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3. Soy mujer, soy capaz.

¿Y le provocabas de verdad?

     —No, por favor, Ágata, ¿cómo puedes pensar eso de mí?

     Las llamadas controladoras de mis hermanas se han multiplicado en las últimas cuarenta y ocho horas. Todas con su lado protector activado, el lado cotilla también, aunque se empeñen en negarlo.

     Tras la palabras de Jonay  hace dos noches, sonó el teléfono y me fui de chismosa con Casandra, en plan:

     —Dime que no es lo que pienso,  Cas.

     A lo que ella respondió:

     —Sí lo es, se pone cachondo con  tus bragas.

     —¿Tú nunca puedes hablarme en serio? Cuando no es para asustarme, es para decirme guarradas.

     —Soy la tercera de cuatro hermanas y ya sabes que la inteligencia heredada de nuestros padres quedó reducida al veinticinco por  ciento. Tú con tu parte tampoco es que hagas demasiado, ¡no entiendo qué haces viviendo todavía con ellos! Solo espero que fueran bonitas y no de abuela.

     —Lo que yo te diga, eres ambigua hasta para aconsejar. —Y acabé por colgar el teléfono.

     Obviamente, no he vuelto a hablar con ninguna de ellas sobre el tema: La bruja de Drizella pervierte al santo de Jonay. 

     Hasta hoy, que ya tardaba en llamar Ágata para saber de mí. 

     Mi hermana mayor siempre impone respeto, y no es por seria o antipática, sino por responsable,  cabal y amorosa. Todo lo que mamá fue antes de morir y que ella tuvo que interiorizar con nosotras al criarnos, cuando yo solo tenía doce años.

     —No sé, Casandra me dijo que ese hombre…

     —Tu hermana tiene la mente muy puerca, parece que no la conocieras. Para ella todo es sexo peligroso, o peligro sexual.

     —Eso es verdad. ¿No te ocurre que a veces piensas que Belatrix está en este mundo con su inocencia tan cándida y dulce para compensar el nacimiento alocado de Casandra? En realidad no sé cómo puede tener novio siquiera.

     Se me escapa una sonrisa al pensar en Belatrix y mi cuñado.

     —Gracias por entenderlo.

     —Pero el caso, Drizella, es saber si le provocabas de verdad o no.

     Creí que le había quedado claro lo cochina que es Casandra, lo loca que está.

     —¡Que ya te he dicho que no esperaba que apareciera en el comedor, que yo solo estaba trabajando!

     —¿A las doce de la noche en el comedor, donde él podía aparecer porque también es su casa?

     No me arranco los pelos, desesperada,  porque tengo una melena que me fascina. Todas nosotras somos morenas, con el mismo tono azabache, todo natural. Pero mi melena es ondulada hasta la cintura, la de Casandra, rizada, le pasa unos centímetros de los hombros y Belatrix la tiene lisa por debajo de las orejas. Y como Ágata rapa su pelo al número tres desde niña, ninguna supimos jamás como lo tendría siendo ella la mayor de todas.

     —Que te desvías del tema, Driz.

     —Deja de leer mi mente.

     —Sabes que no puedo hacerlo por teléfono. Llevas unos segundos pensando qué respuesta darme y eso solo puede significar que al menos lo tentabas.

     —¿Qué?...¡Á…gata, ¿me… o….yes?!

     —¡No me cuelgues, Driz , no te atrevas a hacerlo!

     Rayco aparece para desayunar cuando todavía me río de haber dejado a Ágata con la palabra en la boca. Yo me levanto para relevar a su enfermero y manejar su silla de ruedas hasta la mesa del jardín.

     —¡Qué afortunado soy! La mañana se ha iluminado con tu sonrisa, Drizella.

     —Amanecí de buen humor, no me subestimes —le digo al sentarme frente a él.

     —Y seguro que no tardas en nublarte.

     —El tiempo que tu hijo baje, se sirva un café y se siente a la mesa.

     —Por cierto, ¿qué tal te fue ayer en la distribuidora con él? —pregunta antes de ofrecerme la jarra del zumo de naranja.

     —Le debo caer mal, me esquiva la mirada.

     —Te tendrá miedo.

     —Aún no aprendo a hacer sacrificios humanos, ¿por qué habría de tenérmelo? —Rayco ríe, pero no le sigo la broma —. Ese hombre es el que me da miedo a mí.

     —¿Te dijo algo fuera de lugar? —pregunta ahora cambiando el semblante.

     —No. Lo vi solo un segundo, se marchó a la plantación sin mí.

     —Déjame adivinar. 

     Espero su teoría mientras él se quita las gafas de sol para mirar mi vestido de hoy. De nuevo tul, esta vez negro, de nuevo corto.

     —¿No pensarás que Jonay no me llevó a la plantación por…?

     —Buenos días.

     Noooo. 

     La risa de Rayco queda ahogada por el beso que me da en la mano. 

     —Buenos días, Jonay. Que bien que te vemos antes de marcharnos, hoy Drizella no podrá ir al trabajo.

     —¿Tan pronto se cansó ya de las responsabilidades de las plataneras?

     —No es eso, saldremos de compras para que pueda ir al terreno.

     —La verdad es que le urge —dice Jonay sin ocultar su mirada. 

     En menos de cinco minutos recibo un nuevo escaneo de mi vestido, y por consiguiente de mi cuerpo,  o al menos es así como me ha hecho sentir Jonay, acariciada por esos ojos que han recorrido mi piel. 

     Miro a uno y a otro de los Oramas que hablan de mí como si no estuviera en la mesa. Como si yo no tuviese treinta años y no pudiera defenderme del joven, o negarme a cumplir las órdenes del mayor.

     —Iré a la plantación así —digo poniéndome en pie y dejando de desayunar en el momento. He arrojado la servilleta al plato para que no les quede dudas de que he terminado—. Te veo allí, Jonás. Y tú… —Me inclino hasta poder hablarle al oído a Rayco— …no tendrás isla para esconderte de mí, te devolveré esta bromita.

     —¿Se ha enfadado? —oigo que dice Jonay cuando ya entro a la casa.

     —¿Y a que ha sido adorable?

    A la pregunta de Rayco pego un grito de impotencia, de rabia. Dos Oramas unidos son difíciles de soportar, uno por culpa de las risas, el otro por su amargura.

     No se lo pediré, no se lo pediré —me repito mientras voy a la zaga de Jonay por el interior de la plantación. —No le diré que necesito parar. 

    ¿Cómo es posible que yo tenga que correr y apartar las hojas de las plataneras,  que me dan en la cara, y este tío camina sin despeinarse, entre ellas?

     —¿Podemos parar un rato? —Desisto.

     —Tenemos que llegar a la ladera antes del medio día, si no, la jornada estará perdida.

     —Será solo un segundo, el zapato…

     Choco con el cuerpo de Jonay que ha frenado de repente. No ha sido un contacto como el del otro día, piel con piel, pero bien que me ha sacudido las hormonas de nuevo. 

     —No quiero hablar de tus sandalias, no cuando te hemos dicho que no era el calzado más apropiado para pisar estos terrenos.

     —Tú lo que menos hiciste fue decirlo.

     —¿Ah, no?, ¿y entonces qué hice?

     —¡Ladrarlo! —grito con todas mi ganas.

     —Y ni así te has enterado, ¿verdad? —Él en cambio está tranquilo, no deja de mirar mis pies, los que llenos de tierra casi no dejan ver mis uñas pintadas de morado. Me hace gracia—. ¿Y ahora qué? —pregunta al verme sonreír.

     —Que no he conseguido un segundo de tu tiempo como te pedí, sino un minuto entero —digo sonriendo más ampliamente.

     Al decirlo paso por su lado y continúo caminando, no sé a dónde vamos, pero me ha quedado una salida muy digna.

     Pero de pronto, y en el momento que más divina me siento caminando por delante de él, piso una piedra. 

     Mi tobillo va por libre sin que las cintas de las sandalias puedan sujetarlo. La torcedura duele, y mucho, sobre todo porque a continuación me ha dejado caer al suelo con mi orgullo magullado.

     Ya no solo mis pies están llenos de tierra.

     ¿Qué? Ni dos segundos tardo en ser levantada, y verme en brazos de Jonay para volver a ponerme de pie. Un instante en el que mi cuerpo se ha estremecido por completo, en el que nuestros ojos han encontrado afinidad y nuestras respiraciones galopan en nuestras venas.

     —Acabas de darme la razón —expresa enfadado, y creo que hasta nervioso. No puede ocultar su preocupación.

     Me es imposible responder, ni con mi lengua sarcástica, ni con mi lengua educada. Y en verdad quiero darle las gracias, pero las lágrimas que aguanto me lo impiden.

     —Me duele el pie.

     Estupendo, lo único que consigo decir y me pongo a la altura de sus hijos de diez años, con un puchero que evita mis lágrimas.

     —¿No puedes apoyarlo?

     Niego con la cabeza, me duele a rabiar.

     —Quítate esa camiseta —me dice luego, al tiempo que se arrodilla a examinar mi tobillo.

    Lo está tocando. No, más bien lo está acariciando para no provocarme más dolor del que ya tengo. Yo miro con qué dedicación lo hace, anestesiada con sus roces.

     —La camiseta, Drizella, o pronto se hinchará.

     —Lo siento.

     No me puedo negar, se ve que entiende.

     Con trabajo, pues sigo apoyada en una sola pierna, y nunca se me dieron bien las artes del equilibrismo, me quito mi camiseta morada de tirantas, lencera, y se la paso. Él levanta la vista para recibirla y se queda mirándome por demasiado tiempo el sujetador que llevo.

     —Jonay, por favor, me duele mucho.

     —Sí, perdona —contesta reaccionando y partiendo mi camiseta con un corte transversal en el pecho y arrancando ambas tirantas.

     —¡Me gustaba esa camiseta!

     —¿Y te duele tanto haberla perdido, como te duele el tobillo?

     No sé ni para qué pregunta si no quería mi respuesta. Ya se ha puesto mi pie en su rodilla dejando el talón al aire y se prepara para cubrirlo con la prenda. Con las tirantas termina de amarrarlo.

     Sin tiempo de reacción me coge en brazos.

     —¡La falda! —grito echando mano a mi culo para tapar todo lo posible de mis bragas, cosa que no parece importarle cuando me está viendo en sujetador.

     —Sí, esa es otra cosa que no deberías haberte puesto para venir aquí.

     Para llevarme en brazos con mis setenta kilos, caminar tan rápido por estos terrenos empedrados y hablar a la vez, no se le nota para nada en la respiración. Yo en cambio, que no estoy haciendo esfuerzo alguno, siento que la mía se descontrola, que algo me golpea el pecho y me falta el aire. No sé qué bicho será el que tengo ahí dentro, pero se ha tragado a mis sapos y culebras y soy incapaz de reprocharle nada.

     —Gracias por no haberte enfadado mucho conmigo.

     —Lo hago por mi padre, se ve que te aprecia y puede preocuparse si te pasa algo en el pie.

     —Me vale con eso, al menos me estás hablando —digo, recordando que hasta ahora solo me ha gruñido o ladrado—. ¿Por qué te caigo tan mal? —quiero saber de repente. Jonay calla ante mi pregunta—. Estarás de acuerdo conmigo en que no te puede caer mal alguien que no conoces todavía. —No consigo que hable más ni tratando de ser simpática—. ¿No vas a decirme nada? Por desgracia tendremos que trabajar juntos y…

     —¿A qué has venido a la isla?

     —No entiendo la pregunta.

     —Pues es muy sencilla, ¿qué tiene de interés la isla para ti?

     —Un buen trabajo —digo asombrada. Para hablarme así se podría haber quedado callado.

     —¿No había cultivos en la península que has tenido que venir a este en tiempo récord tras conocer a mi padre?

     No puedo mirarle a la cara, él mira al frente procurando no tropezar.

     Podría decirle que necesitaba salir de allí porque llevaba meses en una espiral de destrucción emocional en la que solo daba vueltas alrededor de Santi y nuestra ruptura. Que quería poner distancia entre nosotros porque él me persigue sin descanso a la espera de que yo me arrepienta de haberle dejado. Que no termino de desvincularme del todo de la dependencia que me crea porque no sé si es amor lo que siento por él y que me planteo nuestra reconciliación.

     Pero, mira, esa es mi vida privada, así que opto por la otra respuesta.

     —Rayco me paga tres mil euros, no,  no había un trabajo tan bien pagado allí.

     —¿Y eso no te dice nada cuando otro con tu misma titulación cobraría mil trescientos, y sin alojamiento gratis? 

     —¿Qué insinúas?

     —No insinúo, lo afirmo. 

     —Bájame.

     —No puedes caminar y quiero salir de la plantación antes del anochecer.

     —¡Que me dejes en el suelo! —vuelvo a gritar para que lo haga. 

    Si piensa que le agradeceré haberme llevado en brazos después de lo que ha dicho de su padre, es que no sabe con quién está hablando. Meto la mano en una hoguera por Rayco, ese hombre tiene un aura limpia incapaz de proponerme nada deshonesto.

     —No podrás llegar sola a la Distribuidora.

     —Eso no debería importarte. —Y comienzo a dar pasos lentos apoyando solo los dedos del pie lastimado.

    —Como quieras. Te veo en la casa, yo sí tengo que trabajar.

     

     —¿Estás seguro de que el Yeti es tu hijo?, pudo haber un error en el hospital, deberías comprobarlo —le digo a Rayco entrando por la puerta. 

     El que entra más bien es su empleado conmigo en brazos, Rayco lo mandó a recogerme en las plataneras cuando lo llamé gritando por teléfono. 

     —Su madre lo tuvo aquí en casa, es mío —dice riendo mientras nos sigue en su silla de ruedas hasta el salón y ordena que me traigan una chaqueta que me cubra.

     —Pues deberías ver qué golpe se dio de pequeño que le afectó tanto al cerebro.

     De inmediato el enfermero de Rayco me ayuda a poner el pie en alto sobre el sofá, para poder examinarlo.

     Pego un grito en cuanto retira el vendaje improvisado de Jonay, mi pobre camiseta.  Me duele mucho. Este hombre tiene menos delicadeza que un purcoespin nervioso y hace que me acuerde de las manos de Jonay y de cómo él me ayudó. ¡Bendición!

    —No entendí demasiado por teléfono, Drizella, ¿qué era eso de que dejas el trabajo? 

     —No soporto a Jonay.

     —Solo tienes que comprarte ropa y ya, no es para tanto.

     —Debió ponerse hielo de inmediato —nos interrumpe el enfermero.

     ¿Hielo, dice?, ¿y cómo lo invento en medio del campo? No estuve lo se dice lista y no le pedí a Jonay que soplara en mi tobillo, seguro que él sí lo hubiera convertido en nieve al instante.

     Espero a quedarnos solos para explicarle a Rayco, el enfermero va a por un antinflamatorio para que me baje la hinchazón. 

     —O le cuentas a Jonay qué hago aquí exactamente, y que por eso me pagas tanto dinero, o te quedas huérfano de hijo y sin empleada de confianza.

     —¿Te ha vuelto a molestar? —pregunta sonriendo.

     —¿Molestarme? Ese hombre me odia.

     —Ya será menos.

     —Afirma que tengo interés en tu dinero, porque tú tienes interés en mí.

     —¿Y todo eso te lo ha dicho él?, al menos ya habla un poco más.

     —Recuerda que él ladra.

     Ambos nos reímos, pero se me acaba el buen rollo cuando el enfermero regresa a torturarme con un vendaje más profesional.

     —La señorita Drizella tendrá que estar en reposo al menos una semana —es cuanto dice el enfermero antes de irse, me ha dado unos analgésicos para controlar el dolor, que habré de tomar después de comer.

    —Está claro que tenemos en común más de lo que pensamos el primer día, brujita.

     Rayco mueve la silla sobre su eje, apoyando solo las ruedas traseras. Se le ve contento porque también mueve las cejas de arriba a abajo varias veces.

     —¿Te alegras de lo que me ha pasado, bendito psicópata?

     —Y tú también deberías, al fin estás de vacaciones. 

     —Esto retrasa mi trabajo, desde aquí no podré descubrir al ladrón de plátanos antes del envío del mes.

     —Olvida que vayas a trabajar con el pie así.

     —Sí que lo haré si quiero seguir viviendo gratis aquí.

     —Ha sido un accidente laboral y la empresa correrá con los gastos, y ¡adivina! Soy el jefe y te ordeno quedarte conmigo esta semana. Yo cuidaré de ti.

     —Eso sería alimentar la imaginación de Jonay.

     —Dijiste que te gusta desatar el caos, ¿qué problema tienes con eso, ahora?

     Tiene razón, lo que opine Jonay de nosotros me trae sin cuidado.

     Me pongo de pie con dificultad, mientras pueda soportarlo no me quedaré sentada. Le tiendo la mano para cerrar nuestro nuevo acuerdo laboral.

     —Yo me quedo aquí de reposo siempre que tú empieces con tus sesiones de rehabilitación. —Que no crea que me he olvidado.

     —Eso es chantaje.

     —¿Y lo tomas o lo dejas?

     Lo duda por un momento.

     —Lo tomo —dice más serio de lo que conozco en él agarrando mi mano. Y ya no es extraño que nos riamos mientras él me la besa.

     —Buenas tardes.

     Pero nunca la dicha es completa.

     Jonay aparece en el salón con sus hijos, para el almuerzo. Los niños  al ver a Rayco corren hacia él.

     —Jonay —dice él encabezando  la marcha de su familia hacia el comedor—, Drizella estará de baja esta semana, tendrás que arreglar la documentación de su nómina para que no tenga problemas con el sueldo.

    —¿Por qué no me extraña? —pregunta en un  susurro, que yo, que camino más despacio por las muletas, le he oído perfectamente.

    —Porque será que en tu mente retorcida piensas que me he lastimado el pie queriendo para aprovecharme de tu padre —le digo sonriendo.

     —Será eso, después de todo estarás una semana a solas con él, ¿no? —Acabaré envenenada de morderme la lengua con este hombre—.  Pero mira, yo también saldré ganando en algo, no tendré que soportar tus modelitos en el campo —Él ha bajado aún más el tono de voz para que Rayco no le oiga, el que ya se sienta a la  mesa.

     —¿Hablas de mi ropa en general  o de mis bragas en particular? —le pregunto con la misma consideración. No discutiré con él en presencia de Rayco y los niños.

     —No, esas me gustan en particular.

     Medea* me invade. Este hombre debería dormir con un ojo abierto si no quiere tener pesadillas conmigo  porque ha despertado la energía de mis cuatro elementos. La primera que distingo en su poder es la del aire. En mi mente Jonay ha provocado un vendaval de palabras para enfadarlo todavía más.

     —Ahh, y una cosita más, Jonás —le digo yo para  detenerlo antes de que cruce el umbral de la puerta, del todo—. Añade también los cincuenta euros de la camiseta que me debes por gastos de uniforme, a la nómina. 

    Y allá que voy caminando a saltitos, con las muletas, para pasar por delante de él.

Medea:
Te recuerdo que Drizella cree en tres deidades, Circe, Hécate y Medea, y las nombrará a menudo puesto que esa es su gracia.

Esta diosa es el arquetipo femenino vengativo, despechado y trágico. Supongo que todas nos hemos sentido así alguna vez.

Drizella también hará mención a los cuatro elementos de la naturaleza, puesto que cree que nos componemos de ellos. Y bueno, es que ella habla así de extraño jajajaja

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