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Querido Aquiles:
No espero que respondas a nada cuanto estoy dispuesto a aclarar por medio de las siguientes líneas. Esta es tan solo una medida desesperada, una respuesta sugerida por una voz que tenemos ambos en común, una voz que no deseas siquiera escuchar hoy día.
Quise responderte de una vez la pregunta que disparaste tan repentina el otro día. He querido aclararte el condenado asunto desde que, finalmente, se me dio la oportunidad de conocerte, es decir, desde antes que te ocurrieran todas estas calamidades.
Es difícil confrontar tu desaprobación , tu rechazo, tu para nada disimulada molestia cuando estoy presente. Siento que es el precio que debo pagar por mi equivocación, por mi tan errada y conflictiva existencia, cosa que estoy dispuesto a pagar sin importar cómo deba ni cuánto me tome lograrlo.
He de asumir una responsabilidad que se me ha cedido sin siquiera haberte dado cuenta de tal cosa. Y es que ¿cómo ibas a siquiera saberlo, si siempre fuimos desconocidos? Muy a pesar de lo que nos conecta, Aquiles, siempre hemos sido desconocidos.
¡Pero moría por conocerte! ¡Anhelaba el día en que yo pudiera llenar un vacío inexplicable que siempre sentí crecer en mí!
Me sentía incompleto, incomprendido.
Más allá del desprecio propio que solía demostrar mi madre hacia mí y las ya incontables vejaciones que enmarcaron mis pésimas experiencias con ella solo engrosaron, todavía más, mi propia incomprensión.
Era un mueble, Aquiles. Solo eso era.
Para ella representé, por largo tiempo, una molesta piedra en el zapato o residuos de arenisca sobre la cama. Era una especie de generador pestilente que, ni bien se mostraba en s cercanía, le dibujaba en el semblante un gesto desagradable.
Así ha sido mi madre para conmigo desde que tengo memoria.
Esa ha sido la triste y palpable realidad que me ha tocado sobrevivir mientras, tras respirar profundo, busco ponerme de pie y continuar hacia adelante, porque no hay otro camino, no queda otra cosa más que insistir y avanzar, sobreponerse.
Y por ello es que suelo invadir tu santuario, Aquiles. Es por ello que pretendo, siempre que puedo, distraerte del vacío, convertirme en tu más molesta e insistente ancla de la realidad, porque quiero que te levantes, porque no quiero dejarte atrás , a solas.
Me he levantado de esa fosa, Aquiles, con tantas o más heridas que soldado troyano en pleno combate. Me he dedicado a defender unas puertas que, quizá, desde tu perspectiva, buscas derribar.
Un asunto de puntos de vista, quizá, es lo que necesitas para que, tal vez, tu pensamiento y corazón asuman la tarea y la responsabilidad de traerte de vuelta desde las sombras. Que la pelea no es contra Troya, ya no, sino contra ti mismo.
Yo solo vengo a ser un suplente. Solo busco cumplir un papel secundario, pero importante, a la vez que me radico -por cuenta propia- como otro posible mal, otro villano en tu camino que busca agitarte en tu asiento, incomodarte en tu encierro, empujarte fuera de tu burbuja.
Y recurro estas imágenes porque sé que las entenderás de buenas a primeras pues, hasta donde sé, hasta donde he logrado llegar y lo poco que te has atrevido a decir yacen, de cierto modo, impregnados por referencias antiguas.
Quisiera que me guiaras, enserio, por entre ese montón de referencias con las que sueles explicar el mundo que te circunda, ese que sueles rechazar desde el silencio mientras te ahogas en un mar de ansiedades y demás.
No pretendo ser tu salvador: solo tú tienes la respuesta entre manos, solo tú puedes salvarte del desastre que inflama, de a poco, el interior de tu alma.
No pretendo, tampoco, convertirme en una muleta que te mantenga de pie: la fuerza que te queda debes saberla inyectar en los puntos correctos, prestarle atención a tus intenciones, a tus necesidades, y no dudar ya más... no dudar, Aquiles... no dudar.
Pretendo quedarme solo para provocar en ti la necesidad de superación, socorrerte hasta el momento en que deba ser yo quien sea arrastrado corriente abajo por el agobio y la agonía. Extirpar la tristeza y devolverte esa sonrisa que no he conocido de ti todavía.
Vengo porque quiero, Aquiles, porque deseo compartir contigo este deseo de apagar la tan desoladora hambre que nos ha estado arrinconando a ambos en nuestras propias vidas.
Vengo porque quiero recuperar algo que tú y solo tú puedes otorgarme, un algo que me fue negado desde mi indeseado nacimiento.
Vengo porque solo quiero estrechar lazos con el hermano que jamás supe que tenía y que, ahora, cuando al fin lo tengo cerca, solo sabe despreciarme, solo sabe recordarme las actitudes de mi madre... y quizá lo tenga bien merecido: no debí haber nacido.
Sí, leíste bien: HERMANO. Soy tu hermano... o medio hermano, como mejor prefieras.
Soy el resultado de un encuentro engañoso entre una mujer obsesionada y un hombre amable que cayó, sin darse cuenta, en un plan tan estrafalario como cruel.
No significo nada, hermano, y lo entiendo claramente... pero contigo es distinto y no pretendo quedarme sentado a ver cómo te ahogas en la nada que has fabricado en ti y sobre ti.
Perdónalo. Perdona a papá. No fue su culpa. Lo que sucedió con la señora Iriana no fue culpa suya, hermano, sino de mi madre... y mía también.
Perdónalo para que puedas, también, perdonarte a ti mismo, porque sé que sientes que no hiciste nada y que cargas con parte de una culpa imaginaria, un peso muerto que no te pertenece y que te niegas a dejar de lado.
Estas son, tan solo, unas pocas cosas de las tantas que quisiera aclararte... pero que, tal vez, con el tiempo, podamos discutir los tres en igualdad de condiciones.
Quizá esto responda tu pregunta a la vez que, espero, logre conciliar en ti una calma nueva. Por eso es que insisto en repetir, cuando puedo, aquello que, por lo que veo, buscas tener en claro.
Aprovecharé también estas líneas, este espacio, para hacerlo nuevamente, tal cual lo he venido haciendo hasta el momento: perdóname.
Se despide de ti, con sumo afecto...
Ganimedes Antonio Bastidas
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