Día 9: Tatuado en mi piel.
Harry
Un maldito tatuaje. Se ha hecho un maldito tatuaje con el planeta Saturno. Son muchas cosas a las que pasan por mi cabeza ahora mismo. El estómago me da un vuelco y el corazón se me acelera.
— ¿Qué pasa? —me pregunta, y me mira como si estuviera loco.
Sé que está tratando de disimular, sabe perfectamente a lo que quiero llegar.
—Te acabo de preguntar por tu tatuaje, ese que tienes en el cuello —le digo inclinando mi cuerpo hacia ella.
Los ojos de Jamie brillan y su sonrisa se ensancha.
—Es Saturno —contesta —. Me lo hice dos meses después de haberme ido de Crisfield.
Me acerco a ella todavía más, mis labios están muy cerca, incluso podría besarla, pero no es el momento. Esperaré hasta tener en mis manos los resultados de la prueba de ADN.
—Vuelvo a preguntar, Jamie. ¿Por qué tienes ese tatuaje?
—Por ti.
Sus ojos no me abandonan en ningún momento, haciéndome creer que sigo siendo el mismo hombre que quiere en su vida. El tatuaje es precioso, se trata del planeta Saturno roto y agrietado en sus laterales, de esos agujeros le salen flores margaritas de un color amarillo muy vivo.
Cuando éramos adolescentes, soñábamos con viajar al espacio y tocar las estrellas, conocer los planetas. Con el tiempo nos fuimos obsesionando con Saturno, por su color amarillo anaranjado, y, sobre todo, porque en él llueven diamantes.
—Deja que te cuente la razón por la que mi podcast se llama así —le quiño un ojo y me aparto un poco de ella para observar a Elias, el cual juega con otro niño a los astronautas —. Resulta que mi cerebro y mi corazón son incapaces de olvidar a cierta chica obsesionada con el violeta. Para el mundo yo soy Saturno, pero para ti siempre he sido simplemente Harry.
Suspira y luego enarca una ceja.
—Hombre, siempre sospeché algo —añade con delicadeza y sonríe.
Siento una dolorosa punzada en el corazón y la esperanza florece en mi interior. ¿Entonces siempre ha sabido que nunca la he olvidado? Dicen que todo sucede por un motivo, tal vez esta es nuestra segunda oportunidad para hacer las cosas bien, sin secretos.
—Pero nunca quisiste confirmarlo —rebato, aunque trato de no sonar borde.
— ¿Sabes lo que me dijo Soledad cuando vio mi tatuaje por primera vez? —hace una pausa para despejar su rostro de algunos mechones de cabello —. Que el tatuaje combina con mi personalidad, porque yo también estaba compuesta de roca y hielo, al igual que los anillos de Saturno.
La miro con un sinfín de preguntas en la mente.
—No. —Guardo silencio—. Estas compuesta de amor, bondad y un millón de cosas bonitas. Eso sí, los vientos que llevas contigo son demasiado fuertes, eres capaz de crear un tornado con una sola mirada.
Ella suelta una carcajada que me encoje el corazón. Las personas a nuestro alrededor han comenzado a salir del local y me percato que ya es hora de que cierren.
A regañadientes, salimos del observatorio y volvemos al coche, quiero comprarle un regalo a Elias antes de dejarlos en casa.
Guardamos silencio mientras conduzco hacia Toy Lot. Hay cosas con las que necesito lidiar antes de seguir adelante. Nuestra historia es complicada. Las cicatrices son profundas y tanto Jamie como yo tenemos el corazón hecho trizas.
— ¿Qué hacemos aquí, mami? —le pregunta el pequeño a la que ha sido su madre desde que vino al mundo.
Jamie aún no me ha contado la historia de Elias, y no puedo negar que siento mucha curiosidad por conocerla.
—Entremos, vamos a escoger un regalo para ti —acaricio sus mofletes colorados y él sonríe con ternura.
Jamie suspira y detiene su paso, tomándome del brazo.
—Es demasiado. No te corresponde, todavía —dice con sinceridad.
Asiento con la cabeza, más que nada porque entiendo lo que quiere decir, pero Elias no es mi hijo.
—No creo que lo sea. De todas formas, aunque no sea mi hijo, lo veo como tal por el simple hecho de que tú eres su madre.
—Bueno, en teoría no lo soy —susurra bajito.
—Lo eres —digo con voz ronca y baja.
La discreta discusión llega a su fin cuando el pequeño me toma de la mano y tira de mí hacia el interior de la tienda.
Miro los alrededores de la tienda perfectamente amueblada y decorada para reflejar el estilo de juguetería antigua. Lujosa, pero sin exageraciones ni extravagancias. El televisor de pantalla plana de sesenta pulgadas es un buen toque para animar a los más pequeños a escoger su juguete preferido. Los sillones de cojines coloridos animan a cualquiera a tomar un descanso en ellos. Un mostrador a juego con diferentes accesorios en exhibición. Todo muy vintage pero sin llegar a lo viejo.
— ¡Mira, Harry, un telescopio! —me llama Elias, entusiasmado ante la idea de ver las estrellas con el telescopio de Nicholas Copérnico.
— ¡Elias! —Lo regaña —. No quiero que pidas nada, por favor.
—Está bien, mamá.
El mohín tan gracioso que hace me causa ternura y hace que el corazón se me acelere. Veo mucho de Jamie en él, a pesar de no ser su hijo biológico.
Algo del otro lado del telescopio capta mi atención. Brilla, pero no logro ver que es, por lo que me acerco un poco. Tomo el objeto entre mis manos y lo observo con curiosidad.
— ¿Qué es? —me pregunta el niño.
Mi mano comienza a temblar cuando abro el estuche y le enseño a Elias el contenido.
—Es una brújula —contesto absorto en mis pensamientos. Es tan parecida a la que Jamie me regaló hace años. ¿Por qué el destino se empeña en recordarnos el pasado a cada paso?
El niño frunce el ceño.
— ¿Para qué sirve?
Carraspeo un poco para apartar el pasado.
—Para guiarnos. Mira —me agacho a su altura y se la muestro —, esas agujas señalan el norte, el sur, el este y el oeste. Así sabes hacia donde debes ir.
Justo cuando termino esa última frase, Jamie se acerca a nosotros y la brújula señala hacia el rincón donde antes se encontraba. Abro los ojos, asombrado.
— ¡Que guay! —exclama Elias.
—Nos la llevamos —le indico a la tendera, que enseguida la envuelve en papel de regalo de dinosaurios y me la entrega.
Se la tiendo a Elias y él la mira ilusionado. Sus ojitos azules brillan con intensidad.
— ¿Es para mí? —pregunta con una vocecita armoniosa.
—Sí, para que nunca pierdas el norte —enfatizo las palabras y le guiñó un ojo a Jamie, que nos mira con atención. Ella en cambio pone los ojos en blanco.
—Lo que me faltaba por oír… —dice y resopla —. ¿Cómo puede un niño perder el norte?
Elias y yo nos giramos hacia ella y le dedicamos una sonrisa desmedida.
—Cariño, si los adultos andamos por la vida sin norte, por supuesto que los niños igual. Por ejemplo, yo conozco a cierta persona adulta que desde hace siete años ha perdido el norte.
—Vaya par —se tapa los ojos, exasperada y Elias y yo rompemos en carcajadas.
Jamie se da la vuelta y se marcha al coche mientas Elias y yo pagamos por la brújula.
Diez minutos después, llegamos a su casa y aparcó el coche frente al garaje. Observo al señor Moore de pie en la puerta envuelto en un enorme chándal de un color marrón indefinido. Me apeo del coche para saludarlo y este me sonríe de vuelta.
—Oye, Harry, quería pedirte perdón —espeta el señor Moore, avergonzado. Jamás he visto a un hombre de más de sesenta años sonrojarse por pedir perdón.
—No se preocupe, señor Moore —trato de decir tras aclararme la garganta. No tengo idea de por qué me pide perdón, pero tampoco pienso preguntar.
—Mi hija nunca ha podido pasar página, ¿sabes? Incluso te lleva tatuado. Que manía la de los jóvenes en marcarse el cuerpo —dijo lo último con retintín. Parpadeo varias veces intentando digerir lo que acababa de confesar.
— ¿Tatuaje? No lo sabía —me hago el desentendido a ver que más confiesa el señor Moore.
Menos mal que Jamie ha entrado en la casa con Elias y nos ha dejado solos afuera.
—Sí, tiene dos, pero el otro no sé qué significa, nunca ha querido decírmelo. Es una especie de planeta, o algo así.
Una risita con tos se me escapa de la garganta. Se refiere al que ya descubrí, el de Saturno. Debo seguir pinchándolo a ver si saco algo más.
—Mmm, que interesante. ¿Y el otro?
El señor Moore sonríe y lo noto algo colorado.
—El otro... es... bueno, es tu nombre, pero el lugar...
«Maldita sea, hable de una vez»
Quiero gritarle, pero me contengo. Mi nombre, Jamie tiene mi nombre tatuado en su piel. La emoción que siento es inmensa.
— ¿No me diga que en una teta? —comento, y enseguida me arrepiento cuando el señor Moore carraspea y me dedica una mirada asesina. Por un momento he olvidado que es el padre de Jamie.
—Mucho peor, en una nalga —confiesa y rompo a carcajadas.
En ese momento Jamie se une a nosotros y le lanza una mirada venenosa a su padre y él se encoge de hombros, restándole importancia. Lleva una pequeña caja gris en sus manos.
—He escuchado todo —susurra sonriendo sin una pizca de vergüenza en su rostro —. Me prometí tirarlo a la basura y jamás dártelo, pero creo que es mejor que lo tengas.
Me tiende la caja y yo la analizo con cuidado. Casi no pesa, por lo que intuyo que no es nada de vidrio ni de metal.
— ¿Qué es? —indago sin dejar de mirar sus hermosos ojos azules.
Jamie me arrebata la caja de las manos y comienza abrirla. Miro sus labios y deseo besarla, pero me contengo.
—Es un planeta, Saturno, para ser exactos —sonríe y sus hermosos ojos azules brillan con intensidad.
La pequeña bola de cristal se ilumina de color anaranjado cuando Jamie presiona un botón y el planeta comienza a girar. Mi sonrisa se ensancha y la abrazo.
El silencio se vuelve incómodo, pero ninguno de los dos somos capaces de movernos. Le rozo la mejilla con los dedos, me acerco, apoyo mi frente sobre la de ella, y pego mis labios a los suyos. Jamie no se resiste.
Me ha regalo un planeta, el maldito Saturno.
—Debí Habértelo dado hace años. Ya ni siquiera las fabrican —susurra ella cuando nos separamos.
— ¿Cuando la compraste? —pregunto.
—Hace siete años, en Havre de Grace, dos noches antes de que todo se fuera a la mierda.
No puedo negar lo que siento cuando estoy con ella. La quiero, y siempre la he querido. Y le seguiré queriendo por el resto de mi vida. Un beso no es suficiente. Quiero más, necesito más.
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