XXVIII
Querido Ulises:
Han sido unos días largos, muy largos, los que he atravesado con una lentitud agónica indescriptible.
Me he atrevido a confesar ante el espejo ciertas inquietudes -de las muchas que me socavan internamente- y decir, de buenas a primeras, que me he quedado sin la posibilidad de llevar a cabo acto reflexivo alguno.
Mi participación en la vida escolar ha ido menguando y he vuelto a ese punto en que aquel universo y yo nos encontramos en dos puntos muy distintos de la existencia.
He vuelto a recaer en un ciclo antes cerrado, Ulises, y temo por mí. Y esta vez te hablo de un temor más tangible y no una muestra más -como las muchas tantas que ya conoces- de mi patética e insufrible fragilidad.
Tengo miedo de reaccionar.
Tengo miedo de combatir contra una necesidad intensa que me reclama, con la intensidad de un faro por las noches, escarbar en entre el polvo que se devora la otra casa e busca de alguna pista tangible que me responda la solución final de mamá.
Quiero poder dormir sin tener que confrontar la imagen del péndulo humano en el centro de una habitación que recuerdo con lujo de detalles... detalles que, por cierto, no dejan de retorcerse en medio de una oscuridad inútil que no logra recubrirlos: no alcanzo a olvidar nada.
Entonces, de vuelta en mi papel de recluso, también busco la manera de abordar el asunto de Ganimedes, de su necesidad por ser perdonado por algo que desconozco, de su -ahora- sutil manera de mantenerse al margen.
¿Cómo puedo solucionar un asunto desconocido, Ulises, si el que lo arrastra hacia mí, como la marea, se niega a atender mi inquietud?
¿Cómo ponerle nombre al problema si -al parecer- el problema en sí mismo necesita permanecer inscrito en una especie de anonimato técnico?
Con ello te expreso, amigo mío, que, entre mis miedos y mis inquietudes, tengo el cerebro hecho una sopa y el corazón -de lleno- constipado por la angustia. Angustia que, te digo, me ha arrebatado el sueño más veces de las que alcanzo a contar, pero no lloro.
De cierto modo, el no llorar me mantiene en un estado de sobriedad que no tolero. Y tal vez sea así por el simple hecho de estar acostumbrado a ser un quejica sin remedio... pero prefiero eso que verme con el corazón endurecido.
Sí, lo prefiero así...
Lo prefiero porque eso me dista un poco de la imagen que representa Arquímedes desde su silente distancia. Y es apenas ahora que me viene su existencia a la memoria tras preguntarme, así de la nada, si él sabrá acaso sobre lo que ocurrió en su vida anterior.
Dudo mucho que le haya interesado algo.
Dudo mucho que, siquiera, haya sentido algo al respecto, además de molestia y fastidio, porque esas dos palabras son las que, tiempo antes de irse, utilizó para describirnos: éramos un fastidio, una molestia.
¿Debería recriminarle algo? ¿Acaso yo, desde mi papel de hermano, debería dejar en claro que estoy dispuesto a sentenciarlo por traición? ¿Merece la pena una u otra cosa? Ya sabemos la respuesta.
Aquí volvemos, de nuevo, la vista hasta el ahora terrenal porque, mientras te escribo, Jasón se asoma por la puerta y me anuncia, primero, que tengo visita y, segundo, la cena ya está lista.
¿Visita a esta hora? Ya debes de haber imaginado al personaje. ¡Increíble!
Aquiles Javier Barboza
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