Garret
Empezaba a convertirse una rutina. Visitar a mi hermano, verle lleno de golpes y heridas, buscar salidas para aquella pesadilla y volver a la biblioteca a terminar el día, a buscar ese soplo de aire fresco.
La condenada dolía. Los músculos en constante tensión. El aire frío entraba a mi boca y congelaba todo a su paso a la espera, contando los segundos antes de que se resquebrajara y se hiciera añicos. Hacía tiempo que mi corazón no servía para otra cosa más que para mantenerme vivo, para sostener ese pinchazo de rabia primigenia.
Allí estaba de nuevo. Con el estómago en el suelo y el corazón en la garganta. Los latidos de mi corazón se escucharon con ferocidad en mis oídos porque el silencio que reinaba no daba pie a nada más. Palpitaba en mis oídos recordándome que seguía vivo, que debía despertar. Pero no despertaba. Nunca lo hacía. Porque soñar sabía a chocolate caliente en noches de invierno, porque no pensar resultaba dulce al paladar y tierno a los sentidos.
Se trataba de sumirte en ese agradable letargo. Conocer esa utopía donde nadie hacía daño y el dolor no existía. Me gustaría haberme quedado en esos sueños donde mi hermano no estaba en una cárcel de oro, gritando por escapar, muriendo por vivir. Sueños donde enamorarse era como notar el sol acariciando tu piel, curando tu alma. Sueños donde vivir era una elección, no una condición.
Pero entonces salías del sueño. Y cuando eras consciente de tu alrededor, cuando abrías los ojos, pero tu alma seguía vagando por allí, el mundo dejaba de ser tan bonito. Porque no era el mundo real. El mundo real estaba lleno de pérdidas, desesperanza y traiciones. El mundo real era el lugar donde las almas perdidas buscaban su consuelo aun sabiendo que aquello no existía. Siempre persiguiendo algo inalcanzable. Marchitándose poco a poco, sin rendirse, hasta que morían y caían en la realidad de que todo aquello que andaban buscando era imposible.
Eso fue lo que sentí cuando lo vi aquella noche otra vez. Mi vida marchitándose. Un depredador que espera a poder envolver con sus dientes afilados a una presa indefensa. Ya hacía mucho tiempo que se había de luchar y solo esperaba una muerte rápida.
Me acerqué a él corriendo cuando lo vi cojear, pasando por las farolas que escasamente iluminaban un metro de diámetro. Todo sucumbiendo a la agonía, al dolor, al vacío.
—¿Qué demonios ha pasado? —pregunté apretando los dientes tanto que me extrañó no escucharlos rechinar. Pasé uno de sus brazos por mis hombros mientras él dejaba caer todo su peso sobre mí.
—¿Tú qué crees? —farfulló. Daba la sensación de que se arrancaba las palabras de la boca, porque ni tan solo eso era capaz de hacerlo sin que su cuerpo se estremeciera—. Solo necesito sentarme.
Lo llevé al banco más cercano, cada paso sacando de él un suspiro tembloroso. El miedo invadió mis sentidos y rogué para que todas aquellas heridas fueran superficiales. Una vez lo dejé, me puse de cuclillas frente a él. Sostuve su barbilla para que me mirara.
No me caí de espaldas porque una fuerza sobrenatural no lo quiso. Su rostro estaba deformado. Cada centímetro de su piel estaba cubierto de magullones, cortes o moretones. El aire se quedó atascado en mi garganta. Él... estaba roto. Estaba completamente roto. Por dentro y por fuera.
—Necesitas ir al hospital. Ahora —murmuré, con el corazón en los oídos y un sabor tan ácido en la boca que me pregunté qué habría comido hace unos minutos. Nada. No había comido nada y eso era lo peor de todo.
En cuanto hice el amago de coger el móvil, sus manos me detuvieron. Lo miré con tal ferocidad que tuve que recordarme que él no era la causa de mi impotencia.
—No lo hagas. Si voy al hospital, después será peor.
—¿Acaso te has visto? ¿Cómo demonios vas a estar peor?
Sus ojos se habían convertido en dos pozos negros, fríos y vacíos. Aquella realidad golpeó en mi pecho tan fuerte que estuve a punto de caer. Mi hermano era de un rostro dulce, las facciones fuertes de su rostro cinceladas con ternura, suavizadas. En aquel momento, cualquier rastro de calidez había desaparecido.
—Si alguien se da cuenta de por qué estoy así, me puedo dar por muerto.
Dejé de respirar. Miré tantas veces sus ojos en busca de la mentira, pero no encontré nada. Porque esa era la verdad. Si alguien alguna vez se daba cuenta de los negocios de ese hombre, mi hermano no viviría para contarlo de nuevo. Si es que se podía considerar vida a esta tortura.
La rabia recorrió mis venas envenenándolas de un odio reflejo. De no haber sido porque él mismo me lo impediría, habría ido hasta aquel hijo de puta y lo habría molido a golpes hasta matarlo. Yo podría acabar en la cárcel, pero él no volvería a tocar a mi hermano.
En su lugar, traté de eliminar el velo rojo que cubría mi mirada para enfocarme en él, solo en él.
—¿Por qué ha sido esta vez?
Evitó mi mirada. Por un momento, sentí que volvíamos a ser esos niños, yo el mayor y él el pequeño, y sabría que lo que me iba a contar me enfadaría.
—Me enfrenté a él. —Abrí los ojos.
Él. Porque nadie sabía su nombre. Una de las tantas razones por las que todavía no había podido sacar a Ben de allí.
—¿Por qué? —Ben siempre decía que no lo tocaba, no lo miraba, no le dirigía la palabra.
—Vino una chica nueva. Era su primera noche y lloraba tanto —suspiró hondo. Un suspiro tembloroso que hizo vibrar todo su cuerpo, estremeciéndolo. Sus ojos impactaron con los míos y el dolor que había en ellos podría haber abierto una grieta en el mundo, llorando por ese dolor—. Tiene solo dieciséis años, Garret. —Y tú diecisiete, me recordé, pero no dije nada—. No podía quedarme de brazos cruzados. Esas chicas no se merecen todo lo que están pasando.
Y tú tampoco, quise decir. Pero me lo callé, como tantas otras cosas. Me lo callé porque verdaderamente esas chicas, esos ojos que habían llegado a Orlando con tanta ilusión, no merecían convertirse en témpanos de hielo.
—¿Qué hiciste?
—Le dije que la dejara. Le dije que le dejara la noche libre por una vez. No... —volvió a inspirar. Sabía que hasta aquello le dolía por la forma en la que una de las esquinas de su boca se curvaba hacia arriba con una sonrisa que escondía una rabia voraz—. No se lo tomó muy bien. Me metió en su despacho con sus dos gorilas y supongo que sabes el resto —No me miró para ver si lo que suponía era cierto, estaba a la vista que era cierto—. Me dejaron tirado después en la calle y me dijeron que me buscara la vida para pelear dentro de dos días y ganar. Ahí fue cuando te llamé.
Una lágrima cayó por sus mejillas. Su boca se frunció de nuevo cuando esa diminuta gota cayó por uno de sus cortes. Mis dedos temblaban queriendo quitar esas lágrimas, pero reprimiendo el impulso de acercar mis manos a su rostro por si lo dañaba todavía más.
Sus ojos volvieron a los míos. Respirar se había vuelto un privilegio cuando aquella mirada transmitía un profundo vacío y la promesa de una muerte indigna. Cada día que él pasaba allí era un día más cerca de morir, de destrozar lo poco que quedaba de él.
—No podía dejar que ella sufriera eso. Si alguien la toca de esa forma, nada volverá a ser igual para ella. Yo puedo soportar mil golpes, pero ella no...
—Lo entiendo.
Más lágrimas salieron empapando sus pestañas.
—No podía dejar que pasara, Garret. —Gimió de dolor. No supe si por su cuerpo molido a golpes o por su corazón roto en pedazos tan diminutos que tardaríamos años en volver a juntar todas las piezas.
—Lo sé, canijo. Todo está bien —Puse una mano encima de la suya—. Hiciste lo correcto.
Miró al frente, dejando que las lágrimas fluyeran por su rostro magullado. Le costaba respirar. A mí me costaba respirar. La angustia reverberaba en mi garganta. Me entraron náuseas porque no sabía qué hacer, no sabía a quién más acudir.
El recuerdo de Amber emergió en mi mente y me sentí tan rastrero que quise eliminarla de mi mente en aquel momento. Pero ella era una de las pocas opciones que tenía ahora. Ella era la única que podría influir lo suficiente en Jayden y Chad como para que me ayudaran. Aunque aquello trajera consigo más desprecio y más odio.
No quería seguir pensando en ella. No cuando sabía que, en cuanto volviera a la biblioteca, tendría que hacer todo lo posible porque ella hiciera su camino hacia mis antaño mejores amigos para así traer de vuelta a mi hermano. Y se sentía ruin y mezquino pensar en ella como un medio para un fin.
Porque ella era mucho más que eso. Porque ella era ese soplo de aire fresco que buscaba en los días más agotadores, cuando mis pulmones negaban la entrada de aire. Porque ella sacaba una sonrisa de donde antes solo existían lágrimas. Ella no debía ser todas esas cosas que había jurado no sentir porque sabía que acabaría dañándola de una forma u otra. Y que me mataran si no sabía que hacerle daño me rompería por dentro.
—Necesito salir de allí, Garret. Todo esto debe terminar.
Levanté la cabeza hacia él, acuclillado de nuevo frente a su cuerpo amoratado. En algún momento, mientras esa abejita zumbaba por mi mente, las facciones de Ben se habían endurecido y su mirada se había transformado en fuego.
—Estoy haciendo todo lo posible. Bradley está mirando esas cuentas que tú me diste, pero se está demorando un poco porque...
—Necesitamos salir de esto ahora. —Supe que ese necesitamos no se refería a él o a mí. Sino también a esa chica, a todas las chicas y chicos que entraron en ese lugar con una ilusión acérrima para acabar con una condena injusta.
—Lo estoy haciendo lo más rápido que puedo, lo juro pero...
—Pues hazlo más rápido —espetó. Lo miré, impotente. No por él, no por sus palabras inhumanas, no por su mirada gélida ni por sus ojos vacíos. Impotente por no hacer nada, por verlo sufrir y ser incapaz de hacer nada—. Utiliza a esa chica, haz que el que me trajo a este sitio esté en la cárcel con cadena perpetua y que él acabe en la silla eléctrica. Utiliza a esa chica que me dijiste y acaba ya con esto, Garret. Porque estoy al límite. Estoy tan al límite que veo el vacío y no me desagradan las vistas.
Aparté la mirada porque en cualquier momento me rompería y debía ser fuerte. Debía ser fuerte por él. Aunque para ello tuviera que traicionar la confianza de Amber. Aunque supiera que eso dolería como mil demonios.
—Lo haré. —Devolví la mirada a sus ojos. Su rostro estaba inundado en lágrimas.
—Sácame de aquí, por favor.
No me gustaba el olor a los libros. Me olía a... viejo. Seguro que, si hubiera conocido a mi abuela, así sería cómo ella olería. Mi aversión a los libros fue lo único que ayudó a que mi cabeza no cavilara por otros temas durante las siguientes horas.
Eso era mejor que pensar en mi hermano. Pensar en lo que se tenía que enfrentar dentro de dos días, cuando tuviera que pelear y su cuerpo siguiera tan magullado como ahora. Me sentía como un egocéntrico al querer deshacerme de los pensamientos que caían por mi mente como una lluvia torrencial. Tan rápidas y veloces que era imposible ver caer una gota cuando caía la siguiente. Y la siguiente. Y la que venía después de esa.
Solté un resoplido cuando otro libro se escurrió de entre mis dedos y cayó al suelo, abriéndose por cualquier página. Me agaché a recogerlo, consciente de la mirada inquisitiva de Amber.
Intentaba escucharla. Siempre me parecía asombrosa la capacidad con la que ella lograba lo que ninguna otra persona. Deshacerse de las tormentas de mi mente y apaciguar los terremotos de mi cuerpo.
En otra ocasión habría disfrutado de escuchar sus labios moverse como locos, de mirarlos por algunos segundos preguntándome a qué sabrían. En otra ocasión, me habría perdido en esos ojos grises que en cualquier otra persona habrían resultado tristes, pero que en ella se sentía como la expectativa antes de que se dispersara la tormenta, con ese deseo infantil de que saliera el arcoíris.
Hoy no era una de esas "otras ocasiones". Me enfadó. Me molestó que mi mente no me dejara descansar porque me sentía tan exhausto que llegué a creer que el mínimo movimiento me rompería.
—¿Estás bien? —preguntó por ¿tercera? ¿Cuarta vez? Había perdido ya la cuenta.
Coloqué el libro que se me había caído en la estantería.
—Sí, abejita. No te preocupes. —Sonreí un poco cuando me di la vuelta para coger otro libro.
Normalmente la gente solo necesitaba una sonrisa para constatar que una persona se encontraba bien y así sentir que habían hecho su buena acción del día al preguntarte. Pero no con Amber. Nunca con Amber.
No sabía qué tipo de sexto sentido sería. Quizás, debido a tanto hablar, se había convertido en una voz para las sonrisas tristes y los ojos apagados. No estaba seguro de si eso me gustaba o no. Aunque, en realidad, sí lo sabía. Por supuesto que lo sabía. Me encantaba. Me apasionaba que ella pudiera leerme con tanta facilidad cuando ninguna otra persona había conseguido descubrir más allá de mi nombre. Me gustaba que ella estuviera tan en sintonía con mis emociones.
Increíblemente, Amber sabía cuándo callar si estaba cansado (aunque siempre se muriera de ganas de entablar conversación y al final yo tenía que hablar para que ella pudiera desahogarse tranquila y no explotar). También sabía cuándo hacer esas carantoñas raras con la nariz y la boca para sacarme una sonrisa siendo consciente que sonreír para mí era tan improbable como hacer que el mar se partiera en dos a la voz de Moisés, el profeta.
Sabía cuándo empujarme, cuando respetar mi espacio, cuando hacerme sonreír. No sabía en qué momento había descubierto todas esas partes de mí. La manera en la que me abría a ella, sin ser consciente siquiera de que lo estaba haciendo. No quería que parara de hacerlo nunca.
Era tan fácil con ella. Pero, una vez más, era imposible.
Pensar eso trajo consigo otra oleada de impotencia. Se me volvió a caer otro libro.
—Joder —mascullé. Lo suficientemente alto como para que ella pudiera escucharme. Dio un respingo desde la mesa donde estaba sentada y me insulté otra vez por haberla asustado. Estaba claro que yo no gritaba apenas nada en la biblioteca. Ella se encargaba de chillar por los dos. Hoy, al parecer, tampoco era uno de esos días.
Esperaba que me preguntara otra vez si estaba bien cuando hizo una cosa completamente distinta.
—Ahora mismo vuelvo —avisó dando un pequeño salto de la mesa para colocarse sobre sus dos piernas. Fruncí el ceño.
—¿Dónde vas? —le pregunté mientras la veía recoger su bolso de la silla. Se deslizó por mi lado sin siquiera mirarme.
—¡Ahora vuelvo! —gritó otra vez. Esperaba que supiera que eso no respondía a mi pregunta.
Me quedé mirando el lugar por donde se había ido buscando en mi cabeza alguna razón para ello. La única conclusión a la que llegué es que se había hartado tanto de mí que ni siquiera me quería en su presencia.
No la culparía. Era irritante verme esa tarde. No sabía lo que me pasaba. Bueno, sí lo sabía. Lo que pasaba es que quería sacar a mi hermano de esa maldita. Quería encontrar otra salida que no fuera Amber. Nada más ocupaba mis pensamientos. Alguien solía decirme que, cuando la mente está tan agotada, lo mejor era dejarlo estar un día, unas horas. Se suponía que, cuando lo retomaras, la perspectiva sería distinta.
Pues bien, si de algo estaba seguro es que esa persona era estúpida. ¿Cómo pretendía que me olvidara de que mi hermano agonizaba a cada segundo que pasaba entre esas cuatro paredes? ¿Cómo olvidaba que yo era su única opción viable? ¿Cómo podía siquiera estar colocando estúpidos libros cuando tenía que hablar con Amber para que pudiera acercarse a Chad y hacer todo el trabajo sucio por mí?
Y ahí estaba, la otra razón por la que tan molesto estaba. No solo era demasiado vivir con la cabeza llena de pensamientos inconexos, sino que, además, mis acciones debían conducir a coaccionar a una persona a hacer lo que yo era incapaz. Una persona que había demostrado ser más que una chica con una voz indomable y una sonrisa que dispersaba problemas.
—¡Dios mío! ¡Tenéis que salir todos de aquí! ¡El edificio está en llamas! —chilló la voz de Amber.
Seguro que se me había ido todo el color de la cara de golpe. Solté el libro de mis manos. Corrí hacia la salida. Vi a varias personas recoger sus cosas. ¿Por qué demonios se ponían a recogerlo todo? El maldito edificio estaba en llamas.
Sentí unos brazos retenerme antes de darme cuenta de su cabellera pelirroja.
—Tú te quedas —susurró. ¡Susurró! Eso no lo había hecho nunca.
—¿Por qué demonios íbamos a quedarnos cuando el edificio está ardiendo?
Ella me ignoró.
—¡Corred! ¡Todos afuera! ¡Venga!
No había mucha gente a las nueve de la noche en la biblioteca. Los pocos que había se fueron como alma que lleva al diablo. No sin antes recoger todas sus cosas, por supuesto. ¿Dónde habían aprendido el protocolo ante incendios? Tan listos como para entrar a la universidad, pero tan tontos como para quemarse vivos con tal de salvar un estúpido portátil.
Aunque, bueno, yo estaba mirando a Amber a la espera de que saliéramos corriendo detrás de ellos. Ni siquiera tenía claro por qué la estaba esperando. ¡Por el amor de Dios, nos quedarían diez minutos para que todo ardiera como una hoguera! Moriríamos calcinados. Eso si no moríamos antes por respirar tanto humo que los pulmones se nos quedarían como dos estropajos llenos de mugre negra como el alquitrán.
La miré caminar con parsimonia. Mis ojos abiertos como platos mientras ella se acercaba a la puerta, sacaba las llaves de uno de sus bolsillos traseros amarillos y cerraba la puerta de la biblioteca.
—Menos mal que se han ido. —Suspiró una vez cerró.
Tardé unos segundos en reconducir los pensamientos de mi cabeza.
—¿Por qué demonios no nos estamos yendo?
Por fin. ¡Por fin! Alzó la vista. Sus ojos se iluminaron con un brillo travieso al tiempo que una sonrisa curvaba esos carnosos labios. Aunque podríamos haber muerto, miré sus labios decidiendo que sabían a fresas. O quizás a arándanos. Algo en mi pecho se calentó al pensarlo.
—No hay ningún incendio —respondió, como si no fuera tan importante.
Volví a mirarla a los ojos. Su mirada estaba cargada de esa picardía infantil de los niños que se ponían a pintar las paredes o de los adolescentes que se escapaban de casa para liarse con su novio motero al que sus padres no deseaban ver ni en fotos.
—¿Por qué has hecho eso?
Se dirigió a una de las mesas al lado de la puerta para recoger dos vasos largos y humeantes. Entorné los ojos al mirarla recién dándome cuenta de lo que estaba haciendo. El corazón me retumbó en el pecho. No podía ser verdad.
—Porque no estás bien. No sé lo que te pasa, pero no puedes decirme que estás bien cuando tus ojos chillan que no lo estás. Y, siendo sinceros, yo tampoco estoy bien. Así que vamos a sentarnos en esa mesa y a olvidarnos del trabajo, los problemas y el incendio inexistente.
La miré. La miré durante tanto tiempo que me sentí un estúpido. Busqué la forma en la que eso no hiciera mi corazón latir desesperado. La miré hasta que rozó la psicopatía. Nada de eso consiguió que no pensara en ella como el faro de mis naufragios o la bocanada de aire en medio de una apnea de horas.
Tardé un rato en ordenar mis pensamientos. Incluso cuando me senté a su lado, la cabeza seguía dándome vueltas con pensamientos incongruente y sentimientos desbordantes. Porque jamás habían cerrado una biblioteca porque me encontrara mal. Porque jamás había sentido tanta adoración por alguien que comprendía mis sentimientos incluso mejor que yo mismo.
Por un momento, no quise pensar en nada más que en la sensación de estar cerca de ella. Con nuestras rodillas rozándose y sus mejillas ligeramente sonrojadas por alguna razón inexplicable. Estaba hermosa. El tono de sus pómulos combinaba con su cabello pelirrojo y la hacía incluso más hermosa cuando miraba a sus ojos y descubría el arcoíris que se escondía tras esa falsa tormenta.
Sonrió y todo mi mundo dejó de importar.
—Te he traído café descafeinado —dijo extendiendo uno de los vasos hacia mí—. Me preocupa que después no duermas. Tienes unas ojeras que te llegan al suelo.
Sonreí. Una sonrisa de verdad. Supe que ella también se había dado cuenta cuando sus ojos permanecieron un par de segundos sobre mis labios, como si hubiera buscado esa sonrisa durante toda la tarde y se hubiera olvidado de cómo era.
—Vaya, gracias por el piropo.
Ella también sonrió y me pareció tan preciosa que tuve que resistirme a capturar ese mismo instante. El momento en el que sus labios se curvaban y todo su ser parecía iluminarse con ella.
—No te preocupes, sigues siendo irresistible.
Reí. Tenía ese efecto en mí. El de convertir el otoño en primavera. Ese efecto que se arremete en tus entrañas, debajo de tu piel, y lo llena todo de calidez y calma. Sostuve el café entre mis manos ignorando la punzada en el corazón al ver que se había acordado de cómo me gustaba el café.
El silencio se impuso sobre nosotros como una cúpula, alejándonos de todo lo que había a nuestro alrededor, creando ese ambiente que había nacido predestinado a ser único. No dejé de mirarla. Mientras removía con suavidad lo que suponía que sería su Matcha Latte del que tanto hablaba cuando estábamos en el descanso de trabajo. Mientras su mente divagaba por cualquier hermoso lugar y yo solo contemplaba cuán hermosa era ella.
Con esos ojos creados para devolverle la esperanza a un enfermo en estado de metástasis. Con ese cabello que, de no ser porque me había dicho que era mentira, habría creído que estaba en llamas. Las pestañas rozaban con adoración las tiernas pecas que, si no te fijabas bien, pasarían desapercibidas por su pequeñita nariz y sus pómulos. Y, esos labios... Dios, esos labios sí que eran irresistibles. Tan irresistibles que cada día costaba más retener las fuerzas para no capturar su respirar, para sentir sus gemidos morir en mi boca y hacer retumbar mi pecho.
—Nora me ha dicho que hablaría con Chad —habló a trompicones—. No sé si debería haberle dicho nada ni si te enfadarás ahora, pero quería que supieras que ella ha aceptado a hablar con Chad.
Parpadeé. Y luego parpadeé otra vez. Hablaba tan rápido que no la entendía apenas, casi como si creyera que me enfadaría y quisiera decir todo lo que tenía en mente antes de que estallara. Yo solo podía pensar en que quería besarla hasta morir de hambre porque sus labios serían lo único que necesitaría para alimentarme.
—¿Qué?
Sus ojos fueron a los míos. En ellos encontré arrepentimiento y culpa. Quería quitar esos sentimientos de ahí y que sintiera como mi piel se estremecía de regocijo y mi corazón brincaba con júbilo.
—Sé que no tendría que haberme metido en tus asuntos y lo siento muchísimo. No le conté a Nora nada importante de ti, solo... bueno, le conté que estabas mal con Chad y ella quiso saber más porque Chad también parece estar mal y...
—¿Chad está mal?
Me sentí un loro preguntando cosas estúpidas, pero eso no evitó que las alarmas saltaran. ¿Por qué demonios iba a estar Chad mal?
—Nora ha dicho que le daba la sensación de estar algo... triste.
—¿Triste? —Reprimí el resoplido de desdén. Claro, y mi hermano vivía en una mansión con cinco perros y tres mayordomos.
—Sí, eso dijo —replicó con el ceño fruncido. Olvidaba que ella me conocía tan asombrosamente bien porque solo alguien como ella se habría fijado en cómo mis ojos echaban chispas o en cómo mis manos sostenían el vaso de cartón con más fuerza de la posible. Suspiró como si estuviera decepcionada y, por un momento, me odié por ello—. Mira, no sé qué os pasó ni voy a obligarte a contármelo, aunque me muera por saberlo. —Sonreí, estaba seguro de que así era—. Pero ninguno de los tres estáis cómodos. Jay-jay no para de buscarte cada vez que entramos a clase y me pregunta por ti cada día —Alcé la cabeza, boquiabierto. ¿Jayden preguntaba por mí? —. Chad está triste y tú... Garret, cuando alguno de ellos viene parece que tu cuerpo se desinfla. Lo veo en tus ojos. Estás enfadado con ellos y estoy segura de que hay una buena razón para ello. Pero les echas de menos. Inconscientemente estás buscándolos. Tú también los miras cuando no se dan cuenta y no puedo contar con mis dedos la cantidad de veces que has preguntado por alguno de ellos.
En aquel momento, quise convencerme de que, si hacía todo eso, era para sacar a mi hermano de ese antro. Amber, por supuesto, era más que consciente de todo lo que aturullaba mi mente y mis sentidos. Llegué a creer que era una vidente porque no era normal que ella conociera tan bien lo que sentía.
—Los echo de menos —respondí con tanta sinceridad que se acumuló en mi garganta haciendo tapón—. Pero hicieron algo que... No puedo perdonar eso, Amber. Lo he intentado, pero no puedo.
Las lágrimas quemaron. Parpadeé para espantarlas y tragué saliva para diluir el ardor.
Sentí sus dedos en mi nuca, acariciando mi piel. Me estremecí. Anhelé que su tacto sucumbiera al mío cada día, cada hora y cada segundo. No sabía que había contenido la respiración hasta que sus caricias consiguieron que volviera a respirar y, aquella vez, el aire llegó a mis pulmones.
—Todos cometemos errores, Garret. Cometemos tantos que sería imposible contarlos. Pero solo en la capacidad de aprender de ellos es donde te das cuenta de lo importantes que son. Jayden y Chad podrán haberlo hecho mal mil veces, pero están arrepentidos, han aprendido de sus errores y valorar eso, perdonar, es lo que nos hace vivir.
Negué con la cabeza. Con cada caricia, mis músculos se relajaban, pero seguía sintiendo ese resquicio de malestar por todo mi cuerpo.
—¿Y si vuelven a cometer el mismo error?
Alcé la mirada. El aire se quedó atascado en mis pulmones y quise perderme en esa sonrisa tan suya, tan perfecta.
—De eso se trata vivir. Perdonar es como entrar a los coches de choque. Entras sabiendo que podrían chocar contigo, desarmarte y tirarte de la pista. Pero guardas la esperanza de salir ileso. Nadie sabe lo que pasará. Puede que incluso sea un milagro, pero quizás logres escapar sin un solo golpe.
—No sé si puedo soportar otro golpe, abejita.
—Eres fuerte, Garret. Pero vivir implica ser consciente de que te harán daño y aún así arriesgarte. Puede que Jayden y Chad te hagan daño otra vez, pero es mejor intentar y perder, que no haberlo intentado nunca. No sabes lo que te espera tras esas puertas y solo tú decides si quieres ver lo que hay tras ellas.
Levanté la vista, abrumado por esas palabras que siempre conseguían hacerme pensar más. No dijimos nada, porque en nuestros ojos la verdad se reflejaba como dos gotas de agua. Transparentes. Delicadas.
Mi mano se movió por sí sola, apartando ese mechón de pelo que era una barrera para sus ojos. Lo puse tras su oreja, permitiéndome ver todo lo que, desde la lejanía, moría por tocar. Vi su respiración acelerarse. O quizá entrecortarse. No lo supe bien. Solo supe que, cuando menos lo pensé, mis labios se curvaron.
—Te has vuelto a poner esos estúpidos pendientes —susurré. Toqué levemente sus pendientes de abejita cuando en realidad lo hacía para poder sentir el tacto de su piel contra la mía. Quería saber si esas mejillas incendiadas eran tan cálidas como aparentaban.
—Te encantan mis estúpidos pendientes —murmuró también en voz baja, en un mundo donde cualquier cosa podría rompernos. El vértigo se aferró a mi estómago cuando miré sus labios moverse al hablar. Fresas, arándanos, frambuesas.
—Sí. Me encantan —respondí mirándola. Me encantas.
Unpopular opinion de Garret sobre los libros aquí JAJAJAJAJJAJA
Espero de todo corazón que os haya gustado este capítulo. Me parece demasiado especial no solo por Garret y Amber sino por lo demoledor entre Garret y Ben.
¿Vosotres qué opináis?
¿Créeis que Garret está haciendo bien?
¿Qué opináis de Ben?
¿Y sobre lo que ha hecho Amber?
¡OS LEO!
Besos y XOXO,
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