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8



Lyra camina a través de los pasillos y aunque lo odie, admite que lo hace con la guardia bien en alto. Se fija en el suelo antes de avanzar, presta atención a lo que sucede a su alrededor por el rabillo del ojo y también escucha a mayor consciencia lo que dicen las voces a su lado. Sí, gatita, zorra y maldita son algunos de los calificativos que le dan. Intenta ignorarlos, no es tan fácil. Su barrera, esa que creía impenetrable, empieza a resquebrajarse y no sabe qué hacer.

Es difícil entenderlo y, sobre todo, aceptarlo. Ser odiada solo porque a las niñas populares no les agrada. Lo que más la enfurece y sí, la hace sentir mal, es que ni siquiera hayan tenido el sentido común de ir y conocerla por sí mismos. Puede entender la razón del desprecio de Grecia, bueno, tanto como entender no, porque la chica está como una cabra, Lyra y Tristan apenas si intercambiaron palabras y ni siquiera del tipo personal... ¡Hablaron de clubes! En fin, su punto es que, de las dos, quizá la razón de la rubia sea un pelín más válida que la de la morena, pero solo por muy poco. Expresado en peso serían... dos gramos de diferencia. Suspira y decide sacarlas de su mente, ya bastante tiene con verlas casi a diario como para tener que pensarlas también.

Los sucesos del día anterior sustituyen los de las princesas. La comida con Diana fue tensa, los ojos grises de Aarón no la abandonaron en ningún momento y lo que fue peor: se comportó con amabilidad. Lyra habría esperado que fuera un desgraciado, como lo había sido con Avery, pero no. De hecho, le dio la impresión de que ser otra persona y de no haber sido porque le preguntó a Diana si Aarón tenía un gemelo, todavía lo creería así.

Entra a clase y corre a su sitio. Sobre la mesa hay un papelito. Lyra lo recoge y se sienta. Lo abre, despacio, como si fuera una bomba o algo peor. En cierto modo lo es. Son simples palabras, letras repetidas, pero el sonido constante en sus oídos y cabeza comienza a crispar sus nervios. Respira profundo para tranquilizarse, está en medio de un montón de niños que se reirán en su cara a la primera señal de debilidad. No se consentirá semejante espectáculo. La profesora llega, Lyra guarda el papelito entre sus libros, y comienza a escribir.

El receso lo comparte con Diana, come en silencio mientras su compañera relata lo preguntón que estuvo su hermano el día anterior acerca de Lyra. Eso dispara su pulso y el apetito se le esfuma, de hecho, su estómago se aprieta tanto que teme que vomite a mitad de la nada.

—¿De verdad? —Se esfuerza por preguntar.

—Sí —dice emocionada Diana—. Cree que eres guapa.

Gime de consternación, su compañera no la escucha. El timbre suena avisando que restan tres minutos para la siguiente clase. Diana es la primera en levantarse, se escusa alegando un profesor tirano y obsesionado con la puntualidad. Lyra asiente y entonces baja la mirada a la bandeja de comida, donde aún quedan alimentos. Tira los comestibles, no sin cierta culpa. Mucha, en realidad. Los alumnos se disipan y ella avanza tanto como puede en el mar de gente. Decide tomar una vía alternativa y rodear el edificio para llegar del otro lado.

Corre, pero no logra avanzar mucho. Alguien la detiene. La sostiene. La gravedad la roba. Intenta frenar la caída, sin éxito. Duele, su brazo quema y sus manos también. Queda sobre sus rodillas y sus palmas vuelven a lastimarse. Se remueve, intenta deshacerse del peso que la somete. Sin embargo, solo consigue ponerse boca arriba, la espalda por completo sobre la tierra. Su atacante se coloca a horcajadas sobre ella. La luz se encuentra tras la figura que la subyuga, así que les toma varios segundos a los ojos de Lyra adaptarse y ver de quién se trata.

El cabello oscuro cae sobre la frente de su captor y sus ojos tienen vasos reventados. El gris de su mirada luce más pálido de lo que recordaba. Es abrumador. Es terrible. El ritmo cardiaco de Lyra se dispara a niveles peligrosos. No se agita así ni siquiera cuando está en vóley.

—Ahora ya sé quién eres —dice con burla.

Golpea con los puños el abdomen de su atacante, eso consigue enojarlo y la toma de las muñecas, las aprieta y obliga a Lyra a doblar los brazos de tal forma que hacen una "X" entre sus senos, con solo la mano izquierda. La cercanía de las manos del muchacho a su corazón la asusta, se remueve una vez más.

Recuerda a Avery. ¿Cómo algo así puede ser consensuado? ¡Y con público! Lyra no tolera la idea de que haya más gente viendo, y por estúpido que sea se concentra en observar los alrededores. Están solos.

—Pues te has tardado —contesta Lyra sin poder controlar su lengua.

No es el mejor lugar, pero si ha sometido su cuerpo le parece inconcebible dejar que lo haga con su mente. Aarón sonríe.

—¿Quieres que te muestre quién soy yo ahora? No me gusta tenerte en desventaja —ofrece el muchacho de los ojos grises.

—Ya me lo ha dicho tu hermana, Aarón, y fui a tu casa, me parece que ya sé quién eres.

—No, todavía no. —El joven se inclina hacia atrás sin liberar las manos de Lyra, su mano libre se entierra entre las piernas de la chica—. No tienes ni la más remota idea.

Ella se agita, lucha contra esas manos invasivas. No duelen, pero ofenden y estrujan el espíritu peor de lo que podría hacer la tortura física. Los segundos son minutos, horas, un suplicio eterno. Aarón retira sus manos, y Lyra siente cómo su corazón se rompe y su alma se remueve dentro de ella, llora, gime, grita. Lyra quiere unirse a su decadencia. Sin embargo, no debe.

Entonces, Aarón tiene el atrevimiento de acercar la mano a la nariz de la chica. Es una oportunidad de oro. No la desaprovecha. Lyra muerde sus dedos, él grita, pero no le importa. Y no lo hace hasta que siente el sabor metálico de la sangre. Aarón ya se ha levantado.

—Me las pagarás —jura el muchacho.

Lyra se arrastra lejos, y se levanta a trompicones. El sabor a hierro todavía acaricia su paladar. Qué asco.

—No —dice Lyra en su lugar—. Quien las va a pagar todas y cada una de estas serás tú, bastardo.

Echa a correr. En sus venas corre un mar de sentimientos. Miedo, vergüenza, ira. Pese a ellos, no deja que se manifiesten en forma de lágrimas, por el contrario, corre más rápido con la esperanza de que el cansancio físico los absorba. Parece tener más energía de lo habitual, corre veloz, más de lo que alguna vez en el pasado. Conoce la razón y le sabe amarga... corre hasta que sus piernas arden porque intenta escapar del ultraje. Llega a clase a tiempo, por los pelos.

Es historia. La clase que comparte con Erik, aunque no es la única. El chico la observa llegar y ella se ve incapaz de sostener su mirada. No la agacha, la desvía. Otra vez, en su lugar espera una notita, no tiene que abrirla para saber qué dice. No quiere saberlo, no ahora. No tiene la fuerza para enfrentar a algo más. De pronto, el profesor tiene la brillante idea de dejarles un ensayo en parejas. ¿No pudo elegir peor ocasión? Suspira resginda. Lyra escanea el salón buscando a alguien de rostro afable. El resto del salón ya se ha parado y reunido con su compañero elegido.

En el escritorio, el profesor aguarda a que los chicos se anoten. Es de la antigua escuela, Lyra aprecia tener a profesores que todavía usen pluma y papel en lugar de tabletas.

—¿Tienes pareja? —pregunta Lyra a una chica de largas trenzas y cabello chocolate.

—Sí... —La mirada en sus ojos es una de superioridad.

—Iramy —llama una chica que usa anteojos—. ¿Ya tienes compañero?

—No —contesta con una sonrisa.

La mandíbula de Lyra cae al piso.

—Genial, entonces, ¿nos anoto?

La mentada asiente. Lyra da media vuelta, dispuesta a buscar por otro lado. Intenta con dos más e incluso con un chico fofo y lleno de acné, sus respuestas son idénticas. Negativas. El chico incluso tiene el atrevimiento de decirle que trabajará con su novia y que no quiere darle alas. Está a nada de rebatirle que no está buscando pareja romántica; no obstante, se muerde la mejilla interna en su lugar. No tiene caso.

Pasados los minutos, sus compañeros se acomodan en su lugar. Ni modo, tendrá que hacer el trabajo sola. No es realmente algo que le preocupe, pero su plan en esa escuela era hacer amigas y no dejar que sus inseguridades rigieran su vida escolar; no conseguir un simple compañero de trabajo hace que sus ilusiones se tambaleen. El profesor se levanta de su lugar y revisa la hoja en donde las parejas han dejado su rúbrica. Frunce el ceño.

—Solo tengo a siete parejas... —dice—. ¿Quién falta?

Levanta la mano a regañadientes, qué más da si trabaja sola, lo ha hecho antes y no ha pasado nada malo. El maestro Belucci asiente.

—¿Quién más?

Los ojos de Lyra recorren el salón, temerosa de que realmente haya alguien más. Y lo hay.

—Muy bien, Erik, trabajarás con Lyra.

El susodicho hace un gesto de aquiescencia, indiferente. Los ojos del muchacho se fijan en ella solo por un instante antes de regresar la mirada al frente.

—Eso es todo por hoy, pueden marcharse.

Lyra es de las primeras en levantarse del pupitre, recoge sus cosas y va a donde un perezoso Erik apenas está cerrando el libro y echando la tableta encima. Está concentrado en lo que sea que lee en su dispositivo.

—Yo haré el trabajo, no te preocupes —dice Lyra.

De todos modos, está segura de que él es de la clase que no hace nada en los equipos y espera que sus compañeros le solapen todo. Quitárselo de encima desde el principio acelerará el trabajo al no tener que lidiar con él.

Erik levanta la mirada de la tableta.

—El trabajo es en parejas.

—Sí... Pero quiero hacerlo sola. Así tendrás más tiempo libre —insiste y da un pobre argumento—. Para ir con tus amigos y eso.

El muchacho no responde y se levanta de su lugar. Lyra tiene la necesidad de retroceder y levantar el mentón para poder verlo a los ojos. El cielo en su mirada logra atolondrarla un instante antes de recordar su grosería en la biblioteca. Será guapo, pero es un idiota. Lyra detesta a los idiotas. Demasiada estupidez en una sola persona debería ser un pecado. ¡Un crimen contra dios! Ríe en su fuero interno, no es creyente, pero cómo le gustan las expresiones que involucran al creador, siempre añaden la dosis exacta de dramatismo.

Erik sostiene la mirada de Lyra. No peca de tonto. Sabe los motivos que la orillan a esa desesperada decisión. Sonríe complacido, saber que tiene ese efecto en ella le gusta, y quiere que sea mayor. Da un paso hacia la chica, quien retrocede a la par. Su sonrisa se ensancha, y observa con mayor detenimiento a la becada. El acto de caridad de la escuela. De nuevo, su mirada oscura brilla. Erik desea saber qué pasa por esa cabeza suya. ¿Creerá que se impondrá? ¡Por favor! Nadie es tan ingenuo como para imaginarlo siquiera.

—Te veré en la biblioteca media hora después de los clubes —ordena antes de encaminarse a la salida.

Lyra refunfuña por lo bajo. Cuenta hasta tres antes de salir hacia el club deportivo. Diana la espera ya. Corre a cambiarse y se pone con las prácticas. Las pruebas están cada vez más cerca. Tal vez sería bueno que se rindiera. Entrar el próximo año...



Recoge los libros de su casillero que necesitará esa tarde para avanzar en las tareas. Son tres. Cierra el casillero sin terminar de meterlos al bolso, lo hace mientras camina y entonces... choca con alguien. Sus libros caen. ¡Dios sí existe y le gusta agarrarla de campeona de pendejas! Maldice. ¿Ahora quién será? ¿Christine? ¿Grecia? ¿O le falta alguna otra princesa que por estar de vacaciones en Miami apenas va integrándose al ciclo?

—Debemos dejar de encontrarnos así.

Lyra reconoce la voz un segundo después de identificar al individuo con el que se impactó. Tristan le ofrece una cálida sonrisa y se apresura a recoger los libros desperdigados. Lyra lo imita e intenta hacerlo por su cuenta, evitarle la fatiga y con eso que Grecia los vea por accidente.

—No te preocupes, ya lo hago yo.

Varias hojas han salido volando de su carpeta. No puede evitar que el muchacho las recoja.

—Hey —llama el muchacho—, mira ya tienes admiradores secretos. —Desdobla un par de papelitos.

Lo primero que Lyra piensa es que es un metiche. Uno no puede ir por la vida leyendo recados ajenos, son privados y por algo están dobladitos; luego, demasiado tarde pues Tristan cambia de semblante, intenta quitárselos.

—¿Quién te escribe estas notas? —pregunta con la voz grave.

Sí, son cosas horrendas. Deseos de muerte, calificativos que ni una trabajadora de un lupanar debería recibir y peor...

—No sé —responde con sorna—, todos. ¿Eso importa?

Antes de incorporarse vacía los libros en su mochila. Tropezar una segunda vez sería una completa desgracia.

—¿En qué clase?

—Todas —repite y le arrebata los papelitos.

Tristan se para a la par que ella.

—Puedo llevarte a casa —se ofrece con una mirada de compasión.

Lyra odia su expresión. La está viendo como si fuera un acto de caridad. Quizá lo sea, pero él no tiene ningún derecho a verla así, como si fuera superior y ella una hormiga a la que han pisado.

—Me gusta coger el autobús.

No le da oportunidad de convencerla, Lyra avanza a la salida. 

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