡sí!, eran sus ojos. Pero, ¿qué podría hacer yo para salir de aquel conjuro? Nada. Solo esperar. Y así pasaron las semanas.
Dentro de la escuela, la observaba, y dialogaba con ella cuando me parecía oportuno. Sus ojos me arrancaban de este plano... su beldad era mayúscula. Fuera de la escuela, en mi casa, corría mi pluma por sobre el papel, cuyos escritos habían cambiado de historias fortuitas a poemas impregnados de sentimentalismo; pese a ello, no me hallaba capaz de escribir una completa historia de amor, ¿cómo debía ser el final?
Un jueves, al despertarme, contemplé el alba y aprecié el pacífico paisaje matutino. Nada de extraordinario parecía ocultar. Me encaminé a la escuela, deseoso de verla nuevamente; mas al llegar a mi aula, no la hallé. Cosa extraña, pues ella acostumbraba ser muy puntual. No me alarmé: atribuí su ausencia a un resfriado. Sin embargo, minutos después, la profesora ingresó con un aire meditabundo, y nos informó la nefasta noticia.
-Belle ha fallecido.
A esto siguieron la explicación de las circunstancias de su muerte y detalles sobre dónde sería el funeral. Mas no llegó a mis oídos. Tras oír la primera frase, un sudor frío empezó a recorrer mi cuerpo, un temblor incontrolable azotó mis extremidades y un grito desesperado clamó por escapar de mi boca. Sin decir palabra, me retiré del aula. ¿Sería esto acaso una acción divina? ¿Un mensaje que me indicaba que no debía distraerme con sentimientos banales? No me importaba, lo único que comprendía era que ya jamás vería sus ojos nuevamente, y que la vida tan fugaz sería menos tolerable sin poder contemplar tan perfecta mirada.
Me dirigí a casa, pero caí, devastado por la melancolía, en la banca de un parque. No volvería a observar los zafiros negros, ¡qué terrible maldición había caído sobre mí! Pasaron las horas, y yo me retorcía, rodeado de pensamientos horrorosos, ¿qué sería de su cuerpo, y de sus ojos privilegiados? No abandonaban mis reflexiones; recordaba cada detalle, cada pestañeo, cada sombra, cada brillo, cada vez que me había encontrado perdido en ellos. ¡Y ahora estarían tres metros bajo el suelo, enterrados cual tesoro invaluable esperando que el tiempo haga lo debido y los insectos y bacterias acaben con la putrefacción de tan perfecto cuerpo! No podía permitirlo, para nada.
Arribó la noche, y al llegar a mi casa, me recosté en cama, envuelto en mis cavilaciones por vez reiterada, sin poder enfocar mi mente en nada más que en aquellos ojos. No era obsesión, no; reconocía lo que era infinitamente bello y esto me empujaba a tratar de protegerlo de las atrocidades de la naturaleza. Averigüé dónde se encontraba Belle, dónde reposaba su cuerpo inerte. Supe, tras una llamada, que su entierro ya había tenido lugar. Sintiendo aquel sofoco en el cuerpo que promete que todo saldrá bien, me dirigí hasta la ubicación concreta: un sombrío cementerio en las afueras del pueblo. Ingresé evadiendo a los vigilantes y, una vez ahí, procedí con mi plan.
Quizá quien hojee estas páginas me acuse de loco o psicópata, ¡nada más alejado de la verdad! ¿Cómo llamar loco a alguien que salvaguarda lo que ama? Ese era mi deber. Cogí la pala y empecé mi tarea: la introduje en la zona donde la tierra, fresca aún, había sido retirada horas antes para proceder con el funeral de mi amada. Y empecé a cavar. El cementerio se hallaba envuelto en la más profunda oscuridad, iluminado tan solo por la lámpara que había llevado conmigo. Los búhos emitían sonidos que me sobresaltaban, pero transcurridos pocos segundos, me instaban a reanudar la excavación. Finalmente, lo conseguí, ¡toqué algo sólido tras toda esa tierra! Era su tumba, con un grabado extraño en la parte superior. Evité frenar en dubitaciones, y apresuradamente abrí la tumba para descubrir el cuerpo de mi musa dentro.
Se veía tan pacífica que me resultaba difícil aceptar que en verdad había abandonado este mundo. Con sus manos cruzadas sobre su pecho, sostenía un medallón que no me detuve a examinar, pues con rapidez, usando mis dedos, abrí sus párpados, para revelar lo que tanto ansiaba: los ojos. Parecía como si fuesen aun más bellos, cosa imposible. No debía tardar mucho, pues una suave garúa había empezado a caer. Sin ponerme los guantes, extendí mis propias manos hacia su rostro... ahuequé mis manos como si de garras se tratasen... y las introduje alrededor de sus globos oculares. No sentí asco, sino una infinita felicidad, ¡salvaría de la naturaleza aquellos zafiros divinos! Extraje los ojos de sus cuencas con un tirón fuerte, sintiendo cómo se rompían los ligamentos que los unían a la parte interna del cráneo. Eran suaves y perfectamente redondos, tan hermosos como siempre. Los guardé en una caja pequeña y me propuse a dirigirme a casa; nadie jamás sabría quién había perpetrado esta profanación, y yo cuidaría los inertes, pero magníficos ojos para siempre. Mientras la garúa se convertía en copiosa lluvia, me incorporé e hice ademán de salir de la tumba, girando la cabeza por vez última para contemplar el mutilado cuerpo de Belle. La sangre surgía a borbotones de sus ahora vacías cuencas oculares, ¿por qué sucedía esto? ¿Tan corto tiempo había transcurrido desde su muerte como para que la sangre aún se hallase coagulada en su cabeza?
Mas entonces mi duda se tornó en el más inimaginable, más indescriptible terror: ¡un grito desgarrador surgió de la boca de Belle! Se dobló por la cintura, con las fauces abiertas de par en par, palpando su rostro, sin interrumpir aquel grito tan espantoso. Yo me hallaba inmovilizado por el miedo. Belle vociferaba; mis tímpanos no lo aguantaban más, y me habría cubierto los oídos con las manos de no ser por mi parálisis total. Qué extraña mezcla de emociones sentí en ese momento, jamás había mi corazón golpeado con tanta intensidad mi pecho. Los gritos debieron alertar a los guardias, pues rápidamente aparecieron. No entendía lo que estaba sucediendo. Me tomaron y llevaron al oscuro y tétrico lugar donde hasta el día de hoy me encuentro, mientras que mi estupefacción e incredulidad no hacían más que multiplicarse: todo esto me parecía tan inverosímil... broma cruel la que me había jugado algún ser supremo o algún dios.
Lo supe días después: Belle, al ser hallada inerte por su familia en su habitación, no se encontraba verdaderamente muerta, sino que había sido víctima de una enfermedad que aparentaba esto, un mal desconocido que la había sumergido en un estado de catalepsia, en el cual el paciente cae en un episodio de momentánea, pero férrea inconsciencia. El cuerpo médico que acudió con presteza para ayudar, había catalogado esto como una defunción, y por ello habían procedido con el entierro correspondiente. Fue entonces cuando se le informó a la escuela, donde me enteré de la mentira y mi dolido corazón la aceptó como verdad. Tres metros bajo tierra, encerrada en un ataúd, Belle habría muerto por falta de oxígeno, ahogada y sin nadie que oyera sus llamados de auxilio, de no ser por mi obsesión, ¡yo le había salvado la vida! y me había adueñado de sus ojos, que fueron arrancados con tan poca ortodoxia que era imposible reimplantarlos. ¡Cómo se atrevieron a traerme a este horrible lugar, incluso después de salvar de un cruel destino a una inocente, que casi muere por su falta de competencia, médicos insulsos! Belle jamás me lo agradeció, por supuesto. ¡Cuánta ingratitud!
Usted sabrá tenerme compasión, conociendo todo mi relato, ¿verdad? Creo que, finalmente, he sido capaz de escribir una historia de amor. Y qué mejor historia de amor que aquella que muestra cómo mi inconmensurable pasión por una mujer -y por sus ojos- me impulsó a rescatarla de la guadaña de la muerte.
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