18
Caminan por la acera sin siquiera tomarse las manos o platicar. Christine ve de reojo a Josep y su fuerte y atractivo perfil le recuerda por qué se acercó a él la primera vez, eso y porque varias de sus compañeras lo deseaban.
Las cosas funcionan de manera simple con ella y al mismo tiempo complicada, no tiene grandes deseos en cuanto posesión refiere, es decir, tiene lo que quiere a la hora que lo exige, regla que aplica para más de un ámbito en su vida. Asímismo, Christine tiene una vena competidora dentro de ella, le gusta ganar. Siempre. Sin importar el tema en cuestión quiere que su nombre resalte por encima de los demás. Supone que es algo natural, pero no está segura. En cualquier caso, no mata a nadie.
Pronto regresa al momento en que conoció a Josep. Qué atrevida fue. Ella estaba comiendo con unas amigas y el muchacho se encontraba en la mesa de enfrente con otros chicos. Su círculo no para de hablar de ellos, pues a la sazón eran de un nivel superior en cuanto madurez refería, sus amigas susurraban anhelos prohibidos y que ni en sueños eran capaces de hacer. Sin embargo, Christine era Christine Ferguson y no conocía el recato o la austeridad. Lo tendría.
El sitio era un lugar de esos simplones en donde los pobres iban, pero que aceptó visitar por curiosidad y morbo. Sus amigas no pararon de insistir en mostrarle su amor platónico... Y al verlo, Christine supo que lo quería para ella, así que no paró de darle miradas coquetas hasta que él se acercó.
Suspira y abandona sus memorias. Abre la boca para comentar algo y...
—Sabes, Christine —inicia Josep robándole la oportunidad a ella—, creo que hemos vivido mucho juntos.
Ella puede refutar eso, vivieron intenso, no mucho. Sabe que las personas como él son efímeras por lo que no se encariña con ellos, no más de lo que lo haría con una mosca. Intenso y largo son cosas diferentes, pero decide callar y aguardar por sus siguientes palabras. Si él desea algo más formal, Christine lo echará. Qué horror conocer a su familia y qué vergüenza tener que presentarlo a William Ferguson. Son solo... amantes.
—Ha llegado la hora de dejarnos ir —suelta Josep luego de una prolongada pausa.
Le toma unos segundos asimilar lo que significan las palabras. El orgullo de Christine es tal vez lo más grande dentro de ella. ¿Un imbécil muerto de hambre como él está rompiendo con ella?
—¿Qué? ¿Por qué? —Hay curiosidad y enfado en su pregunta, no dolor.
—Nuestro tiempo acabó.
Eso lo decide ella, no él.
—No hay fecha de caducidad para las personas. —Se trata de un argumento, no de una súplica.
—No, tienes razón. Pero para las relaciones sí que la hay.
Josep le sonríe y no hay alegría en el gesto, hay pena, compasión y Christine descubre que esos sentimientos la molestan. El chico se acerca para besarla una vez más, aunque ella no sabe si será en la mejilla o los labios el roce, decide no aceptarlo. Se aleja.
—Eres un idiota —le dice antes de dar media vuelta y alejarse.
Basta una llamada para que Dan y Gavar hagan acto de presencia en su casa, en su alcoba. Dan lleva consigo tres enormes frascos de helado. Chocolate, vainilla y chicle, los favoritos de Gavar, Dan y el de Christine. Su primer instinto es negar el dulce, pero calla. Tener el corazón roto no es la única razón válida para zamparse un millón de calorías, hacerlo porque le viene en gana también cuenta. Se incorpora y le quita el bote de chicle a Dan quien le tiende una cuchara con tanta amabilidad que pareciera que Christine es de cristal.
Sin decir gracias regresa al pequeño recibidor de su habitación, sus amigos se acomodan en los espacios libres a su costado en el sofá curveado. Dan pasa la mano por detrás de los hombros de Christine y ella le dirige una mirada interrogativa.
—Creí que querrías amor —se escusa recogiendo el brazo.
—Pero no de ti —murmura y solo por molestarlo se acomoda al regazo de Gavar.
No dicen mucho, aunque Dan no para de insinuar que deberían golpear a Josep por haberla herido, su otro amigo asiente cada tanto. Gavar sabe que lo que ella tiene no es mal de amores, sino... algo peor. Lo que se encuentra en carne viva es el ego de Christine y no su corazón. Así, mientras uno de sus amigos habla solo de vengar su honor, el otro sabe a la perfección que lo que repararían sería el orgullo de Christine. No le importa la razón, ella solo quiere que Josep Faris pague en sangre su atrevimiento.
—Los golpes al cuerpo sanan, los moretones se olvidan y la piel se repara, pero los que son al alma duelen por la eternidad y los cardenales jamás se borran —murmura y siente las miradas de sus amigos—. Quiero vengarme, sí, pero no con la vulgaridad de los de su clase —aclara.
—¿A qué te refieres? —inquiere Dan.
—A algo peor —responde—, o mejor, según se vea.
Christine sonríe. La venganza no es devolver el golpe con la misma intensidad. La venganza es destrozar a tu rival de tal forma que le sea imposible pensar siquiera en levantarse y continuar. William Ferguson se lo enseñó cuando arruinó a la madre de Christine... La muy zorra le puso los cuernos a su padre, así que como era lógico William no solo hizo añicos los sueños de su exesposa, sino que al final... Christine quedó huérfana de madre.
—¿Y eso consiste en...? —Gavar le da una mirada felina y extiende la última sílaba.
—No lo sé —se sincera—, aún tengo que pensármelo.
Los amigos llevan cucharadas repletas de helado a sus bocas.
Diana ve salir a sus padres por la puerta con pequeñas maletas tras ellos. Agita la mano mientras ellos abordan el auto que los llevará al aeropuerto. Un viaje de último momento, su padre como CEO de su propia empresa y su madre como asesora financiera. Alguna reunión del consejo o algo así, no está segura. Diana los ve con orgullo. Le gusta ver a su padre feliz al trabajar y adora a su madre enfrascarse en números, divisas y tasas que ella no comprende. Los ama y han sido un ejemplo para ella desde que tiene memoria.
—Otra vez se van —dice Aarón a su lado y no hay reproche en sus palabras.
Ambos son conscientes de que han estado para ellos en todo momento, de niños no se despegaron de sus cunas y ahora que son mayores es lógico que regresen a sus sueños.
—Los veremos en una semana.
—O tal vez dos. —Sonríe.
Diana tiene sus propios motivos para alegrarse, en cuanto a Aarón no lo sabe. Ya no son tan cercanos como lo eran hasta tres años atrás y le preocupan esas enormes ojeras bajo los preciosos ojos grises de su hermano. Él se parece a su padre mientras ella a su madre.
—Voy a salir —le informa.
El día se pone mejor. Elijah estará en el jardín limpiando o en la bodega acomodando sabrá dioses qué, Baris no andará lejos. Diana siente el súbito deseo de llamarlos ahora.
Aarón coge las llaves de un coche, impuso su deseo apenas entró al instituto de viajar solo. Otra muestra de que entre él y Diana la brecha se ampliaba a cada día. Ve a su hermana asentir y sus ojos brillan, sabe la razón de esa luz. Sabe su secreto. A Aaron le da lo mismo. Ella sabrá lo que hace, aunque... sin duda aquella información le podrá ser útil en el futuro.
Diana lo despide y la ve textear a sus guardaespaldas.
En cuanto su hermano se va, Elijah y Baris entran. Es el segundo quien la toma y la empotra en la pared con un tierno beso. Le encanta. Sus labios son siempre de miel. Elijah carraspea. Diana separa su boca y mientras Baris atiende su cuello, ella atrapa el sabor de Elijah.
¿Cuándo empezó eso? Solo meses atrás. Sin embargo, existe tanta pasión y... ese algo que todavía no se atreve a pronunciar que se cuestiona si es posible tenerlo todo en la vida como ella. Es más afortunada de lo que podría esperar.
—¿Subimos? —pregunta Baris sobre su piel.
Su aliento le causa escalofríos y envía descargas de placer a todas sus células.
—O podría ser aquí —responde Elijah alejándose apenas unos centímetros de su boca.
—Me gusta más arriba.
Baris no espera otra palabra y sin soltarla sube por las escaleras. Elijah los sigue, sus ojos verdes le prometen mil formas de alcanzar el éxtasis. Diana se muerde el labio inferior y no se da cuenta de lo que hace hasta que Elijah ríe y niega. No obstante, sabe que no importa cuán desinhibida se muestre en ellos hallará idéntica respuesta, sino es que más.
Es uno de los aspectos que más le gusta de su relación. Esa confianza que se tienen. Diana no teme dar rienda suelta a sus fantasías, ni tampoco se corta cuando quiere probar algo... La ventaja de estar con dos es que si a uno no se le da bien cierta maniobra el otro puede compensarlo.
Suelta una suave carcajada y Baris la acomoda con suavidad sobre la cama.
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