Despacio, con sigilo. Aunque el ritmo de sus latidos era anormalmente elevado, tenía que ignorar la incomodidad y trabajar con la cabeza fría, porque había varios pormenores que resolver antes de presentarse ante sus iguales y acelerar el trámite que le conferiría su nuevo rango. De cara a los navegantes bastaría con culpar de su muerte a alguno de esos terrícolas tan salvajes con las mujeres y pretender que había sido ella misma quien hiciera desaparecer su registro de memoria. Con Eal todo era posible, y más cuando la historia ya había sucedido con anterioridad. La fecha de partida estaba tan próxima que no habría tiempo para localizar el escondite. Recrear a la Primer Ingeniero necesitaría de una buena dosis de optimismo... y de una futura visita a la Tierra. O eso les diría.
Lo más urgente era disponer de las pruebas, el cuerpo y el registro. Era el superior del departamento de Biología, sabía cómo imprimir la apariencia de cualquier tipo de muerte en unos restos. Y después, con las manos y las ropas limpias, devolver los otros dispositivos al centro de almacenamiento y verificar que nadie en el piramidión había grabado sus movimientos. Manos impolutas. Coartada impoluta. Todo parecía en orden. Solo tenía que esperar a que se normalizase su respiración para acudir al Primer Navegante y al Primer Geólogo. Quedarían, quizá, un par de cabos sueltos: Draadan y Neudan. El supervisor no creería nada de lo que le dijera cuando comprobara que, al final, ese terrícola suyo iba a quedarse atrás. En cuanto a Neudan... Neudan buscaría culpables y él sería el primer candidato en su lista. Tendría que acabar ocupándose de él, no cabía duda. Cuando asumiese la carga necesaria de convertirse en Vértice.
Mientras sus colegas escuchaban su versión de la historia, Shaal se sintió juzgado y condenado por el brillo de sus ojos. Imaginaciones suyas, concluyó cuando acordaron celebrar su nombramiento. Ellos entendían su postura y la apoyaban, sabían lo que era mejor para su gente, no se paraban a lamentar una pérdida que ya era irreversible. Eran sus escrúpulos los que lo traicionaban, sensibles ante su arranque de violencia; un error que no se repetiría. Calma, calma y compostura, no traicionar nada ante toda aquella tripulación que habría de reunirse para escuchar las noticias. Su rostro siempre había sido un reflejo de su serenidad interior. Calma.
Por supuesto, la voz de Neudan no tardó en alzarse para denunciar la ausencia de Eal. Tan previsible. ¿Qué haría cuando lo supiese? Era sorprendente cuánto deseaba verlo atormentado, él, que nunca caía en emociones baratas como el rencor o los celos. Celos. Singular palabra en ese contexto. No experimentaba celos, en absoluto. Si Neudan había preferido a Eal se debía a su completa falta de criterio, y alguien así no se merecía inspirar celos. Lo miró de soslayo en tanto los equipos de vigilancia rastreaban la nave y la superficie en busca de la ausente, con el ruido de fondo de decenas de cuchicheos. Lo siguió observando cuando los lívidos vigías anunciaron el hallazgo del cadáver y cuando los ingenieros ratificaron que su registro de memoria no estaba con los demás. Su palidez y el temblor inconfundible de las manos fueron muy satisfactorios, casi la mayor victoria del día. Pero calma. Su rostro no debía traicionarlo.
No fue Neudan quien le lanzó la mirada colérica y exigió una investigación inmediata. No, Neudan estaba muy ocupado autocompadeciéndose. Fue Draadan, el supervisor fallido incapaz de supervisarse a sí mismo. Consideró reemplazos para él, lamentándose de que el antiguo Vértice no hubiese confeccionado una lista con anticipación. Aunque, ¿qué cabía esperar de ese desertor que había olvidado la mayoría de los nombres de sus subordinados? Él sería mucho mejor en el cargo. Con todo, era preferible no pensar aún en ello. Mandar callar a Draadan era mejor idea, sobre todo porque el cese de los murmullos ya permitía que sus colegas reprodujesen en la pantalla central la introducción de su nombramiento en el organigrama de la nave. El Primer Navegante susurraba algo al oído de la Simakhen, la vigía. El molesto repiqueteo en el pecho no cesaba.
Se reprodujeron imágenes, sí, mas no las previstas. Era él en aquel paraje de la Tierra, discutiendo con una Eal que, por injusticias del destino, se mostraba mucho más serena. Era él blandiendo el arma y el recipiente con los registros; él, reduciendo uno a circuitos quemados. Todo sucedió muy despacio, prácticamente en silencio, como si alguien quisiera dejar en evidencia los estruendosos latidos de su corazón. Lo habían traicionado... Ese maldito navegante lector de mapas y el inútil geólogo picador de piedras habían grabado la escena para usarla contra él. Se levantó, ordenó que interrumpieran la proyección, observó que Draadan se interponía entre él y el iracundo Neudan. Todo aquello estaba bien, era bienvenido. La algarabía servía para acallar el indigno sonido de su culpabilidad.
—Shaal, Primer Biólogo, tripulante de segundo nivel —enunció el Primer Navegante—: las pruebas te señalan culpable del delito de destruir la vida y el registro de memoria de uno de tus compañeros. Permanecerás recluido mientras los ingenieros diagnostican su veracidad, en cuyo caso serás condenado a no ser hasta que el nuevo órgano decisorio, a falta del Vértice, determine tu destino en algún momento del futuro. Supervisor, escóltalo hasta la zona de detención.
***
Faltaban dos días para la partida. Apostado ante la cápsula de regeneración que contenía el nuevo cuerpo en proceso de Eal, el desalentado Neudan se preguntaba cuánto tiempo transcurriría antes de que empezase a asemejarse a la persona que era. ¿Se acercaría, siquiera? Su identidad, compuesta por una miríada de diminutos detalles que emergían a cada instante de cada jornada, ¿llegaría a producir a alguien tan especial? Y —gritaba su lado más egoísta—, ¿lo amaría? Entremezclados entre sus recuerdos quedaban muchos episodios de su vida tras el renacer, testimonios de lo doloroso que era. Aunque Eal contase con su apoyo incondicional, el proceso sería lento, penoso e imperfecto. Quinientos cincuenta años terráqueos de historia que nadie podría devolverle.
Una burbuja de odio le explotó en el pecho al pensar en el culpable de tal pérdida, sentenciado a un simple paréntesis en su consciencia mientras que su víctima tenía que partir de cero. Si hubiera tenido la oportunidad de pagarle con la misma moneda y hacer pedazos su registro de memoria... Eal estaba indefensa, no suponía una amenaza; ¿de dónde había sacado los redaños para destrozar la mente más preciosa de la pirámide? Y toda esa sarta de provocaciones... Escudriñó la cubierta de la cápsula, formulándose una pregunta silenciosa. ¿Por qué lo había hecho? Al rememorar la imagen de Shaal armado, al borde de perder hasta el último ápice de paciencia, comprendió que el peligro habría resultado tan evidente para Eal como lo era para él. Como si lo hubiese buscado a conciencia.
No, no era posible, Eal no le habría abandonado solo para tender una trampa al Primer Biólogo. Vivía por sus ideales, cierto, pero también quería compensarlo por todos esos días que habían pasado lejos el uno del otro.
—Vamos, soy quien mejor te conoce —murmuró—. Había un motivo para todo eso, ¿verdad? Tenías un...
Contuvo el aliento, presa de una súbita inspiración. Tras dejar a su compañero a cargo de vigilar el proceso, corrió a las habitaciones de Eal y escaneó cada compartimento. Continuó con sus lugares favoritos, con la gran sala de reuniones. Se devanó los sesos tratando de no pensar en todos los escondites potenciales y en los dos días escasos que le quedaban, hasta que recordó su último comunicado, el diminuto dispositivo en el cuaderno en blanco.
La solicitud de un permiso para bajar a tierra se convirtió en un frenético intercambio de ruegos y amenazas a sus superiores. Resultó que Draadan ya estaba allí, en Cloux, y se disponía a regresar con Leonardo. El artista cargaba una arquilla de madera con el celo de quien custodiara un tesoro. Llevaba entre sus pertenencias desde su regreso forzoso a Cloux, explicó, y no había tenido ocasión de enseñárselo debido a la falta de comunicaciones. Draadan casi arrancó el cierre al forcejear para enseñarle su contenido.
—¡Neudan, es...!
—Lo sé.
El acólito de Biología levantó la tapa y descubrió varias carcasas, cada una con un nombre grabado. En el interior de los capullos de metal, varias capas de filamentos translúcidos albergaban algunas de las colecciones de datos más fascinantes de la galaxia.
—Son copias de registros de memoria. No lo entiendo. Creí que la pirámide no permitía duplicarlos.
—Si había alguien capaz de conseguirlo, esa era ella, Draadan.
Neudan eligió uno y lo sostuvo con reverencia. En uno de sus costados se leía el nombre de Eal.
***
El aroma de aquel vino era tan delicioso que habría resucitado a un cadáver. Eal sonrió ante su propia hipérbole, sopesando los matices de realidad que contenía. Claro que no había sido el vino, sino Neudan, quien la sacara de su estancia en el limbo. Los queridos ojos oscuros estaban allí, su mano sostenía la de ella. Juntos contemplaban las últimas vistas directas de la Tierra en tanto a su alrededor todos se afanaban para completar los preparativos de la partida. El reajuste a su recién estrenado cuerpo aconsejaba descanso; la compañía, no obstante, era un extra fuera de las regulaciones.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Neudan, en su papel de biólogo—. El alcohol no es el líquido más aconsejable para hidratarte cuando tienes un día de vida. La confusión al asimilar tu identidad...
—Si insinúas que soy una niña, te aconsejo que eches un segundo vistazo. Por cierto, no esperaba que recreases esta anatomía femenina. Supuse que elegirías la anterior, o puede que mi envoltorio original.
—A decir verdad, ni lo medité. La cápsula cargó por defecto el último cuerpo.
—Oh, nuestras alturas son compatibles. Me servirá muy bien por ahora.
—¿Compatibles para qué? ¿Para intimar? —Neudan esbozó una mueca de reproche—. No te he perdonado aún tu audacia al arriesgarte de esa forma. Si Shaal hubiera sospechado y encontrado los registros que le enviaste a Leonardo, si los hubiese destruido...
—Hay que tener fe en nosotros. En ese caso, sé que tú me habrías devuelto a la circulación en muy poco tiempo. Mírame ahora: ¡he sufrido una pérdida de memoria y ya me has dejado nueva!
—Una pérdida de seis días —replicó, trazando un arco perfecto con una ceja—. ¿Obtuviste las copias antes de la reunión?
—Y las envié después, con un aceptable enmascaramiento de mi triangulación. No me habría arriesgado tan a la ligera, Nudd, te quiero demasiado. Y tu sacrificio fue mucho mayor.
Apretó sus dedos y se los llevó a los labios. Neudan tuvo que admitir que estaba en lo cierto; el recuerdo de todos esos años de vacío y aturdimiento lo iba a acompañar siempre. Pero allí, en medio de aquella plácida dicha, merecía la pena.
—¿Qué sucederá ahora? ¿Ya has hablado con ellos?
—Vamos a experimentar qué tal se funciona sin un Vértice. Dlal fue duro de convencer. Suerte que Rual no tardó en adoptar mi postura. Supongo que, después de ver a qué extremos te puede llevar la megalomanía, es más sencillo aceptar un reparto de las responsabilidades.
—¿Y seréis tres?
—Hmmm, habrá que pensar en ello, ya que no se prevé la reincorporación de Shaal a corto ni a medio plazo. Para ser sincera, votaría por recargar la cabina y enviarlo junto a su reverenciado Vértice. En fin, que no es conveniente dejar vacante el puesto de mandamás en Biología, y yo conozco a un biólogo que sería un candidato excelente. —Le lanzó una miradita llena de significado.
—¡No hablarás en serio! Yo, miembro del segundo nivel... Mi compañero aducirá, y con razón, que cuenta con más experiencia.
—Por suerte, nuestra enigmática pirámide tiene sus propios métodos para valorar méritos. Además, es una gran ventaja: nadie seguirá diciendo que me aprovecho de un tripulante de menos rango obligándolo a prestarme cierta clase de favores.
—¡Eal-mekk!
—Y podrás dejar de usar ese estúpido vocativo en público. Eso sería interesante... Que todo el mundo dejase de usar los estúpidos vocativos.
Eal sonrió. Había algo mágico en aquella sonrisa, un misterio que inquietaba e intrigaba a quienes no la conocían bien. Para quienes compartían su afecto, sin embargo, era contagiosa.
—¿Y Leonardo? —preguntó Neudan en cuanto se liberó del hechizo—. ¿Qué habéis acordado sobre él? Estaba tan embebido en vigilar tu recuperación que no he dedicado ni un instante a prestarle mi apoyo y...
—Ah, mi apreciado florentino. No te preocupes, no está solo en estos momentos. Tiene la mejor compañía.
***
La luminosa tarde del dos de mayo de 1519, un grupito de dolientes se reunieron en la habitación donde Leonardo había vivido sus últimas semanas. Si bien era un desenlace anunciado —no en vano él en persona llevaba días preparándolo y ya había firmado su testamento—, los pocos allegados que lo acompañaran a lo largo de su andadura final no eran capaces de disimular su desconsuelo. Francesco Melzi, su fiel y querido apoyo, humedecía con sus lágrimas la mano que no había soltado en horas. Le partía el corazón la zozobra que causaba al joven; por más que careciese de alternativas, no justificaba hacer daño a una persona por la que había llegado a sentir el afecto de un padre. Pero era un mal necesario. El tiempo de Leonardo da Vinci en la corte de Francisco I y en la escena artística europea había llegado a su término.
Fue una sensación extraña observar su muerte a través de unos ojos llenos de afecto. Más aún lo fue dejar caer el brazo sobre el colchón, aflojar los dedos y asistir, inmóvil, a esa explosión de sentimientos que sobrevenía cuando ya no había que fingir entereza ante el moribundo. Tuvo que contenerse para no levantar la voz, acariciar la rubia cabellera de Cecho y confesarle que estaba bien, que la mejor vida que le esperaba no era la que el mundo suponía. Una mirada desde el umbral de la puerta reforzó su aplomo.
Los minutos se arrastraron con lentitud hasta que alguien, pronunciados los últimos adioses y depositados los últimos besos en su túnica, cometió el descuido de dejar el cuerpo sin vigilancia. Era la oportunidad que esperaban. No bien Leonardo saltó del lecho, una minuciosa copia de su cadáver ocupó el hueco entre las sábanas. El venerado artista al que velaban, el que después encerrarían en un ataúd y cuyo nombre recordarían con respeto, subió con tiento las escaleras hasta el antiguo estudio.
—Eres uno de los cadáveres más apetecibles que he visto en mi larga vida. Qué tersas mejillas, qué ojos vivaces...
—Cierra la bocaza, Navekhen-dabb —bufó Draadan—. No está de humor.
—No te preocupes, Draadan. —Leonardo arqueó los labios en un intento de sonrisa—. Creo que un poco de parloteo después de todos esos susurros no me vendrá mal.
—Lo lamento, hombre. Vaya, es que la suerte de sobrevivir a tu propio funeral no se da tan a menudo, y es mejor celebrarla que lamentarse.
—Mi funeral... No podré asistir, claro. El adiós de Cecho, del rey, de mis amigos, el día que Salaì se marchó... Eso ha sido todo, ¿verdad?
—Me temo que sí. Si te sirve de consuelo, han sido bendecidos con una larga despedida y no te olvidarán. Eres un tipo que deja marca, amigo mío.
—Yo tampoco los olvidaré a ellos. Esa será mi bendición, y también mi pena.
Paseó la vista por los objetos que allí se guardaban. Su colección de escritos se desperdigaba por arcones y estantes. El cuadro de la dama sonriente seguía reposando en el caballete, abandonado a un mundo que siempre habría de confundirla con la esposa de un tal Giocondo, o con uno de sus modelos, o quién sabía.
—¿Y qué sucederá ahora? —De manera inconsciente, Leonardo repitió la pregunta de Neudan. Navekhen simuló que meditaba su contestación.
—Pueees... Veamos: tu secretario, el encantador Melzi, es un joven competente que cuidará bien de tus escritos, así que no has de temer que tus actuales y futuros admiradores pasen tu nombre por alto. El problema es que algunos de esos textos son un pelín avanzados para su época, y lo más probable es que duerman en algún cofre ornamentado hasta que alguien repare en su sagacidad. Por no hablar de la purga que...
—No me refiero a eso, sino a la nave.
—Ah, eso es menos complicado de adivinar. Subiremos a ella, abandonaremos la órbita de la Tierra y pondremos rumbo al dichoso planeta donde nos reabasteceremos. Nos desplazaremos usando atajos a través de pliegues en el espacio que... Oye, no soy un buen profesor de navegación, que te lo explique Eal. El viaje será muy largo, no voy a mentirte. Lloverá mucho, como decís por estos lares, antes de que podamos plantearnos regresar a la querida Tierra.
—Entonces, Raffaello y los demás tripulantes de la otra pirámide... ¿Los dejaréis aquí, luchando sin sentido, durante todos esos años?
—Carecemos de energía para compartir con ellos y de tiempo para explicárselo todo. Escucha, no es algo necesariamente malo; quizá todos esos años que has mencionado sirvan para que se den cuenta de su estrechez de miras y de la dureza de su mollera. Quizá ellos en persona rectifiquen sus errores. Y eso está bien, ¿no? Reafirma la autoestima.
—Seguirán aquí cuando volvamos, Leonardo —añadió Draadan con dulzura—. Sin el Vértice ni Shaal, las cosas serán diferentes.
—Y... ¿yo?
—¡Ah, se me olvidaba!
Navekhen hundió la mano en su uniforme y extrajo un visor similar a los suyos, aunque de distinto color. Al inspeccionarlo de cerca, Leonardo comprobó que estaba cubierto de diminutas escamas amatista, la tonalidad dominante en tantas facetas de aquella cultura venida de las estrellas. Se maravilló de su liviandad y de su belleza.
—Fíjate en la cara que ha puesto, Draadan-mekk, ya te dije que le gustaban las cosas bonitas. Ejem, ejem, este será tu visor a partir de ahora.
—¿Por qué es diferente de los demás? —La curiosidad del florentino vencía incluso a su arrobo.
—Bueno, tú eres más blandito que nosotros y pensamos que necesitarías uno más duro para compensar. Ahora en serio, es el viejo chisme de Eal. Apenas hay cinco de esos en la nave, así que agradece tu buena suerte, niño mimado. Y sí, es más resistente que los nuestros; esas escamas son casi tan duras como la cabeza de Draadan. Lo que me lleva a añadir —dijo a toda prisa, antes de que su superior lo encapsulase en su mortal mirada ambarina— que ahora eres un miembro de pleno derecho de nuestra tripulación. ¿No es formidable? Ah, y pensar que eras un mocosillo inocente e ingenuo cuando te conocí... ¡Y fíjate ahora! Tendré que llamarte Leonardo-dabb.
—A lo mejor es él quien se refiere a ti como Navekhen-dabb —amenazó Draadan.
—¿¡Qué!? Pero, bueno... ¿Primero el visor de postín y ahora esto? ¡Pues, que yo sepa, no hay vacantes en el tercero! ¡Nepotismo!
—Soy... ¿soy de verdad uno de los vuestros?
—Lo eres. —La humedad de los ojos azules añadió un pequeño peso al pecho de Draadan, uno del que aún no se había librado—. Si hubiera podido solucionarlo antes para ahorrarte todas esas noches en soledad, toda esta incertidumbre...
—No, no, mi Daniele. —Leonardo colocó dos manos cálidas en sus mejillas—. ¿Recuerdas nuestra excursión al monte Ceceri? ¿La rapidez con la que te lanzaste detrás de mí? ¿La manera en la que me elevaste? Ese gozo y esa seguridad me han acompañado durante toda mi vida, han sido mi luz en las tinieblas. He mirado al cielo; lo he deseado; he saltado, incluso, al vacío... ¿Y sabes por qué? Porque siempre he sabido que tú nunca me dejarías caer.
—Eh, Tristán e Isolda, a propósito de subir al cielo... Dicen los de arriba que nos dejarán aquí si no nos damos prisa.
Leonardo lanzó una último vistazo a sus cuadernos y a las obras que dejaba atrás. Su sonrisa destilaba melancolía. Dando voz a sus pensamientos, Draadan aseguró:
—Vendrán más y mejores. También aquí, en el futuro.
—Lo sé, lo sé. Sé que esto es un paréntesis y que nuestro trabajo en la Tierra no está completo. Algún día llegará el momento de retomar los pinceles.
»Porque una obra de arte nunca se termina, solo se abandona.
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