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Parte 1

—Vale...

Orión se aprieta el entrecejo para ayudarse a pensar. Como si necesitara pensar algo y no supiese lo que esas niñas le piden a gritos, aunque sus boquitas no digan nada...

—Sentaos en el sofá y os cuento qué es la Puerta de Tao antes de irme.

—¡Bien! —chilla Meissa, pegando un salto y corriendo al salón.

—Sí.

Xión lo celebra de forma más discreta, llevándose un puño al costado en señal de victoria.

No importa que la pequeña de doce enios sea mucho más efusiva que la de catorce. Orión las tiene a las dos sentadas en el sofá, quietas y responsables, en menos de un parpadeo. Meissa casi se pisa su largo cabello rosa con el culo al acomodarse, con las piernecillas colgando: es más baja de lo que su media de edad indica, pero doctores de todo tipo le han dicho a Orión que no se preocupe. Cuando menos lo esperen, esa coqueta pequeña, que viste un precioso vestidito azul con mangas estrelladas, pegará el estirón.

La que sí que ha pegado un buen estirón es Xión. A su padre incluso se le hace extraño verla tan mayor de repente. Ya va vestida con ropa de adulta: pantalones anchos llenos de bolsillos, zapatillas planas y una sudadera oscura que le llega hasta pasada la cintura. Es idéntica a él en lo que a cabello y corpulencia se refiere: sus mechones rojo sangre se despuntan en todas direcciones y ya apunta maneras con unos brazos que empiezan a estar más musculados de lo normal.

Durante su silencio, las niñas se empujan porque las dos quieren sentarse en el primer espacio del sofá.

Orión se sienta en el sillón contiguo y suspira.

—A ver, por dónde empiezo...

Nadie lo escucha, porque a Xión y Meissa se les ha olvidado para qué se había sentado. Meissa muerde a Xión y su hermana suelta un grito y una amenaza de bofetada que no distrae a su padre en absoluto. Orión simplemente las ignora.

Catorce enios de paternidad le han otorgado a ese hombre una paciencia envidiable y nunca vista en su juventud. Quien fue conocido en su momento álgido como Red Heat es hoy un tipo de cuerpo esbelto y vestimenta elegante, que ronda los treinta y tantos. El cabello rojizo le llega hasta el final de la nuca, ondulado en unos bucles suaves y cuidados con esmero. Viste un largo abrigo de color pardo, con un corte demasiado terrícola para el gusto de muchos habitantes del planeta Corinto.

A simple vista, Orión no muestra nada sobre su condición de capitán de una banda temible; quizá solo la cicatriz fea que le atraviesa el ojo derecho.

Incluso su hogar rezuma elegancia y tecnología punta, igual que él. Como dueño de un tesoro que se centra en el arte de la Europa terrestre, varios pellizcos pictóricos decoran su salón blanco, único y particularmente fino; por ejemplo, las tres Gracias de Pedro Pablo Rubens que se ubican sobre el sofá, o la Maja desnuda que adorna la pared junto al botellero automatizado. Miles de pequeños cuadros y esculturas continúan dando luz al salón de la Casa Roja, inigualable por ninguna persona dedicada a la piratería o no.

Cuando se harta de escuchar gritos, Orión frena la pelea extrayendo una placa gruesa y rectangular de su abrigo.

—Mirad —dice, alzando mínimamente su voz. Las niñas callan de golpe—. Esta es la llave con la que vamos a abrir la Puerta.

Las dos hermanas dejan escapar un oooh perplejo. Xión se abalanza sobre el sillón para robarle esa especie de tarjeta maciza («Cuidado que pesa mucho», le advierte Orión) y Meissa se asoma por encima de su hombro para mirar. Mientras ellas curiosean, Orión se acerca al botellero para pedirle a su casa encantada (como él la llama) un buen trago de souv, esa bebida alcohólica purpúrea y espumosa tan popular entre los habitantes adultos del planeta.

La tarjeta está hecha de un cristal grueso y resistente. No parece que se pueda rallar ni por las más gruesas herramientas que emplean los ingenieros del muelle en sus naves, allí, en la ciudad costera de Puerto Corinto. En su interior, revolotea una especie de arenilla caótica que le otorga el aspecto de los relojes de arena que tenían los antiguos terrestres.

—¿Y para qué vais allí? —inquiere Xión, mientras levanta sus sagaces ojos color musgo hacia él.

Orión toma la jarra de la bandeja que surge del botellero, le agradece a la máquina como si no fuese una inteligencia artificial y vuelve a sentarse. Corresponde a la mirada de Xión, aunque su hija se la clave como si fuera a atravesarle.

—Las Puertas Griegas son los satélites de donde obtenemos las habilidades.

Orión no siente que sea necesario desarrollar más esa respuesta. El planeta Corinto, ubicado a infinitos años luz de La Tierra, no tiene lunas que lo orbiten ni cinturones de asteroides: tan solo esas pequeñas plataformas que giran a su alrededor con tanta parsimonia como lo hace el planeta entero, donde el ciclo de día y noche dura prácticamente un año terrestre entero.

La visita a las Puertas Griegas es uno de los desplazamientos más habituales fuera de la atmósfera semiartificial de Corinto. Fueron colocadas en la órbita griega por la primera civilización que habitó esa Galaxia Magna, y albergan muchos más secretos de los que la humanidad coríntica ha sido capaz de descubrir. Algunas personas creen que fueron los propios terrestres quienes las trajeron hasta allí y los únicos que conocen su verdadero potencial. Otros creen que el secreto de las Puertas Griegas solo lo saben los científicos Captados, quienes no pueden transmitir ese conocimiento a Corinto por mucho que anhelen hacerlo.

En cualquier caso, las Puertas Griegas se encuentran a disposición de todo aquel que quiera explorarlas. Casi todas las llaves han sido encontradas por piratas y aventureros de Corinto, esas personas que persiguen la libertad y las reliquias terrestres. Su actividad es consentida (o, más bien, ignorada) por la propia Autoridad, que dirige el planeta al completo con su Consejo Autoritario y sus Agentes a plena disposición.

Muchas tripulaciones y bandas luchan por conservar las llaves y no dejar que sus puertas se abran nunca. Otras, en cambio, deciden gozar de sus habilidades mientras vivan.

Sin embargo, todos esos datos no tienen relevancia para lo que Orión quiere contar. 

Él quiere hablar de sí mismo, por supuesto. Su ego se lo exige.

Mientras dura la perplejidad de sus pequeñas, el padre y capitán pirata abre la boca y narra:

—Mi habilidad, por ejemplo. La conseguí en la Puerta de Omega. Tenía una llave como esta, pero en lugar de arena, dentro había una especie de humo anaranjado y azul, ¿sabéis? Iba cambiando. Qué lástima que las llaves se destruyan cuando explota la Puerta... La habría usado de llavero...

—¿Cómo? —se extraña Xión con falso desinterés—. ¿El satélite explota?

—Sí, claro. Por eso las habilidades son tan raras y por eso a cada Puerta solo puede acceder una persona.

—¿Y qué pasa con el otro señor que hacía calor?

Pese a su corta edad, desde luego Meissa es tan lista como su hermana mayor.

—Ese señor consiguió la habilidad Termo en otra Puerta de Omega. Pero no me habléis de él, vaya impresentable...

Orión parece a punto de irse por las ramas y explicar la gran ofensa que le hizo el segundo hombre que controlaba el calor («¡se hizo pasar por mí para robar el Waterheat!», piensa enfurecido), pero las niñas lo interrumpen con mucho apremio:

—¿Y qué poder da esto?

—¿Y está muy lejos esa puerta?

—¿Y para qué lo quieres?

—¡¿Vas a tener dos poderes, papi?!

A Orión le da la risa floja:

—Si me dejáis que os lo cuente...

—¡No mientas! —exclama Xión, poniéndose de rodillas en el asiento—. Nos ibas a contar la historia del otro señor del calor.

Orión no puede engañar a nadie.

—¡Pues sí! No sabéis qué feo fue lo que me hizo...

—Papi pero yo creía que tenías prisa —dice Meissa atropelladamente.

Orión levanta la mirada hacia la pared de su Casa Roja encantada. Una proyección le indica la hora en tiempo real.

—Vaya.

Orión acaba de comprobar que acude a la cita con sus vecinos de la Casa Azul con media hora de retraso.

—Sí, tengo prisa —ríe, apura la jarra de souv, se levanta y señala a las pequeñas mientras responde a sus preguntas—. Esto da la habilidad de controlar el Sólido, la Puerta no estará a más de treinta mil kilómetros de El Fuerte, queremos ir porque al tío Heine se le ha antojado usarla, y, ¡no!, ni loco voy a tener yo dos habilidades; en realidad no sé ni si puedo tener otra, pero prefiero no correr ese riesgo.

A Meissa y Xión les cuesta seguirlo. Tienen que procesar tanta información que sus graciosos labios pequeños se quedan entreabiertos.

Es el momento perfecto para sonreír, levantarse, darle un beso a cada una y dictaminar:

—Hala, me voy, portaos bien.

Orión se vuelve a encaminar hacia la puerta.

—Per-

—¡Papi!

Vuelven a arrasarlo en el recibidor. La escultura de la Venus de Milo es la única testigo ciega de esa despedida que no acaba nunca.

Orión respira hondo y le da tiempo a contar mentalmente hasta siete.

—¿Hoy no viene el tío Heine a cuidarnos mientras tú no estás? —gimotea Meissa, añadiendo un puchero para mayor dramatismo.

A Xión la saca de quicio que su hermana pequeña se haga más niña de lo que es.

—Si nos ha dicho que es el tío quien se va a la Puerta de Taichí esa, tonta del bote —replica con cara de asco.

—¡¿Quééééééé?! —La niña de pelo rosa se engancha a la pierna de su padre—. ¡¿Pero entonces se va a morir?!

—¡Cómo se va a morir! —grita Orión.

—Mira, de verdad, es que te inventas unas paranoias...

—Nadie va a morirse —insiste Orión, que se ha dejado llevar sin darse cuenta—. El tío Heine se va a volver super fuerte y poderoso. Os podrá levantar a las dos con un brazo cuando vuelva.

—¡¿En serio?! —chilla Xión, emocionada como la chiquilla que aun es.

Orión suelta a Meissa de su pierna con sutileza, mientras se maldice a sí mismo por los entuertos en los que se mete él solo.

—Seguro que sí. Pero primero le tendremos que dejar descansar unos días.

—¿Por qué?

—Porque obtener una habilidad duele... un poco.

Orión no puede negar que eso está demasiado matizado. En realidad, obtener la habilidad de una Puerta Griega duele hasta el punto de creer que la muerte se encuentra esperando a la salida.

Pero Orión no ha muerto. Ni Ángela, ni el cabrón habilidoso Termo que quiso robarle su barco.

Morir allí dentro no es imposible, pero es improbable.

Orión prefiere no pensarlo. Heine tampoco es la persona con mejor salud del mundo. Si muriera por ese capricho estúpido, la verdad es que le dolería bastante más de lo que le dolió obtener su habilidad Termo...

—Bueno, ¡me voy ya! —exclama de repente, quitándose esos pensamientos de la cabeza—. Os lo cuento todo cuando vuelva.

—¿Cuánto vais a tardar, Orión? —pregunta Xión sin llamarlo «papá», como acostumbra a hacer.

Orión ni siquiera se gira para responderles:

—¡Poco! ¡Iri viene aquí cuando termine las clases!

Xión se queda tranquila por un instante, aunque su padre enseguida añade lo que no quería oír por nada del mundo:

—Y el tío Ethan también.

Orión cierra la puerta de la calle y no alcanza a oír el chillido entusiasmado de Meissa y la blasfemia de fastidio de Xión.

Si realmente fuese a tardar poco, su padre no habría llamado a un niñero.

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