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Capítulo 13: Herencia

Cuando desperté en la mañana y recordé lo que había pasado la noche anterior con Alexander, me sentí algo culpable. 

«Debí haber mantenido la boca cerrada», me reprendí.

Luego de pensar un momento en lo tonta que había sido al soltar información que claramente tenía planeado mantener en secreto hasta el día de mi muerte, sacudí mi cabeza para hacer eso a un lado y comencé a pensar en lo que debía hacer con las cosas de mi madre.

Ese día iría el abogado a la mansión para leernos el testamento y así poder repartir oficialmente la herencia.

Yo era la que más estaba al tanto de lo que decía el testamento, pero, aun así, quizás mi madre había omitido alguna cosa para evitar polémicas entre mis hermanos y yo.

El abogado había pedido que todos los hijos estuviéramos presentes, por lo que, en la tarde, los tres estábamos reunidos con él en la oficina de mi abuelo.

El abogado nos explicó cosas que yo ya sabía e incluso mis hermanos, lo que me dio a entender que mamá no había ocultado nada.

Cuando el abogado se marchó, mis hermanos y yo nos quedamos hablando.

—Ya estoy harto de tener que heredar relojes y ceniceros de cristal o esa clase de cosas —se quejó Max—. No tengo donde meter más cosas y venderlas me hace sentir culpable.

Max tenía mucha razón.

Después de que nuestros abuelos maternos fallecieran, habíamos heredado un montón de cosas inútiles, muchas de ellas llamadas reliquias familiares, pero en realidad, eran inútiles. El problema era: ¿Cómo vendías cosas a las que llamaban reliquias familiares y que se habían heredado de generación en generación sin sentir que tus antepasados te irían a tirar los pies en la noche?

—Pues mételas todas en algún lugar y mantenlas ahí en caso de que la empresa quiebre y nos quedemos en la pobreza... Eso sería una buena solución —propuse.

—Tengo la cabeza de un león en mi pared... —dijo Max con desagrado—, esa cosa no sirve para nada, pero la cazó nuestro tátara abuelo... y, además, ¿quién querría comprar algo tan horrible?

Solo un enfermo quería colgar cabezas de animales petrificadas en su casa, pero para mi tátara abuelo, eso era todo un premio, igual que para mi tátara abuela lo eran sus abrigos de piel de animales.

A diferencia de Max, yo había sido un poco más fuerte y había dejado que psicópatas de la moda me dieran dinero a cambio. Ni siquiera me había molestado en ponerles un precio muy elevado, pues solo las quería fuera de mi vista. Yo no sería dueña de algo tan sucio y horrible como la ropa de piel animal.

—Deberías vender esa cosa, en este mundo hay tantos locos que alguno lo querrá.

Max suspiró.

—Espero que el tátara abuelo ya esté en el infierno y no pueda venir a molestarme.

—¿Irán conmigo a desocupar la casa? —pregunté, cambiando de tema.

—Ve tu primero —me dijo Max—. Nosotros nos encargaremos del resto.

Asentí.

—Y no toques las cosas de mi cuarto —advirtió Dave.

Yo puse los ojos en blanco.

—Las cosas que hay ahí no las usas desde que tienes como seis años, no seas llorón.

—Tu ocúpate de las cosas de mamá, papá y las tuyas y ya —insistió.

—Está bien —accedí para que dejara de molestarme.

Luego de acordar unas cosas más, nos despedimos y yo decidí ir al invernadero, que estaba vacío en ese momento.

A diferencia de mis abuelos, yo no era buena con las plantas. Una vez había tenido un pequeño cactus y se me había secado... Sí, se me había secado un cactus, esos que viven en los desiertos donde apenas caen unas gotas de agua al año.

De todas maneras, ignorando mi poca familiarización con las plantas y la naturaleza en general, estar entre esas bonitas flores de colores y verdes hojas brillantes me relajaba un poco.

Luego de admirar algunas de las flores de cerca y olerlas, tomé mi celular del bolsillo de mi pantalón.

Mi plan era vaciar la casa de mis padres lo antes posible, por lo que comenzaría al día siguiente y, como Fred me había pedido acompañarme, tenía que avisarle.

Marqué el contacto de Fred, me puse el teléfono en la oreja y esperé.

Luego de varios tonos, Fred contesto:

—Hola, pastelito, ¿Qué pasa?

—Te quería contar que hoy vi el tema del testamento de mi mamá y voy a ir a desocupar parte de la casa mañana, ¿vas a ir conmigo?

Fred pareció complicado.

—Eh... es que tengo mucho trabajo y mañana deberé estar aquí.

—Bien, tranquilo.

—Realmente quería ir contigo... ¿me cuentas después como te va?

—Sí, claro —respondí algo extrañada.

—Bueno, amor, nos veremos después. Recuerda que te amo mucho —se despidió dando un beso cerca del micrófono.

—Nos vemos —corté la llamada y dejé mi celular sobre una de las mesas con masetas del invernadero.

Debía decir que me parecía algo extraña la actitud de Fred. Parecía realmente interesado en acompañarme a la casa de mis padres. Imaginaba que quizás tenía curiosidad sobre la casa de mi infancia, pero aun así no sentía que eso tuviera mucho sentido.

En ese momento una mala idea surgió en mi cabeza.

Ya que, Fred no me acompañaría a vaciar la casa de mis padres, podía usar esa ocasión como excusa para llevar a alguien más... Sí, sería una buena forma de ver a Alex y dejar en claro que nuestra relación seguiría de la misma manera. Seguiríamos siendo lo que fuera que fuéramos desde que nos conocimos.

En realidad, me costaba bastante definir mi relación con Alexander. ¿Éramos amigos? ¿Conocidos? ¿Cómplices? ¿Compañeros? ¿Amigos que se gustaban? Ningún término sonaba realmente adecuado.

Sacudí mi cabeza ante la última pregunta. No éramos ni siquiera amigos, menos amigos que se gustaban.

—No, claro que no. Ya es pasado —me recordé... o, mejor dicho, me mentí.

Yo sabía que mis sentimientos no eran cosa del pasado aun, pero me esforzaba para que así fuera. Sentía que, con mucha voluntad y disposición, lo lograría. Tenía que lograrlo. Debía olvidarme de Alexander Meyer de forma romántica, aunque eso me costara otros cuatro años más.

Asentí convencida y toqué delicadamente una de las rosas blancas de mi abuela, a la cual inmediatamente se le cayeron dos pétalos al suelo.

Me quedé mirando los pétalos en el suelo algo asustada. ¿Qué había de malo en mí? ¿Alguna clase de maldición vudú?

—De todas maneras, nunca me gustaron las rosas.

Me alejé de las flores y fui hacia adentro nuevamente, necesitaba hacer algo para pensar y pasar el tiempo o comenzaría a repasar en mi cabeza todas las formas posibles en las que Alexander reaccionaria cuando yo me volviera a aparecer.

Decidí que, al ser un lindo día, debía dar un paseo en motocicleta.

Fui hacia el patio delantero y le pedí a una de las personas de seguridad que llevara mi motocicleta al patio delantero. No demoró más de unos minutos y entonces me subí y puse mi casco para salir.

No había nada que me relajara más que un paseo en motocicleta. Sentir la brisa chocando contra mi cuerpo y lo liviana que me sentía al avanzar era maravilloso.

Lo único malo era que no podría dar vueltas por ahí el resto de la tarde y en algún momento tendría que pensar en Alexander. Durante cuatro años había estado intentado hacer lo mismo: distraerme para no pensar en él, pero al final del día, terminaba en mi cabeza igual.

Era sorprendente como ningún chico antes había ocupado más de unos minutos en mi cabeza, pero el maestrucho de secundaria que había conocido por accidente se llevaba al menos una hora por día.  

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