6. Bajo peligro
La esponjosidad del colchón amortiguó su caída haciéndola rebotar con suavidad, aspirando el dulce aroma de las frazadas limpias, pero aferrándose a ellas como si su vida dependiera de eso. Se mantuvo quieta, escuchando todos los sonidos a su alrededor con atención y el corazón desbocado palpitando en sus oídos; su pesada y rápida respiración muy cerca de ella, el fuerte sonido del portazo de la puerta, pasos molestos y luego, el completo silencio.
Karla se levantó de la cama de un salto pensando que, de esa manera quizás, pudiese hacer algo para evitar sus próximos movimientos. Pero no, se sorprendió al verlo alejado y pegado a la puerta escuchando, así como ella misma lo hizo, cada mínimo sonido provenir del exterior. La tensión en su cuerpo era aún más visible, nada comparada a su actitud imponente y firme frente a aquel sujeto.
Suspiró, pasó sus manos por todo el rostro y volteó a mirarla con rabia, estaba más que molesto. Aún con su atuendo tan casual, vistiendo una simple sudadera y camisa lisa, se notaba el porte fino y actitud dominante. Se sintió pequeña en ese momento, asustada y contrariada, queriéndose alejar la mayor distancia posible de él.
—Que esta sea la última vez que haces una estupidez como esta —le advirtió—, no sabes en lo que te estás metiendo y créeme que no quieres averiguarlo.
No sabía que hacer o decir, su mirada era tan penetrante y fría que enmudeció al instante, clavándose en su sitio y sintiéndose aprisionada por el peso de sus oscuros ojos.
—¡Dios! —murmulló, suspirando y suavizando un poco su expresión—. Solo no lo vuelvas a hacer y todo estará bien, ¿de acuerdo?
—No... —susurró Karla temblorosa.
—No es una opción, si te digo que no te conviene es porque es así —comentó Henry acercándose cada vez más, mientras ella retrocedía al mismo tiempo—. Y tampoco te haré daño, mientras hagas lo que se te diga no te pasará nada.
—No le creo nada —titubeó, tratando de mantener su voz firme—, y aléjese de mí, no se acerque más, por favor.
Se detuvo por un segundo, solo observándola de pies a cabeza y analizando su siguiente movimiento. En esas circunstancias, por más bonitas que sean las palabras que use para tranquilizarla, nada podría salir bien. Para ella, el solo hecho de estar allí lo convierte a él y todo el que este de su lado en un peligro potencial.
—Tranquila, ¿crees que te haré algo? —indagó con una sonrisa ladeada, caminando con lentitud hacia ella—. Aquí estarás segura, no te mantendré amarrada si es lo que piensas, pero tampoco puedes salir de la casa, es la única condición.
—¿Por qué? —sollozó llena de impotencia y amargura—. Solo quiero volver con mi mamá, me necesita.
—Y yo te necesito a ti... —murmuró Henry a peligrosos y pocos pasos de ella—. Aquí conmigo.
—¿Para qué? Dijo que no me hará nada, no veo para que me necesita —expresó molesta, alejándose sin despegar sus ojos de él.
Con cautela, lo rodeó caminando directo a la puerta de la habitación, sus ojos fijos en los de él tratando de anticiparse a cualquiera de sus movimientos. Pero Henry no se movía, no se inmutaba de ninguna manera y solo la seguía con la mirada, esperando y pensando.
—No tiene razones para retenerme, nada de esto tiene sentido, ¿por qué no me deja ir? —insistió, cada vez más cerca de su esperada libertad—. No diré nada, haré borrón y cuenta nueva.
—Ojalá las cosas fuesen así de simples, mi querida Karla —dijo Henry luego de un largo suspiro—, pero la vida es más cruda y dura que eso aun para quienes parecen tenerlo todo.
Karla se sorprendió al escuchar su nombre salir de sus labios, como si el saberlo le diera poder sobre ella o hiciera alguna diferencia en su actitud. Eso más que sorprenderla, le alertó aún más de lo que ya estaba, tomando una crucial decisión en solo milisegundos. Se giró y con rapidez corrió a la puerta, solo era abrir y seguir corriendo, esconderse y permanecer en silencio hasta tener posibilidad de buscar una salida segura.
Sin embargo, no podía pelear contra el estado de su propio cuerpo y las secuelas de toda aquella pesadilla. No pudo evadirlo al ser más fuerte y rápido que ella, los brazos de Henry la envolvieron una vez más aprisionándola contra su pecho. Manos pegadas entre su cuerpo y el de él, podía sentir su acelerado corazón ensordeciendo sus oídos, y también los latidos del suyo. Rápido y fuerte.
—No te haré daño, ni yo ni nadie te tocará en contra de tu voluntad, mientras estés aquí conmigo... —dijo Henry entre susurros.
Sus ojos ya no denotaban esa frialdad paralizante de antes, se había perdido en la calidez de la expresión inocente y aterrada de Karla, acariciando sus mejillas delicado y suave como si temiera romperla. Era extraño, sus palabras no concordaban con sus acciones, tan cerca de ella mirándola con esa lujuria contenida mientras le acariciaba perdido en sus propios deseos.
—... estarás a salvo —continuó, su rostro cada vez más cerca—, solo déjame cuidarte y lo tendrás todo.
Estaba tan cerca que su aliento cálido chocaba en sus labios, pero no lo quería, le aterrorizaba el hecho de que estuviese a solo centímetros de besarla. Aprendió, en solo esos pocos días, que no podía bajar la guardia ni creer en dulces palabras. A las malas le demostraron que, en esa realidad, su nueva realidad, nadie es lo que aparentaba o decía ser mucho menos si era capaz de mostrar la más cálida de las sonrisas.
Esa aparente dulzura en sus palabras, la calma en su expresión y la suavidad al tocarla no era más que una estrategia para bajar sus defensas. Pero no lo lograría, y, aun así, la tenía aprisionada sin posibilidad de moverse. Aunque no lo quisiera, era consciente de que él podía hacer con ella lo que se le ocurriera en ese momento y no tendría las fuerzas para evitarlo. ¡Estaba perdida!
Esperando lo peor, cerró los ojos con fuerza viendo como acortaba cada vez más ese mínimo espacio que aún los separaba. Dos lágrimas cargadas de frustración recorrieron sus mejillas, siendo eliminadas con total delicadeza por Henry con dulces roces. Una nueva caricia y un poco de fuerza en el agarre de su cintura, y con ello un quejido de miedo quedó atrapado en su garganta. Se tensó por completo, una reacción instintiva de su cuerpo contra su cercanía, encogiéndose en sí misma como si pudiese protegerse.
—¡Mierda! —Le escuchó susurrar.
Volvió a respirar cuando, al sentirse ligera y liberada, escuchó el sonido de la puerta al cerrarse y el clic del seguro. Henry se había ido, dejándola una vez más encerrada y demasiado confundida. ¿Qué había sido todo eso?
Las piernas le flanquearon, cayendo sentada al suelo con total debilidad al bajar la adrenalina del momento. Estaba agotada, demasiado cansada como para pensar más de la cuenta y sacar conclusiones erróneas. No sabía nada de él, así que no tenía modo de entender sus razones o las palabras que le había dicho porque, por más convicción que demostrara, nada de eso tenía sentido. Todo tiene una razón de ser, su presencia allí, el empeño de Henry por comprarla y evitar que fuese el tal Frig quien se apoderara de ella, la pregunta era, ¿de verdad estaba dispuesta a saber todo eso?
Con solo recordar la bodega llena de chicas, los supuestos doctores, aquella fiesta, los invitados y sus expresiones al querer comprar niñas empacadas como muñecas, comprendió que la palabra «turbio» quedaba muy corta para catalogar todo ello. Era el infierno y no quería conocer al diablo detrás de todo eso.
—¡Voy a entrar! —anunció una suave voz femenina desde fuera—. Cuidadito se te ocurre hacer esa estupidez otra vez, te juro que te devuelvo el golpe y con intereses, ¿me escuchaste?
Escuchó el tintineo de las llaves una vez más, así que se levantó y corrió a la cama. De momento, solo por ese día mientras pensaba que hacer y se recuperaba un poco, no trataría de salir o hacer algún movimiento sospechoso. Mientras menos piensen en ello, más oportunidades tendría, o eso creía ella.
Con cautela, la misma pelirroja se asomó por la fina línea de luz de la puerta entreabierta, entornando los ojos al verla quieta y sentada en su cama. Dio una patada a la puerta, la miró ceñuda y chasqueó la lengua. Entró con calma, pero sin quitarle los ojos de encima. Dejó sobre la mesa de noche una bandeja con comida, un caldo humeante y con el delicioso aroma que le hizo agua la boca.
—No te muevas de ahí, te lo advierto —le dijo con rabia.
Cerró la puerta con seguro, se acercó al closet de dónde sacó ropa limpia y cómoda, una blusa y un simple pantalón largo, algo de ropa interior y más cosas de aseo. Fue colocando uno por uno sobre la cama, dándole una penetrante mirada llena de reproche cada que se acercaba.
—Tienes ropa, jabón, todo lo necesario para que te des un baño —explicó, continuando al ver la mirada llena de ilusión de Karla dirigirse a la puerta—, pero no será necesario salir, ilusa, allá esta tu baño personal, disfrútalo, es todo tuyo.
Sus risas burlonas le provocaron hastío, pero no tentó a su poca suerte estando en desventaja aún. Se duchó mientras ella seguía trajinando fuera, la herida de su cabeza dolía y ardía, pero sentía que estaba empezando a cicatrizar. Al salir, la bandeja con comida le esperaba lista junto a una pelirroja indignada.
—Come todo, más luego vendrá alguien y por tu bien, espero no te le lances encima como si quisiera hacerte algo —le reprochó, recalcando con severidad—. Y es en serio, nada de golpes ni intentos de escape o yo misma me encargaré de patearte el culo.
—Lo siento, no quería golpearte, solo...
—Sí, ya sé, afán por salir de aquí —le interrumpió—, también espero lo mismo para ti, ¿sabes? No te quiero cerca, mucho menos de él.
Estaba confundida, ¿su malestar era solo por el golpe o había algo más detrás de su rabieta? No quería preguntar tampoco, pero si escucharía con atención todas sus quejas; por más que fuese irritante le estaba dando ciertas ideas que podría usar. ¿La quería lejos? Podía ser de ayuda para lograrlo y no perdería esa oportunidad. Claro está, tendría que esperar a que se le pasara el berrinche.
—¡Ojo con lo que haces, niña! —le advirtió una última vez y salió dando un portazo.
Se quedó sola con sus pensamientos, el olor de aquella sopa alborotando su estómago y su poca resistencia hacia aquel banquete. Lo devoró, no logró recordar hace cuanto no comía tan delicioso y completo; sopa, arroz, pollo, verduras, jugo, toda una delicia. Y por un momento, su estómago se cerró ante la presión de la culpa. Porque, ¿cómo podía disfrutar de aquella comida cuando, sabiendo la situación, era probable que su madre y hermano no tuviesen ni las migajas de eso para llevarse a la boca?
Platos vacíos frente a ella y estómago lleno, pero así mismo su alma se llenaba de pesar y tristeza. Volvió a llorar, esta vez fuerte y desgarradora. Todo lo que había retenido salió en ese momento, frustración, rabia, dolor y más rabia. Mucha y potente rabia que esperaba usar más adelante, así como le tocaba hacer con cada dificultad en su vida.
Lo que no te mata te hace más fuerte, decían, y ella lo tomaba más que literal. Cada uno de sus pesares y sentimientos negativos los usaba, le servían como el combustible necesario para esforzarse pese al cansancio físico y emocional, todo por salir y sacar a su familia del infierno que era su existencia.
Se recostó en la cama, dejando ir sus pensamientos en el idilio de una vida feliz donde su madre se recuperaba de su extraña enfermedad y su hermano iba a la escuela sin preocupaciones; un sueño perfecto y hermoso, donde ella regresaba a casa y se quedaba con ellos. Los extrañaba más de lo que podía soportar.
—¿Se puede? —indagó una rasposa voz femenina, una señora se asomaba por la puerta de su habitación.
No se dio cuenta de en qué momento la somnolencia empezó a arrastrarla, pero se vio sorprendida con aquella repentina intervención casi saltando de la cama.
—Calma, linda, solo vengo a hablar y ver cómo estás —añadió, entrando con un maletín en sus manos.
Entró con confianza y le sonrió con dulzura. Era una señora, unos sesenta años como mucho y algunas canas bastante pronunciadas en su oscuro cabello. Su uniforme de mucama le daba cierta elegancia, pero significaba que al igual que la otra muchacha trabajaba para ese sujeto.
Sin embargo, solo se acercó y retiró la bandeja de su lugar. Se sentó al borde de la cama y mientras tarareaba una suave melodía, empezó a ordenar cosas sobre una charola metálica. No veía que tanto movía, estaba a sus espaldas lo más alejado posible. Por más vibras de tranquilidad y calma que desprendería aquella mujer, no daría su brazo a torcer y se mantendría alerta siempre.
Poco a poco se fue acercando, rodeándola por encima de la cama lejos de su alcance. Vio, con cierta extrañeza, un kit de primeros auxilios siendo preparado y esterilizado sobre la charola.
—Ven, cariño, creo que necesitas algo de ayuda con esa herida en tu cabeza, ¿no crees? —indagó, mirándola con una sonrisa conciliadora—. Hay que limpiarla y vendarla antes que se infecte, ¡ven!
Le tendió la mano sin dejar de sonreír, esperando que se sentara frente a ella con tranquilidad. Con cuidado, extraña y reconfortante delicadeza, fue limpiando y vendando su herida. Colocó pomada en sus rapones y moretones más grandes, ayudó a peinar su cabello con el cuidado necesario para no dañar el vendaje. En pocas palabras, le ayudó como si de una madre o amiga cercana se tratase. ¿Toda la gente allí era así? Amables y de aparente dulzura, pero trabajando para un sujeto como el tal Henry, despiadado y retorcido como solo los tipos como él pueden ser.
La compró como a un pedazo de carne que puede consumir, sin ningún tipo de remordimiento ni compasión peleando con garras y dientes con otro de esos sujetos por ella, un producto invaluable en subasta.
Imponente, misterioso y perverso. ¿Podría haber alguien peor que él?
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