9
No quiere ir. Tiene que ir. Puede hacerlo ella sola. El trabajo es en dúos. Lyra se da mil escusas y mil justificaciones para cada una de ellas que derrumban sus malas intenciones de faltar con una facilidad casi insultante. No quiere reunirse con su compañero de ensayo, aun si es importante... La verdad, no se siente cómoda estando cerca de él. Tal vez porque la espinita de lo que sucedió con los ordenadores todavía está muy fresca para ser olvidada.
Tan pronto cruza el umbral de la biblioteca, está tentada a dar media vuelta y después alegar un esguince en el tobillo o una fractura en el brazo que le impidió reunirse con Erik, o tal vez una muerte súbita también sería excelente, porque... ¿qué tan importante puede ser ese dichoso ensayo? Igual, si lo hace sola no perdería nada, quizá un punto por desacato a las instrucciones, pero seguro que puede reponerlo en el futuro. Sí. Es mejor eso. No debe meterse en más problemas.
Alza la mirada hacia el reloj sobre el escritorio de la bibliotecaria. Apenas han pasado veinticinco minutos desde que las prácticas de vóley finalizaron. Es probable que el rubio ni siquiera haya salido de lo suyo... y ¿por qué rayos ella corrió al encuentro? Bufa. Sabe perfectamente la razón. No quiere hacerlo enfadar. Si bien hasta ahora él no la ha agredido más allá de fastidiarla con los ordenadores, Lyra no quiere tentar a la suerte y esperar a que su inexistente relación mute a la naturaleza de la que tiene sin querer con Aarón.
Se devana los sesos decidiendo qué hacer. No intercambiaron números. No hay modo de avisarle al rubio que se ha roto la pierna. Observa en derredor las mesas que se pueden ver desde la entrada. No ve a nadie conocido y no se quiere arriesgar a dejar el recado con algún desconocido. Entonces, sus ojos se posan en la mujer que atiende el santuario. Sonríe. Hay esperanza.
—Buenas tardes —saluda.
La mujer levanta la mirada del ejemplar que está entre sus manos, hay algo de fastidio en ella. Lyra lee el título.
—Me encanta ese libro —dice con una sonrisa y ve que la mujer está por la mitad, no sabe en qué parte va así que se aventura por lo que es obvio ha pasado—. Recuerdo la sensación de desasosiego que me generó al principio. Cuando la cadena de desastres se forma, es terrible y al mismo tiempo hermoso.
—¿Hermoso? —la bibliotecaria alza las cejas recelosa.
Lyra cae en la cuenta de que no ha sido el mejor calificativo.
—La manera en que el autor describe los sentimientos y crea esa tensión, ese miedo al futuro —se explica mejor.
Entonces, la mujer parece bajar la guardia.
—Tienes razón. Es muy realista, tiene una narración exquisita —concuerda la bibliotecaria y su gesto se ablanda—. No quiero que la tragedia ocurra —continúa con entusiasmo—, pero al mismo tiempo no puedo parar de leer.
Lyra escruta con rapidez lo que tiene en el escritorio. Una pequeña nota le dice que su nombre es Kat, o al menos es el diminutivo.
—Sí, su narración es cosa increíble —simpatiza y comenta algunas otras escenas del principio que le gustaron, como esa en donde parecía ser todo perfecto para el protagonista que hasta el hombre para el que trabaja estaba dispuesto a darle un barco para capitanear. Luego, cuando cree que ya ha suavizado el terreno, agrega—: ¿cree que pueda pedirte un favor? —musita como si fuera un gran secreto.
—No está permitido comer ni beber, ni mucho menos fumar, Lyra —reafirma Kat.
A Lyra no le sorprende que sepa su nombre, la ha visto prácticamente diario que es natural que la ubique, su nombre también debe salir cada rato en el ordenador al pedir libros prestado. Lo que sí es que no esperaba la parte de fumar.
—No es eso. —Mueve la cabeza de lado a lado para dar énfasis a la imposibilidad de concebir semejante idea.
—¿Entonces? —Kat parece estar dispuesta a todo.
—¿Cree que pueda dejarle un recado?
—Claro que sí con una condición.
—¿Cuál? —Lyra la imagina pidiéndole algún bocadillo o algo así.
—Tutéame —responde con una sonrisa—, apenas tengo 34 años. ¿O me veo más vieja?
—No, no —aclara presurosa.
—Bien, ¿de qué se trata? ¿Alguna carta de amor? —Enarca ambas cejas, ahora cómplice.
—¿Qué? No, no. —Esa idea es aún más descabellada que la de fumar, antes de que Kat pueda teorizar más se adelanta, ya ha perdido valiosos minutos intentando congeniar—. Tengo que ver al Erik... —Cae en la cuenta de que no conoce el apellido del chico—. ¡Ay! —se lamenta y le informa del problema; sin embargo, compensa con creses la falta de información con una detallada descripción del físico del muchacho—. No hay pierde.
—Está bien —acepta.
Lyra puede casi saborear la libertad.
—¿Podrías decirle que he tenido un accidente y que no podré reunirme con él para el ensayo de historia?
—¿Accidente? —La bibliotecaria se levanta de su lugar y la examina con la mirada de arriba abajo, al ver que no carga ninguna herida comprende algo muy distinto a lo que Lyra pretende—. San Andrés.
—¡No! —Se apresura a aclarar y siente cómo sus mejillas suben de temperatura al imaginar a Kat contándole a Erik semejante cosa.
—¿Entonces? —repite la bibliotecaria.
—Solo dile que... —No ha pensado en ninguna que no fuera risible, así que emplea las que minutos antes había imaginado, tanto da—... que me rompí una pierna, ¿vale? Por favor.
Kat frunce el ceño y reprime una risilla. Lyra es consciente de cuán ridícula suena.
—A ver, déjame ver si entendí. ¿Quieres que le diga a Erik que no podrás verlo porque te rompiste una pierna?
—¡Exacto! —y añade para darle mayor credibilidad a la mentirota—: que fue en la práctica de vóley.
—¿Y si me pregunta cómo es que me enteré?
Demonios.
—Le dices que una amiga mía vino a buscarlo, pero como no lo encontró te dijo a ti.
Kat vuelve a reprimir una risilla muy mal.
—¿Por qué no se lo dices tú, Lyra? —inquiere un momento después.
—¿Cómo? —Frunce el ceño—. Se supone que me rompí la pierna.
—Pues ya te ha escuchado.
La vergüenza que inunda a Lyra al comprender que Erik se encuentra tras ella es más del doble de la que ha vivido en todos sus años pasados. Da media vuelta con las piernas hechas gelatina y la mente embotada, trata de hallar una explicación que la haga quedar menos mentirosa.
—¿Así que te rompiste una pierna? —Erik alza una ceja.
Los ojos azules del muchacho la miran con crudeza y una pizca de algo que Lyra no sabe identificar. Su cabello aún está húmedo por las duchas y lleva el uniforme desordenado. Es evidente que se ha vestido con prisa. En sus manos una pequeña laptop plateada brilla. Lyra quiere que la tierra la trague y la escupa en su habitación o en su siguiente vida de preferencia.
—¿Yo dije eso? —pregunta, nerviosa.
—Acabo de escucharte.
Por más que Lyra se devana los sesos no encuentra un modo de remediar la situación.
—Era un chiste —suelta sin más y extiende los labios en una sonrisa falsa de esas en las que se muestran todos los dientes y que los niños hacen cuando han sido pillados infraganti en alguna travesura.
—Yo no le encuentro la gracia.
—Ay, ya, bueno —murmura—. ¿Buscamos dónde sentarnos?
Erik asiente, y por un instante Lyra cree que se le ha pasado el coraje. Sin embargo, no es así. El rubio pasa a su lado y avanza hacia las mesas. Hay varias desocupadas al principio. La chica frunce el ceño, no entiende por qué van a las últimas y más recónditas. Algo dentro de ella teme, pero antes de que pueda objetar sobre el lugar, Erik se sienta.
—Aquí podremos hablar sin ser molestados —dice mientras deja caer su ordenador sobre la mesa.
A Lyra le duelen los oídos de solo escuchar el golpe, que no ha sido fuerte, pero para ella sí que lo es. Ella cuida con casi la misma intensidad su laptop con la que una madre cuida a su hijo recién nacido.
—¿De qué manera te gustaría abordar el tema? —pregunta la chica a la par que se hace con el lugar frente al muchacho.
Agacha la mirada y abre su libreta en una hoja en blanco, extrae también la pluma que metió en el espiral.
—¿De qué forma te gustaría a ti? —devuelve Erik, su voz revela que su enojo no se ha disipado del todo.
Lyra muerde la cara interna de su mejilla, con esa dinámica no llegarán a ninguna parte.
—¿Qué tal si hablamos de los últimos avances que ha tenido el feminismo? Podemos señalar sus pros y contras, o las acciones que no ayudan a su imagen.
Erik niega, así que Lyra abre la boca para sugerir nuevas opciones. El rubio se adelanta:
—Hablemos de las mujeres que marcaron un antes y después en la historia.
—¿Cómo Mary Curie? —refiere al recordar que muchos de sus actos que ayudaron en la Primera Guerra Mundial son poco conocidos—. ¿O Rosa Parks? —La mujer que se negó a ceder el asiento a una mujer blanca.
Puede parecer un hecho trivial, pero la realidad es que semejante acto en un momento en donde la segregación racial era el pan de todos los días debió costarle una barbaridad, sobre todo al considerar las consecuencias que tendría.
—No...
Erik y Lyra se enzarzan en una conversación sobre las mujeres que ambos consideran podrían ser el centro del ensayo; sin embargo, no llegan a un consenso. Lo que le gusta a uno, el otro lo refuta y viceversa. Es en ese mundano debate en donde Lyra se descubre sorprendida y extrañada, y no es algo que tenga que ver con la persona que está frente a ella sino consigo misma. La chica no creía posible aquella situación, que ellos —porque para Lyra, Erik es uno de ellos y ellos son de una especie distinta—, pudieran albergar algo de empatía. Su admiración se congela cuando la voz de Erik irrumpe en su cabeza y se abre paso a través de sus prejuicios y pensamientos.
Ha aceptado que lo que ella tiene prejuicios; sin embargo, no quita el dedo del renglón de que los tienen bien merecidos y es probable que ellos también los tengan en contra de gente como Lyra.
—No conozco nada en el mundo que tenga tanto poder como una palabra. A veces escribo una y la miro hasta que comienza a brillar. —La voz del rubio ha cogido un matiz distinto.
La chica frunce el ceño, sabe que no son sus palabras por la inflexión. No obstante, no puede reconocer la cita. Espera.
—Emily Dickinson. Creo que es perfecta —señala Erik—. Es una poeta que escribió en un momento en donde hacerlo estaba prohibido para la mujer. Además, si hemos de escribir un ensayo, qué mejor que dedicarlo a ella.
Lyra debe estar viéndolo con los ojos abiertos de par en par, porque el rubio arruga el entrecejo y se inclina hacia ella. Demasiado. Lyra es capaz de apreciar las líneas de sus labios, la curva del inferior y su sonrosado color.
—¿Qué? ¿Creías que solo era una cara bonita y un cuerpo apetecible?
El hechizo se rompe, su antigua admiración se escurre como agua en coladera. Es un idiota más.
—En realidad, pensaba que solo eras un saco carne y huesos. Como cualquier otro.
Erik se ha ido desde hace diez minutos y ella lleva cinco frente a la puerta del consejero escolar. No tiene la valentía de entrar, pese a que ya ha tomado la decisión. Lyra quiere hacerlo, lo desea con verdadero ahínco, pero su corazón late agitado, temeroso, como si supiera que es una acción en vano. Da un pasito al frente, y otro, y luego otro, entonces alza la mano y... llama a la puerta.
—Adelante —invita una voz femenina.
Respira aliviada y algo de la antigua valentía regresa a su cuerpo. Se alegra de que sea alguien del sexo femenino, de algún modo le da más confianza, como si por el simple hecho de compartir el género augurara buenos resultados. Lyra lo cree. La mujer que la recibe lo hace con una sonrisa de labios cerrados que la hace lucir amable, y con la mano le indica que tome asiento. Obedece y sus ojos se fijan en la placa que delata el nombre y la profesión de la psicóloga Daphne Stewart, su cabello está peinado en un moño alto y adornado con solo un lazo negro que resalta en el rubio oscuro de su color.
—¿En qué puedo ayudarte, Lyra?
Su voz es cálida, siente que está en buenas manos. Aun así, toma precauciones, Lyra hace que su alma se retraiga tanto hasta que su corazón se ve arrastrado por la misma; de tal forma que Lyra ya no es Lyra, y no es ella quien está sentada frente a la psicóloga. Puede controlar a la chica que carga su piel, puede comandar sus palabras y gestos, pero ya no siente lo que ella... Solo observa y ordena. Ha reducido el momento a uno en donde solo se entrega solo un informe. Es un trabajo nada más.
—Creo que sufrí acoso... sexual.
Ponerlo en palabras hace que duela, es capaz de ver cómo el sentimiento intenta abrirse paso hasta ella, pero no lo deja alcanzarla. Está muy lejos de él, flotando en las estrellas y él arrastrándose en el suelo.
—¿Crees?
—Lo fue —asegura.
—Cuéntame.
Y lo hace, manipula el recuerdo hasta convertirlo en un mero reporte de hechos, no hay miedo, ni dolor, ni vergüenza. Se lo prohíbe. Es un trabajo, se repite. Como cuando tenía exámenes orales en la primaria.
—Lyra, ¿quién fue? —La voz de Daphne es suave, empática.
Hizo bien en acudir a ella, así al menos no habrá nadie que pase por lo que ella. Ni siquiera Avery, quien por más que diga que se trataba de un hecho consensuado Lyra no puede creerlo. No tiene sentido para ella.
—Aarón Pendragón.
Los ojos de la mujer brillan con entendimiento y algo más. Su semblante cambia. Lyra sabe que ha perdido y ni siquiera comprende muy bien cómo.
—Entiendo, sin embargo... ¿Le dijiste que se detuviera?
—No, pero...
—En tal caso, no puede calificar como tal. —La mujer interrumpe su escusa.
—Pero yo no quería —murmura entre incrédula y dolida.
—Y, aun así, no dijiste que no o que se detuviera. Él pudo malinterpretar tus señales.
Lyra abre la boca para protestar una vez más; sin embargo, la cierra apenas un latido después. Ha caído en la cuenta de que no importará qué diga, el resultado será el mismo. Los actos de Aarón quedarán impunes. Asiente y se levanta. Sabe que es de mala educación irse sin más, pero no puede con la rabia que bulle en su interior, con eso y con las lágrimas que pican en sus ojos. No azota la puerta al salir. Lo hace justo a tiempo para evitar que la psicóloga la vea.
Se limpia la cara furiosa y agacha el rostro. No debe llorar. No tiene que llorar. De repente, un par de zapatos negros y puntiagudos se detienen frente a ella. Los reconoce y se pregunta si quizá tiene alguna clase de maldición. A lo mejor sí. Tiene que hacerse una limpia urgente. Ríe en su fuero interno.
—¿Lyra?
Alza el rostro. No puede responder estando cabizbaja.
—Profesor Admarie. —Sonríe.
Los ojos de venado del maestro relucen y varias emociones flotan tan rápido en sus iris que Lyra es incapaz de identificarlas. Daimond le regala una mueca gris y entonces... su muñeca izquierda se ve capturada por la fuerte mano del maestro. Tira de ella y Lyra no se resiste. No tiene ni la fuerza ni la voluntad. Zigzaguean por los pasillos y avanzan por los pasos menos concurridos, aunque tampoco es que haya estudiantes a esa hora, ya es por mucho muy tarde. Piensa en Amor y Amistad, la deben estar esperando, debería irse...
Antes de que pueda articular palabra alguna de despedida, el profesor la mete en su despacho. Lyra se queda patidifusa por unos segundos y no es hasta que Daimond limpia sus lágrimas con infinita delicadeza, que descubre y reacciona. Se aleja y el profesor se endereza. Sí, para tocarla de esa forma ha tenido que inclinar el cuello y parte de la espalda superior cual palmera repleta de cocos. Ríe y Daimond frunce el ceño.
—¿Estás bien?
—No. —La voz de Lyra es un témpano hirviendo de frustración.
—¿Qué sucedió?
—Lo sabes bien —increpa, mas luego se reprende, Daimond es un profesor, se apresura a explicarse—. Intenté mejorar mi situación, pero no logré nada en absoluto.
—Christine y Grecia son alumnas... un tanto especiales, Daphne no puede hacer mucho —consuela el profesor.
Al escuchar el nombre de la mujer en labios de Daimond Lyra siente un ramalazo de una nueva clase de enojo. Por el espacio de tres latidos no está segura de cómo asimilarlo. Lo ignora, cual cobarde.
—No era sobre ellas.
—Ah, ¿no?
—Era sobre Aarón Pendragón.
El rostro de Daimond se vuelve de piedra, Lyra casi puede ver su propio enfado en su iris. Él sabe que clase de individuo es el sujeto.
—¿Qué hizo ese mal nacido?
—¿De verdad necesito pasar por esto una segunda vez? ¿Harás algo distinto a lo que Daphne?
Sabe que es una pregunta capciosa, ambos conocen la respuesta. Sin embargo, no puede evitar hacerla, está enojada y lo está con todo el mundo, incluso si no le hizo nada.
—¿Qué te hizo? —repite.
Lyra niega.
—Gracias —responde en su lugar—, necesitaba algo de paz.
Da media vuelta y avanza hacia la puerta, pero las manos de Daimond la detienen y al dar la vuelta lo tiene demasiado cerca. Sus labios están entreabiertos, es lo primero en lo que se fija.
—Por favor... —murmura y es una súplica.
—No fue gran cosa —responde y se aleja, segura de que estar cerca no hará nada por aclarar sus ideas y los miles de pensamientos prohibidos que la invaden—. De verdad, preferiría olvidar.
Es entonces cuando Daimond parece darse por vencido, sonríe y se acerca a la puerta, la abre. Lyra asiente y se va.
NdA:
Uy, me tardé un día más, pero en compensación es un capítulo largo, disculpen c:
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