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34. Aroma a manzanas

Cuando encontré a Mariano, estaba solo y rezando en la capilla de la clínica. Me acerqué a él y me senté a su lado, las lágrimas caían de su rostro y yo supe que las cosas no iban bien con la Hermana Rita.

—¿Estás bien? —pregunté y él asintió. Es horrible ver sufrir a la persona que amas y no saber qué hacer para aliviar su dolor, o no poder hacer nada, en todo caso. Saqué de mi bolso un pañuelo desechable y levantando sus lentes le sequé las lágrimas. Luego lo abracé y lo dejé descargarse en silencio.

—Quiere verte mañana —dijo entonces.

—¿A mí? —pregunté sorprendida y él asintió.

—Creo que se está despidiendo y supongo que quiere hablarte de mí. Me dijo que yo era como el hijo que nunca tuvo —mencionó con una tristeza en la voz que me quebraba el alma. Lo abracé y le susurré al oído que todo estaría bien.

Al día siguiente y luego de una larga espera me tocó el turno de entrar. Ese día la veríamos la Hermana Blanca y yo. Mariano les había dicho a todas que era un deseo de Rita, y aunque nadie dijo nada, no pude evitar sentirme un tanto incómoda al respecto. Supongo que ellas querían verla.

Cuando me tocó el turno y luego de alistarme correctamente pasé a la habitación. Su rostro estaba desmejorado y respiraba con dificultad. Aun así había paz en sus facciones y una sonrisa tímida se pintó al verme.

—Ámbar —saludó, yo solo asentí con la cabeza y me senté a su lado—. No me demoraré porque el tiempo pasa rápido y enseguida te irás. Quiero hablarte de mí Mariano —dijo y sonreí al sentir su cariño por mi novio.

—La escucho, Rita —asentí con ternura, la mujer estaba pálida y desmejorada.

—Cuando él llegó era el niño más triste de la tierra, Ámbar. Y ningún niño debería ser un niño triste... a Dios no le gusta que los grandes hagan sufrir a los pequeños, ¿lo sabes? —asentí de nuevo sin poder evitar preguntarme por qué Dios permitió que a mí me sucediera aquello—. Te preguntas: ¿por qué Dios lo permite? —cuestionó ella sorprendiéndome y yo solo levanté las cejas en señal de asombro—. Porque él nos da la libertad de elegir lo que hacemos o lo que no, Ámbar. Pero todos aquellos que dañen a los más pequeños tendrán que pagar por lo que hicieron ante Dios algún día... también los que te dañaron a ti, chiquilla. —Una vez más me asombró con sus palabras y por lo visto lo notó pues pronto continuó—. Tienes la mirada como la tenía él, por eso sé que también han dañado a tu niña. Pero quiero que sepas que desde que Mariano llegó al convento, he rezado por él, porque Dios le preparara una mujer especial, alguien que lo valorara y que supiera entender su mundo, alguien que pudiera ver en su interior lo bella persona que es. Le pedí a Dios que cuando eso sucediera, cuando Mariano encontrara a esa chica, me diera una señal.

—¿En serio? —pregunté sonriendo, me costaba creer en esas cosas, pero todo lo que rodeaba a Mariano se basaba en esto, después de todo se crio en un convento.

—Un día de esos que vinieron al convento, cuando aún no eran novios formalmente aunque todas nos dábamos cuenta que no tardarían en serlo pues Mariano nunca había traído a nadie antes; bueno... uno de esos días, Mariano estuvo como siempre conversando conmigo mientras yo le preparaba su pastel de manzanas. Él tomó entonces una de las frutas entre sus manos y la olió profundamente. Yo le dije que había escogido las mejores del huerto y que por eso tenían ese aroma tan delicioso. Él sólo sonrió, su sonrisa era distinta, llena de luz y esperanzas, llena de amor. Y entonces dijo incluso sin pensarlo: «Ámbar huele a manzanas».

—Siempre me dice eso —respondí sonriendo—. Creo que es mi colonia, o el shampoo... o no sé... a Mariano le parece que yo huelo a manzanas —añadí.

—Y él ama las manzanas, hija. Porque para él las manzanas representan la oportunidad que le dio la vida. Cuando lo llevé al huerto por primera vez él no tenía idea de qué eran, nunca había comido nada que no fuera arroz o fideo o algún pan rancio. Recuerdo que le enseñé a reconocer las frutas por su olor y su sabor, y le hice ese pastel de manzanas que fue lo primero que comió luego de varios días de pasar hambre y frío. Mariano encontró entonces un nuevo hogar con olor a manzanas y mujeres que lo amaban, que se preocupaban por él y lo cuidaban. Las manzanas representan para él la seguridad de ser parte de algo, de alguien. Él y yo las juntábamos todos los días, cuando era chico decía que tendría su propio huerto de manzanos cuando fuera grande. Entonces quizás sea una tontería, pero para mí fue una señal. Si tú hueles a manzanas para Mariano, tú eres el hogar que yo pedí para él, tú eres la mujer que Dios me prometió para mi niño. —A esas alturas ya estaba llorando, tomé la mano de Rita y se la apreté con cariño.

—Lo amo, Rita. Me hace feliz y me hace sentir plena... y yo quiero hacerlo sentir igual, quiero ser todo para él como él lo es para mí —afirmé.

—Lo eres. Estoy segura porque siempre pude ver en su alma, en su corazón; él es otra persona desde que te tiene a su lado. Cuídalo por mí, hija... y cuando ya no esté tienes que pedirle a la hermana Bernardita que te dé el cuaderno azul que está en mi cajón. Allí encontrarás la receta del pastel de manzanas que tanto le gusta a Mariano, es una receta de mi abuela, es secreta —bromeó y yo sonreí.

—Gracias por hacer de Mariano el hombre que es, por devolverle la fe y la esperanza en las personas y en el mundo —añadí sabiendo que se lo debía todo a ella.

—Mariano siempre ha esperado que Dios le regalara el milagro de devolverle la vista. Yo le leía la Biblia y los milagros de Jesús para que él creyera en eso, pero también le decía que solo Dios sabe por qué quita o da algo. Mariano se dará cuenta que Dios le ha dado el milagro que ha pedido siempre —añadió meditabunda.

—No entiendo...

—Es hora, señorita —dijo la enfermera molestando.

—Lo entenderás también. Adiós, Ámbar —dijo mirándome con mucho amor, tanto que sentí que se me sobrecogía el alma de la emoción.

—Nos vemos, Rita —dije acercándome para abrazarla, le debía todo a esa mujer.

—Dios te bendiga, hija —respondió con voz cansada.

Esa misma tarde Rita partió a lo que las hermanas dijeron era «la casa del Señor», aquel lugar en que ellas creían y donde decían, Rita estaría mejor.

Sentí el corazón de Mariano romperse en miles depedazos con la noticia, y luego lo sentí romper en lágrimas en mis brazos. Yotambién lloré con él, y cuando él me pidió que fuéramos a la capilla a rezarpor el alma de Rita, lo hice por primera vez en mi vida, le hablé a un Dios enel cual no creía, y le agradecí por la vida de esa mujer que había llenado desabiduría, esperanza y alegría, la vida de Mariano. Le pedí al Dios en el queella creía, que la llevara a su casa y la hiciera muy feliz.    

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