Las temibles noticias corrían de boca en boca por la ciudad: Milán había caído ante los franceses. Ludovico Sforza era prisionero de Luis XII.
En medio del caos y la incertidumbre de los allegados al duque, Leonardo se planteó con seriedad si debía abandonar el que había sido su hogar durante tantos años. Era cierto que formaba parte del séquito de Ludovico, aunque, por otro lado, únicamente lo hacía en calidad de artista y sin una real afiliación política. No era disparatado confiar en que los nuevos señores supiesen apreciar sus cualidades. Además, estaban las cuestiones de colocar a sus aprendices, mover el ingente contenido de su bottega..., y Verorrosso. Se resistía a dar por finalizada esa relación que, pese a los conflictos, lo había acercado a una persona tan importante para él. Y más cuando sabía que su existencia corría peligro cada día que pasaba, con aquella eterna contienda mística recrudecida por los excesos de la guerra.
Si el guardaespaldas le guardaba rencor por su rechazo, no lo manifestaba. Sus encuentros continuaban, alternados con alguna que otra salida a tabernas discretas para ahogar sus frustraciones en el vino. En medio de una de esas escapadas alcohólicas, una figura embozada se plantó ante la mesa del rincón oscuro que ocupaban y los miró sin pronunciar palabra. Verorrosso juró por lo bajo; las ropas masculinas, el tahalí, las facciones hermosas y la larga melena rubia rojiza, ocultas tras pliegues de tela negra... Su compañera Irene Gregori había dado con él, a pesar de que, hasta entonces, se las había arreglado muy bien para esquivar a su grupo. La cortesana, por su parte, no disimulaba su asombro al encontrárselos.
—Que me aspen si no me acabo de topar en este tugurio con mi guardaespaldas, quien debiera andar escoltándome, y al maestro Da Vinci —afirmó, con cierto retintín—. Ignoraba que fueseis amigos.
—Estimada signora Gregori —se adelantó a saludar el artista—, la sorpresa es mía por hallaros aquí, y de esta guisa. Sentaos, por favor, y permitidme invitaros a una copa igual que he hecho con vuestro protector, con quien he coincidido en la entrada. Es imposible no recordar una fisionomía del calibre de la suya. Si debéis culpar a alguien de su retraso, culpadme a mí.
—Una coincidencia, ¿eh? ¿Y qué charla pueden compartir un soldado y un pintor?
—¿Por qué decir que no a una jarra? —intervino Verorrosso, tratando de sonar aburrido.
—Ya veo. Me temo que he de rechazar vuestra ofrecimiento, maestro, asuntos apremiantes nos reclaman. Os la recordaré en otra ocasión.
Leonardo dedujo, mientras los veía marchar, que se disponían a emprender una de sus expediciones nocturnas. Esa noche la curiosidad sobrepasaba a la prudencia, así que dejó unas monedas en la mesa y husmeó desde la puerta. Tuvo suerte de que Navekhen estuviese de guardia y de que sus intentos disuasorios no fuesen muy entusiastas; oculto tras el manto de la invisibilidad, los siguió.
Aun con esa ventaja táctica, mantener el paso de los dos elegidos no era tarea fácil, en particular cuando se aprovechaban de los rincones en penumbra y trepaban a los tejados. Leonardo hubo de usar sus conocimientos de arquitectura y evocar el mapa de la ciudad para deducir la equivalencia a ras del suelo de sus rutas aéreas. Parecían buscar algo, a tenor de sus vueltas en torno a una pequeña iglesia de la parte este de la muralla. Finalmente ocuparon el hueco de una hornacina que daba a un callejón y permanecieron inmóviles y en silencio.
Poco después, dos pares de pasos quedos se acercaron por la estrecha calleja. La luz de la luna reveló que eran dos hombres, uno alto y delgado y otro algo más bajo, ambos armados con espadas. Miraban a todos lados en su lento avance. Al igual que Verorrosso e Irene, semejaban un par de exploradores o centinelas, con la diferencia de que su habilidad para pasar desapercibidos era muy inferior. También lo era la de detectar espías; no notaron la presencia de los otros cuando cruzaron ante la hornacina, ni sus movimientos al prepararse para saltar.
Un dúo de sombras magníficas, con la mortífera elegancia que Leonardo atribuía a los grandes felinos, aterrizaron a las espaldas de los caminantes. La correspondiente al pelirrojo se enfrentó al hombre más pequeño, mientras que Irene cruzó hojas con el compañero de este. Extrañado el espectador ante la elección de adversarios, no tardó en descubrir que el primero excedía en fuerza y pericia al segundo, y que su inquietud por la dama era vana: además de con rapidez, Irene Gregori golpeaba con una contundencia que sobrepasaba a la de muchos espadachines varones.
Su atención se trasladó a Verorrosso, al líder que hacía bailar la espada bastarda en tan estrecho espacio con una maestría asombrosa. ¿Se limitaría a observar? ¿Intervendría en favor de su amigo si las tornas se volvían en su contra? Sus aliados se lo habían prohibido expresamente, pero ¿cómo podría dejar que lo hiriesen sin mover un dedo? Ya adelantaba un pie en dirección a la pelea cuando se dio cuenta de que su pobre ayuda no iba a ser necesaria. El cuerpo de Verorrosso era una máquina de guerra perfecta; después de hacer su alarde de técnica, despachó a su contrincante con una maniobra precisa. Irene no tardó en imitarlo.
Siguió contemplando, abstraído, el sencillo ritual de victoria de los ganadores. No lo celebraban ni otorgaban un tratamiento especial a los cuerpos: se limitaban a limpiar la sangre de sus armas, a envainarlas y a escudriñar las proximidades, buscando, con toda probabilidad, señales de testigos inoportunos. Excepto que no había nada que encontrar, él estaba más allá de sus percepciones. Era un intruso y un traidor que se aprovechaba del juego sucio para violentar una intimidad ya de por sí violenta. Y entonces...
Una nueva aparición sobresaltó a la pareja de guerreros. Los rayos de luna revelaron la silueta tallada en mármol, por lo hierática, de un hombre barbudo vestido con una larga túnica. Aunque era obvio que Verorrosso e Irene no esperaban al intruso, tampoco los asustaba su intromisión y, de hecho, sus actitudes mostraban cierta deferencia. El desconocido observó los cuerpos inertes, escuchó los comentarios del pelirrojo —Leonardo lamentó no poseer un oído más agudo— y asintió. Luego se inclinó, casi sin doblarse, y recogió a uno de aquellos desdichados con el mismo esfuerzo con el que habría cargado una pluma. Un miembro de la tripulación de la segunda pirámide, razonó el espía, o alguien enviado por ellos. Navekhen me dijo que los cadáveres de los elegidos permanecían incorruptos; es lógico que los retiren en cuanto...
Leonardo no supo qué fue lo que lo delató, si su propia torpeza al esconderse o bien los sentidos aguzados de aquel ser. Fuera como fuese, el desconocido de la barba giró la cabeza en su dirección, dejó caer el cuerpo y se acercó a su escondite. Creyó distinguir un rictus de horror en el rostro de Verorrosso. Cuando el sistema de transporte lo sacó de allí, apurando hasta el último segundo, ya no vio nada más.
***
El Vértice, a través de Shaal, fue muy rotundo respecto a la violación de las reglas. Uno de los tripulantes conscientes de la segunda pirámide había detectado las innecesarias maniobras de Leonardo para curiosear asuntos que no le incumbían; en consecuencia, deberían romper su política de no intervención y hacer algunos pequeños ajustes para borrar el incidente de su memoria. Shaal estaba furioso, furioso de esa gélida manera que lo caracterizaba. Ahora tendrían que confiar, manifestaba, en que el rápido remiendo fuera suficiente y no acarrease desastrosas consecuencias. Ordenó que cesaran los contactos de Leonardo con Verorrosso. Ordenó asimismo que este fuera sometido a idéntico tratamiento, eliminando así cualquier rastro de su amistad. Únicamente los ruegos del artista, traducidos en demandas de Draadan, lograron que el guardaespaldas escapara a su suerte. Se alejaría de él y nadie entre su gente sabría jamás de su existencia. Verorrosso era un hombre de palabra, no le traicionaría.
Sobraba decir que el florentino no estaba muy seguro de que los de arriba habrían de cumplir tal promesa. Su mal humor fue una constante en los días que siguieron, entre preparativos de una partida forzada y duras elecciones sobre qué y a quiénes llevarse. Navekhen y Neudan lo hallaron trasteando con papeles y refunfuñando a solas durante una de sus jornadas de empaquetado; el resto de los habitantes de la Corte Vecchia habían aprendido que era preferible esfumarse cuando le sobrevenía un arranque de franqueza.
—Mejor largarse. Mejor largarse, desde luego, dado el ambiente que se respira en esta ciudad dejada de la mano de... Bueno, de quien sea —barbotó no bien reparó en ellos—. ¿Sabéis que esos franceses lunáticos están planeando llevarse mi Última Cena a su país, con muro y todo? No me quedaré para comprobar si destruyen mi obra, oh, no. ¿Y qué hacen estos lienzos aquí? Le dije a Salaì que los guardase con los demás. Bribón, vago y maleante...
—Saludos, amigo mío. Pareces un poco alterado —observó Navekhen, sabiendo que estaba siendo eufemístico.
—¿No estarías tú alterado si te tocase hacer todo el trabajo? ¡Mira el tamaño de este sitio! La mayoría de los jóvenes se han marchado, y he de darme prisa, y no he recibido aún contestación del banco respecto a mi depósito...
—Tranquilízate, hombre. ¿Quieres, erm, que arrimemos el hombro o mejor volvemos cuando estés más relajadito?
—Relajado... Definitivamente, cuando esté más relajado. ¡En la tumba!
—Leonardo...
La voz melancólica y llena de sentimiento de Neudan, volcada en esa única palabra, fue un sedativo para el artista. Soltó la pila de papeles y se retorció las temblorosas manos hasta que se calmó.
—Lo siento, lo siento. Tenéis razón, supongo que no ha sido un buen día para mí. Cerraré la boca y me concentraré en llenar estas cajas.
—Leonardo, por lo que respecta a tu pintura, confío en que la dejarán en su sitio. Nadie en su sano juicio haría otra cosa, y la gente te admira, te admira mucho. En cuanto al resto, todo se irá resolviendo poco a poco. ¿Te acuerdas de cuando...?
Calló Neudan al descubrir un pequeño lienzo inconcluso, disimulado tras un par de caballetes. Su autor debía haber estado trabajando en él con bastante secretismo, pues no recordaba haberlo visto antes. Y no lo habría olvidado: representaba a Verorrosso desnudo y con las alas extendidas, los ojos verdes perdidos en el cielo del ocaso. Sabía a ciencia cierta que el elegido no se había prestado a posar, así que debía ser fruto de su magnífica memoria. Tanto él como Navekhen le lanzaron una mirada de reojo.
—Sí, lo sé, nunca quiso que lo pintara y he traicionado su confianza —se excusó Leonardo—. Soy consciente de que no debí hacerlo, me cercioraré de que no llegue a ojos de nadie y terminaré destruyéndolo. Es solo que... No voy a volver a verlo, ¿verdad? Él sabe que es peligroso y yo también. Voy a perder su amistad y... y solo deseaba conservar un recuerdo suyo durante un poco más de tiempo.
Neudan no supo qué decir, dividido entre borrosos sentimientos de celos y compasión. Su anfitrión aprovechó el silencio para continuar clasificando y descartando lo que no pensaba llevarse.
En una de las estancias contiguas se apilaban varios contenedores con objetos que no había conseguido vender, un par de modelos de arcilla y el abandonado armazón del ornitóptero. Alguien se aproximó al aparato y pasó el índice por uno de los travesaños de madera, dejando una huella en la densa capa de polvo. La casualidad —o no— quiso que Leonardo cruzase por allí y pescase al intruso en medio de su escrutinio. Era Draadan.
El encuentro lo sorprendió, ya que el contacto entre ambos se había reducido al mínimo desde su episodio. La tensión era casi sólida. La atracción no había disminuido ni un ápice; se había intensificado, si acaso, con ese beso que confirmaba la reciprocidad de sus pasiones, el sentimiento, el sabor de unos labios que no había dejado de evocar en aquella sucesión de noches solitarias. Cuando un sueño cobra vida durante un instante, te deja vacío o te vuelve loco, reflexionó antes de sacudirse la confusión. Tenía que actuar con naturalidad, algo fácil tras aquellos largos años de práctica.
—Draadan, celebro encontrarte aquí. ¿Te interesa una presunta máquina voladora? —preguntó, en referencia a su invento—. Me temo que el aparato es un poco grande para acarrearlo y ha de quedarse atrás.
—Nunca te decidiste a probarlo, y eso que es uno de los poquísimos prototipos que has llegado a construir. —Apenas se apreciaba la rigidez en su voz. La ilusión de serenidad era completa.
—Sobre eso, hay quien te dirá que soy muy disperso. Yo opino, simplemente, que los días deberían tener treinta horas extras para darme tiempo a materializar todas mis ideas.
—¿Por qué no hiciste un intento al menos?
—Porque sé que hay alas que funcionan e impulsan a los hombres en el aire. ¿Para qué probar algo que es un hecho?
—Esa no es la razón.
—Porque... porque soy un cobarde. Supongo que, al final, mi temor al fracaso resultó ser más fuerte que mi deseo de volar. Bah, ahora poco importa. La oportunidad ya ha escapado y es mejor para vosotros, puesto que así no me arriesgaré a partirme todos los huesos del cuerpo. Mal trabajaría con los brazos rotos, ¿eh?
Completar la ilusión de serenidad... Elegir lo necesario y descartar lo que no pensaba llevarse... En este caso, era sencillo: cargar con los útiles terrenales y dejar atrás el cielo.
***
Una mañana de diciembre, Leonardo se dispuso a dejar atrás los muros de Milán. El día era tan gris como su ánimo; abandonaba muchas cosas y partía hacia un destino incierto, sin claras perspectivas de trabajo. Al cruzar la puerta le sobrevino el deseo de echar un último vistazo a la monumental ciudad que había llegado a conocer al mismo detalle que Florencia. ¿Esperaba dar, por ventura, con una cara amiga que viniese a despedirse? Si así era, sus expectativas quedaron bien frustradas, dado que los únicos rostros presentes eran los de algunos fastidiados soldados franceses. Sacudió la cabeza, agobiado por esa melancólica sensación de pérdida, y enfiló la ruta hacia el sureste.
Más adelante, a la altura donde los bosquecillos ya empezaban a colonizar las márgenes del sendero, un borrón de color anaranjado capturó la atención de sus ojos antes de perderse entre los árboles. Nadie más parecía haberlo visto. Con el corazón acelerado, rogó al resto del grupo que aguardase y se adentró en la maleza. Una voz conocida lo saludó.
—Te marchas sin despedirte, te dejo marchar sin decir adiós... Aceptaré de nuevo ser la parte que cede, Da Vinci.
—Verorrosso... Es arriesgado que hayas... —Lo era. A pesar de ello, Leonardo sonreía.
—Puede que sea la última vez. Sé que es lo apropiado, que ya nos arriesgamos demasiado, pero voy a echar de menos nuestras charlas. Yo satisfacía tu curiosidad y tú me dabas... consejos interesantes. Me costará quedarme sin ellos.
—¿Consejos interesantes? ¿En serio? ¿Y los seguías? —bromeó.
—¿Por qué no? Tienes experiencia. Ahora, por ejemplo, no me habrían venido mal.
Leonardo se lo quedó mirando. Sí, era la última vez, y a partir de ahí Verorrosso seguiría un camino diferente y mortalmente arriesgado. No obstante, ¿qué podía hacer él? ¿Cómo darle la ayuda que sus semejantes le negaban?
—Verorrosso, confía en lo que te dicen tus ojos y tus sentidos. Rechaza la fe ciega, acepta las cosas como son y no como deberían ser porque alguien así lo haya establecido. Ten cuidado, ¿de acuerdo?
—No te preocupes, me las arreglaré —respondió el interpelado, con cierto asombro—. Tengo intención de ganar esta contienda, ya lo sabes.
—Lo sé. —Enmudeció durante unos segundos, considerando si debía revelar cierto secreto. Al final se rindió—. Escucha, he de confesarte una cosa. Tu prohibición de retratarte... Me temo que no la he respetado.
—¿Bromeas? ¿Y esperas ahora para decírmelo? ¡Malditos pintores y sus malditas...!
—No, no, no. Lo destruiré, te doy mi palabra, nadie lo verá. Créeme si te digo que solo quería conservar un recuerdo, aunque... Bueno, es innecesario. Sería imposible olvidar a alguien como tú.
—Me has dado tu palabra, pintor maldito. Cúmplela o te perseguiré y te meteré el puñetero cuadro por un sitio muy jodido.
—Sería interesante verte intentarlo. Bien... Es hora de separarnos.
—Supongo que sí. Cuídate, allá a donde vayas.
—Y tú.
Leonardo emprendió el regreso con pasos desganados. Al momento, sintió de nuevo la llamada del guardaespaldas.
—¿Y si fueras un elegido extraño y la magia solo funcionase de forma incompleta en ti? Podrías unirte a los míos. Quizá callarnos haya sido y error y debiéramos hablar de ti a mi señor.
—Quizá, sí. Búscame cuando ganes y lo discutiremos.
Tras avanzar otro pequeño trecho, Verorrosso insistió.
—Leonardo, no es que importara mucho, pero... mi nombre era Raffaello.
—Raffaello... Como el arcángel para el que llegué a servir de modelo con Verrocchio. Muy apropiado para...
Cuando se volvió, el pelirrojo ya se había perdido entre los árboles. Era la primera vez que lo llamaba por su nombre propio y le revelaba el suyo. Y había sido justo entonces, en el instante de la despedida.
Desde el piramidión, Draadan seguía la escena con gravedad y tensión contenidas. Siempre había sido diestro al ocultar sus emociones, aunque aquella mañana no estaba haciendo su mejor papel. Tanto era así que Neudan, enmascarado tras una expresión irónica muy poco habitual, se le acercó por la espada y dijo:
—¿Espiando, Draadan? Lo haces muy a menudo. Ten cuidado, no se te vaya a ocurrir encapricharte de Leonardo. Iría contra las reglas y, además, sería muy impropio de ti. ¿O no?
—No sé qué quieres decir —le espetó el otro, con un tono que congelaba el aliento.
—Regalos, visitas inesperadas, contactos... más íntimos de lo correcto... Si no fueses el eficiente supervisor, estaría tentado de afirmar que has caído en lo que tanto condenas. Claro que a todos nos llega el momento de tragarnos nuestras palabras, ¿verdad?
El indignado Draadan no alcanzó a presentar ninguna réplica. Sabía bien que aquella era la venganza, largos años alimentada, por todos los comentarios despectivos que él le dedicara durante la primera etapa de su renacimiento. Pero su descaro significaba algo más: que había estado presente el día de su gran debilidad con Leonardo.
Se preguntó a qué esperaba para delatarlo. Se preguntó también qué infiernos iba a hacer él al respecto.
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