4. La Gran Gala
Karla no había entendido las palabras del supuesto doctor, la expresión de decepción al confirmar su verdad le heló la sangre, más las quejas del otro sujeto esperándola fuera le terminaron de confirmar que en efecto, su condición de «pura» le había salvado la vida. Para ellos y su misión era importante, valiosa e invaluable como se lo habían repetido en muchas ocasiones, pero no le decían la razón de eso. Mencionaron premios, elogios y a un tal jefe, pero nada más allá de eso y a lo que le encontrara sentido alguno.
Al salir de la habitación, por desgracia, pudo ver en otras habitaciones y con otras chicas, lo que a aquellos sujetos les habría encantado hacer con ella si su condición no la etiquetara como intocable. Los gritos de las demás en los consultorios le acribillaban los oídos, jadeos y expresiones indescifrables de aquellos tipos y golpes, muchos y sonoros golpes. Casi todas habían caído en desgracia, salvo ella y dos más, las pequeñas del grupo.
—¡Te salvaste de esta, pero tu suerte no durará mucho, perra! —vociferó uno de los mastodontes, atropellando algunas palabras en un marcado acento extranjero.
La empujó con rabia al interior de una habitación donde esperarían solas, nerviosas y con el corazón martillando en sus pechos llenas de miedo. Desde allí aún podían escuchar los gritos de auxilio, la desesperación de las demás mientras eran tomadas a la fuerza por sus captores, algunas incluso por los mismos doctores que les habían atendido.
«No te haré daño... estoy para curar cualquier cosa que te hayan hecho esos idiotas», la mayor mentira.
Cuando los gritos cesaron, pasaron largos minutos cargados de angustia por el paradero y estado de aquellas chicas. El silencio que se instauró en todo el recinto era peor que el escándalo de antes, incluso llegó a pensar lo peor para ellas. Sin embargo, poco a poco fueron llevadas a la misma habitación, curadas y muchas vendadas en varias partes de sus cuerpos, pero destrozadas por dentro.
Sus sollozos eran amargos, podía ver en sus expresiones la vergüenza y el asco que tal acontecimiento representaba para ellas, su tragedia. Se abrazaban a sí mismas pegadas en la pared, junto a la ventana, en la cama o cualquier otro lado, pero lejos de las demás como si con ello las contagiaran de algo.
Karla se acercó con cautela a Cristina, mirando lejos por la ventana deseando poder estar allá afuera, pero esta solo negó con la cabeza y se alejó. Quería estar sola, sufrir en silencio y tratar de ocultar lo que le ocurrió. Aunque quisiera, ella no podía hacer nada para calmarla, no podía ni siquiera hacer nada por sí misma ni para salvar su vida. ¿Cómo pretendía ayudar a las demás?
Se sintió estúpida, frustrada y cansada, demasiado cansada. Miró entonces por aquella ventana, afuera no se veía nada más que una enorme pared rodeando todo el recinto. Una reja a un costado y junto a este, un gran portón por donde entraban los vehículos. Vio uno en particular, una camioneta blanca blindada cuatro por cuatro, de donde se bajaron dos tipos de la parte delantera y uno más de la parte trasera. Este llevaba consigo tres chicas más, cada una con una bolsa en la cabeza tapando todo su rostro hasta el cuello, pero consientes; y del maletero sacaron dos más, pequeñas y delgadas, dos niñas desmayadas.
Entró tras este un camión más grande, con un compartimento en la parte de atrás cubierto por una lona de cuero negro, y a los costados de este le pareció ver movimiento, como si lo que hubiese dentro de aquel espacio tratara de romperlo y salir. Sin embargo, no pudo ver de qué se trataba, en ese justo momento dos tipos entraron a la habitación.
—Resérvense las preguntas, nadie les dirá ni media palabra por más que quieran, solo limítense a callar y escuchar —dijo uno de ellos, alto y fornido, bien vestido casi como un ejecutivo, pero más casual y con expresión igual de dura—, solo deben saber que ellas son Barbie, Cinderella, Merlina y Kim, se encargaran de guiarlas y prepararlas, pero también pueden darles una lección a quienes intenten pasarse de listas. No hay tiempo ni paciencia, créanme que preferirán no ponerlas a prueba.
Con él entraron varias mujeres, todas ellas vestidas con atuendos provocadores y maquillaje demasiado intenso. Todas mantenían una expresión de indiferencia, un completo vacío en sus rostros como si ver todo aquello no les produjera nada, ni siquiera por ser mujeres también. Todas excepto una, la llamada Barbie, ella parecía estar incomoda en su propia piel, desviando la mirada y apretujándose las manos con nerviosismo.
—Por el resto del día y hasta mañana se quedarán aquí —continuó el sujeto—, pero las tendremos bien vigiladas, nosotros no estamos jugando y creo que ya se dieron cuenta de eso.
Salió con una sonrisa triunfal después de, con mucha lentitud, pasear la mirada por toda la habitación viendo a cada una de las chicas.
—Empecemos con un baño, traigan las cajas de la bodega —exigió el otro tipo, igual de prepotente y con el mismo porte ejecutivo—, ¿hace cuanto fueron cazadas?
—Ayer, considerando las que menos tiempo llevan aquí —contestó la llamada Kim.
—Traigan algo de comida y agua, no podemos entregar nada en mal estado —continuó, mirando esta vez a sus chicas—. A menos que sea estrictamente necesario no quiero más golpes, ni moratones, rasguños, nada, ¿entendido?
—Como tú digas, guapo —contestó ella toda sonrisas y coqueteos.
Al poco tiempo varias cajas llenas de galletas y botellas de agua fueron repartidas entre las chicas, no era la gran cosa, pero por lo menos engañaban al estómago con eso. Sin embargo, varias de ellas se negaban a recibir cualquier cosa que viniese de ellos.
—Escúchame, zumbambica, hay muchas maneras de infligir dolor sin provocar marcas visibles —amenazó Kim a una de las niñas—, así que no me hagas ponerme creativa si sabes lo que te conviene y trágate eso por las buenas.
No hubo necesidad de volver a decirlo, todas y cada una de ellas recibieron y comieron lo que les ofrecieron. A las buenas era su única opción, aunque el concepto de ello estuviese distorsionado según la conveniencia de esa gente.
Poco a poco, la habitación se fue llenando con más chicas; cuando el sol cayó por completo y la oscuridad detrás de la ventana predominaba, no podía contar cuantas de ellas había allí. El lugar era grande, y aun así no podía moverse demasiado dado el hacinamiento en el que se encontraban. No eran de su ciudad, eso pudo confirmarlo al escucharlas hablar. Diferentes acentos, diferentes formas de expresarse e incluso algunos idiomas que no conocía.
Más de treinta chicas de todo el país, incluso algunas extranjeras víctimas de una muy mala suerte.
Al día siguiente fueron despertadas a gritos, la llamada Cinderella fue llevando chicas en grupos de cinco para un corto baño. Cinco minutos bajo la regadera, un poco de jabón y Shampoo era suficiente según ella. Al parecer, necesitaban el tiempo y debían agilizar el proceso de traslado. Pero, ¿a dónde las llevarían?
Una vez más les llevaron algo de comer, esa vez un pedazo de pan con queso y una bebida saborizada. Amarga y con sabor a jarabe para la tos, pero lo único a lo que podían tener acceso en esas circunstancias y lo más sustancioso hasta el momento.
—Presten atención todas —anunció Barbie, se veían cansada e incómoda—, se les va a dar dos pequeñas píldoras y un vaso de agua, no se les dirá que es ni mucho menos es opcional que se la tomen. Lo harán porque es una orden, así que no hagan algo de lo que se puedan arrepentir después.
—Tú siempre tan blandita, Barbie —se burló Merlina, dirigiéndose luego a todas ellas—. Se las tragan o se las meto en la garganta yo misma, y créanme que no seré tan gentil como ella.
Con el radiante sol del medio día, fueron llevadas hasta el patio trasero de aquel lugar. Se trataba de una enorme casa de paredes de concreto blanco, por fuera de aquellos muros solo se podían ver árboles y montañas. Eran demasiado altos, por lo que supuso estar muy lejos de Buenavista, su ciudad, tal vez en medio de la selva o de algunos pueblos aledaños. No lo sabía, y eso le asustaba.
—Vienen dos camiones más en camino, iremos llevando primero a todas las que quepan aquí —anunció uno de los ejecutivos—, ustedes encárguense de empacarlas y no perder la ruta, tenemos el tiempo contabilizado sí queremos encontrarnos con Pertuz.
—Acá podemos meter como mucho a diez de ellas —anunció el conductor del camión—, doce si son pequeñas y delgadas.
—Sujétenlas bien, algunas ya no pueden ni con ellas mismas —se burló al ver caer a una de las niñas.
No solo era ella, algunas de las demás estaban tambaleantes mientras otras, frotándose los ojos con rabia, trataban de espabilarse y mantenerse en pie. Karla por su parte, se sentía cansada y pesada, como si el sueño la estuviese jalando a los confines de la oscuridad. Dos más cayeron, fueron cargadas y amarradas dentro del camión, luego la tomaron a ella en brazos, se sintió ligera por primera vez desde que aquello comenzó y un ligero apretón en su torso le hizo gruñir.
—Tranquila, bombón, aquí vas bien sujeta así que no te golpearás con nada. —Logró escuchar aquella voz, lejana y sombría—. No dejaré que esa carita bonita se dañe.
No pudo soportarlo más, la inconsciencia la arrastró y ella no encontró fuerzas para resistirse. Sin embargo, no se sintió del todo dormida, pudo sentir en algún momento fuertes zarandeos, mucha incomodidad, el sonido de bocinas y algunos olores, como a humedad y cosas guardadas.
El rugido de un motor le despertó por un momento, sintiéndose mareada y sin saber cuánto tiempo había pasado desde lo último que recordaba. Todo estaba iluminado por una rendija de luz que provenía del suelo, un cuadrado a lo lejos rodeado de maletas y grandes jaulas. Estaba en un avión, en la zona de carga para ser específicos.
Aquellas cajas no estaban vacías, pero dentro de estas no había animales, eran las chicas. A su alrededor había decenas de esas cajas, incluso ella misma estaba dentro de una. Acostada a medio lado, en posición fetal y las manos amarradas con una soga.
Le picaba y apretaba mucho, pero no podía moverse, el efecto de las pastillas seguía en su sistema. Y como si de eso mismo se tratara, volvió a quedar inconsciente.
—... oye, ¿me escuchas? —Un murmullo a lo lejos y un suave zarandeo—. ¡Despierta, levántate ya!
Una radiante luz se coló entre sus pestañas, produciéndole una fuerte jaqueca y nauseas. Balbuceó, no podía hablar al sentir la lengua pesada y la boca seca. Cuando Karla pudo abrir los ojos, se dio cuenta que ya no estaban ni en el avión ni aquella bodega, se encontraba en un cuarto amoblado tan elegante que pudo haber sido un hotel cinco estrellas.
El bullicio a su alrededor fue aumentando con gradualidad, a medida que ella misma entraba en razón. La habitación era espaciosa, decorada e iluminada como si fuese una suite presidencial. Había, allí mismo, chicas yendo y viniendo con vestidos, zapatillas y maquillaje, al parecer se estaban preparando para algún evento de gala.
—Ya era hora —se quejó, era Barbie—, será mejor que te levantes y te duches, no hagas enojar a estos idiotas. ¡Esto ya es insoportable!
—¿Dónde...? —se interrumpió, hablar le raspaba la garganta.
—Necesitas tomar esto primero, ducharte y desayunar —le dijo tendiéndole una botella de un hidratante para deportistas—, y espero sea pronto porque necesitan el tiempo.
Karla había aprendido por las malas que cuando decían ser cuestión de tiempo, era más que literal y el castigo no era suave. Se vio obligada a bañarse junto a otras chicas, una por vez, pero en el mismo espacio, incomodas y desnudas. Vio lo moratones en su cuerpo, sus brazos y piernas estaban llenos de estos y ni hablar del abdomen. Tenía rapones, costras de sangre seca y el vendaje de su cabeza también estaba manchado.
Al salir, con el cabello mojado y la herida lastimada, Barbie se encargó de atender y volver a vendarla, esta vez con una gaza menos visible dada la circunstancia.
—Necesito que todas me presten atención, al terminar de desayunar y limpiarse vendrán algunas estilistas a maquillarlas y prepararlas para la gran gala —anunció Barbie—, cada una tendrá un papel que jugar esta noche y no se permitirán fallos. Si saben lo que les conviene, es mejor que sigan obedeciendo y tal vez tengan algo de suerte. Nada de escándalos, querer escapar, nada de esas mierdas, todo debe ser perfecto.
La confusión y miedo estaba latente en todas, ¿qué significaban aquellas palabras, de qué gala habló?
—En cuanto a ti, por alguna razón quieren que te prepare yo misma y te vista lo mejor posible —explicó acercándose a Karla—, supongo que eres mercancía invaluable y toda esa estupidez, ¿no?
—¿Eso es por ser virgen? —susurró.
—Sí y no sé qué es peor en estas circunstancias —suspiró y empezó a trabajar.
Se mantuvieron en silencio todo el tiempo, hombres iban y venían vigilando el progreso de preparación de las chicas, revisando que todo estuviese en orden y dando advertencias. Pese a ello, en dos ocasiones se escucharon disparos en las afueras de la habitación.
La vistieron con telas de seda, atuendos delicados y al estilo de una faraona del antiguo Egipto. Se sintió, por decirlo de una manera, siendo disfrazada como una muñeca de colección, al muy estilo de Cleopatra. ¡Qué ironía!
Solo restaba el maquillaje, ya las demás estaba siendo instruidas sobre como modelar y comportarse al ser llevadas a la gran fiesta, como mantener el control y no ceder ante la imprudencia. Ella por su parte, escuchó con atención y observó todo con cautela. Los tipos ya no estaban por ninguna parte, era su momento.
—¡Barbie, escúchame! Supongo que ese no es tu nombre real, ¿verdad? —dijo, pero esta le ignoró—. Se nota que no te gusta nada de esto, ¿cierto? Lo odias, te incomoda.
—No importa si me gusta o no, es lo que toca —contestó, mirando en todas direcciones—, como te toca a ti cerrar la boca y dejarme hacer mi trabajo.
—No tienes que hacerlo —insistió.
Barbie se apartó de ella por un momento, la rodeó aparentado acomodar su cabello mientras miraba a sus compañeras. Estaba nerviosa, todo ese asunto siempre le puso los pelos de punta, pero no podía esconderse de su destino.
—No hagas esto, conoces cómo funcionan las cosas aquí, puedes escapar y ayudarme a hacerlo también, por favor...
—No, no me pidas que haga eso y ni se te ocurra mencionarlo a más nadie —exigió molesta, mirándola con la frustración y resignación cargado en sus ojos grises—. Ninguna será tan condescendiente como yo y créeme que ni siquiera el ser mercancía invaluable te salvará de un intento de escape, ellos te matarán sin pensarlo dos veces.
—¿Pero por qué nadie quiere ayudar? —indagó Karla frustrada, evitando dejar salir sus lágrimas para no delatarse.
—Porque a nadie le interesa hacerlo y yo no puedo, aunque quiera de verdad. Tú misma lo dijiste, sé cómo funcionan las cosas y por esa misma razón sigo aquí, ¿no crees que habría escapado hace mucho? —expresó con amargura—. Pero no, llevo años en este infierno y no pondré en juego mi vida por una más que me pide que la salve. Lo siento, pero no soy una super heroína.
Dio los últimos toques con delineador, le dio las sandalias adecuadas y colocó los accesorios necesarios. Anillos, collares, diademas, todo para verse como una verdadera faraona. Se alejó unos pasos de ella, detallándola de pies a cabeza admirando su obra de arte. Karla había quedado aún más hermosa de lo que ya era.
—Lo siento, pero a lo que pisas este lugar, esta maldita isla, estas condenada a no regresar jamás —susurró Barbie.
Fue llevada junto a las demás por las inmediaciones de aquella isla, observando por un lado el vasto océano, pasaron por senderos llenos de vegetación, rodearon una enorme mansión llena de decoraciones egipcias y por otras tantas habitaciones como en la que ella estuvo. Habían más, muchas chicas más de diferentes partes del mundo que habían caído en la misma desgracia.
Escuchó música, silbidos y gritos de mujeres, pero no de auxilio o pánico como esperaba. A lo lejos, pudo ver unas piscinas y aguas termales, jacuzzis y casetas de licores. Allí, una fiesta se llevaba a cabo con varias decenas de hombres y unas cuantas mujeres de porte elegante, tomando y disfrutando de la compañía que el lugar les brindaba, damas y caballeros de compañía.
Sin embargo, su recorrido continuó hasta llegar a un gran salón, entrando por una de las puertas laterales hasta una sala de espera. Desde fuera, música clásica y murmullos se escuchaban.
—Esto lo diré una única vez, así que escuchen —advirtió Kim—, allá afuera hay hombres ricos y poderosos, los más grandes magnates de todas las industrias del mundo esperando por ustedes. Han viajado hasta aquí solo para esto, este justo momento en el que cada una saldrá por esa pasarela y mostrará su mejor sonrisa. Si lo hacen bien y tienen suerte, serán compradas por el mejor postor y el menos torcido de todos ellos.
—Cosa imposible de lograr, todos están enfermos —se burló Merlina.
—Solo no hagan algo peligroso y todo saldrá bien —intervino Barbie esperando calmar el miedo.
—Sí, claro —ironizó Kim—, todo bien.
Fueron saliendo en grupos de cinco, escuchando la gran voz del interlocutor hacer la subasta con precios exorbitantes. ¿De verdad las estaban vendiendo como si fuesen un pedazo de carne?
—La siguiente es una esclava, una dulce preciosidad que no pueden desaprovechar, señores —anunció el presentador señalando esa vez a Cristina, asustada y a punto de llorar—. ¿Quién empieza la puja?
—Dos millones —intervino un sujeto alto de cabello rojo incandescente, corpulento como un luchador, con el mismo porte de empresario que todos los allí presentes.
—Dos millones para el señor Frig, ¿quién da más? —continuó el presentador—. No dejen que ese bastardo se las lleve todas, peleen por las que quieran, ¿o le tienen miedo?
Poco a poco las pujas fueron aumentando, llegando al precio de los diez millones de dólares por ese mismo sujeto. Su sonrisa de victoria no le dio muy buena espina, el temor creció al ver cómo se llevaban a Cristina rumbo a la oscuridad y quién sabe dónde. Todo en Frig gritaba peligro, su mirada oscura, su porte y su misma aura. Peor todavía, ¿de dónde reconocía el apellido?
Perdió de vista a Cristina, no sin antes ver la suplica en sus ojos la última vez que estos se conectaron con los suyos. No pudo hacer nada por ella, ni por nadie más.
—Tu turno, linda —expresó Kim, llevándola a ella y otras más.
La tomó con fuerza, casi llevándola a empujones hasta la tarima donde, con fuertes silbidos y aplausos, fue recibida por el público. Y con ello, un creciente interés se marcó en su mirada, en Frig.
—En esta entrega tenemos la gran suerte de tener en nuestro repertorio a la gran Cleopatra —anunció el presentador—, un angelito dulce y delicioso caído del cielo. Esperen señores, no se apresuren, este ejemplar es invaluable en todos sus aspectos, pura como una santa y sin mancillar. Toda una faraona, ¿quién empieza?
Con terror vio como Frig levantaba su mano, abría la boca y con una expresión de júbilo se preparaba para empezar la apuesta. Sin embargo, alguien más habló por él.
—Veinte millones.
Un joven apuesto había levantado su voz, un castaño de mirada oscura y piel blanca, una barba suave y prolija como solo esos ricachones podía tener. Pero al igual que los demás, su expresión era dura e intimidante. Sus ojos se conectaron por un segundo con los de él, llegando a ver cierta sorpresa reflejada en ellos y un fuerte deseo. Puro y enfermizo deseo.
—O'Donell, ya me estabas preocupando —se burló—, nada mal para empezar. ¿Quién da más?
—Cuarenta millones —expresó Frig, esta vez un poco irritado y mirando con el ceño fruncido al antes mencionado—, olvídalo, Henry.
—Que sean cincuenta, entonces —le interrumpió este—, ¿ya no has comprado mucho por hoy, anciano?
—Esto era lo que le faltaba a la velada, el momento más emocionante de la noche, el picante y sabor de una buena batalla, ustedes pujen que nosotros nos encargamos del resto —vociferó con entusiasmo el presentador.
Las pujas por ella continuaron, fue un proceso bastante reñido en el que se involucraron dos más, entre ellos una mujer, pero ninguno pudo con las alzas del precio que aquellos dos imponían. Era como ver a los grandes dioses pelear por un tesoro, salvajes y poderosos.
—Cien millones —anunció Henrry.
—Arriesgado, me encanta —se burló el presentador—, cien a la una, a las dos...
Dejó pasar unos segundos de más, viendo la indecisión en los ojos de Frig y su infinita frustración al no poder ganar. Pero, justo cuando este iba a decir algo, el reloj sonó.
—Vendida a Henry O'Donell por nada más que cien milloncitos de dólares —festejó el presentador—, siendo esta la venta más alta de la noche, señores. ¡Un nuevo récord se ha levantado entre los dioses!
La rabia lo consumía, Frig tenía el rostro como su cabello, rojo en llamas. Pero Henry, ese joven de ojos oscuros expresaba alivio por donde quiera que le mirasen. Sus ojos decían mucho, demasiado para su gusto y sabía que, aunque se salvó de uno, no pudo librase del otro. Caras vemos, intensiones no sabemos.
Karla solo rezaba que ese fuese su golpe de suerte, claro, si es que algo como eso existía.
Ideas locas surgiendo
Cosas yo mi cabeza esquizo
Ustedes disfruten mientras mis neuronas sirvan
Creo
Los amo, dejen sus comentarios
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