30. Sanando
Se lo dije, me armé de valor y se lo dije. Mientras lo hacía, me imaginé que mi interior era como una vieja pared llena de pinturas de distintos colores, una encima de otra. Durante toda mi vida he ido pintando esa pared, llenándola de un color y luego de otro, y así ocultando lo que en realidad había tras ella: una niña miedosa, asustada, llorosa y angustiada. Alguien que teme vivir, que teme sentir, que teme ser dañada de una forma tan profunda como ya lo fue una vez. Esa pared se iba descascarando, capa por capa mientras yo le iba abriendo mi corazón a Mariano.
Él estaba allí, quieto, pero no lo notaba incómodo. En algún punto me abrazó y yo me quebré. Todo aquello era pesado y doloroso, demasiado íntimo y enterrado hacia demasiado tiempo. Nunca lo había afrontado en realidad, siempre lo había ocultado.
Cuando le dije lo que pensaba de él me dijo que no había estado nunca con nadie. Al principio no lo entendí, eso no podía ser real, ¿o sí? ¿Cómo? ¿A su edad? ¿Siendo tan guapo?
—¿Qué? —pregunté confundida.
—Así como lo oyes, Ámbar. No soy una persona social y tú sabes que mi mayor miedo es el que me fallen, me humillen y se burlen de mí. Pensaba que si me enamoraba me exponía a ello, además nunca me fue fácil relacionarme con las chicas, y no quería exponerme... Simplemente dejé eso de lado... Me enfoqué en el intelecto y no en el cuerpo. —Parecía avergonzado.
—Eso... es... un poco increíble —dije sonriendo con timidez, se veía muy tierno.
—Lo se... y me avergüenzo un poco —admitió y yo lo besé con ternura.
—¿Por qué? No deberías, siempre odié esa presión del medio por hacernos experimentar todo eso cuanto antes. Para los chicos es peor... Yo tuve que fingir que todo estaba bien delante de mis amigos —dije y luego acaricié su mejilla con cariño.
—Mira, Ámbar... yo... siento mucho lo que tuviste que vivir e imagino el trauma tan enorme que una cosa así te puede dejar, además del abandono de tu madre que yo lo puedo entender perfectamente. Pero ya no estás sola, cariño, tú y yo somos como dos niños pequeños lastimados, escondidos, abrumados, confundidos. Ahora estamos juntos y esos niños asustados que viven dentro de nosotros se tomarán las manos, se limpiarán el barro y saldrán adelante juntos. Si tú me lo permites —dijo y sonreí, su voz me daba paz.
—Pero tengo miedo de no poder ser lo que necesitas en ese aspecto... —admití exteriorizando mi mayor temor.
—Sólo necesito de ti, de lo que eres ahora y de lo que quieras ser a mi lado. Si tú me permites abrazarte yo ya me siento completo, no necesito nada más.
Entonces como si atrás de aquella pared de la que hablaba antes, hubiera estado atajado un río, se desbordó todo en mí rompiendo en pedazos mis últimas barreras. Me puse a llorar como esa niña que un día fui nunca lloró. Saqué en lágrimas los pocos recuerdos horribles que tenía en mente y aquellos que sabía habían quedado marcados a fuego en mi subconsciente aunque no los recordara, lloré como si esas lágrimas pudieran limpiar mi alma, mi vida, mi mente. Lloré en sus brazos como si fuera una niña perdida. Mariano me cargó y me llevó a su habitación, me recostó en la cama con cuidado y se acostó él abrazándome. Estaba siendo llevada en sus brazos, a ciegas, y nada se sentía más seguro que aquello, ya en la cama abrazados solo secó mis lágrimas que no dejaban de salir y me besó en la frente, en las mejillas y en los labios.
—Llora todo lo que deseas, desahógate... yo estoy aquí.
No recuerdo cuando me quedé allí dormida en sus brazos, pero cuando desperté seguía en la misma posición y él abrazado a mi cintura dormía profundamente. Todo su cuerpo pegado al mío y a mí me encantaba esa sensación. Me sentí liviana y pensé por primera vez que quizá vencer mis traumas no sería del todo imposible, no al lado de este hombre que me cuidaba y se preocupaba por mí, que me sanaba al mismo tiempo que yo lo sanaba a él. Me quedé allí casi sin moverme, solo para sentirlo y disfrutarlo, su calor corporal abrazante, su respiración rítmica, relajante. Le conté todo y él no huyó, le abrí mi corazón y no se asustó, se quedó a mi lado, me consoló.
Lo sentí moverse a mi lado y levanté mi mano para acariciar su mejilla, esa cercanía me agradaba, se sentía profundamente íntima y correcta, como si no existiera mejor lugar en el mundo que sus brazos. Sus ojos estaban cerrados, pero vi una sonrisa formarse en sus labios cuando sintió que lo miraba y me pegaba a su cuerpo.
—¿Dormiste bien? —preguntó aún con los ojos cerrados y acariciando suavemente mi espalda.
—Mejor que nunca —susurré—. Me siento liviana y descansada.
—Yo también he dormido muy bien a tu lado —sonrió aún más y besó mi frente.
—¿Entonces? ¿Qué haremos ahora? —pregunté mientras recorría mis dedos por sus facciones en suaves caricias.
—Ahora estamos juntos, no podrás volver a ser mi alumna —afirmó.
—¿Pero que estemos juntos no te causará problemas en la universidad? —pregunté con temor.
—No si no eres mi alumna, deberás tomar las clases que yo dicto con otro profesor.
—Voy a perderme tus clases tan geniales y magistrales, además todos dicen que el otro profe es aburrido, por eso tus clases están llenas —me quejé.
—Yo te daré clases particulares de lo que tú quieras —bromeó sonriente. Me encantaba verlo sonreír, sentirlo feliz. Eso me hacía feliz también a mí. Sus bromas de ese estilo no me molestaban, no me hacían sentir incómoda. Por el contrario, me hacían sentir bien.
Nos levantamos luego de unos cuantos besos y caricias suaves y desayunamos. Él preparó el desayuno mientras yo lo observaba ir y venir con total libertad y confianza en la pequeña cocina de su departamento. Encontraba todo, no se le caía ni derramaba nada, lo hacía todo a la perfección y yo lo miraba admirada. Ese hombre me tenía en sus manos, estaba enamorada de él, lo admiraba, me gustaba, lo amaba. Tuve en aquel momento la certeza de que nunca volvería a sentir algo así por nadie y que no quería que nada malo le volviera a suceder. Yo quería hacerlo feliz y haría lo que fuera para lograrlo.
Desayunamos mientras me explicaba cómo funcionaban sus sentidos, como era capaz de responder a oídos y a sonidos mucho más que una persona vidente, pues los tenía mucho más entrenados. Me comentó acerca de que le costaba mucho cuando algo cambiaba de lugar, por tanto el orden debía reinar en su casa, debía anotar aquello. El orden y yo no nos llevábamos demasiado bien. También me dijo que tenía el tacto muy desarrollado, ya que era su forma de saber cómo eran en realidad las cosas.
—La primera vez que toqué tu rostro fue mágico para mí —me contó—. Deseaba tanto hacerlo, deseaba ponerle un rostro a tu voz.
—También fue mágico para mí —admití recordando aquella escena.
—Tu piel es suave y cálida. Me gustas mucho, Ámbar —sonrió.
—A mí también me gustas, Mariano. Me gusta todo de ti.
—¿Incluso mis ojos? —inquirió en un susurro.
—Me encantan tus ojos —dije acercándome a besarlos uno por uno. Él sonrió y me abrazó estirándome para que me sentara en su regazo. Envolví mis brazos alrededor de su cuello y escondí mi cabeza allí para respirar su aroma—. Te amo, como eres... no te cambiaría nada —susurré.
—Yo también te amo, Ámbar. Gracias por quedarte, por no huir de esto.
—Es más fuerte que yo, me tienes atrapada a ti... —susurré cerca de su oído.
—No... no quiero atraparte, sé cuánto amas la libertad y quiero que seas libre a mi lado —dijo y lo abracé con fuerzas.
—Nunca me he sentido tan libre, estoy feliz... de verdad.
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