19
Bebe jugo de naranja con un popote mientras sus ojos apuntan a la chica frente a ella. Grecia Applegate. Una princesa del instituto. Lleva el cabello de enfrente atado en un moño pequeño por detrás, suaves y artificiales ondas caen sobre sus hombros y sus labios rojos sobresalen en su rostro coloreado de tonos marfileños. Debe ser una fortuna para Grecia ya no ser una remolacha ante la luz del sol. Mil y un productos dermatológicos deben ayudar a ese propósito, supone Christine.
—... te juro que he hecho de todo —continúa—, pero no sé lo que tiene. —Bebe del batido de chocolate frente a ella—. Tristan está distinto, distante —asevera—, y no lo entiendo si he hecho todo por complacerlo.
—¿Has probado hablar con él? —pregunta Christine.
Aunque le aburran esos temas, escucha a Grecia por... Ay, quién sabe por qué lo hace, morbo quizá.
—¡Claro que no! No voy a permitir que me vea así —protesta ofendida.
Grecia se acomoda el cabello y limpia lágrimas inexistentes en la esquina externa de sus ojos.
—No es lo que quise decir —aclara—, es que ¿para qué te devanas los sesos cuando puedes preguntar?
Christine piensa que casi todo se puede resolver hablando, el problema de Grecia entra en ese montón.
—No...
—Puede que solo esté ocupado, que tenga asuntos en casa o... seamos realistas, esté tratando de romper contigo.
Grecia abre la boca en un grito silencioso, su momentánea indignación muta a furia y, aunque la tristeza pelea por abrirse paso en su interior, no es nada contra los celos de la rubia. Christine entiende eso. Desde que Grecia y Tristán comenzaron a andar hace dos años, la rubia se ha pavoneado de ello y nunca ha consentido que ninguna chica, ni siquiera por error, se acerque a su hombre.
Una parte muy dentro de Christine, una parte pequeña y primitiva, entiende ese sentimiento, el deseo de monopolizar el tiempo de alguien, de ser la única a sus ojos y de que el mundo se reduzca solo a ella. Lo entiende porque lo vive en carne propia, empatiza con ella porque en eso se parecen.
—La zorragata.
Christine ríe. Es un buen mote para Lyra.
—¿Qué con ella?
Detesta a Lyra, pero duda que eso sea verdad. Además, tremendo idiota tendría que ser Tristán para fijarse en alguien como la becada.
—Seguro que está intentando algo.
—Ah, ¿sí?
—Chris, desde el primer los vi hablando y ella le sonreía así. —Grecia hace una burda imitación de coqueteo, se lame los labios con vulgaridad.
—¿Eso crees?
—No lo creo. Estoy segura. —Applegate hace un puchero.
—Entonces, hagamos que pare.
Ningún pretexto es demasiado estúpido para molestar a Lyra, cualquiera sirve si con eso apresura la sucia presencia de la becada fuera de esa escuela.
Mirabella avanza hacia la parada y sacude su cabello cada tanto, la toalla no ha borrado por completo los rastros del baño. Sus músculos protestan, el día de hoy el club de natación fue más exigente que de costumbre. Sus pensamientos comienzan a divagar entre las mil y unas tareas que tiene pendientes cuando de pronto, la ve. Lyra lleva su mochila estilo baúl a la espalda y sube al camión.
Mira revisa su teléfono, no es su ruta, todavía faltan cinco minutos para que el autobús pase. Sin embargo, se encuentra corriendo y alzando la mano mientras llama a voz en grito a Lyra. Le agrada Lyra y, sobre todo, la entiende como ninguna otra de sus amigas.
Su amiga frunce el ceño y se vuelve hacia el chofer. Aumenta la velocidad, tal vez no la ha reconocido, pero al llegar ve que Lyra le sonríe. Mira paga su peaje y se acomodan juntas.
—No sabía que tomaras este autobús —dice Lyra—. De haberlo sabido te habría esperado siempre.
—No lo hago —corrige Mira.
Lyra frunce el ceño.
—Tomo el que pasa cinco minutos después, pero ambos recorren las mismas calles al principio, así que pensé que podíamos irnos juntas por unos minutos.
Su amiga sonríe y hablan del instituto, de las tareas y del futuro. A Mirabella le resulta fácil hablar con Lyra y se siente real, sus palabras son agua y su boca una tubería cuesta abajo. No es que con las otras chicas no sea cómodo hablar, pero es diferente. Su voz no es líquida sino arena a la que es preciso forzar para que avance y salga de sus labios.
Mira y Lyra ríen y comparten sus elecciones para ser asistentes de investigación. Mira escogió biología. Su amiga le hace mil preguntas y solo responde veinte, no tiene todas las respuestas, pero espera algún día conseguirlas. Mirabella voltea con maestría el objeto de la conversación.
—Con el profesor Admarie —responde Lyra.
Abre los ojos de hito en hito al reconocer el apellido. Admarie es un genio. Un joven muchacho que también fue becado por el IVB y que ganó premios al mejor investigador de investigadores nacientes y varios títulos más similares. Mirabella le resume su curriculum.
—Aprenderás un montón —dice con entusiasmo.
Sin embargo, Lyra no da señales de vida.
—No lo sabías —murmura comprendiendo al fin su silencio.
Las inseguridades de Lyra se abren paso hasta que su cerebro está inundado con ideas oscuras y futuros fracasos. Aprieta las manos en su regazo.
—No.
—Oh, no importa. No te pongas nerviosa. El profesor es muy joven, así que seguro tendrá la paciencia para ayudarte a entender todo lo que se refiere a su investigación.
—¿Qué edad tiene? —inquiere Lyra.
Mirabella lo piensa un poco antes de responder.
—Creo que 25 o tal vez 26, no estoy segura.
—Es al revés —dice Lyra entre ida y presente.
—¿Qué?
—Las personas mayores son las pacientes, los jóvenes somos ansiosos.
—Claro que no —refuta Mirabella y a su cabeza acuden los gritos de sus padres en contraste con la voz cálida de su hermano mayor—. Las personas mayores no tienen paciencia porque saben que la muerte les pisa los talones y el tiempo es un lujo que no pueden darse; en cambio, los jóvenes están colmados de vida que no les importa regalar instantes a otras personas.
Esa... es una manera interesante de ver las cosas, Lyra nunca ha creído que los jóvenes posean tanta paciencia, en su cabeza, y basándose en ella, son los que corren, los que hacen las cosas con prisa, a los que el tiempo se les acaba.
Lyra asiente y una sonrisa genuina acude a su boca, Mira la corresponde antes de desviar la mirada al exterior. ¡Se ha pasado una calle! Dice adiós a Lyra entre prisas y corre a tocar el timbre del camión. Por suerte, la siguiente parada es a mitad de la otra calle. Su amiga se despide con la mano una última vez.
Mira emprende el camino hacia la estación previa. Y por un segundo, un fugaz instante, la mano de su madre arde en su espalda, reviviendo los golpes que de niña sufrió. Sus padres son personas adultas, son considerablemente mayores y en sus regazos no existe la paciencia ni comprensión que Lyra cree que tienen... Ruegos escapan de sus labios antes de que se dé cuenta que está hablando en voz alta.
Entonces, Mira se obliga a pensar en el futuro, en la libertad que podrá tener solo unos años después de ese ahora.
Desde la conversación de ayer con Mira, Lyra no puede borrar la palabra genio que su mente ha tatuado en la frente del profesor Daimond. Así que cada que sus ojos se encuentran, Lyra huye de su mirada como cobarde. No tiene idea de por qué lo hace; sin embargo, se siente necesario. Verlo a los ojos es demasiado. La cohíbe, hace que su corazón se agite.
—¿Pasa algo, Lyra? —inquiere el profesor y abandona la computadora por unos segundos.
—No, nada en absoluto.
—¿Segura?
Lyra no entiende esa segunda pregunta de los mayores. ¿Qué esperan al hacerla? ¿Que la persona se confiese mentirosa al segundo de haber mentido? Es ridículo, hasta por sentido común.
—Sí.
El maestro lo deja estar y ella se sumerge una vez más en la lectura. Su ayuda a Daimond es de diez horas semanales, así que los espacios antes libres, ahora son monopolizados por él. Lyra lo observa por largos segundos y encuentra hipnotizantes sus movimientos. Lee, escribe y cuando no está atendiendo al ordenador lo hace con hojas o libros; en ese momento es lo primero. Lee, subraya, juega con el rotulador dándole vueltas entre sus dedos, lo destapa, subraya, lo cierra. Y vuelve a empezar. Tiene ritmo propio y a Lyra le sorprende que algo tan banal como eso pueda resultar en música casi.
Tiene una mirada de concentración que hasta las ondas de su cabello parecen respetar, ninguna le estorba en la frente o sienes y cuando osan en hacerlo, Daimond se las retira con diligencia. La luz tras él parece también respetar su trabajo, su intensidad no ha bajado, pero tampoco es grosera o abrasadora. Lyra descubrió la segunda vez que estuvo allí que los ventanales poseen una delgadísima cortina de tela blancuzca que aminora el calor y la iluminación de tal forma que nunca es demasiado brillante.
De pronto, Daimond se incorpora y Lyra agacha la mirada avergonzada, mas su superior no da muestras de haberse dado cuenta, así que eleva el rostro unos milímetros para continuar con su escrutinio. Va a los estantes, busca un título y al no hallarlo en la hilera donde busca, repite el proceso. Frunce el ceño y comienza con la siguiente y la siguiente. Luego, como una serie de comedia, Daimond golpea su frente con el Monte de Venus de su mano izquierda. Ríe y regresa a su lugar. Lyra lo ve sacar un estuche de gafas de uno de los cajones del escritorio. Se coloca los lentes. Sigue pareciendo tan guapo como antes. Lyra frunce el ceño, molesta consigo misma por distraerse con algo tan tonto y regresa a su lectura. Avanza una, dos, tres páginas...
—Te veo mañana, Lyra —la despide Daimond.
Levanta la cabeza. ¿Ya ha pasado la hora?
—Claro. —Recoge las lecturas que debe hacer y la notita que Daimond le ha dado antes en donde enlista sus deberes.
Va a su casillero. Debe dejar los libros primero, las hojas que el profesor le ha dado y tomar la mochilita en donde carga su ropa de vóley. En el camino ve a Erik y a su amigo avanzar hacia ella de frente, lo que le permite verlos con la visión periférica sin que sus pupilas los enfoquen. Así que ese es el tal Mycroft. Lyra no ha tenido la oportunidad de observarlo bien. Tiene en el cabello la noche y en la piel la luna, sus ojos dan cobijo a la clorofila de las plantas. A Lyra le parecería un muñequito de porcelana de no ser por los músculos en sus piernas y brazos, y esa imponente altura.
De pronto, Erik bloquea su camino. Mycroft se queda a un costado sin intervenir. Lyra se prepara para recibir insultos o algo similar, ya que no tuvo respuesta luego de entregarle el bonche de hojas del ensayo.
—Leí el trabajo —dice Erik.
—¿Y? ¿Tienes alguna corrección o sugerencia?
Su corazón late frenético, pero se las arregla para no correr lejos de la situación. Erik la intimida, lo hace de una manera que no se parece a la de Christine o Grecia, pero que extrañamente es peor. Las rodillas de Lyra quieren temblar y su sangre corre veloz, expectante y tal vez temerosa, no está segura.
—Ninguna —responde—. Hiciste un excelente ensayo.
El muchacho le sonríe, pero Lyra no corresponde el gesto. Sabe que sus sonrisas son mentirosas y sus palabras peligrosas.
—Gracias.
Erik asiente y estira la mano, el pie derecho de Lyra retrocede, mas el izquierdo se mantiene firme. El rubio sonríe con ternura y su mano acomoda un mechón de cabello detrás de la oreja de Lyra, mientras con la otra mano deja caer una bolsita de chocolates sobre los papeles que aferra con la misma firmeza que un niño al salvavidas en medio de una piscina.
De reojo, ve a Mycroft alzar las cejas para regresarlas a su sitio un microsegundo después. Entonces, se aleja unos pasos para concederles intimidad. Erik clava su mirada azul en Lyra y le desea suerte en la práctica.
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