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5. El mejor postor

—¡Entra!

—¡No quiero, por favor!

—¡Que entres, maldita sea!

A empujones, Kim metió a Karla a una caja de madera grande y espaciosa, y con la ayuda de Merlina le sujetaron manos y pies a la superficie de la misma. Por último, su torso y cabeza fueron fijados de la misma manera. La habían, dicho de forma literal, empacado en una caja de muñecas en tamaño real como una más de una bizarra colección.

—¡No puedo moverme, suéltenme! —exigió Karla desesperada entre sollozos.

—Esa es la idea, tonta —se burló Merlina—, ahora, se una buena niña y trágate esto o ya sabes que pasará. Esto tuvo que haber hecho efecto hace cinco minutos, si no estuvieses como cabra loca moviéndote todo sería más fácil.

—Solo métesela a la garganta y ya —replicó Kim—, su comprador vendrá pronto y debe estar dormida o estaremos en problemas.

—Por las buenas, tomate esto y haz silencio —suplicó Barbie aún más preocupada que antes—, si es posible, finge estar dormida cuando venga tu comprador. ¡Esto es serio, niña, de esto depende lo que pase contigo cuando salgas de aquí!

En su boca metieron una pequeña píldora, de nuevo esa pastilla que la pondría a dormir por horas, tan liviana y fácil de llevar a cualquier lugar. ¡Tan vulnerable!

Sin más remedio, solo dejó pasar aquella cosa por su garganta esperando acabar con ello. No sabía que le deparaba el destino fuera de aquella isla, pero si existía un dios, esperaba se acordara de su existencia en cualquier momento. Quería salir, volver a ver a su madre y hermano, no quería morir en manos de un ricachón enfermo y con complejo de dios.

Poco a poco el efecto de la pastilla cobró fuerza, sentía el cuerpo pesado y los parpados se le cerraban solos, los sonidos eran lejanos y su vista se fue distorsionando. Seguía de pie solo por la firmeza de sus ataduras, de lo contrario su rostro habría conocido el suelo. Aun así, pudo verlo más de cerca. Era él, el tal Henry O'Donell, su comprador y nuevo dueño.

—Más hermosa incluso de cerca y ya eres todo mía. —Le pareció escuchar.

La sonrisa de suficiencia en su rostro solo le confirmó una cosa, su pesadilla estaba lejos de acabar.

Cayó rendida ante el efecto de la pastilla, teniendo como última imagen la sonrisa torcida de aquel sujeto, provocándole sueños peligrosamente incómodos. Se vio a sí misma siendo acorralada, amarrada y azotada por un enmascarado. Volvió a ver el reflejo del sujeto con capucha, el mismo pañuelo rojo le volvía a cubrir el rostro. Y, por último, el llamado Henry erguido sobre ella con esa misma mirada maliciosa y llena de deseo.

Entre temblores de miedo y susurros desconcertantes, despertó empapada en sudor y un fuerte dolor de cabeza. La oscuridad se cernía sobre ella, rodeándola dentro de una habitación desconocida y con un ligero olor a desinfectante de manzana.

Su mirada se perdía entre la oscuridad y lo borroso de su propia visión, el efecto de esa infernal pastilla duraba más de lo que deseaba. No podía mantenerse en pie, su cuerpo caía en la cama cada vez que intentaba levantarse y le dolía todo. Sin embargo, una cómoda y extraña suavidad cubría su cuerpo con delicadeza.

Por las cortinas, una fina línea de luz entraba desde el exterior. Podría ser de día, podría estar de regreso en la mansión que vio en la isla, podría estar incluso en cualquier otra parte del mundo sin si quiera enterarse del trayecto. ¡Podría, también, estar muerta en ese instante!

A su lado, una mesilla de noche y un reloj digital de luz intermitente le decía la fecha y hora: dos en punto de la tarde, del martes. Habían pasado ya seis días desde su captura, ¿cómo podía ser posible? De todos modos, de nada le servía saber aquello si no veía posibilidades de salir de allí.

Un ardor en su estómago le hizo gruñir de dolor, para después sentir fuertes arcadas queriendo expulsar todo su contenido. Pero nada había, nada salió y solo causó más incomodidad. Pudo por fin analizar su situación, una amplia cama de dosel como las de aquella habitación, cuadros pintorescos y muebles de calidad, amplias ventanas y cortinas de seda.

Estaba, una vez más, en una habitación bastante elitista y portentosa como todo ricachón presumido podría ser poseedor. Afuera, cuando pudo por fin levantarse sin caer, vio un hermoso prado abierto con un jardín. No había muros, rejas ni mastodontes, solo se veían unas cuantas personas merodeando por el jardín y los costados del terreno.

—¿Será que...? —murmuró.

Una chispa de emoción creció en su interior, un rastro de esperanza volvió a aparecer cuando creía todo perdido. No lo tenía seguro, debía seguir analizando sus opciones y crear una ruta de escape, pero por lo que alcanzaba a ver no era imposible. ¡No esa vez!

Estaba en un segundo piso, demasiado débil y lastimada como para siquiera considerar lanzarse desde esa ventana. De todos modos, estaba cerrada con seguro. Se acercó a la puerta, su único medio seguro para salir de aquella prisión y ver sus nuevas posibilidades. Nada, cerrada desde fuera con seguro.

Frustrada, continuó buscando por toda la habitación algo que le sirviera para abrirla, o por lo menos la forma de abrir la ventana. Si era necesario, podría usar la misma cobija para poder bajar por allí. Cualquier opción era válida, no se limitaría en nada.

Sin embargo, una suave voz y el tintineo de unas llaves le llamó la atención. Era una mujer, una joven y molesta muchacha se acercaba a su puerta. Sus quejas entre murmullos le delataban y al mismo tiempo, le daba cierta información que podía usar a su conveniencia. Venía desde el lado derecho, se detuvo frente a la puerta, abrió con cierta torpeza la cerradura y ella se preparó para salir en cuanto tuviese oportunidad.

Se mantuvo atenta a cada sonido, analizando y esperando. Un sonoro clic, una fina línea de luz y una suave ráfaga de aire cálido proveniente del exterior. Un vistazo de una chica pelirroja con expresión malhumorada fue su señal, por lo que se abalanzó sobre ella empujándola contra la puerta, abriéndola de par en par mientras con un quejido de dolor la chica dejaba caer todo lo que traía en manos.

No se detuvo a ver cómo estaba o saber que llevaba en aquella bandeja metálica, en sus prioridades estaba el correr todo lo que su maltrecho cuerpo le permitiese. Siguió el camino por donde ella llegó, un largo pasillo con varias puertas de madera cerradas con seguro, pero ninguna la salida. Llegó a un rellano, un espacio amplio donde iniciaba una enorme escalera curveada que bajaba y a su vez subía a lo que parecía un tercer y cuarto piso. ¡El lugar era enorme!

Bajó corriendo, con cuidado y haciendo el menor sonido posible. Escuchó gritos, llamados furiosos de aquella muchacha buscándola. Caminó a un costado de la misma, resguardándose bajo la sombra que este proyectaba. La vio bajar furibunda, sobando su brazo y tratando de limpiar su atuendo de restos de comida.

—¡Preciso ahora todos están ocupados, vaya mierda! —se quejó—. ¿Dónde te metiste, infeliz?

Caminó derecho, directo a lo que parecía la sala de estar. Al perderla de vista salió de su escondite, caminando por un pasillo contrario a la sala, igual de largo y un poco más iluminado. Vio al fondo una puerta, entró directo a lo que parecía ser una pequeña cocina de servicio. Había una gran mesa en el centro, utensilios ordenados sobre esta y a un costado, las estufas, neveras y hornos.

Al fondo, su salvación, una puerta de salida que daba justo al patio trasero. Sonrió, por primera vez desde hace mucho tiempo se permitió sonreír con alivio. Se acercó, no perdería tiempo pensando cosas innecesarias cuando había gente buscándola por toda esa mansión.

—Si yo fuera tú lo pensaría mejor antes de hacer eso —dijeron tras ella.

Estaba a solo unos pasos de la salida, una estirada de brazo y podría decir adiós a esa pesadilla, pero por desgracia no estaba sola. Reconoció esa voz, esta vez suave y relajada, pero con la misma tonalidad grave que ese día. Con lentitud y el corazón martillándole, se dio la vuelta viendo su silueta escondida tras un aparador. ¿Siempre estuvo ahí?

—¿Usted... qué quiere? —indagó con voz temblorosa—. Será mejor que me deje ir y...

—¿Y qué? ¿Vas con la policía y les dices que te vendieron como una muñeca metida en una caja disfrazada de Cleopatra? —se burló, manteniéndose en su sitio de brazos cruzados—. Dudo que te crean, estas en una gran desventaja y las estadísticas actuales tampoco ayudan.

—¿Por qué...? —sollozó, sin dejar de observar a su alrededor con sutileza.

—¿Por qué no puedes salir? Porque te compré y ahora eres mía, además... —Hizo una breve pausa ladeando la cabeza—. No hay forma de salir por aquí, solo la entrada principal y te aseguro que no quieres hacer tal cosa.

Poco a poco fue caminando de espaldas hasta chocar con la puerta sin quitar su mirada de él, sus ojos brillaban en la penumbra con una intensidad feroz, como un felino acechando a su presa. De creer en esas cosas, hubiese pensado que frente a ella estaba el mismísimo Lucifer.

Con todas sus fuerzas y lo más rápido que pudo, trató de girar el picaporte para poder salir, pero este no cedía. Estaba atascado, demasiado duro como para siquiera moverlo. Él tenía razón, no había escapatoria, no por ahí.

—¿Quieres un consejo? —dijo acercándose paso a paso con sus manos metidas en los bolsillos—. No insistas y regresa a tu habitación, la dejaste hecha un desastre, ¿sabes?

—No puede retenerme contra mi voluntad, es...

—Un delito, se llama secuestro, puedo ir a la cárcel —le interrumpió—, sí ya todo eso me lo sé, pero vuelvo y te advierto, no te conviene salir de aquí.

Su tono de voz se intensificó un poco, su cuerpo tensado y atento a cada uno de sus movimientos. Solo los separaban un par de metros y el mesón en medio de la cocina, las posibilidades eran demasiado reducidas. En su estado, ¿podía correr lo suficiente como para que él no la alcanzara? Eso sin mencionar el hecho de tener que ir a la deriva, no sabía en qué dirección debía ir con exactitud, debía ir a ciegas.

Sin embargo, sabía que era mejor arriesgarse que dejarse atrapar con facilidad.

—¡Púdrase!

Karla salió corriendo poniendo el mesón como su primer escudo ante aquel hombre, imponente e intimidante, y peligrosamente poderoso. Las piernas y la mayor parte de su cuerpo aún le dolían, pero hizo su mayor esfuerzo para poder seguir sin detenerse. Recorrió el mismo pasillo por el cuál llegó, llegando hasta la intersección que daba a la escalera.

—¿Qué parte de no te conviene no entendiste? —le increpó.

Estuvo a punto de chocar con él, apareciendo de improvisto frente a ella del otro lado de aquel pasillo.

—No tienes oportunidad, no conoces la casa y tampoco estas muy bien de salud —continuó con reproche—, necesitas descansar.

—Quedarme no es una opción —expresó y volvió a salir corriendo.

Continuó en el mismo pasillo en dirección contraria, la sala y salida principal se alejaban de sus opciones, así que no quedaba de otra que esconderse y buscar una nueva forma de salir así deba romper una ventana. Sin embargo, el final del pasillo le sorprendió con un nuevo obstáculo.

—¡Ya dije que no puedes salir! —vociferó Henry, atrapándola y sujetándola con fuerza.

Aprisionada entre sus brazos, no tenía escapatoria alguna. Estaba inmovilizada, sus manos pegadas a su duro pecho y mirada fija en la de él. No pudo evitar lagrimear, estaba a poco de entrar en un ataque de pánico. Sin embargo, el extraño brillo en sus ojos le causó cierta sensación indescifrable y paralizante.

Le tomó del rostro con suavidad, acariciando con delicadeza su mejilla y susurrándole cada vez más cerca de su rostro. Su expresión antes dura ahora era suave, tan relajada en ese momento que le daba aires de juventud y tranquilidad, pero ella sabía que dentro de su alma nada podía ser de esa manera. ¡No sabiendo lo que hizo!

—De ahora en adelante debes comportarte, ser obediente y comer, nada de negarte a recibir lo que las chicas te den y por favor —insistió, a solo centímetros de sus labios con una, cada vez más amplia, sonrisa ladeada—, no más agresiones, ellas no te han hecho nada y solo te quieren ayudar. ¿Estamos?

A regañadientes asintió, sintiendo como aflojaba la presión de su agarre poco a poco, pero no la soltaba del todo. Aún podía ver ese intenso deseo en sus ojos, esa lascivia que detestaba en los hombres, pero había algo más en su mirada que le desconcertaba, algo demasiado familiar y al mismo tiempo desconocido.

Por un segundo, sintió que sus ojos la arrastraban a lo profundo de un torbellino oscuro y peligroso, desconocido y demasiado inquietante. Sensaciones nuevas que nunca había experimentado, un nivel de miedo y fascinación casi imposibles, fácilmente enfermizos. Pero aquel transe se esfumó en segundos, algo mucho peor le esperaba.

—Pero mira nada más que sorpresa —expresó con diversión—, no te creí capaz de desafiarlo solo por una muñequita, ¿eh? Pero como no hacerlo si es todo un angelito, ¿no compartes?

Una estridente carcajada le ensordeció los oídos, provocando un fuerte palpitar en su cerebro dado el creciente dolor de cabeza, los efectos de la pastilla seguían allí.

—¿Qué mierdas haces aquí? —replicó Henry esta vez molesto, muy visible e incómodamente molesto—. Te dije que no salieras ni molestaras a nadie, menos a mis chicas.

—Tranquilo, viejo, no he hecho nada... aún —se burló—. Solo quería dar una vuelta, estar encerrado me deprime y eso me pone ansioso, no quieres saber lo que hago cuando sobrepaso ese nivel, ¿sabes?

—¡Te conozco! —susurró Karla, aún aprisionada entre los brazos de Henry.

—¡Oh sí! Preciosa, frágil y desprevenida, fuiste todo un papayaso —festejó, mirándola de arriba a abajo con una sonrisa torcida—. Es una lástima no poder divertirnos antes de entregarte, la hubiese pasado más que bien contigo.

—Te lo advierto, Topo, ¡no quieras probar mis palabras! —le advirtió, cubriendo a Karla tras su espalda—. Aléjate de mis chicas, en especial de ella, ¿te queda claro?

Una nueva carcajada salió de sus labios, sin embargo, esa vez fue interrumpida por un gruñido de dolor. Su mano fue a parar a su costado, una venda ensangrentada cubría su abdomen y una pierna, estaba muy mal herido.

—¿Tú advirtiéndome? —rio, más suave y pausado, pero se mantenía firme—. Vaya agallas te has sacado, O'Donell, a ver cuánto te dura la adrenalina.

—Recuerda dónde estás, fácilmente puedo echarte a patadas a ver cuánto duras en la calle en esas condiciones —vociferó con fuerza, pero se mantenía tensionado—. Y tú ven, aprenderás lo que pasa cuando intentan escapar y no obedecen las reglas.

—Pero... ¿Qué? —logró balbucear Karla.

—¡Oh, que tierno! ¿Le darás nalgadas para que aprenda a escuchar y hacer caso a papi? —siguió con sus burlas apoyado en la pared, todo juguetón y divertido.

Se le veía trabajoso, cansado y con mucho dolor, pero al parecer para el Topo el atosigar e intimidar a Henry era una prioridad, un antojo muy divertido. No lo lograría, el temple y orgullo de un O'Donell no permitiría tal humillación y menos en su propia casa.

—Ninguno de los dos tienen potestad para decir nada, ¿quedó claro? —les advirtió.

El Topo solo se limitó a hacer un falso y exagerado puchero, lagrimeando con falsedad como si aquel comentario le hubiese afectado. Pero no engañaba a nadie, Karla sabia y cualquiera podía ver que no era una persona normal. La demencia se notaba en sus ojos, en el azul frío que le examinó varias veces cuando aún trabajaba. Ella lo sabía, lo reconoció y supo que fue el culpable de su infierno. Jamás olvidaba una cara, menos una como la de ese sujeto.

Henry por su parte, incomodo y molesto, se limitó a no decir más nada, solo tomarla entre sus brazos una vez más. Esa vez, subiéndola a su hombro como una chiquilla regañada. No quiso replicar ni quejarse por ello, incluso ella quería salir de esa situación con desespero, aunque eso significara volver a ser cautiva en aquella habitación.

No quería estar cerca de él, el Topo, no le agradaba ni daba buenas vibras. Le llegó a recordar, muy a su pesar, a ese mismo tipo pelirrojo de la gran gala. Frig, el comprador de Cristina.

—Es una pena, ¿sabes? —expresó el Topo al verlos partir—. Es una pena que un bocadito tan delicioso y majestuoso haya caído en tus manos, no sabes apreciar lo que compras. Frig tenía grandes ideas, pretenciosas, pero grandes.

—Frig me puede besar el trasero y tú te puedes ir al infierno, no me provoques —se quejó y continuó su camino.

Caminó con prisas con ella al hombro, tambaleándose con cada paso que él daba. Logró tener un último vistazo de aquel sujeto, el Topo sonreía amplio y enfermizo, y un escalofrío recorrió su cuerpo. Había algo mal con él, algo demasiado turbio y asqueroso rondaba su cabeza, porque nadie que posea una psiquis sana podía tener una mirada desquiciada como la de él.

Debía pensar bien las cosas de ese momento en adelante si quería escapar, Henry no era su único obstáculo en el camino, mucho menos el más peligroso. No estaba segura, solo una cosa podía tener presente y fijo en su cabeza, nada de lo que pudiesen decirle podría ser verdad.

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