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12 | Prohibido enamorarse

Garret

Cuando te decían que te iban a adoptar, nunca esperabas que tu nueva casa fueran cuatro paredes llenas de moho, un padre adoptivo que escupía su rabia al hablar y unos gorilas (como si fueran tus tíos) que te matarían si escapabas. Obviamente, pensabas otras cosas. ¿Sería feliz? ¿Estaría en buenas manos? ¿Me comprarían regalos por Navidad? ¿Me darían abrazos y besos cada vez que saliera o entrara de casa? ¿Me dirían que tuviera cuidado?

Por supuesto, todas esas preguntas quedaron eliminadas por completo cuando Ben conoció a quienes serían su próxima familia.

Po eso yo sentía que debía hacer algo, sacarlo de allí por el medio que fuera. Él ya no sabría lo que era tener un padre y una madre. No conocería lo que significaba volcar todo tu ser sobre los brazos de una persona porque tu confianza rozaba los límites de la incondicionalidad. Yo había sentido parte de ese amor, con mi madre, antes de que ella nos dejara en el orfanato y todo fuera a pique.

Me sentía en deuda con él, aunque fuese por la retorcida sensación de que yo era esa figura paterna y materna para él. La única persona que, compartiendo la misma sangre, nunca se había alejado de él. Es por eso que, cuando leí el nombre de Bradley en la pantalla de mi móvil, todo lo que estaba haciendo se quedó en un segundo plano. Me quedé parado a dos metros de llegar a la biblioteca.

—Dime que tienes algo, por favor —supliqué.

Una risa desdeñosa se abrió paso por el altavoz.

—Joder que si lo tengo. No me he pasado dos semanas sin dormir para nada.

Me apoyé con un hombro en la pared y cerré los ojos queriendo ordenar mis pensamientos para lo que vendría después.

—Siento meterte en esto. Yo...

—No. No importa. Es lo mínimo que puedo hacer. —Me cortó antes de que pudiera disculparme. Aún así, seguía sintiendo ese regusto amargo por involucrar a personas que estarían mejor sin mí—. He estado revisando sus cuentas. El cabrón sabe cómo camuflarlo.

—¿Pero?

—Pero nadie es tan bueno. Y yo soy jodidamente cabezón como para dejar que me ningunee.

Sonreí. Todo lo que se podía sonreír cuando tenía el corazón en la garganta.

Dejé que siguiera hablando.

—Aparentemente no hay nada extraño. Cobra demasiado por su trabajo, eso sí. Me parece una burrada cobrar ese dineral por ser director de un orfanato. Pero, a pesar de todo eso, no hay nada más.

—¿Entonces qué has descubierto?

—Agárrate bien fuerte, Garret. Porque esto es oro. —Solté un suspiro tembloroso—. Todos los meses, recibe un ingreso de casi veinte mil euros.

—¿De dónde?

—Ni idea. Es anónima. —Se me cayó el alma a los pies—. Pero esas cuentas tienen un asunto, siempre deben tener un asunto. Y están plagadas de apellidos y nombres. R. McCarthy. L. Lewis. M. Wayne...

—¿Y eso que tiene que ver con Ben?

La línea se sumió en el silencio durante unos segundos. Quizá solo fue percepción mía, pero el corazón comenzó a latir desesperado en el pecho y un intenso pitido sometía mis oídos.

Me daba vueltas la cabeza. Por un momento, creí que había perseguido al Conejo Blanco de Alicia en El País de las Maravillas y estaba cayendo a través de ese vacío insondable. Miraba abajo y no había nada más que oscuridad, un enorme charco negro en el que te ahogarías hasta no sentir nada.

—He encontrado el apellido de tu hermano con fecha de 15 noviembre de 2010.

El suelo tembló bajo mis pies. Dejé de escucharlo. Era ese día. El día que adoptaron a Ben. Descubrí que ese charco negro sí tenía un final. Pero había tenido que hacerme trizas para saber que existía.




El tiempo era una invención social creada para controlar el día a día de las personas. No existía tal cosa como los segundos, los minutos o las horas. Lo confirmé cuando me quedé en mitad del pasillo, dejando que una capa pesada se cerniera sobre mis hombros y ralentizara todo mi espacio.

Mi mente vagó sin ton ni son de una idea a otra. En mi cabeza todo sucedía mil veces más rápido de lo que pasaba fuera.

Hacía tiempo que le había colgado a Bradley prometiendo que le llamaría cuando lograra ordenar mis pensamientos. Creí que aquello me llevaría más tiempo del que sería capaz de tolerar. Miré un punto fijo en el suelo donde el blanco de los azulejos perdía su pureza con la mancha de café de alguien que no se había parado a limpiarlo.

Un nombre. Una fecha. Una cifra. Sabía a donde me conducía todo eso. Sería estúpido no pensar en ello. Todos los meses una transferencia bancaria. Todos los meses, alguien nuevo entraba en ese palacio envenenado y quedaba encarcelado entre las garras de un príncipe malévolo y corrupto.

Las náuseas me hicieron levantar la vista del suelo. Por más que trataba de buscarle otro camino a esas suposiciones, no había ninguna que encajara mejor. Un dineral a cambio de una vida. Una muerte a cambio de un viaje a las Maldivas todos los veranos.

Eso fue quizá lo que me embaucó por completo. La sensación de impotencia punzando en mi pecho, el cosquilleo en mis manos por querer hacer algo, pero no saber el qué. Dejé que los minutos pasaran, cada vez más atormentado por los pensamientos que se disparaban uno detrás de otro. Me dolía la cabeza.

No sé cuánto tiempo pasé ahí, perdido en una verdad que había permanecido ciega para mí. Ciega porque no quería creer que fuera posible. Ciega porque, una vez más, había esperado del ser humano más de lo que serían nunca en realidad.

—¡Ey! Pensaba que no te pasarías por aquí tan pronto —dijo una voz. Su voz. Por alguna razón, no me atreví a mirarla los ojos. Seguramente porque sabría en cuanto la viera que algo estaba mal conmigo—. ¿Llevas mucho tiempo esperando? He ido a la cafetería primero y después he venido corriendo hacia aquí. No te puedes ni imaginar la cola que había...

Me habría encantado escuchar su parloteo. Ver sus mejillas arrebolarse por hablar tanto que no se paraba ni a respirar.

—Garret, ¿estás bien? —preguntó, su voz tan suave que rozó el susurro.

Fue la forma en que lo dijo. La manera en la que su rostro se acercaba al mío cabizbajo. La locura en la que se convertía ver como su aliento se entremezclaba con el mío. Levanté la cabeza. Sus ojos lucían tan preocupados como había sonado su voz. En aquel momento, luché con las ganas de echarme a llorar durante horas, batallé por mantenerme fuerte. Solo unos segundos más, me dije.

Pero su rostro... Joder. Si hubiera estado en mi mano habría pagado millones por quitar esa mueca atemorizada de su rostro. Por poder hablar sin que una bola de fuego quemara mi garganta. Por que las paredes no se cerraran sobre mí y me aplastaran hasta sentirme tan atrapado que debía aguantar la respiración.

Creo que fue en ese momento cuando me di cuenta de que Amber no merecía nada de todo aquello. No merecía que la metiera en una bola de problemas que crecía día a día. No merecía que utilizara su carisma y su dulzura para solucionar mis conflictos. No merecía que utilizara su forma de ser, risueña y sin prejuicios, para ser yo más feliz.

Merecía que alguien contara las pequitas de su nariz con la misma ternura que una madre acaricia a su hijo por primera vez. Merecía a alguien que cerrara la biblioteca por ella cuando algún día estaba triste. Merecía que alguien le dijera volverás a brillar porque tu luz nunca ha dejado de estar ahí, en tu pecho, y solo necesitas que se vuelva a encender. Merecía a alguien que cuando la mirara viera todo su mundo... Y mi mundo era un lugar demasiado oscuro para alguien tan brillante como ella.

Pero lo ignoré. Desde el primer pensamiento hasta el último. Porque era un tonto egoísta, no mucho mejor que los hombres que habían destrozado la vida de mi hermano, y me negaba a perder la única parte de mi vida que me traía paz, calma y sonrisas. Porque pensaba que sonreír ya no era posible para mí. Porque reír era como un sueño en la más grande utopía. Y ella lo había conseguido. Y maldita sea si quería que no dejara de hacerlo. Ella era lo más cercano a la vida que buscaba, la que no sabía siquiera que quería hasta que ella entró con una sonrisa y unos ojos grises llenos de sueños por cumplir.

Así que no, no hice caso a lo que merecía o no merecía porque, por primera vez, quise convertir todos esos no lo mereces en voy a ser digno de alguien como tú. Así que, cuando contesté, lo hice con eso en mente. Una pequeña sonrisa curvó mis labios y vi como sus ojos se desplazaban ahí unos efímeros segundos.

—Estoy bien, abejita —susurré. Mi voz sonó ronca, como si no la hubiera usado en años.

Como pocas veces pasaba, Amber tardó en registrar mis palabras. Una mueca de incertidumbre cruzó su rostro, pero la disimuló en la sonrisa más despampanante que había visto nunca. Fue mi turno de mirar sus labios. Fresas, arándanos, frambuesas.

—Te... —Carraspeó. Alcé las cejas. Mi sonrisa se ensanchó viendo como tartamudeaba y sus mejillas se convertían en fuego—. Te he traído café —dijo recuperando la postura. La sonrisa volvió a sus labios y quise quedarme allí para siempre.

Con el corazón en un puño, me acerqué a ella. Alargué la mano para coger mi café, estaba ardiendo, pero no fue en eso en lo que mis sentidos se centraron. Sino en el tacto de su mano, suave y delicada como porcelana. En el frío que cubría las puntas de sus dedos y en cómo eso me produjo un escalofrío.

Me habría gustado quedarme en ese instante eternamente. En el momento en el que sus labios se entreabrieron y sus pestañas aletearon hasta mirarme. Pero todo mi cuerpo picaba de anticipación. Mis labios cosquilleaban y mis manos solo pensaban en rodear otras partes de su cuerpo. Así que me acerqué a ella, incapaz de soportar la distancia entre nosotros.

No sé qué fue lo que me movió a hacer aquello. Quizás la familiaridad con la que su cuerpo se acoplaba al mío. Me acerqué a ella lo suficiente como para respirar su perfume dulce y elegante. La miré a los ojos. Fui consciente de su respiración agitada. O quizá fuese la mía, porque el latido frenético de mi corazón me palpitaba en los oídos.

Todo mi cuerpo pedía que la besaba, lo reclamaba como si esa fuera la única opción plausible. Pero supe que ni yo mismo quería cruzar esa línea. Al menos, no de momento. Me acerqué a ella, lo suficiente para que nuestros labios se rozaran. Solo entonces supe que eso sería tan difícil como clavarme una estaca en el pecho y esperar que saliera con vida. Pero lo hice. Mis labios se movieron hasta besar su mejilla y sentí el cuerpo de Amber desinflarse.

—Muchas gracias, abejita —susurré en su oído. Me alejé de ella reteniendo las ganas de sostenerle la barbilla y besarla hasta borrar el contorno de sus labios. En su lugar, tuve que conformarme con agarrar su mano y tirar de ella—. Vamos, sino llegaremos tarde.

No fue hasta varios segundos después, puede que quizá minutos, que carraspeó antes de hablar. Disimulé la sonrisa que eso me provocó.

—¿A dónde vamos? —preguntó.

La miré por encima de mi hombro consciente de la manera en que escondía sus sonrojadas mejillas tras el vaso de matcha que seguramente habría comprado.

—Primero iremos a mi coche y después pensaremos lo que hacemos a partir de ahí.

Habíamos quedado para hacer el proyecto de clase. No sabía en qué momento había aceptado hacer eso con ella cuando ni siquiera era su proyecto, pero que me mataran si no era la mejor maldita idea que había tenido en mucho tiempo.

—¿Qué tienes pensado?

Caminé un poco más lento para estar a su altura. Era más bajita que yo y, por alguna razón, sentí que una calidez familiar se instalaba en mi pecho. No me había soltado la mano, su piel seguía siendo igual de suave y trazaba pequeños círculos en el dorso de mi mano sin poder estarse quieta.

—Creo que voy a hacerlo sobre la manera en la que las parejas dejan de quererse.

—¿Sobre una ruptura?

Negué con la cabeza.

—Más bien sobre la rutina. La forma en que la pareja deja de quererse por sumirse en la monotonía.

—Pero eso no es desamor —respondió mirándome.

—¿No lo es? Supone querer por tradición.

Negó con la cabeza.

—Es obvio que no es como estar enamorado, pero tendemos a comparar la rutina con aburrimiento. Puede para algunas parejas así sea, pero para muchas otras la rutina es lo que les hace estar juntos. —Alcé las cejas, esperando que siguiera. Una pequeña sonrisa curvó sus labios—. Dime, ¿tú te cansarías de alguien que te prepara el café cada mañana porque sabe que la mayoría de los días vas a trabajar con la hora pegada? ¿De alguien que cada viernes te lleva a cenar a un sitio nuevo porque sabe que te pierde la comida? ¿De alguien que cada noche te quita el libro de la cara porque te has quedado dormida en el sofá? ¿De alguien que cada noche te deja elegir una película, aunque sabe que a los cinco minutos estará durmiendo sobre tu hombro? Creo que tenemos un concepto distorsionado de la rutina. La buena rutina es aquella que repetirías cada día porque te llena. La buena rutina es la que se te clava en el alma.

En algún momento me había quedado parado enfrente de mi coche. No sé qué manía tenía, pero siempre conseguía hacerme explotar la cabeza, derribar mis argumentos, hacerme ver una perspectiva de la que no tenía constancia.

—Creo que me acabas de destrozar el proyecto —murmuré.

Eso la hizo reaccionar. Su boca se abrió en una carcajada que hizo temblar mis rodillas. La manera en la que sus ojos se iluminaban al sonreír o la franqueza con la que reía acariciaba mi piel y calmaba los sentidos.

—Ambas ideas son buenas. Yo soy demasiado optimista y a ti te han dicho que tienes que retratar el desamor. Lo que tú dices está bien, muchas veces la pareja se pierde en la rutina. —Volvió a beber de su vaso con una mirada atrevida fija en mí. Una promesa silenciosa, aunque no quise ser consciente de lo que me estaba prometiendo—. ¿Has pensado en algún sitio para comenzar?

—Sí. Iba a decirte que te subieras en el coche, pero te has puesto toda profunda y no quería molestarte —dije con una sonrisa burlona cruzando mis labios. Abrió grande los ojos y se abalanzó sobre mí para pegarme un golpe suave en el hombro.

—Idiota —masculló. Fingía estar molesta, pero escondía una sonrisa tras ese vaso de cartón.

Así que eso hicimos. Nos metimos en el coche y conduje hasta nuestro destino. Amber estuvo callada todo el camino. Pocas veces sucedía aquello e incluso yo mismo atesoraba esos momentos. No porque me gustara verla callada, sino porque sabía que esos momentos eran importantes para ella. Esos instantes en los que su mente maquinaba a mil por hora, donde era ella con sus pensamientos.

Eran segundos en los que estaba tan ensimismada dentro de su propia cabeza que no se daba cuenta de las pequeñas muecas de sus labios. Ni de cómo sus dedos tamborileaban en su muslo incapaz de permanecer completamente serena. Ni de cómo sus ojos se perdían en algún lugar, pero siempre, siempre, volvían para encontrarse con los míos cuando yo eran incapaz de dejar de mirarla.

Me aclaré la garganta.

—Antes, cuando estabas hablando del amor y la rutina... —Sus ojos me miraron, expectantes—. ¿Te...te referías a alguien importante para ti?

—Oh, no. Por dios, para nada. —Rio. Me alivió más de lo que quise admitir—. Es algo que siempre solían hacer mis padres —Sonrió, algo cohibida.

—¿Solían?

—Con todo lo que le está pasando a mi abuela, mis padres están trabajando día y noche para pagarle los medicamentos y la residencia. Apenas tienen tiempo de verse. Por eso yo también trabajo en la biblioteca y estoy en esta universidad con beca. Nos apañamos como podemos.

Nos quedamos en silencio. Quería decirle algo. Algo como "yo podría ayudarte a pagar lo de tu abuela" o "si necesitas ayuda, aquí estoy". Pero no se lo dije porque no podía permitirme hacerlo. No podía ayudarla. No podía, aunque deseara hacerlo con todas mis fuerzas.

Yo aparqué en el primer hueco que vi y ella miró a su alrededor con una mirada renovada y curiosa. Cuando se dio cuenta de que allí solo había edificios y casas, se desinfló un poco.

Sonreí, sus expresiones eran tan transparentes que me descubrí queriendo grabarlas todas y atesorarlas. Bajé del coche y cogí mi cámara de los asientos traseros colgándomela del cuello. Me acerqué a ella y cogí mi mano entre la suya para guiarla. Su tacto era caliente en comparación con la mía, pero la yema de sus dedos seguía estando helada. Si a ella le sorprendió que la sostuviera de ese modo, no dijo nada al respecto. Yo tampoco quise decir nada porque me gustaba sentir nuestras manos encajaban, como si un artesano las hubiera moldeado a conciencia.

—¿Sabes? —Volvió a hablar ella—. Mis padres dejaron de hacer muchas cosas, pero todavía tienen ese tipo de gestos. Todos los meses, mi padre le compra a mi madre una rosa el día que comenzaron a salir. Cuando llega su aniversario le regala un ramo enorme con doce rosas, uno por cada mes.

—Se ve que se quieren.

Ella asintió. Sus ojos brillaban dispersando esa tormenta y dando paso al arcoíris.

—Nunca he visto una pareja tan enamorada como ellos después de tantos años.

Por una vez, quise ser esa pareja. La atípica pareja que seguía enamorada después de años de convivencia. De la atípica pareja que amaba las fortalezas de su pareja, pero amaba todavía más sus debilidades. Que le gustaban las partes que ella amaba de sí misma, pero atesoraba las partes que ella odiaba. Me imaginé ser esa persona para alguien, para ella.

—Ya hemos llegado —susurré.

Era de noche. Acabamos en una enorme plaza. Miles de casetas de madera estaban dispuestas en varias filas con farolillos colgando de sus techos. Personas de todas las edades recorrían cada pequeñito negocio lleno de figuras artesanales. Collares, figuras animadas, hadas de cera, velas, pendientes, ropa bohemia... allí había espacio para todos.

Quizás fue por el ambiente que enfundaba tanta calma como ilusión. Quizás era por la música tranquila y relajadas que te hacia mecerte contra ella. A lo mejor tan solo se trataba de que se parecía a una película navideña con la alegría de un crío que va a ver a Santa por primera vez. O quizás fue porque su mano se apretó contra la mía y sus ojos, brillantes, me sonrieron como si no existiera nada más. Sí, seguramente fue por eso último.

—Esto es precioso, Garret —Sonrió—. ¡Mira ahí! Son preciosos —chilló emocionada. Su mano tiró de la mía llevándome al puesto de bisutería.

Fue en ese momento, cuando finalmente sucumbí a mi propio placer y la grabé. La grabé de tantas maneras que ella acabó por decirme que dejara de hacerlo con una enorme sonrisa pegada a los labios. Y yo... yo disfruté como nunca de ver sus muecas juguetonas y su mano sosteniendo la mía. De las palabras susurradas al oído y los besos en el pelo.

Pero todo acababa.

Mi móvil sonó. Lo cogí sin mirar quién llamaba con una sonrisa plantada en el rostro mientras veía a Amber hablar entusiasmada con la dependienta de una tienda de ropa boho.

—¿Sí?

—Me voy a morir —susurró.Todo mi mundo se detuvo. Su voz sonaba agitada—. Garret, me voy a morir. 


(***)

¡Hola, amores! Después de dos días de decir que actualizaba, por fin lo hago. De verdad, qué caos de días, ha sido horrible. Espero que os guste el capítulo aún así.

¿Qué opináis de lo que ha descubierto Bradley? ¿Y sobre Amber y Garret? ¿E ideas para lo que pasará después? 

Ya os aviso de que el siguiente capítulo tiene muuuuuuuucho salseo. Espero que os guste!

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