20 | Destino.
Amber
—Me estás pidiendo algo que no está en mi mano, Amber.
—Lo sé, lo sé. Es solo que,,, Esto es importante para mí y para Garret y...
Nora clavó sus ojos en mí como quien trata de descubrir el significado de la vida a través de una bola mágica. No logró ver nada puesto que suspiró, derrotada.
—No puedo tomar decisiones que no son mías.
—Eso lo sé, no pretendo que lo hagas. Pero Garret ya no tiene a nadie a quien recurrir. Me contó ciertas... situaciones que no puedo pasar por alto.
—¿Qué situaciones?
—No puedo contártelas —respondí. Creí que se enfadaría porque le escondiera la razón por la que debía comprometer la confianza de Chad.
Me quedé callada conociendo que Nora necesitaba sus tiempos. Por debajo de la mesa, los padrastros de mis dedos soportaban la desesperación que se aferraba a mi piel. A pesar de que el murmullo en la cafetería era casi inaguantable, su silencio lo acalló todo evocando ese velo de desesperanza. No encontré nada más que inexpresión en su rostro, como si hubiera perdido la habilidad de mover los más de cuarenta músculos faciales que poseíamos. Era inquietante y me ponía nerviosa. Ya casi iba a decirle que no era necesario, cuando me sorprendió.
—¿Qué es lo que necesitas en concreto? —preguntó, cautelosa.
La ponía en un compromiso al pedirle una cosa de tal envergadura, pero no sabía a quién más acudir. Jay-Jay ya había hecho suficiente y, con lo que sucedió la última vez, no quería ser yo quien lo comprometiera de nuevo. Todavía me dolía el hecho de que dejara que cargara con la culpa de una decisión que tomamos ambos y me sentía aún más enfadada conmigo misma por decepcionarme con eso.
Alcé las cejas, esperanzada.
—¿Eso significa que me ayudarás?
Nora sonrió, pero la sonrisa no llegó del todo a sus ojos. Estaba inquieta, como con miedo. Lo consideré normal. Yo también me sentía inquieta actuaba a espaldas de Garret, incluso cuando pensaba que era todo por un bien común.
—Significa que haré lo que pueda, pero no te prometo nada.
Asentí con la cabeza, tan rápido que por poco me disloqué el cuello.
—Cualquier cosa me sirve —prometí con una sonrisa enorme pegada a la cara. Después de lo que me contó Garret, lo que sea que Nora consiguiera sería bienvenido—. El padre de Chad debe tener unas cuentas bancarias nuevas. Garret me ha dicho que ha borrado todas las antiguas y ha retirado todo el dinero que tenía. Lo único que tienes que hacer es comentarle que yo te lo he contado a ti, en calidad de amigas, y tú se lo contarás a él porque eres su novia y esas cosas. Así no sospechará —Maquiné el plan en mi cabeza.
Nora asintió, aunque no lucía muy convencida. Sus ojos vagaban en todas partes menos en mí, perdidos, pensantes. Deslicé una mano sobre la mesa para alcanzar las suya. Entonces, sí me miró y en su mirada vi la duda. Percibí un atisbo de miedo escondido en medio del pozo en que estaba sumida. Apreté su mano.
—Si no te sientes cómoda, no tienes por qué hacerlo —admití. Por supuesto que quería que me ayudara, pero me negaba a poner a alguien entre la espalda y la pared por segunda vez. Ya había salido mal la pasada ocasión. No volvería a suceder. Al menos, no bajo mi conocimiento.
Sin embargo, Nora negó con la cabeza. Traté de no hacer demasiado evidente el alivio que embalsamó mi corazón raquítico.
—No es eso, es que... —Se calló, no sabía muy bien si buscando las palabras adecuadas o porque se sentía cohibida. Dejó caer sus hombros tensos, cansada de tanta presión.
Por un momento, creí que su comportamiento no se debía a lo que yo le pedía sino a algo más profundo, más serio. Todos cargamos con un peso a nuestras espaldas.
La hipocresía se instaló sobre mi cabeza como una bandada de cuervos buscando un cadáver sobre el que picotear y despedazar. ¿Era mala amiga por no saber qué le pasaba? Quizá le daba demasiada importancia a Garret y había dejado de lado a mis amigas. Ese pensamiento me sentó como un puñetazo en el estómago.
—¿Va todo bien entre Chad y tú?
—¿Eh?
Su mirada me enfocó. Se abrazó a sí misma eliminando el contacto visual, como si le resultara insoportable. Habría pagado lo que fuera por saber lo que le preocupaba. Entre nosotras dos ocurría lo mismo. Ella no quería cargarme con sus problemas y yo no quería cargarla con los míos.
—Nora —llamé, con voz suave. Estaba tan perdida en su propio cuerpo. Un palacio de huesos y piel en la que había sido arrebatada la gema más radiante de todas: el alma—. Sabes que estoy aquí para lo que necesites, ¿verdad?
—Sí, claro. Por supuesto —me respondió, pero su voz se ahogó en el agotamiento más profundo. No sabía qué hacer para hacerle ver lo que yo pensaba, así que confesé lo primero que se me vino a la mente.
—Mi abuela tiene Alzheimer —solté. Su mirada se alzó hasta alcanzar la mía y esta vez sí que me miraba. Me contemplaba con una mezcla entre sorpresa, lástima y compasión. Abrió la boca, aunque la interrumpí antes de que comenzara a hablar—. Se lo diagnosticaron hacer un par de años. Ahora está entrando en estado avanzado.
Hice un esfuerzo por que mi voz no se rompiera en mil pedazos.
—Amber, lo...
—No te lo he contado para que me dieras el pésame. No está muerta —bromeé, con una sonrisa triste—. Te lo he contado porque mi abuela ha sido mi ancla desde que era pequeña. Siempre ha estado tan llena de vida que no concebí su rostro sin una sonrisa hasta estos últimos años. Entre todo lo malo que tiene el Alzheimer, es que olvidas a tus seres queridos. Primero los más recientes y por último los más antiguos. La primera persona de la que se olvidó, fui yo.
Nora apretó mi mano. Retiré unas lágrimas que habían caído por mi mejilla.
—Yo no le conté nada a mis padres, porque ella se acordaba de su hija y su yerno y también del hijo que habían tenido juntos. Comencé a esconderles mis visitas por si acaso se daban cuenta de que mi abuela me había olvidado. Así, una semana tras otra, me lo guardé todo para mí. Tanto dolor acabó convirtiéndose en una depresión. Por suerte no caí hasta lo más hondo. Digamos que me hundí, pero mi boca todavía estaba en la superficie y podía respirar.
Inspiré hondo, aunque noté cómo me temblaba la voz.
—A lo que quiero llegar, es que no fue hasta que lo confesé cuando pude salir de ese pozo. Solo cuando me permití liberar esa carga, el problema se hizo más pequeño. Porque no solo yo cargaba con él, sino que las personas a mi alrededor quitaron una piedra tras otra de mi espalday la tiraron al suelo. Se deshicieron de todo el dolor y la agonía y lo sustituyeron por bálsamo para cicatrizar las heridas —La miré a los ojos. Los tenía enrojecidos por el esfuerzo que hacía por no llorar—. Contar lo que te hace daño, no te hace débil, ni dependiente, ni molesta. Contar lo que te hace daño aligera la carga que pones sobre tus hombros. Te permite ser libre.
Ella tardó en registrar mis palabras, pero sonrió. Era una sonrisa de esas que muestran lo que las palabras no dicen. El cariño, el miedo, el alivio, la angustia, la cautela. Un torrente de emociones que, si te atrevías a parpadear, acabarías perdiéndotelo.
—Además —Alivié ese pico de tensión—, estás fea cuando te preocupas.
Una carcajada brotó de sus labios. Escucharla reír me hizo sentir yo misma otra vez. Cuando hablaba de mi abuela me abstraía a un mundo donde solo había oscuridad.
—Así que todo esto es porque estoy fea, ¿no?
—Como una estreñida comiendo guindilla pocha.
—¿Quién está estreñida y ha comido guindilla pocha? —preguntó una voz detrás de nosotras. Antes de que nos diera tiempo a darnos la vuelta en nuestros asientos, Lynn se sentó a mi lado.
—Nora. ¿No la ves? Está blanca.
Lynn echó un vistazo a una Nora boquiabierta que me miraba con unos ojos furibundos por la vergüenza. Comenzaba a ponerse roja. Lynnette, por el contrario, se encogió de hombros después de haberla repasado y me miró de nuevo. Sus ojos oscuros brillaban con malicia.
—Mientras no se líe con Chad como si no estuviéramos delante, me sobra. Con esa boca tan abierta no quiero imaginar la cantidad de cosas que han hecho ya —respondió, como si nada. Su voz sonó alta y clara y un par de caras se voltearon para mirarnos.
Yo no conseguía deshacerme del ataque de risa que adolecía todos mis músculos estomacales. Si Nora antes estaba roja, ahora era un semáforo.
—¿Qué cosas no te quieres imaginar? —preguntó una voz nueva. Jay-Jay entró en escena en el momento más inoportuno.
—Ah, no. Esto ya sí que no —masculló Nora.
Miró a Lynnette desafiándola a que hablara. A Lynnette, la reina de las intimidaciones. Los ojos de la pelinegra centellearon, como si estuviera preparada para lanzar flechas, mordiscos y arañazos. Pero se calló y eso me hizo reír más fuerte. Una sonrisa curvaba los labios de la pelinegra y supe que se guardaría este momento para más adelante.
—¿Qué acaba de pasar? —preguntó Jay-Jay, que lo habíamos dejado atrás en la conversación.
Él nos miraba como si alguien le hubiera hablado en esperanto. Le sonreí y pronuncié las palabras con la dulzura de una madre que ha visto nacer a su hijo.
—Nora está estreñida.
—Se acabó, me largo.
De verdad que lo hizo y yo murmuré una disculpa entre carcajada y carcajada antes de ir detrás de ella.
Siempre pensé que el día en el que entrara a la universidad sería una persona con la cabeza bien amueblada. Todos los problemas serían menos... problemáticos porque, con diecinueve años, era más que obvio que habría mejorado mi resolución de conflictos. Por todo el tema de la madurez emocional y esas cosas.
Bueno, tan solo me engañaba. Mis suposiciones eran tan incorrectas como un prado lleno de flores en otoño.
Los problemas son problemas cuando tú los haces ver cómo tal. Cuando tenía quince años me preocupaba no aprobar el examen de acceso a la universidad o que mi crush del instituto no me viera nunca. Ahora, mi mayor preocupación era que mi abuela muriera sin saber quién era su nieta. Algunas veces me sentía como mi abuela y ni yo sabía quién era.
Ahí es donde reinaba mi miedo. Ese propósito en la vida. Ese runrún en la cabeza que te dice: ¿quién quieres ser? El vacío de esa respuesta es lo que me aterrorizaba y me dejaba libre a partes iguales. Daba miedo no saber quién eras, quien querías ser. Despertarte una mañana y no reconocer frente al espejo a la persona que te mira. Como si fueras un ente sin definir vagando entre almas perdidas que tampoco tienen ni idea.
Pero luego está la parte buena. Esa que te permite divagar en tu cabeza sobre decisiones sin importancia que no llevan a ningún lado. Por el simple hecho de disfrutar del día a día, del minuto a minuto. Un alma sin destino que se dedica a disfrutar de cada segundo como si fuera el último. Reír sin saber cuándo llorarás, caminar sin conocer si te caerás. Simplemente, ser y ya está.
No sabía qué era lo que me gustaba más o me gustaba menos. Era una persona impulsiva, no pensaba las cosas dos veces, pero vagar por el mundo sin un destino me ponía de los nervios, como si permaneciera quieta cuando todo el mundo camina.
Entonces pensabas en tu propósito, en lo que querías cumplir. Pensabas y pensabas. Y te dabas cuenta de que pensar es uno de los mayores privilegios y a la vez una de las peores condenas que le han otorgado al ser humano. Porque pensaba y te preguntabas: ¿qué quiero ser? Cuando muera, ¿qué es lo que quiero recordar de mí misma?
—¿Crees que la vida tiene un propósito? —Solté sin pensar. Era algo que me llevaba rondando por la cabeza desde hacía ya unos días.
—¿A qué viene la pregunta?
Garret, como siempre, colocaba los libros mientras yo me sentaba en la mesa solo a observarlo. Ventajas de ser la jefa, supongo. Además, me encantaba eso de mirarlo. Ver cómo sus músculos se contraían antes, durante y después de poner un libro en su lugar. Que me pillara observándolo y me sonriera burlón como si, después de todo, le gustara esa clase de atención.
Me encogí de hombros.
—He estado pensando...
—Eso nunca es bueno —interrumpió. Lo vi esbozar una sonrisa al mirarme por encima del hombro. Rodé los ojos, pero mi corazón se había saltado un latido al ver esos ojitos pardos llenos de tanta luz y vida. Me gustó verlo así de feliz.
—Quería saber si tú crees que todos tenemos un propósito. Algo a los que nos dirigimos sin darnos cuenta porque es nuestro camino pactado.
Se volteó cuando terminó de colocar el libro que tenía entre las manos y se apoyó en la estantería que había dejado tras él. Su mirada me escrutó como si lo hiciera por primera vez, empapándose de cada rasgo de mi rostro.
—¿Algo así como un destino? —preguntó. Desvié la mirada hasta sus labios, esos que me moría por besar hasta cansarme. Desde que nos besamos por primera vez no había dejado de pensar en eso, en nuestros labios unidos, en desgastar la línea que separaba el contorno de su boca con el resto de su piel.
—Sí, algo así —Devolví la mirada a sus ojos. Se habían oscurecido. Un cosquilleo en mi bajo vientre me alertó de posibles consecuencias.
Se tomó su tiempo para contestar. No había nadie más que nosotros en la biblioteca y eso, en cierto modo, me hizo sentir... curiosa. Una curiosidad que hacía divagar a mi mente hacia lugares oscuros, tentadores y abiertos al pecado.
Observé su postura. Hay dos tipos de personas en el mundo: los que caminan por la vida sabiendo que son guapos y los que son guapos, pero no lo saben. Garret era de los segundos. No creo que se haya mirado al espejo para nada más que para lavarse los dientes.
No era consciente, como lo era yo, de esos pómulos angulosos capaces de cortar el aliento de cualquier persona. De esa piel con marquitas de acné anterior que se habían quedado grabadas para hacerlas pasar por pecas. De esos ojos que escondían lo mismo o más de lo que mostraban como si nunca se decidiera entre enseñarse al mundo o fundirse en la oscuridad. La mayoría de las veces ganaba el vacío, pero, cuando la luz reinaba, debía sostener la respiración porque la visión era descomunal.
De haber nacido durante el Imperio Romano, Garret habría sido de esas personas retratadas por escultores, de las que aparecen en los museos y te quedas embelesado ante unos rasgos tan profundos y a la vez tan difusos. Con él era imposible determinar la línea entre la imaginación y la realidad, la locura y la cordura.
Volví al mundo de los vivos cuando él se acercó lento hacia mí y se colocó a mi lado. Nuestras piernas y brazos se rozaban y, de alguna manera, supe que aquel gesto era intencionado. Levantó la mirada. Hice mi mayor esfuerzo para que no notara mi corazón acelerado y lo embobada que me hacía sentir.
—No me gusta la idea de no tener el control de mi vida. Creo que el destino fue creado para excusarse del mal juicio de las personas. Yo quiero pensar que cada decisión que he tomado me ha llevado adonde estoy ahora, sea bueno o sea malo. No me importa todo lo que sucede en mi vida si soy yo quien toma las decisiones, aprendo de los errores y me enorgullezco de las victorias. Pero...
—¿Pero? —pregunté, buscando las palabras entre sus labios, casi como si pudiera dibujarlas. Estaba tan malditamente cerca que solo bastaría acercarme un poco para besarlo. Él también miraba mis labios.
—Pero si es el destino quien me ha llevado hasta ti —Me encontré de nuevo con sus ojos, esos que me mostraban los secretos del universo, de nuestro universo. Suyo y mío. Aguanté la respiración—, creo en él.
Sus labios rozaron los míos sin avisar, una caricia que me llevó al borde del colapso. Saboreé la expectación que crecía entre nosotros como una bola espesa que se asentaba en mi vientre. Ese olor veraniego que Garret desprendía, salado y ardiente, me hizo estremecer. Encogí los dedos de los pies en mis zapatos. Mi corazón ya estaba en otro lugar cuando sentí su mano acunar mi mejilla y su pulgar trazar el contorno de mis labios.
—¿Y si el destino nos separa? —pregunté, buscando un resquicio de cordura. Era curioso. Entre la cordura y la locura solo había una letra de diferencia.
Sonrió con tiento, sabiendo que era un canalla al ponerme al límite de esa manera. Ese aire de chico malo, aislado del mundo menos para mí, me puso los pelos de punta. Me descubrí a mí misma queriendo averiguar todas sus facetas, sobre todo las más feas y egoístas.
—Entonces lo cambiaré hasta que me llevé de vuelta a ti.
Sonreí y aquello hizo explotar su propia locura porque lo siguiente que supe es que sus labios estaban sobre los míos. No había ternura en ese gesto, solo necesidad. Un ansia agonizante que supuraba en cada poro de mi piel.
Su boca moldeaba la mía, o yo la suya. Con una mano en su nuca, lo apreté más a mí con la fiereza que adormecía mis labios y avivaba mis sentidos. Puse en práctica todas esas veces que soñé y pensé con desdibujar su boca. Él jadeó contra mí e hizo lo mismo. Nos convertimos en una maraña de mordiscos, lengüetazos y besos feroces.
El aire era una necesidad secundaria que disminuía en importancia conforme su lengua exigía control a la mía y sus manos, que acunaba mi rostro con mimo, me acariciaban. Todo mi ser se incendió con ese beso convirtiéndome en nada más que cenizas a sus pies. Me habría gustado vivir en ese instante cada miserable día de mi existencia. Nada más que él y yo, su boca y la mía, todo lo que me hacía sentir y también lo que no.
Porque con él no existía la preocupación y, aunque eso me incomodaba como me liberaba a partes iguales, había cierto alivio en apartar los problemas y dejarlos para otro momento. O, con suerte, para otra vida.
Cuando sus labios dejaron de convertirse en ese ser con vida propia y un anhelo sin límites, el mundo real volvió para encadenarnos. Su respiración era tan superficial como la mía y comprobé orgullosa cómo la línea de sus labios se desdibujaba. Sonreí y dejé un pequeño beso en su boca que él alargo.
—¿Sabes que besarme no va a conseguirte una subida de sueldo, verdad?
La carcajada que salió de sus labios calentó mi pecho, como un bálsamo para una herida. Miré embelesada la oscuridad tentadora que habitaba en sus labios cobijada por una ternura y cariño que me dejaron mareada.
—¿Entonces para qué hago todo esto? —siguió mi broma. Sonreí y él beso mi sonrisa. Cada vez que lo hacía tardaba unos segundos en recomponerme. Garret lo sabía pues sonreía, canalla, en cuanto duraba más de lo normal en contestar.
—¡Oye! ¿Dónde ha quedado eso del destino?
—Que el destino haga lo que quiera.
—¿Sí?
Asintió. Sus ojos se convirtieron en un verde tan intenso que por poco creí haber descubierto un color nuevo. Retiró un mechón de pelo de mi rostro y lo colocó tras mi oreja. Su mano se quedó en mi nuca y me acercó de un impulso hacia sus labios. Todas mis terminaciones nerviosas se incendiaron a la vez.
—El destino puede haberte puesto en mi camino, pero yo haré que te quedes en él.
***
¡Nuevo capítulo! AAAAAAAAAH, cada día más enamorada de estos dos, enserio. ¿Para cuando el próximo capítulo?
Necesito opiniones!
Y sobre Nora? Creo que sabéis qué está pasando si habéis leido su novela. Si no lo sabéis, ya tenéis próxima lectura ;)
¡Besos!
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