08 | Tocapelotas
La primera vez que entré a casa de Chad Clayton tenía quince años. Llevaba siendo amigo del moreno y de Jayden cerca de dos años. Éramos prácticamente inseparables. Íbamos juntos al instituto, comíamos juntos, nos pasábamos las respuestas de los exámenes, a veces incluso combinábamos la ropa juntos, como si fuéramos Las tres mellizas.
Por aquel entonces mi hermano estaba en aquel cuchitril de mala muerte, pero la realidad era otra completamente distinta. Lo estaban formando. Lo alimentaban tanto que a veces parecía un cerdo engullendo, lo entrenaban hasta altas horas de la noche y le dejaban dormir lo suficiente como para que su piel luciera tan tersa y rejuvenecida como un bebé.
Yo seguía viéndole prácticamente todos los días. Seguía queriendo sacarlo de aquel lugar porque su hogar estaba conmigo, no con unos viejos que querían sacar provecho (y dinero) de un crío que tenía mil vidas por disfrutar y mil sentimientos que vivir. Pero era un crío y no tenía ni idea de qué hacer para ayudarle.
Un día Chad nos invitó a su casa a ver una película. Normalmente íbamos a casa de Jayden porque estaba más cerca pero aquel día habían venido algunos familiares de su madre y, en palabras textuales suyas, estar con ellos en una misma habitación es como el chocolate, en pequeñas dosis era estimulante y placentero, pero cuando te comías la tableta entera te dolía la barriga y de solo olerlo te entraban nauseas.
La primera vez que vi al padre de Chad pensé en ir a la óptica y comprarme unas gafas. Realmente creía que aquello no podría ser real. Me quedé viéndole, pálido como las paredes de sus casas. El aire se quedó atorado en mis pulmones y mis oídos invocaron un sonido estridente. La sorpresa del señor Clayton fue casi la misma solo que él fue más raudo y se escabulló antes de que pudiera ir tras él.
Aquel fue el primer gran descubrimiento de mi vida. Cristóbal Colón se quedó corto al descubrir -o darse cuenta de que existían- las Américas. Después de aquello no dudé ni un segundo en plantarme en casa de Chad siempre que tuviera opción. Al menos tenía la excusa de que era su amigo y quería pasar tiempo con él.
No me malinterpreten. Era mi amigo y por supuesto quería estar con él. Pero el principal propósito de todas aquellas visitas era decir que quería bajar al piso de abajo a por un vaso de agua para realmente escaparme a su despacho y soltar toda la mierda que llevaba encima, obligarle a hablar el máximo posible y pedirle una y otra vez que sacara a mi hermano de esas cuatro paredes llenas de mierda y miseria.
Cabe aclarar que no me hizo caso. En ninguna ocasión. Pero eso no iba a permitir que dejara de intentarlo.
Por eso estaba allí de nuevo. Delante de esa puerta de roble macizo que se cernía sobre mí y me enseñaba sus afilados dientes, dispuesta a devorarme vivo. Toqué al timbre disimulando los nervios y la tensión en mis hombros. Definitivamente odiaba aquella casa y odiaba a todos los miembros de esa familia. Del primero al último.
El odio era una palabra exageradamente fuerte. No obstante, no sabía de qué otra manera describir el asco que hacía temblar mis manos y el sabor nauseabundo en mi boca cuando los veía. Era incapaz de pensar que podía existir tanta putrefacción en un solo cuerpo. Porque debían estar muy podridos por dentro si defendían la trata de personas en la que estaban involucrados todos ellos, tanto directa como indirectamente.
Kim, la madre de Chad, abrió la puerta. Al principio se mostró modesta y animada, pero solo fue hasta que se dio cuenta de quién era. Entonces, su sonrisa se borró por completo de su rostro condescendiente y su mirada se tornó tan helada como los glaciares del antártico. Hasta podía ver pingüinos disfrutando del bloque de hielo que eran sus ojos.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, resentida.
Estaba claro que no le caía bien. Eso era bueno. Ella tampoco era santa de mi devoción. Menos aún siendo la mujer del estúpido hijo de puta que puso a mi hermano en esa cárcel del infierno.
—He venido a ver a Clay.
—No está en casa.
—Puedo esperar en su despacho —aseguré.
Yo sabía que él no estaba en casa. Esa era la intención desde un primer momento.
Kim arqueó una ceja. Pude ver el mismo gesto repitiéndose en el rostro de Chad.
—¿Por qué demonios dejaría que pasaras a su despacho?
—Porque ni Jamie ni Chad saben que su padre es un bastardo corrupto y casualmente estoy estudiando con Chad ahora mismo —amenacé.
Kim no sabía qué clase de negocios hacía su marido, pero estaba enterada de que había algo oscuro en su trabajo. Yo era consciente de que ella daría cualquier cosa porque sus hijos siguieran manteniendo a su padre en el pedestal que le tenían y aquello jugaba bastante a mi favor.
Al parecer, ella tampoco sabía que, al menos su hijo, tenía a su padre en tal pedestal que era incapaz de creer una mala palabra que saliera de mis labios sobre él. Pero eso no tenía por qué saberlo nadie.
Su rostro se arrugó en una mueca de repulsión. No me afectaba porque estaba seguro de que yo tenía la misma cara que ella.
—Pasa —farfulló a regañadientes. Dejó la puerta abierta para mí y me acompañó hasta el despacho de su marido. Lejos de ser un acto de cortesía, sus ojos me observaban de refilón analizando hasta las bocanadas de aire que respiraba.
Todo estaba tal y como lo recordaba. Quizá habían cambiado unas fotos aquí y allá para hacerlo más actual. La familia Clayton se basaba en las apariencias y, como tal, toda aquella casa rezumaba esplendor y dinero. Mucho dinero. Tanto dinero que podría sacar a mi hermano de ese antro y a todos los que estaban atrapados allí dentro.
Entramos en el despacho de Clay. Más bien, yo entré. Kim se quedó en el umbral con una mano en la puerta, a la que se sostenía con tanta fuerza que me dio la sensación de que en sus más íntimos pensamientos deseaba estampármela en la cara.
—No toques nada hasta que llegue Clay. Tardará cinco minutos —aseveró. Su voz sonó tan cortante que habría rasgado mi piel de no ser porque estaba acostumbrado a su desprecio.
No me dejó responder. Yo tampoco tenía intención de agradecerle su nula hospitalidad. Esperé hasta que ella cerró la puerta para ponerme en marcha. Recorrí las estanterías de las paredes, repletas de documentos de los que no entendía ni el título.
Cuando no encontré nada, fui tras su escritorio y recorrí todos los cajones. Reparé en uno en concreto. En el centro había una cerradura. Aquello no podía ser una mera coincidencia. Miré en el escritorio. Los ángeles entonaron un cántico para mí porque frente a mis ojos había una llave.
La cogí sin dudarlo. Era la llave correcta. Eché un vistazo por encima de la mesa y agudicé mi oído ante la paranoia de ser descubierto. Cuando me cercioré de que no había nadie a cincuenta pasos a la redonda, volví la vista al cajón y rebusqué en su contenido.
No bailé una jota ni hice el pino-puente porque eso me habría delatado. Pero, madre del amor hermoso. Allí estaba todo. Absolutamente todo. Reconocí la dirección de la propiedad donde ahora vivía mi hermano, también el nombre del cabrón que lo metía en todas las peleas de las que salía cojo y con dos costillas rotas, como mínimo. Cogí los documentos que me parecieron más importantes, esos que tenían tantos datos y cifras de dinero que eran desorbitadas, incluso para la familia Clayton.
Solo cuando escuché unos pasos apresurados reverberar por el suelo, salí de la inmensidad de mis pensamientos. Me levanté la camiseta y puse los documentos entre la cinturilla del pantalón y mis calzoncillos. Cerré todo lo rápido que pude el cajón con llave y la tiré de mala manera sobre el escritorio.
Fingí estar atento al paisaje de la ventana. Un hermoso prado lleno de flores resecas y arbustos podridos. Sí, definitivamente era hermoso.
—¿Qué cojones estás haciendo tú aquí? —saludó, tan amable como siempre.
Me volteé para ver a Chad en el umbral del despacho. Su cara rezumaba rabia. Parecía un sueño que hace menos de dos años nosotros hubiéramos sido mejores amigos.
Aquello que decían todos era verdad. Había personas que entraban en tu vida para demostrarte lo hermoso que era amar y ser amado. Y luego estaban las personas como él. Esas que te enseñaban que a veces el amor te mata por dentro y que ser amado es otra forma más estúpida de ceder tu corazón y permitir que te lo rompan.
—Quería hablar con tu padre —respondí, manteniendo la calma tanto como me fue posible.
—¿Para qué?
—Tengo algo que decirle.
Se cruzó de brazos.
—Dime ya qué demonios quieres, Garret, o te haré salir de esta casa.
No me achanté. Había tratado con personas peores que él. La furia me consumía por dentro porque no había persona que odiara tanto. Bueno, quizá sí, su padre. Pero Chad... Había confiado en él con toda mi vida, le había contado todo lo que sabía de mi hermano con lágrimas en los ojos y el corazón en la garganta. Pero él había decidido ser el niño mimado de sus padres, el ejemplo del hijo perfecto, y no cuestionar sus palabras. Era de ese tipo de personas que no se cuestionaban nada en la vida. Seguía la voz del líder, el camino del jefe, la benevolencia del rabino.
Todavía dudaba siquiera si le había preguntado a su padre algo de lo que yo le había confesado con tanto miedo y angustia. La decepción estrujó mi corazón exprimiendo toda la sangre que alguna vez lo había hecho bombear.
—No voy a decírtelo a ti. —Resoplé—. Tú mismo dijiste que no quieres saber nada de mis mierdas.
Bufó. Era consciente de que me comportaba como un grano en el culo, pero quería seguir siéndolo porque esa sería la única manera de que él me echara de su casa. Y entonces, solo entonces, sacaría todos esos documentos y se los enviaría a Bradley.
—Por eso mismo. No quiero saber nada de tus mierdas y mi familia tampoco así que, si eso es todo lo que has venido a hacer aquí, puedes irte por donde has venido.
—¿Dónde está tu padre? —cuestioné. La vena de su cuello estaba a punto de estallar y su odio me salpicaría a mi también. Estaba deseando soltar toda la mierda que había guardado estas últimas semanas.
—No está. Vete de aquí.
—Es extraño. Tu madre me ha dicho que estaría aquí en diez minutos.
—Pues, como puedes ver, no está. Mueve tu jodido trasero hasta la puerta si no quieres que te saque yo a patadas.
—¿Hablas con esa boquita a Nora? ¿Y a Jayden o Amber? Apuesto lo que sea a que tus padres te darían una reprimenda por soltar esas palabras. —Me mofé de él. Estaba tocando su punto débil: sus seres queridos. Esa familia no solo de sangre, sino también de alma. Esa familia elegida em la que, tiempo atrás, yo tenía un hueco honorífico. Ignoré esa punzada de envidia que picoteó mi corazón con la insistencia de un pájaro carpintero.
—¡Sal de mi puta casa, Garret!
—¿No te gusta que hable de ellos? —Chasqueé mi lengua—. Es una lástima porque Jayden y Amber siempre hablan de ti. Dicen que eres simpático, no les pongas en evidencia.
Dio un par de zancadas hacia mí. Se detuvo hasta que su aliento chocó con el mío y su frente rozaba la mía. Mis manos se retorcieron queriendo soltarle ese golpe que me quemaba por dentro. Pero no lo haría a no ser que él lo empezara.
—Sal. De. Mi. Puta. Casa —escupió—. No te lo repetiré otra vez.
Me quedé mirando esos ojos negros por el enojo, tan putrefactos. Tan muertos por dentro. Las paredes blancas de ese despacho, tan puras, eran una perfecta antítesis del veneno que llenaba sus corazones.
Lo miré con tanto desprecio. Nunca creí que una persona despertaría un volcán en mi interior. Las paredes de mi alma quemaban queriendo hacer arder todo lo que tocara. Cualquier ser humano que se cruzara con ese fuego terminaría muerto y yo solo quería que Chad fuera el primero. Que sufriera tanto como yo lo estaba haciendo. Que supiera lo que era ver cómo tu hermano se marchitaba poco a poco, con esas pequeñas esperanzas de revivir que después morían y se disipaban en un suspiro.
El rechinar de sus dientes me enorgulleció. Lo estaba enfureciendo. Aquello era un juego del que no saldría ileso y él ya había hecho su primera apuesta.
Sentí esa satisfacción que solo notabas cuando conseguías tu propósito. Recogí todos esos pedacitos de orgullo y los reuní en una obra de arte titulada "joder a Chad Clayton".
Conocía lo que el odio provocaba en mí. Esa presión en el pecho que no desaparecía por más que frotaras, esa ferocidad en tu mirada, ardiendo, consumiéndote, ese temblor en tus manos por la necesidad de golpear algo. El odio era un cáncer, pero era mejor que soportar la quimioterapia.
Prefería odiar que desmoronarme pieza a pieza. Con el odio avanzaba. Me dejaba llevar por la adrenalina que segregaban mis hormonas. Ese estallido de embriagante tensión que se aferraba a mis músculos y me daba ese fogonazo de motivación que me permitía luchar con cualquier persona que se pusiera por delante. Prefería odiar a sumirme en la miseria de que todas las personas que alguna vez había amado se habían convertido en unos hipócritas desconfiados y desleales.
—Estaré encantado de cumplir sus órdenes, mi señor —farfulle. Actué una reverencia mal hecha y lo rodeé para salir del despacho. Me sabía el camino de memoria, no necesitaba a nadie para salir de allí.
—¿Garret?
Me volteé. Su mirada por un momento me descolocó. Había tanto rencor en ellos, inundados por esa cólera a la que tantas veces me había aferrado yo para superar la decepción.
—Ni se te ocurra volver a hablar de ellos. Ni se te ocurra tocarlos.
Sonreí. El rostro de la pelirroja llegó a mi mente, pero la eché a un lado. Ella no merecía todo aquello. No merecía mi odio, ni mi desprecio por ellos. No merecía que yo me acercara a ella con el único propósito de sacar a mi hermano de esa cárcel de tortura.
Pero no tenía otra opción. Y haría lo que fuera por Ben.
—Creo que es un poco tarde para eso, bonito —rezongué.
Salí de allí como quien sabe que ha conseguido lo que quería. Nadie vino tras de mí, aunque me habría gustado sucumbir al odio y haber iniciado esa pelea que habían dejado mis músculos entumecidos de anticipación.
En la soledad de mi caminar y el golpeteo de mis pies sobre el asfalto, sonreí. Cogí el móvil y marqué el número.
—¿Bradley? Los he conseguido.
(***)
¡Nuevo capítulo, abejitas! Sé que me he demorado, pero espero que la espera haya merecido la pena.
¿Qué os está pareciendo la novela?
¿Opiniones de Chad? ¿De Garret? ¿Del padre de Chad?
¡Os leo!
Besos y XOXO,
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