21 | Todo y nada.
Garret
Si me pagaran un centavo por cada vez que sucede algo inesperadamente esperado en mi vida, sería de oro. Me habría ahorrado lo suficiente para pagar los honorarios del mejor abogado para que mi hermano saliera de ese antro.
Pero ni yo soy de oro, ni me pagan más de lo que gano con la biblioteca. Aunque debía admitir que habían reducido mi horario laboral al salir con Amber. Ahora me pagaban las horas que pasaba besándola. Ventajas de tenerla como jefa, supongo.
Me encantaba. Toda ella. Era la granada que lanzabas para probar su sonido e intensidad. Esperabas impaciente a que explotara y, cuando lo hacía, te sorprendías con su impacto. Amber era una granada amarilla con una fuerza capaz de derribar una armada.
Aquellos últimos días habíamos hecho todo y nada. Avanzábamos en nuestros proyectos lo más rápido que podíamos. Siempre que teníamos un hueco, grabábamos para mi proyecto o tomábamos fotos para el suyo. A veces compaginábamos ambos. Otras veces nos era imposible cuadrar unas horas para vernos y, entre mi hermano y su abuela, se nos hacía cuesta arriba. Pero lo solucionábamos como podíamos. Esos días donde no conseguíamos vernos durante el día, me llamaba o la llamaba y nos tirábamos horas hablando.
Nunca había escuchado tanto mi propia voz como con ella. Como una vela encendida que tardaba horas en consumirse. Con ella al lado, la vela no se consumiría nunca y comenzaba a apreciar el aroma que dejaba en mí.
Ella llegaba y el mundo se convertía en luz. Adoraba la manera en la que sonreía, a pesar de los problemas. Ella se sumergía dentro de la tempestad y sonreía a los nubarrones como si los animara a que se enfurecieran con ella. Nunca había conocido a una persona que riera con sus problemas, pero que me mataran si no creía que era lo más hermoso que había visto.
Llamaron al timbre en algún momento de la tarde. El reloj marcaba las cinco por lo que me quedaba todavía una hora para marcharme a la biblioteca. Estos últimos días me pasaba por allí sobre las cinco y media porque no soportaba las ganas de verla y besarla. Resultaba adictivo el cosquilleo en mis dedos ansiando sentirla.
—¡Voy! —avisé dejando a un lado los apuntes de la carrera.
Nada más abrir, supe que ese encuentro no sería un camino de rosas. En el umbral de la puerta había un hombre calvo rodeado de dos masas de músculos erguidos sobre sí mismos. Sus bíceps eran igual de grandes que mi cabeza. Incluso con mis pocos conocimientos sobre golpes y luchas, supe que esos bíceps no eran fruto de esteroides.
Sin embargo, mi mirada se estancó en el hombre al que protegían. Por poco se me escapa una sonrisa nacida del nerviosismo. Se habían equivocado de persona a la que proteger pues yo no sería peligroso ni para una mosca.
Las comisuras de su boca contenían una saliva blanca y espumosa, como si hubiera enfermado con la rabia. No pensé en que así debía ser cómo lucía cuando por una de esas chicas que compraba y maltrataba cada día porque se me había revuelto el estómago hasta el punto de querer vomitar.
El calvo sonrió. Él. Lo llamaban él porque nadie sabía su nombre. Creí se le habría olvidado hasta al mismo proxeneta después de tantos años sin pronunciarlo. Ni tan solo él obedecería a su propio nombre.
—Garret Royle —pronunció cada letra con una afabilidad que habría engañado a cualquiera de que nos conocíamos desde la infancia—. Has crecido —alabó. Recorrió mi cuerpo con sus ojos y la mirada vidriosa que me lanzó me generó arcadas. No quería ni imaginar lo que debían estar soportando todos en ese antro, a merced de un maltratador, violador y agresor que no tenía reparos por nada ni nadie.
Las pupilas le hacían chiribitas cuando me devolvió la mirada. Le gustó lo que vio, pues su sonrisa se hizo más grande. Sus dientes estaban amarillentos y algunos de ellos llenos de caries. Supongo que por eso perdió un canino y lo había remplazado por un diente de oro.
Al ver que me quedaba anclado a la puerta, bajó un poco la cabeza, como si me apremiara a moverme.
—¿Me dejas pasar? —Lo dijo en un tono que no daba pie a una negativa. Aun así, me aferré más a la puerta y contesté.
—No.
No mudó de expresión, como si esperara la respuesta. Pero su boca sí se cerró y en sus ojos explotó la furia.
—Chicos —llamó a las personas tras de él.
Antes de darme cuenta, se abalanzaron sobre mí y se entrometieron en mi apartamento. No tuve tiempo de pararlos. Tampoco habría servido mucho. Así que entraron y se pusieron a rebuscar por todas partes. Cajones, mesas, cocina, baño. Lo echaron todo abajo.
—¿Qué cojones estáis haciendo? —les grité. Nadie en la residencia se atrevió a salir a pesar del terremoto que se avecinaba sobre sus cabezas. Solo esperaba que estuvieran llamando a la policía. Algo en mi interior me decía que todos eran unos cobardes de mierda que no se atreverían ni a mirar por la mirilla.
—Vaya, vaya. ¿Estudias cinematografía? —preguntó el calvo de repente. Había agarrado mis apuntes de la universidad y los miraba con fingido interés. Me miró a los ojos. La crueldad más absoluta ennegreció su mirada—. Es curioso cómo suceden las cosas. Recuerdo que Ben solía decir que quería ser director de cine —La malicia profundizó su sonrisa.
Me sentó como una patada en el estómago. Ben siempre había deseado ser director de cine. Decía que, algún día, seríamos como los hermanos Duffer y crearíamos una serie tan famosa como Stranger Things. Por un momento, descubrir que estaba viviendo nuestro sueño sin él me dolió más que una estocada directa al corazón.
—¿Qué estás haciendo en mi casa? —ignoré. No le gustó mi actitud porque de nuevo su rostro divertido cambió a uno que induciría al suicidio.
—He sido informado de que estás haciendo unas... —Se mordió el labio, fingiendo pensar, y lanzándome una de esas miradas con las que comprendí el miedo de las mujeres al pasear por la calle—... investigaciones.
Su puta madre.
—¿Qué investigaciones?
—Eso me gustaría saber a mí —espetó. Vi su furia crecer. No me quedaba mucho antes de que se enfadara de verdad. Compartíamos el mismo sentimiento, pero sucumbir a la rabia supondría represalias para mi hermano y me negaba a permitirlo—. Vengo a pedirte encarecidamente que dejes de jugar a Scoby-Doo.
Su tono amenazante, tan calmado, me provocó un escalofrío. Con una sonrisa como la suya, habría obligado a un mendigo de no comer. Escondía una calidez fría o una frialdad cálida, no sabía cómo catalogarlo. Todo en él gritaba miedo, terror, pánico.
—No sé de qué me estás hablando —mentí. Su enorme panza era la distancia que necesitaba para mantener la calma. Su proximidad era lo suficiente reducida como para notar su aliento nauseabundo. Me tragué el vómito, pero no le di el placer de ser consciente de ello.
Uno de sus hombres se acercó a él y le tendió un papel. Mi rostro se tornó del color de ese pedazo de madera laminada. Sus labios curvaron una sonrisa y la saliva que supuraban sus comisuras se movió.
No me lo esperé. Su cuerpo, carente de ejercicio, no me permitió predecirlo, pero se movió tan rápido como para agarrar mi cuello con una mano y estamparme contra la pared más cercana. Mi espalda bramó de dolor ante el impacto. Tenía la mandíbula tan apretada que los dedos que enroscó alrededor de mi cuello se sintieron una caricia. Si él apretaba un poco más me destrozaría la tráquea.
—A lo mejor esto te refresca la memoria, campeón —bramó, con el papel de las cuentas de Clay Clayton en la mano. Chasqueó la lengua negando con la cabeza mientras yo trataba de deshacerme de sus dedos clavados en mi piel—. No me gusta que me mientan.
—Y-yo no...
Sus dedos se apretaron más. Enseñé los dientes, buscando aire entre las pequeñas ranuras de mi dentadura.
—Tampoco me gusta que me interrumpan —sonrió—. Soy un viejo cascarrabias. Hay pocas cosas que me gustan en esta vida, no te voy a engañar. Tu hermano es una de ellas —Sus ojos brillaron con un matiz truculento que me estremeció. No habría sido capaz de tocarlo.
Pero por la mirada que me lanzó sí que era capaz. Era capaz de muchas más cosas que tocarlo donde no debía ser tocado. Mi pecho se abrió en canal ante esa posibilidad. Fue más fuerte el dolor de mi corazón que el de la presión de mi garganta. Podría haberme asfixiado ahí mismo y lo único que habría sentido sería la agonía de hacerlo todo mal, de no haber conseguido la libertad para Ben. De saber que ya jamás la conseguiría.
—Hijo de pu...
Su puño se estampó en mi cara antes de que me diera tiempo a terminar la frase. Se había convertido en un perro rabioso. Ni la más especializada de las vacunas habría conseguido eliminar ese veneno de su cuerpo. Porque sus venas se habían acostumbrado a la maldad y ahora se alimentaba solo de eso. Noté la sangre salir de mi nariz y deslizarse por mi boca.
—No me apetece volver a pisar tu puta casa —escupió. Casi de manera literal. Pedazos de rabia salieron disparados de su boca—. Si vengo otra vez, no será para darte una palmadita en la cara —entornó los ojos. Se divertía con el sufrimiento ajeno. La desgracia se convirtió en su alimento y el dolor en su postre—. No te atrevas a meterte en asuntos que no te incumben.
A este paso apenas respiraba. Comencé a ver borroso ante la falta de aire. Me pesaba todo el cuerpo y sentía los párpados pesados. Me venció ese sueño repentino a pesar de que por dentro mi cuerpo segregaba adrenalina al por mayor. Ese era su objetivo. Dejarme en la inconsciencia para que ellos desaparecieran como si no hubiera pasado nada.
Vi a sus hombres aparecer detrás de él preparados para proteger a su jefe. El dinero que él invertía en esos tipos era innecesario pues yo no suponía una amenaza. Todavía menos en este estado.
—He disfrutado mucho esta charla contigo. Espero no tener que volver a verte —sonrió. Levantó la mano del papel que había sido la causa de mi asfixia. La sangre me sabía a metal—. Esto me lo llevo, ¿vale? No queremos que caiga en malas manos.
Notaba la oscuridad cayendo sobre su rostro, el espacio que le envolvía. Me pesaban los párpados, las manos, los pies, el cuerpo. Poco a poco, me dejé llevar por esa calma escalofriante que se precipitaba sobre mí como una espesa niebla. Lo último que vi, fue su sonrisa cubierta de caries que se movían por su boca como gusanos.
—Buenas noches, cariño.
Supuse que habían pasado un par de horas cuando me desperté de la inconsciencia. Lo primero que visualicé fue el desastre. Un suelo colmado de papeles y cajones abiertos de par en par. No había ni un solo centímetro que no estuviera plagado de desorden.
Lo siguiente que percibí fue el insistente sonido de la puerta y el timbre, todo al mismo tiempo. Me levanté como pude, aunque todavía notaba los músculos entumecidos y los párpados pesados. Hice una mueca que profundicé cuando el dolor de mi labio palpitó por todo mi cuerpo. Me relamí y siseé al sentir el escozor.
No tardé en abrir la puerta, pero en cuanto lo hice un cuerpo menudo entró como alma que lleva el diablo. Con solo verme, se llevó una mano a la boca y ahogó un jadeo.
—¿Qué demonios...? —No logró terminar la frase. En su mirada emergió un torrente de sentimientos. Desesperación, preocupación, miedo, lástima. Quise hacer desaparecer esas emociones pues ver sus ojos cristalizarse me revolvió el estómago.
—El jefe de Ben ha venido a casa —confesé con la voz rasposa fruto de la asfixia a la que me sometieron.
Atento a todos sus movimientos, se acercó a mí y palpó con las yemas de sus dedos desde el cerco violeta alrededor de mi cuello hasta el corte de mi labio y el hilillo de sangre reseca de mi nariz. Su tacto me hacía cosquillas y me mantuvo anclado en mi lugar, como si la simple idea de moverme la hiciera desaparecer.
Un trance se había apoderado de sus pensamientos. Con la mirada ausente, se cercioró de que me encontraba a salvo, dentro de lo que era la gravedad de todo este asunto. Me embaucó la manera en la que me acariciaba, como si me fuera a romper.
—Abejita, estoy bien —susurré alzando la mano incapaz de reprimirme. Ella quería saber que yo estaba bien, pero yo necesitaba tocarla, sentir esa sensación de volver a casa, volver a un hogar. La intensidad de ese sentimiento me desarmó.
—Voy a matar a ese tío —masculló. Su voz quiso sonar molesta, no obstante, la preocupación que la invadía ocupó su tono.
Sonreí, acariciando su mejilla con ternura. Cuando se enfadaba parecía un muñeco de peluche con el ceño fruncido.
—Tendrás que ponerte a la cola, cariño.
Ella también sonrió y la tensión de sus hombros se alivió un poco. Se me henchía el pecho de orgullo al ser la voz de la calma. Estaba seguro de que ella había sido la razón por la que no había estallado de puro enfado hasta ahora. Su presencia calmaba partes de mí que habían estado rodeadas siempre de rabia.
—Voy a traer algo para curarte —susurró.
—No hace fal...
Pero sí hacía falta. O eso me advirtió con su mirada, que lucía como si fuera a derribar a todo un ejército de guerreros preparados para el campo de batalla. Ese gesto me provocó un estallido en el corazón y actúo a razón acelerándose a niveles que rozarían la arritmia.
Su cabello anaranjado salió de mi vista para sumergirse en el cuarto de baño. En el tiempo que tardó en revisar todos los cajones y armarios para encontrar el botiquín, le preparé un té matcha y un café solo para mí.
Todavía notaba la presión en el cuello y la hinchazón del labio, pero no lo mencioné cuando ella volvió. Estaba dejando las tazas en la mesa del salón, un salón desastroso, cuando ella volvió con todo lo necesario.
—Siéntate —ordenó. Supuse que esa era su manera de lidiar conmigo, tratando de mantener bajo control los únicos aspectos sobre los que tenía poder de decisión. Obedecí sin más porque ver cómo alguien se preocupaba por ti de esa manera tan humana me dejó fuera de combate.
Me senté en el sofá mientras ella se arrodillaba frente a mí. Le hice un hueco entre mis piernas donde ella se acurrucó. De nuevo, inspeccionó mi rostro de tal manera que pareció beber de él. Yo también me empapé de toda ella. De sus labios temblorosos, sus mejillas inundadas por pecas que pasarían desapercibidas por cualquier ojo humano menos por el mío, de sus ojitos vidriosos y sus pestañas salpicadas por gotitas.
Levanté las manos hasta sus mejillas y acaricié el borde de sus párpados, recogiendo una lágrima. Me incliné para dejar un beso sobre su frente y la sentí temblar bajo mi tacto.
—Cariño, estoy bien —murmuré.
—Solo te pido que te cuides —devolvió ella en voz bajita y temblorosa—. Por favor.
Asentí.
No necesitó más antes de curarme. Comenzó por el cuello sobre el que aplicó un ungüento con una delicadeza con la que apenas me rozó la piel. Su tacto me dio escalofríos. Para disimularlo, contemplé sus pendientes de abejita y busqué en su ropa el distintivo amarillo que siempre llevaba consigo. En aquella ocasión, se había decidió por una camiseta amarilla que combinaba con su pantalón ancho lleno de réplicas de obras de arte conocidas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
Cuando pasó a mi labio, ignorar su tacto se volvió una tarea ardua. Sus dedos estaban fríos. Me había dado cuenta de que Amber siempre tenía las manos frías. Me enfrenté al instinto que me decía que atrapara sus manos y las insuflara de calor.
—Él vino y puso la casa patas arriba.
—¿Y por qué te golpeó?
El tacto de sus dedos en mi piel me produjo un escalofrío. Palpaba la piel alrededor de mis labios y de mi boca salió un siseo cuando rozó la herida aún tierna.
—Lo siento —murmuró en voz baja. Le di un apretón en el muslo para que no se preocupara.
—Encontró unos papeles de las cuentas de Clay Clayton que demostraban la trata de personas —confesé. No tenía sentido guardarle cosas cuando estaba ahí, cuidando de mí—. Se enfadó porque le mentí al decir que no sabía qué eran esos papeles. Después me golpeó.
Omití el detalle de que había estado inconsciente hasta que llegó. Tuve miedo de preguntarle la hora porque fuera, en el exterior, estaba anocheciendo. Aunque no lo mencionó, percibí su comprensión sin necesidad de más palabras. Sus dedos se detuvieron en el borde de mi labio, acunando mi rostro, como si necesitara sentir que era real y no me iba a ningún lado.
—¿Y la biblioteca?
—Cerré en cuanto no me contestabas las llamadas ni los mensajes. Notaba que pasaba... algo. No me expliques por qué, pero sentí la necesidad de venir —murmuró. Su voz era bajita, casi un susurro, como si me contara un secreto que haría estallar el mundo. Me gustó formar parte de esa burbuja de intimidad.
—Me alegro de que estés aquí.
Sonrió y yo la imité. De pronto, caí en la cuenta de algo.
—Es la segunda vez que cierras la biblioteca —mencioné.
Su sonrisa se hizo más grande y se alejó un poco para agarrar otros materiales para curarme.
—Es verdad. Debería quitártelo del sueldo —bromeó, volviendo a mí. Como acto reflejo, mis labios se entreabrieron. Quería besarla.
Desinfectó la herida con sumo cuidado, más del que yo habría tenido. Sobre todo, porque yo no habría curado la herida.
—Podría pagártelo —respondí cuando hubo terminado de curarme—. Pero no con dinero.
—¿Cómo me pagarías?
Se me entrecortó la respiración. Sus ojos buscaban los míos casi con necesidad. Nuestros cuerpos se llamaban desesperados mientras los manteníamos anclados a sus lugares. Una fuerza que lucha contra la ley de la gravedad.
Nos convertimos en un espacio en el que el tiempo no transcurría, en el que la tensión crecía por momentos hasta ser insoportable. No me importaba nada más que sus labios rosados y gruesos. No había nada más hermoso que esos ojos grises que se volvieron líquidos y oscuros de deseo.
Se quedó a centímetros de mis labios, casi a punto de sentirlos presionados con los míos. Notaba su aliento caliente estremecer mi piel. Tenía la respiración tan agitada como yo.
—No quiero hacerte daño —susurró sobre mi boca.
Eso se llevó cualquier atisbo de cordura que todavía reinaba en mi cuerpo. Con una mano rodeé su cuello y la atraje a mí hasta estampar su boca con la mía. Solté un jadeo ante el estallido de dolor que creció a través de mi labio, pero lo ignoré. Sus labios eran demandantes, como si quisiera hacerme sentir la preocupación que había explotado en ella desde que entró al apartamento.
Con un solo beso me reprendió por haber sido tan descuidado, me protegió cuando no había podido hacerlo y me pedía que me cuidara por si volvía a suceder. Las emociones rebosaban por cada poro de mi piel sin ser conscientes de en qué momento detenerse. Un flujo de sentimientos que no daban paso a nada más, solo a la intimidad, el cariño, la ternura... el anhelo.
Acaricié su mejilla con el pulgar mientras su boca devoraba la mía. Nos necesitábamos tanto que dolía. De alguna manera, logré hacerla subir a mi regazo y esa nueva postura envió un torrente de electricidad por todo mi cuerpo. Se colocó a horcajadas sobre mí y profundizamos el beso. Su lengua se encontró con la mía y gemí, casi en un gruñido, cuando su boca hizo maravillas.
Sentía el cuerpo ardiendo, cada terminación nerviosa rogaba por más y más atención. La sentía por todas partes. Sus manos en mis hombros, sus muslos apretados contra los míos como si no soportara la distancia a través de nuestra ropa. Una de mis manos se coló por debajo de su camiseta. Descubrí su piel estremeciéndose mientras acariciaba su espalda. Necesitaba tocarla, sentirla.
No sabía lo que era el cielo. Había sido ateo toda mi vida. Pero si había algo parecido al cielo, estaba seguro de que sería esto. No encontraba otra forma de describir la manera en la que ella me hacía sentir. La calidez de su boca, la fragilidad de su toque, la voracidad de sus besos. Unía el pecado con el más majestuoso de los milagros. La maldad y la bondad, la oscuridad y la luz, el blanco y el negro. Era una contradicción constante, como si quisiera hacerme sentir todo, la parte buena y la no tan buena, porque nunca habría parte mala con Amber.
—Deberíamos... —susurré, con la voz de la razón recobrando la conciencia—. Deberíamos parar.
Amber abrió los ojos y me miró como si me hubiera vuelto loco. Seguro que lo estaba.
—No quiero que sea así. No cuando debo tener cuidado para no partirme el labio —bromeé.
Ella abrió mucho los ojos, apartándose un poco. La retuve por los muslos cuando vi sus intenciones.
—¿Te he hecho daño?
—No, para nada. Has estado irresistible —sonrió, pero todavía percibía un resquicio de preocupación en su mirada. La besé otra vez para quitarle esos sentimientos. Su boca sabía a fresas con chocolate—. Muchas gracias por haber venido.
Ella frunció el ceño como si no entendiera.
—Ni se te ocurra dar las gracias por algo así. Es lo mínimo que podría hacer —Sus dedos volvieron a rozar mi labio. Me dejé hacer. Sabía que solo así se calmaría su intranquilidad—. No quiero que lo olvides nunca, Garret. Te apoyaré en cada paso del camino. Esté enfadada, triste o decepcionada. Debes saber que no importa qué pase, estaré a tu lado hasta el final. Recuerda que volverás a brillar, ¿sí? Y yo estaré cuando eso ocurra.
Me forcé a hablar, aunque sus palabras habían cortocircuitado mi cerebro.
Tú eres la razón de que yo brille, Amber.
—De acuerdo —Tragué saliva. Ella se movió lo suficiente para encajar su cabeza en mi pecho, no sin antes dejar un beso sobre mi cuello, donde supuse que estaba ese feo cerco verduzco o violeta. Se me quedó atorada la respiración hasta que encontré voz suficiente para hablar—. ¿Quieres ver una película conmigo? —pregunté con el corazón en un puño.
Ella sonrió, lo percibí por su tono de su voz cuando volvió a hablar.
—¿Me dejarás elegirla?
—Ahora mismo, te dejaría hacer cualquier cosa —me sinceré. Notaba la piel en carne viva, cualquier contacto que ella hiciera me haría perder la cordura, lo tenía claro.
Bramó de emoción, como si no se esperara mi respuesta. Se movió para alcanzar el mando a distancia antes de que pudiera retenerla. Por suerte, volvió a mi lado enseguida y se acurrucó conmigo mientras encendía la televisión y se movía por los controles.
—¿Qué has elegido? —pregunté, aunque en realidad no me importaba.
Me entretuve haciendo círculos, estrellas y cuadrados en la piel de su espalda, por donde me escabullí a través de la camiseta. Su piel estaba caliente, casi ardiendo. Su cuerpo reaccionaba al mío y sonreí en el momento en que ella alzaba la cabeza para contestar. Había imitado mi gesto y una hermosa sonrisa iluminaba cada rincón expuesto de mi alma.
—10 cosas que odio de ti. Es una romántica. Mi favorita —respondió. Hice el amago de rodar los ojos, pero ella dejó un pico sobre mis labios antes de que lo hiciera. Volvió la vista al frente mientras yo buscaba recuperarme de ese beso improvisado.
La apreté más contra mí.
No vi la película o quizás solo estuve atento a las partes más importantes. Su cuerpo se acurrucaba contra el mío. Yo acariciaba su espalda. Dejé un beso sobre su cabeza en algún momento.
Una vez escuché que, antes de morir, toda tu vida pasa frente a tus ojos. Como una manera de descansar en paz o en guerra. Mi único deseo, si eso era verdad, fue que este momento apareciera en la cinta de mi vida. Sin predecirlo, deseé compartir tantos momentos como este, así como años de vida me quedaran. Porque todo esto que mi corazón bombeaba se sentía... libertad.
Se sentía un hogar.
***
¡NUEVO CAPÍTULO, AMORES! ¿Qué os ha parecido? ¿Os ha gustado?
Amaría si pudiérais decirme tanto lo que os gusta como lo que no, me ayudaría muchísimo.
Gracias por todo, hermoses <3<3<3
Besos y XOXO,
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