06 | El olvido.
—Deberías decirle que has vuelto, Kenai. No te va a matar —aconsejé. Bajé del autobús y caminé hacia unas calles más adelante.
Antes de terminar la frase, ya estaba escuchando su resoplido.
—¿Acaso se te ha olvidado de que estamos hablando de Lynnette? —replicó.
Puse los ojos en blanco escuchando a mi hermano buscar excusas para no hablar con ella. Kenai y su inútil capacidad de evitar los momentos complicados. Me sorprendía la cantidad de gente que seguía prefiriendo un presente infeliz antes que un futuro incierto. Se habían olvidado de la emoción de tener los pelos de punta, del vértigo en el estómago, de las sonrisas indiscretas y el corazón retumbante en el pecho y lo habían suplantado por una llana y segura realidad.
Porque, qué es el amor sin un poco de locura. Romeo y Julieta se enamoraron como dos locos incomprendidos con sus corazones atados a un amor eterno. Pero lo que la gente ve solo es que el amor les hizo morir.
—Lo peor que puede pasar es que te ignore. Su corazoncito es de hielo, pero hasta el iceberg de Titanic podría haberse derretido con un poco de sol. Estoy segura de que pasará de ti los primeros días, como mucho y ya está.
—¿Y eso te parece poco?
—Algún día os encontraréis. No puedes esconderte de ella toda la vida.
—O sí.
Esta vez fui yo la que resoplé. Ya habían pasado casi dos años y mi hermano seguía encochado de su novia del instituto. La misma chica que ahora iba a la misma universidad que yo y que ahora era una de las amigas más fieles que tenía.
Pero eso no quitaba que fueran idiotas. Los dos. Porque se veía a tres millas de distancia que se seguían amando como dos adolescentes hormonados y no eran capaces de poner las cartas sobre la mesa. Y me tenían a mí en medio, cómo no.
—Tú veras lo que quieres hacer, pero retrasar lo inevitable es una estupidez.
—Estoy buscando el momento correcto —susurró, su voz perdiéndose en el vacío de sus propios pensamientos. Me recordó a Garret y esa manía suya de pensar las cosas cincuenta veces—. Por favor, no se lo digas hasta que esté completamente seguro de que no me va a matar —intentó bromear. Sin embargo, incluso en la distancia escuchaba su voz rompiéndose pedacito a pedacito.
Sonreí, compasiva.
—Sabes que no lo haré. Llevas casi seis meses aquí y todavía no he abierto la boca, no empezaré a hacerlo ahora.
—Muchas gracias, enana. Te debo una.
Rei.
—Si tuviera que contar todas las veces que me has dicho eso, ahora mismo tendrías mil favores por devolver.
—Bueno, tú tampoco has pedido nada para que pueda devolvértelo —replicó. Volvía a tener ese tono divertido en su voz que me devolvió parte de la tranquilidad que había perdido con su llamada—. Y tú, ¿cómo estás? ¿Alguna novedad?
—Bastantes, la verdad. Tengo que ponerte al día —Mi hermano era una de las personas en las que más confiaba. Desde pequeña había sido mi héroe, mi mar en calma, y lo echaba de menos. Puse una de mis manos sobre la puerta del edificio al que debía entrar y empujé para entrar—. Pero ahora te tengo que colgar. He ido a ver a la abuela y estoy entrando ya —me despedí. Traté de sonar fuerte y pareció creer en mi fortaleza cuando dijo:
—Vale. Dile que la quiero.
—Por supuesto.
—Ya hablamos. Te quiero, enana.
Sonreí.
—Yo también te quiero.
Colgué. Guardé el móvil en mi bolsa de tela antes de acercarme a recepción. La empleada, una chica de cabello rubio y ojos azules como el hielo, me miró. Sonrió en cuanto me reconoció y las arruguitas propias de la edad se hicieron visibles en la comisura de sus labios.
—Hola, cariño. ¿Vienes a ver a Rosie? —saludó Molly. Su tono se tiñó de dulzura y eso, como siempre, disipó parte de la tensión que agarrotaba mis músculos.
—Sí.
—Acaba de terminar su programa favorito. Está en el salón, te acompaño —Se levantó de la mesa y la seguí poniéndome a su altura—. Lleva unos días bastante buenos. Estamos siguiendo un programa para retrasar la evolución del Alzheimer y parece que vemos alguna mejora. Todavía es pronto para decirlo, pero no hay que perder la esperanza.
No pude hacer más que asentir porque las palabras no me salían. Había algo en la manera en la que todo mi mundo cambiaba cuando entraba dentro de esas cuatro paredes. El miedo se aferraba a mi estómago y luchaba con uñas y dientes para no separarse de mi lado.
No recuerdo el momento exacto en el que ese sentimiento pasó a cubrir todos y cada uno de los aspectos de mi vida. ¿En qué momento te das cuenta de que no puedes seguir avanzando por miedo a caer? ¿En qué momento el pánico es tan fuerte que no puedes respirar?
Puede que en el momento en el que te das cuenta de que, como no aprendas a convivir con él, acabará por matarte. Puede que la única solución sea darle una vuelta de tuerca, coger el miedo de la mano y decirle: estoy encadenada a ti, pero no te dejaré ganar.
Repetí esa frase en mi mente como un mantra. Cada paso me acercó más a ese vacío que estaba obligada a saltar siempre que venir. Vi a mi abuela a la distancia con una libreta en sus piernas y un lápiz azul en su mano.
Tragué saliva, aunque la bola de fuego en mi garganta no dejó de arder.
—Buenos días, Rosie. Ha venido Amber a verte —avisó Molly con voz suave.
Mi abuela simplemente asintió, con su vista clavada en la libreta en la que pintaba. Había recuadros de distintas formas, cada una con un número que se relacionaba con un color distinto y que mi abuela simplemente tenía que pintar. Molly se volteó a verme y apoyó una mano en mi hombro. Me dio un apretón y sonrió—. Estaré en recepción si necesitas cualquier cosa.
Asentí, incapaz de hablar. Me senté en una de las sillas libres frente a mi abuela. Utilicé unos minutos antes de poner mis pensamientos en orden y hablar.
—Hola, yaya —susurré, mi voz sonaba tan rota como mi corazón.
Alzó la cabeza por primera vez. Su rostro llenó de arruguitas brilló en reconocimiento y, por un momento, mi corazón bombeó con fuerza, esperanzado.
—¡Molly, corazón! ¿Podrías pasarme una pintura amarilla?
Creí escuchar mi corazón romperse. Me tragué las lágrimas que empañaban mi visión y volteé un poco para darle el color que me pidió. Apreté mis labios en una fina línea para evitar que viera cómo me temblaban los labios y cómo trataba duro de no derrumbarme allí mismo.
—Soy Amber, yaya. ¿Cómo estás? —susurré.
Sus ojos castaños me miraron, iluminados. Me contentaba verla tan feliz. La semana pasada había sido dura para ella. Había estado molesta y agresiva. Apenas pude ir a verla porque los médicos me dijeron que estaba excesivamente irascible.
—¡Amber! Muchas gracias, corazón —dijo tomando el lápiz de entre mis dedos. Sabía que no me había reconocido, aunque en mi interior quise fingir que sí lo hacía.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté, girando la cabeza para ver su dibujo.
—Estoy pintando estas mañanas. Hoy toca... —se quedó callada, mirando su dibujo. La sonrisa se evaporó de sus labios y sus rasgos se endurecieron—. Hoy toca...
—¿Un león?
Alzó la mirada, confusa. Notaba una tirantez en el pecho como el presagio antes una tormenta que destruirá los pocos ladrillos que quedaban en pie. Hasta que sonrió, y todo volvió a la calma.
—¡Sí! Un león —confirmó—. Un león —repitió, como si necesitara memorizarse el sustantivo a fuego en su mente.
—Es muy bonito.
Alzó la cabeza. Sus arrugas se habían profundizado y un ceño fruncía su frente.
—¿Has escuchado a esos pordioseros? ¡Todo el día en obras! Todo el día, todo el día, todo el día —se quejó sacudiendo la cabeza una y otra vez. Me tensé reprimiendo las ganas de retenerla por los hombros porque me aterrorizaba la idea de que se hiciera daño. Se inclinaba hacia delante y seguía sacudiendo la cabeza.
El problema de todo aquello, es que no se escuchaba ni una mosca.
Cuando te explican la enfermedad del Alzheimer, solo te dicen lo más superficial. Se les olvida lo que han comido, los números de teléfono, lo que hicieron ayer, a veces incluso olvidan a sus familiares queridos.
Pero no te cuentan cómo se les nublan los sentidos hasta el punto de que llegan a imaginarse cosas que no existen, cómo tu corazón se rompe en pedazos cuando te mira y no te reconoce, cómo en ocasiones tienes que ayudarla a encontrar las palabras adecuadas porque su vocabulario ha retrocedido a cuando tenía cinco años. Menos aún te cuentan que tendrás que estar allí para ellos, cuando el odio injustificado arrasa contigo o cuando le embarga una tristeza irracional sobre la cual tu eres la culpable.
Apreté mis labios y pestañeé para disipar las lágrimas.
—Seguro que terminarán pronto —aseguré, incapaz de decirle otra cosa—. ¿Quieres que vayamos a dar una vuelta? —pregunté. A ella siempre le había encantado pasear. Cuando era pequeña me decía que cuando caminaba se olvidaba de todo lo demás. Su máxima preocupación se convertía en poner un pie tras otro y escuchar los distintos piares de los pájaros. Siempre intentaba buscar cada pareja de pájaros, como si fuera un rompecabezas.
Me miró a los ojos, con una expresión exasperada surcando su arrugado rostro.
—Molly, corazón, ¿no te das cuenta de que estoy terminando esto? —reprendió. Enfoqué mi vista en ella, a través de las lágrimas, mientras ella volvía la vista a su dibujo infantil y a la parcela de color que coloreaba y recoloreaba sin parar.
Tragué saliva. Cada día se hacia más duro. Mis pies se movían por arenas movedizas y mi máxima preocupación era poner el pie donde debía para no caer al precipicio.
A veces me acordaba de aquellos días en los que ella me reconocía, siempre recordaba esos buenos momentos cuando ella me contaba historias de su infancia o nos poníamos a cocinar algún plato que había visto por la televisión y que quería recrear.
Ahora habían pasado a ser solo recuerdos que se dispersaban por su mente, que se desintegraban como un pedazo de papel en alta mar.
Me sequé las lágrimas que escaparon ahogando el sonido que brotó de mi garganta. Aquello le llamó la atención porque levantó la cabeza. Su mirada se dulcificó volviendo a ser mi abuela, mi guerrera, mi confidente. Un rayo de esperanza vibró en mi pecho.
—¿Qué pasa, Molly?
Otro sollozo salió de mi corazón. El sentimiento era tan desgarrador que hice mi mejor intento por hablar, aunque el dolor trepara por mi garganta arañando todo a su paso.
—Nada, Rosie. Te quiero muchísimo —susurré. No podía decirle yaya, no ahora que me había tomado por otra persona, no ahora que no tenía ni idea de que era su nieta.
Me tragué las palabras porque decírselo solo haría que se agobiara tratando de buscar una respuesta que no tenía. Nunca eres consciente de lo que puede llegar a doler un olvido hasta que le miras a los ojos y te das cuenta de que no sabe quién eres. No es el olvido de tu mejor amiga, que deja de verte cuando cada una hace vidas separadas. Tampoco es el olvido de un ex novio al que dejas de querer y por el que decides pasar página para ser una mejor versión de ti misma.
Es el olvido de un ser querido. Un olvido forzado. Un recuerdo que se ha escurrido de entre tus dedos, desintegrándose fragmento a fragmento sin siquiera ser consciente de que se estaba perdiendo. Un recuerdo que se ha fundido entre mucho otros, difuso, incorpóreo, hasta que no quedaba nada de él.
Un sollozo desgarró mi garganta cuando sus brazos me rodearon y se aferraron a mí. Mi abuela no me reconocía, pero sus brazos me arroparon como cuando tenía cinco años y Kenai me chantajeaba para ver una película de miedo.
¿Cuándo un recuerdo pasaba al olvido? ¿Cuándo un recuerdo permanece en tu memoria incluso cuando la enfermedad ataca cada célula de tu cerebro? Quizás no eres consciente de que un momento se convertirá en memoria de la misma forma que no sabes que el mejor día de tu vida pasará al olvido en un futuro.
Porque la mente es indecisa, imprevisible. Una hoja que se aferra a una rama hasta que llega el otoño, el vendaval. Y entonces vuela, vuela sin descanso. Libre, sin ataduras, siguiendo la brisa etérea que la aviva. Llega a algún lugar que no conoce pero que está dispuesta a disfrutar hasta su ultimo aliento. A veces, el viento vuelve y la lleva a otro lugar, la hace descubrir nuevos mundos, nuevos rostros. Crea unos recuerdos y olvida otros.
Hasta que el tiempo hace mella en ella y se desintegra, pieza a pieza. Pierde vitalidad, recuerdos, dolor y felicidad. Pero siempre, siempre, la brisa volverá para recoger los últimos pedazos de su libertad, de su felicidad.
—Está bien, corazón. Todo tiene solución —murmuró, como tantas otras veces. Lloré con fuerza, sacando todo aquello que me ahogaba cuando cruzaba las puertas de la residencia—. Incluso la muerte.
Respiré hondo, desperdigando por cualquier lugar los retazos de mi encuentro con la abuela. Siempre era difícil entrar en esas cuatro paredes, sobre todo teniendo en cuenta que nunca sabía qué pasaría.
El Alzheimer era, a mi parecer, una de las experiencias más impotentes que existían. Desconocía lo que podía causa el cáncer en un ser querido o un accidente de coche mortal o un coma de seis meses sin esperanzas de reanimación.
Pero sí conocía lo que significaba el olvido. Ver a tu abuela a los ojos y que te considere una extraña. Entrar en ese remolino de desorientación. Buscar en tus recuerdos algo que pudiera hacer clic en su mente para que su rostro apareciese en sus memorias. Ser consciente de que llegará un momento en el que tu existencia será un hueco vacío, oscuro, frío y que ya no habrá forma de recuperarlo porque, a sus ojos, nunca ha existido.
Me da miedo ser ese hueco. Estar en ese mundo desierto. Gritar y no ser escuchada, correr y acabar en tierra de nadie. Estar perdida. Caer y no tener a nadie que caiga contigo, arropándote. Mirar tu propio reflejo en el suelo y pensar si todo aquello de verdad vale la pena, si todos tus esfuerzos serán en vano cuando ni siquiera tus seres queridos podrán recordarte, quererte, abrazarte, amarte.
Por alguna razón, después de ir a la residencia, mis piernas caminaron hasta la universidad de vuelta. No supe que estaba allí hasta que mis manos empujaron las puertas de la biblioteca para entrar. Pero, tenía sentido. La única razón por la que estaba allí estaba frente a mis ojos y no quise ser consciente de ello en aquel momento.
Me dije a mí misma que simplemente había seguido lo que mis pies me decían, lo que mi mente tenía a fuego grabado. Que yo era una pluma caída de un precioso plumaje y que ahora me desplazaba con el viento en busca de un lugar donde cobijarse.
Los vi a los dos allí. Cada uno en un extremo de la estantería, como si estar juntos pudiera provocarles una erupción cutánea. La curiosidad tiró de mi piel chinchando con un misterio que luchaba por ser resuelto. De pequeña, mi juego favorito había sido el Cluedo así que quizás tuviera algo de sentido mi necesidad de descubrir todo aquel entramado de secretos que flotaba sobre sus cabezas.
Fue entonces cuando supe la razón por la que estaba allí. O eso quise obligarme a creer.
No se percataron de mi presencia hasta que estuve prácticamente delante de ellos. Jay-Jay fue el primero en verme. Su rostro se arrugó en confusión. Me miró tratando de buscar en mis ojos una respuesta a mi visita improvisada. Se suponía que debía estar en mi día de descanso, pero sabía que no me iría tranquila a casa si no hablaba antes con Garret.
—Llamita, ¿qué haces aquí? —preguntó, dejando los libros que estaba colocando en el carrito. Vino a mi encuentro y me dio uno de oso. Estuve a punto de echarme a llorar otra vez—. ¿Cómo estás? —preguntó, en un susurro.
Me tragué el nudo que tenía en la garganta mientras apoyaba mi barbilla sobre su hombro. Mis ojos encontraron los suyos, atraídos como imanes. Si había una cosa que me encantaba de Garret era que escondía sus sentimientos entre una postura relajada y un rostro indiferente, pero sus ojos, esos que se fundían con la miel cuando reía, no sabían lo que era el disimulo y brillaban como mil estrellas la noche de las Perseidas.
Sonreí para eliminar esa mirada de preocupación que crecía en su mirada, pero solo conseguí profundizarla. Sus ojos se movían por mis mejillas, mis labios, mi nariz, mi cuerpo, asegurándose de que no hubiera ninguna herida física. Un sentimiento cálido recorrió mis venas contrastando con el frío témpano que eran mis dedos.
—Estoy bien —lo tranquilicé, con la voz más fuerte de lo que me sentía por dentro—. Tenía que hablar unas cosas con Garret. Además, ya te he dado demasiado trabajo —bromeé, porque siempre era mejor una sonrisa a una lágrima.
—Tonterías. Pídeme ayuda siempre que lo necesites —Se alejó para verme y sonrió, tenso—. ¿Segura que estás bien?
Asentí con la cabeza porque sabía que no podría volver a formular una frase coherente. Jay repitió mi acción, como si quisiera cerciorarse de que no mentía. Sabía que él no se esforzaría en sacarme las palabras si no quería. A diferencia de mí, estaba colmado de paciencia y esperaría a que estuviera preparada para decir algo.
En eso se parecía a cierta persona que tenía al lado.
—Pues os dejo solos, entonces —Miró detrás de él, hacia Garret, con gesto lejano. Después volvió a mirarme y se acercó para darme otro abrazo—. Llámame si necesitas cualquier cosa —susurró en mi oído. Asentí con la cabeza porque el nudo que tenía en la garganta ardía tanto que era imposible hablar.
Jay se fue, no sin antes voltearse un par de veces. Lo seguí con la mirada hasta que desapareció tras las puertas. La biblioteca estaba desierta. Solo se escuchaba la respiración pesada de Garret. O quizás era la mía. No estaba segura, pero todo mi cuerpo reaccionaba a su presencia.
Me giré para enfrentarlo, al fin. Se había acercado un poco y mi corazón reaccionó bombeando como loco. Atisbé en sus ojos un rastro de miedo entrelazado con una penetrante preocupación. La bola de fuego en mi garganta se hizo más fuerte sin querer evaporarse a no ser que llorara hasta la saciedad.
—Yo... —Mi voz sonó ronca y temblorosa. Las lágrimas comenzaron a atacarme y agaché la cabeza para que no las viera—... quería saber cómo estabas. Ayer, cuando vino Chad, no pudimos hablar y me sentí mal por no poder ayudarte. Quería llamarte, pero no me parecía bien hablar por mensajes y yo... de alguna manera me siento culpable y no quiero que me cuentes lo que pasa entre vosotros si no queréis, pero, no sé, pensé que no estabais tan mal. Yo... siento si te he hecho sentir mal con todo esto de Jay-jay y lo siento porque no quiero que te sientas mal y...
—Ey, ey—susurró tan suave que derribó todas mis barreras. Sentí su mano acunar mi rostro y levantarlo. Me negué a abrir los ojos porque entonces las lágrimas caerían sin parar—. Mírame, abejita.
Eso fue todo lo que mi alma pudo resistir. La bola de fuego explotó en pequeños meteoritos que estallaron en sollozos, lagrimas y pedazos de un corazón que había permanecido endeble hasta que ya no hubo forma de soportar más angustia. Se olvidaban de que todo meteorito tiene un objetivo. Destruir allá donde aterriza. El final de este meteorito solo avistaba un destino y sería capaz de destruirme con la misma fuerza que en la era de los dinosaurios.
Garret me abrazó y en sus brazos encontré la calma antes de la destrucción, el pozo de esperanza antes de que vaciaran todo su contenido. Me fundí en su cuerpo, descansando la cabeza en su pecho. Busqué refugio en los latidos de su corazón y en el calor de su cuerpo.
—Mi abuela no sabe quién soy, Garret. Se ha olvidado de mí. No soy nadie para ella —lo repetí una y otra vez. Todavía no lo había interiorizado. La pérdida, el dolor, el olvido—. No sabe quién soy.
Me aferré a él, acongojada. Garret me abrazaba casi con la misma fuerza sin un centímetro que nos separara. Dejaba besos en mi cabeza, acariciaba mi espalda y repetía el proceso. Sus latidos eran cada vez más rápidos y parecían haberse fundido con los míos.
—No va a recordar las rosquillas que hacíamos por navidad, ni nuestras visitas de los domingos por las tardes o nuestras partidas al parchís donde siempre nos dejaba ganar. No recordará nada. ¿Morirá sin saber quién soy? ¿Se irá sin saber que la amo con locura?
—Ey, cariño —susurró, apartándome de él. No me quería alejar, quería quedarme anclada al calor de su piel y la ternura de sus caricias. Pero me aparté y lo vi a través de las lágrimas —. Respira conmigo —inspiró hondo y exhaló con fuerza. Lo imité. Sus manos se deslizaron por mi cabello y aterrizaron en mi cuello, acariciándome las mejillas con los pulgares—. Eso es, abejita. Lo estás haciendo perfecto. —Sus labios se curvaron en una preciosa sonrisa ladeada.
Conseguí relajarme lo suficiente para poder volver a hablar sin sentir el temblor en las manos, las ganas de vomitar y los pensamientos catastróficos que daban estocadas a diestro y siniestro.
—No sé qué voy a hacer si se olvida de todo, Garret.
—Escucha una cosa, cariño. —Ni siquiera era consciente de la velocidad a la que mi corazón latía cuando él pronunciaba esa palabra. Menos aún sabía lo que desataría con las palabras que pronunció después—. La mente es frágil. La cabeza olvida, se aleja, se pierde. Pero si hay algo que siempre recuerda es el alma. Tu abuela podrá olvidar momentos, pero nunca olvidará lo que le hiciste sentir.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Cayó derramando todo el líquido que contenía y se expandió por el suelo empapando de dolor todo lo que logró abarcar. Garret volvió a abrazarme, tan fuerte y a la vez tan delicado que, por un momento, se me olvidó donde estábamos, porqué estaba así, porqué lloraba.
Sus palabras abrieron heridas que creía sanadas y curaron golpes que no sabía que estaban infectadas. Escondí mi rostro en su cuello porque sentir el latido de su corazón en mis labios aliviaba parte de mis miedos.
Garret tenía razón. Podría olvidarme de mi familia, de mis amigos, de mí misma... de él. Pero no olvidaré sus pulsaciones en mis labios ni sus besos ansiosos. Jamás olvidaré el momento en el que mi corazón se ató al suyo, desgarrándose en mil pedazos, latiendo aterrorizados pero unidos. Nunca olvidaré las palabras de consuelo de una persona tan rota que, a pesar de estar hecho trizas, me dio un pedacito de su alma para que pudiera recomponer la mía.
Solo cuando mi respiración se tranquilizó y la tormenta amainó, pude volver a hablar. Me negaba a alejarme de él. Aquello era algo en lo que pensaría más tarde. Ahora solo quería disfrutar de su piel en mis labios.
—¿Garret?
—Dime.
—¿Sabes que no te daré ningún extra por consolarme, verdad?
Rio con ganas. Su pecho vibró expandiendo la honda por todo mi cuerpo, haciendo estallar mis latidos. Me cobijé más en su pecho y él me abrazó con más fuerza.
—No esperaba ningún extra —susurró—. ¿Tú sabes que estaré aquí si necesitas lo que sea, verdad?
Sonreí, con el corazón en la garganta.
—Muchísimas gracias, Garret.
Dejó otro beso sobre mi cabeza. Me sentí la chica más querida en el planeta tierra.
(***)
Es justo ahora cuando he podido subir el capítulo. Ayer tuve un par de problemas y me fue imposible y hoy he estado prácticamente todo el día con jaquecas y el simple hecho de moverme me destrozaba la cabeza. ¡Pero aquí está!
¿Qué opináis del capítulo? ¿Y de Amber?
¿Y del hermano de Amber, Kenai?
Y, por favor, que no se calle nadie el fangirleo entre Garret y Amber, por favor!
Espero que no hayáis tenido que gastar muchos pañuelos.
Os quiero, abejitas!
Besos y XOXO
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