Capítulo 7: Fuera de Casa
—¡¿Cómo pudiste hacer eso, Allison?! ¡Explícame por favor! ¡¿Acaso volviste a tener quince?!
Mi abuela estaba furiosa, tanto, que hasta mi abuelo estaba algo asustado.
Los sirvientes también miraban la escena a lo lejos, aterrados. Ninguno quería entrometerse, pero habían llegado hasta la entrada de la mansión al oír los gritos de mi abuela.
Mi abuela jamás levantaba demasiado la voz. Siempre mantenía su actitud serena y pacífica. Ella tenía un carácter fuerte, pero gritar le parecía de mal gusto.
Claro, en ese momento estaba tan indignada que ni siquiera le importaba si parecía un loca, y tenía algo de razón.
—¡El niño es un potencial psicópata! ¡¿Qué querías que hiciera?!
—¡Resolver las cosas como adultos, Allison! ¡¿Por qué te cuesta tanto madurar?!
Ya me había aburrido de la situación. No quería seguir escuchando a mi abuela gritar, por lo que fui hacia las escaleras y comencé a subir.
—¡Allison! ¡Allison!
Ignoré todos los llamados de mi abuela y solo seguí avanzando hasta llegar a mi cuarto.
Sabía que no me serviría de nada encerrarme en mi cuarto, por lo que tomé un bolso y comencé a meter mis cosas dentro.
No pensaba irme de la mansión para siempre, de todas maneras, sería mía cuando mis abuelos murieran. Mi plan solo era irme uno o dos días hasta que mi abuela se calmara y pudiera verme sin gritar o querer asfixiarme.
Comencé a llamar a por teléfono a Fred, pero no contestaba. Probablemente tenía mucho trabajo en el hospital, así que me rendí y metí mi teléfono en el bolso.
Antes de irme, me cambié de ropa, ya que, solía usar ropa más elegante desde de que me había convertido en la presidenta de cosméticos Athena, y en ese momento necesitaba comodidad, no elegancia.
Me puse ropa abrigada, pues, aunque no estaba nevando ese día, el frío seguía siendo igual de intenso.
Luego de ponerme un abrigo, me puse unos guantes que dejaban las puntas de mis dedos desnudas y por último, un gorro de lana de color vino con un pompón en la punta.
Tomé mi bolso y salí, con cuidado de no toparme con alguien.
Mis abuelos debían estar en la sala, probablemente mi abuela se encontraba tomando un té para calmar sus nervios, mientras mi abuelo le sobaba la espalda.
Cuando salí al patio, fui hacia mi camioneta y dejé mi bolso en la parte de abajo del asiento del copiloto.
No tenía idea de a donde iría, pero lo resolvería en el camino.
Encendí el auto y comencé a avanzar para salir de la mansión. Ya afuera, comencé a conducir hacia la biblioteca del centro, un gran y antiguo edificio con la mayor cantidad de libros de las que estaban cerca para todos en la cuidad, pues se hallaba en un lugar céntrico.
Debido a que la biblioteca no tenía donde estacionar, dejé mi auto en la empresa, la cual no estaba a más de unas calles.
Si bien, no era muy placentero caminar por las calles a esa hora, donde el sol estaba poniéndose y las temperaturas bajaban aun más, me había relajado un poco.
Sentir la fría brisa invernal rozar mi rostro y respirar el frío del ambiente no se sentía nada mal.
Cuando llegué a mi destino y entré, el cambio de temperatura fue realmente brusco. Mi nariz congelada y mis mejillas heladas comenzaron a calentarse con el ambiente temperado de la gran biblioteca.
Luego de hablar con el hombre que estaba ese día en el mostrador, fui en busca de algunos libros para pasar el rato.
Últimamente me había interesado por temas como la historia del arte, por lo que fui hacia la sección de historia y comencé a buscar algo que me interesara.
Terminé por sacar un libro de la historia de DaVinci, otro de Van Gogh y uno del arte primitivo.
Estaba por ir hacia un asiento, cuando vi un libro que me llamó la atención. Era de color verde, lo que lo hacía destacar entre los demás, y por lo que alcanzaba a leer, era de las mujeres en el arte.
Había muchas razones por las que las mujeres me cautivaban: éramos capaces de tener un ser vivo dentro de nosotras; teníamos la capacidad de hacer distintas cosas a la vez; en promedio, vivíamos más que los hombres; fuimos oprimidas durante largos años; y el ochenta y nueve por ciento de los compradores de cosméticos Athena eran del sexo femenino.
Necesitaba saber como había sido el desarrollo del arte femenino a través de los años.
Para mi mala suerte, el libro estaba en una repisa que no alcanzaba ni siquiera poniéndome en puntitas.
Dejé los tres libros que tenía en mis manos en el piso, en una pila, y me erguí lo que más pude intentando alcanzar el libro.
Cuando uno de mis dedos lo rozó, sentí que lo lograría, pero antes de que pudiera seguir intentándolo, una mano que no era mía, lo sacó de la repisa.
Me volteé a ver quién era el descarado que había sacado el libro cuando era obvio que yo lo quería.
—Se ve interesante.
No podía creerlo. ¿Tenía una maldición? ¿Alguien me había echado mal de ojo?
No importaba lo que hiciera, seguía topándome a Alexander de cualquier forma. No me hubiera sorprendido si aparecía en mi baño algún día.
Le arrebaté el libro de las manos y me agaché a recoger los otros.
—Fue un gusto verte..., pero ahora me retiro.
—¿Qué haces aquí a esta hora? —me preguntó, siguiéndome.
Me detuve de golpe, provocando que él chocara contra mí.
—Mira, maestrucho... ¿Cómo debo explicártelo? —me volteé a verlo—. ¡Quiero que desaparezcas de mi vida!
Alex me tapó la boca y me hizo callar.
—Es una biblioteca —susurró—. No puedes gritar.
Quité su mano de mi boca, bruscamente, y me acerqué a él, hasta quedar casi pegada.
—Esta bien, susurraré, pero escúchame bien —hice una pausa y por alguna razón, me distraje y olvidé lo que le iba a decir.
La razón era simple: estar tan cerca de él y sus labios nuevamente, me había desconectado las neuronas.
—¿Vas a hablar? —preguntó Alex, después de segundos de silencio.
Yo retrocedí y negué.
—Olvídalo —dije, restándole importancia.
—Entonces... ¿Qué haces a aquí a esta hora? Es tarde.
—¿Qué haces tú aquí a esta hora?
—Estar tanto tiempo en casa encerrado y sólo es aburrido —explicó—. Salí a pasear y entonces llegué hasta aquí y decidí entrar para leer un libro... A veces extraño buscar información en los libros y no en Google.
Yo comprendía eso.
Era mucho mejor tener una maquinita que buscara información al instante por ti, pero de vez en cuando era lindo aprender hojeando unas páginas amarillentas y desgastadas de una vieja enciclopedia.
—Entiendo eso.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó, por tercera vez—. En tu casa hay una biblioteca, ¿para que venir hasta acá en un día así?
Comencé a mirar los libreros con desinterés.
—A veces es lindo salir de casa y respirar otro aire.
—¿Paso algo?
Odiaba que Alex fuera tan intuitivo. No estaba segura de si era así con todos, pero lamentablemente, casi siempre sabía cuando a mí me había sucedido algo.
—No es nada grave —respondí—. Solo necesitaba salir de casa para relajarme.
—Ah... ¿y hasta que hora te vas a quedar? —preguntó, notándose algo preocupado—. No puedes andar sola hasta tan tarde.
Yo rodé los ojos.
—Bueno, quizás duerma aquí —él ladeó la cabeza sin entender—. Tengo que dormir afuera hoy... hice algo malo y mi abuela esta furiosa.
—¿Cuántos años tienes? ¿Treinta o quince?
Lo miré furiosa.
—Q-quiero decir, deberías volver a casa igual. Simplemente evita a tu abuela y ya.
Yo negué.
—No comprendes... le di un puñetazo a alguien en una fiesta infantil donde todos conocían a mi abuela.
Alexander aguantó la risa y cuando fruncí mi ceño, carraspeó.
—Bueno, ¿y donde piensas dormir?
—En el departamento de Fred..., pero no contesta el maldito teléfono.
Hubo un silencio.
—Ven al mío, mientras tanto —lo miré con la ceja enarcada—. Vamos, tú me importas. No voy a dejar que estés sola por ahí para que secuestren o algo por el estilo.
Sentí un calor recorrer mis mejillas y comencé a pedirle a Dios que no me sonrojara, al menos no notoriamente.
—Esta bien —accedí—, pero no te preocupes, solo será una hora o dos.
Él asintió.
—Tranquila... ¿viniste en auto?
—Sí, lo dejé en la empresa, a unas calles de aquí.
—¿Y pensabas caminar a esta hora por las calles tú sola?
—Sé defenderme, Alex —le recordé.
Comencé a poner los libros en el lugar que los había encontrado, ya que, iría con Alex, no los necesitaría después de todo.
—Sí, pero podrían lastimarte...
—A ti también.
Tampoco era como que para él fuera seguro caminar por las calles desoladas sin compañía.
—Sí, pero yo no soy tan importante como tú.
«Sí para mí... ¡No! ¡Yo no pensé eso! ¡Claro que no!».
—Tal vez... —me limité a responder.
Pero en el fondo, yo sabía que preferiría que me lastimaran a mí antes que a él.
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