15. Intimando
Todas las cosas que sentí esa noche fueron más intensas que todo lo que había sentido en mi vida entera, y estaba por demás confundido. Cuando entré a bañarme, todo mi cuerpo se conmovió con solo imaginar que minutos antes ella estuvo allí, estaba excitado, deseoso de sentirla como nunca había sentido a nadie. Me di cuenta que tantos años de autocontrol y de introducir en mi mente frases que debían orientar mi conducta hacia una forma que creía correcta no habían valido para nada, estaba allí, deseando a una mujer como un adolescente inexperto con ganas de más.
Cuando salí y me acosté a su lado y la sentí observándome, me sentí incómodo pero halagado. Entonces ella me llamó para que me sentara y me dejó recorrer su rostro. Sentí la suavidad de su piel, la textura de sus cejas, enredé mis dedos en sus rizos y los noté rebeldes, como ella misma los había descrito. Acaricié su frente, sus orejas, sus labios. Me detuve en ellos palpando su textura, delimitando sus formas, idealizando su sabor. Ella besó mi dedo y aquello me alertó, fue algo muy íntimo, muy... delicioso. Todo mi cuerpo reaccionó de nuevo pero a ella no pareció importarle, no sé si lo notó. Volvió a tomar mis manos entre las suyas y las guio de nuevo a su rostro, me animé a más y acaricié su cuello, sus hombros, sus brazos.
Ella hizo lo mismo y paseó sus manos por mi rostro, aunque pudiera verme lo hizo y yo sentí su piel acariciando con delicadeza la mía, era una caricia suave y placentera, como nunca nadie me había acariciado. Enredó sus dedos en mi cabello y luego quiso sacarme las gafas. Me alerté ante eso, pero ella me pidió que confiara.
La palabra confianza era la que más me costaba, yo no confiaba en nadie porque en quienes lo había hecho me habían fallado, salvo las hermanas y mamama. Aun así dejé que lo hiciera, estaba como en un trance y le mostré uno de mis secretos más grandes, mis ojos.
Me dijo que eran hermosos y pensé que bromeaba. Yo sabía que se veían celestes y mamama me había dicho que no habían cambiado en su forma, nada en ellos delataba mi ceguera salvo la mirada perdida en ningún lado. Aún así no me gustaba mostrarlos, me parecía que perdía fuerza si la gente los veía. Ella los besó y me dijo que le gustaban, tuve ganas de llorar, nadie nunca me había dicho que mis ojos le gustaban, yo los odiaba... los odiaba por no cumplir con la misión que tenían, ver...
Ella recostó su frente sobre la mía y nada más me importo más que abrazarla, pegarme a su cuerpo y sentirlo por completo, ella correspondió el abrazo y permanecimos así unidos por largo rato. Después nos acostamos y le tomé de la mano, ya era tarde para que mi cuerpo se mantuviera separado del de ella, simplemente no lo conseguía y aunque ella decía que cuando volviéramos todo sería como antes, yo lo dudaba.
—Ámbar... prométeme solo una cosa —le pedí antes de dormir.
—Dime, Mariano... —respondió en un susurro.
—Prométeme que no te enamorarás de mí —le pedí.
—Solo si tú prometes lo mismo —dijo ella tras una pausa. Yo no sabía si podía prometer aquello pero lo hice por el bien de ella.
Nos quedamos en silencio y yo no pude evitar pensar que me había prometido a mi mismo jamás enamorarme. No estoy hecho para el amor, no creo en él, no puedo confiar, no puedo amar. Además nadie puede amarme a mí, a esto a lo que la vida me redujo, nadie puede enamorarse de alguien como yo... nunca lo creería...
Pero no sabía qué era lo que estaba sintiendo, qué me estaba sucediendo... solo sabía que se sentía bien, como nunca antes... Que me estaba sucediendo algo que jamás experimenté, me sentía parte de algo, o de alguien...
Por la mañana me desperté antes que ella, suavemente tanteé con mis manos el sitio donde aun dormía, acaricié su cabello tocándolo apenas para no despertarla, bajé mis manos y llegué a sus hombros que estaban helados. La cubrí con la manta lo más que pude y me levanté. Fui al baño a asearme y volví dispuesto a pedir un desayuno para los dos.
Luego me senté de nuevo en la cama, deseando poder verla dormir, pero relajado por el sonido acompasado de su respiración. Me visualicé a mí mismo muchos años atrás, escuchando el sonido de la reposera de mi abuela, ese vaivén tan armónico que me relajaba mientras dormía en sus brazos, esa mujer fue la única que me quiso y se preocupó por mí. Era aun tan pequeño, un completo libro en blanco en el que podían escribirse tantas cosas bellas, sin embargo se escribieron otras tan horribles.
—¿Ya estás despierto? —habló mientras se desperezaba.
—Me desperté hace un rato, ya he pedido el desayuno —informé sonriendo.
—Eso me encanta porque estoy famélica —añadió entre un bostezo.
—¡Qué exagerada! —sonreí.
—¿Qué hacías? —preguntó.
—Pensaba... recordaba...
—¿Qué recordabas? —quiso saber.
—Cosas de mi infancia...
—¿Quieres contarme algo de como era el profesor Galván de niño? —dijo sentándose en la cama y acercándose más a mí. Pude sentir el calor de su cuerpo cerca de mi torso y estuve tentado a abrazarla y estirarla hacia mí, recostándola encima para absorber su aroma y su sabor. ¿Qué demonios me estaba sucediendo?
—No hay nada interesante en mi historia Ámbar —respondí.
—¿Naciste así? —preguntó entonces y dudé en contárselo.
—No... perdí la visión a los nueve años —respondí.
—Oh... que triste... ¿Cómo sucedió? —No quería hablar de mí pero algo me hacía querer decírselo.
—Fue un accidente, tuve un golpe muy fuerte en alguna región del cerebro. Se desconectaron los cables, cuando desperté ya no veía nada... —respondí de forma seca, incómodo por hablar de eso con ella.
—Lo siento, Mariano... no habrá sido fácil —añadió.
—Mi vida no fue fácil.
—La mía tampoco... —admitió y me pregunté cuáles serían los problemas tan graves que una joven llena de vida como ella podrían tener, pero no exterioricé mi curiosidad.
El desayuno llegó y nos sentamos a disfrutarlo.
—Cuéntame que es lo qué recuerdas, qué te gustaba observar, qué es lo que más extrañas —dijo con vos tierna.
—Extraño todo, pero lo que más extraño son las estrellas. Amaba recostarme en el pasto y soñar. «El principito» fue el primer libro que leí, tenía solo ocho años y me gustaba imaginar que aquel príncipe vivía en una de esas estrellas, y allí estaban también el zorro y la rosa...
—Muy tierno... vi tus fotos de niño con unas religiosas y la señorita Sonia... eras un niño muy bonito —agregó.
—Llegué a ese lugar cuando tenía diez años, se hicieron cargo de mí. Sonia se había inscripto en el programa de familias sustitutas, debía quedarme allí por un tiempo pero se encariñó conmigo y me adoptó. Ella trabajaba con las hermanas y vivía en la parte de atrás del convento. Creo que todas esas mujeres se convirtieron en mis madres.
—¿Por eso estabas en esa Iglesia? ¿Es ese el convento del que hablas? ¿El que está al lado?
—Sí... ahí me estoy quedando. La fiesta de esta noche es por mi cumpleaños. A ellos les gusta celebrarlo.
—¿Hoy es tu cumpleaños? —preguntó entusiasmada.
—En realidad no lo es, pero es el día que salieron los papeles de la adopción. Todas se pusieron muy felices, yo también. Y lo celebramos desde siempre, pues mi cumpleaños no es un muy buen recuerdo...
—Oh... entonces la pasarás genial esta noche. ¿Y tus padres biológicos? —cuestionó curiosa.
—No me gusta hablar de mi pasado, Ámbar... no te ofendas pero...
—Lo entiendo... Lo siento... Para que no te sientas en desventaja te contaré algo de mí. Me crie con mi padre desde los siete años. Él y mi mamá se divorciaron y él ganó mi tenencia —informó interrumpiéndome.
—Qué raro que el padre gane... —murmuré.
—Bueno, él tenía motivos... Y desde esa edad he pasado... bien... supongo. Él ha hecho lo mejor que pudo por mí. Ahora está en pareja, hace solo unos meses. Espero que sea feliz, se lo merece. Dio su vida por mí.
—¿Y tu madre?
—No sé nada de ella desde que mi papá me sacó de la casa. Nos mudamos lejos y ya no la vi nunca más... —respondió con un dejo de tristeza en la voz.
—¿Y eso por qué?
—Supongo que tampoco me gusta hablar de eso... —añadió.
—Lo entiendo... —susurré.
Nos quedamos en silencio comiendo, sintiéndonos. Podía sentir su mirada en mí pero no me molestaba. No me había vuelto a poner las gafas y eso me hacía sentir una cierta intimidad con ella que nunca había tenido con nadie.
—Yo... estoy roto, Ámbar... —murmuré luego de un rato con mucho pesar. Ella tomó mi mano entre las suyas e hizo silencio por unos instantes.
—Yo también, Mariano...
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