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XXIII

Querido Ulises:

Cuando había pensado que todo estaba medianamente bien, cuando había creído –tan ilusamente– que las cosas estaban mejorando, las reglas en el tablero cambian de un momento a otro y mi turno queda en suspenso mientras, de alguna manera, se me deja fuera de plano.

Derrotamos a Narciso, y eso me embriagó con un aire de satisfacción que hacía tiempo que no experimentaba. ¿Entonces qué? ¿Celebrar? No, mi amigo, no... nadie celebrará nada hoy, ni mañana, ni después...

Como un péndulo, Ulises... la encontré colgada como un puto péndulo en medio de la oscuridad. La encontré bamboleando en el mero centro de la habitación impregnada, todavía, con el perfume de un desespero que, sé, emana de mi cuerpo de vez en cuando, porque lo reconozco.

Como un péndulo... su cuerpo levitaba sostenido, apenas, por una cuerda que se aferró a su cuello de una manera demasiado bestial. Esa imagen no se me borrará nunca de la mente, Ulises... ni antes de morir.

Si dejó o no una nota, no lo sé. La tía Penélope se las arregló para sacarme de casa lo antes posible, pero su esfuerzo –aunque se lo agradezca demasiado– fue, en verdad, tardío.

¿Para qué preocuparse? Ya lo había visto todo, ya lo había padecido todo, ya lo había sufrido todo... y pensarlo, convertirlo en palabras tan solo sirve para aflorar, en mí, todo lo malo de mi previa desventura, avivarlo, atizarle más razones para llevarme de vuelta a la misma densa oscuridad de la que había estado escapando...

Y ella cayó presa, para siempre, de esa sombra inmensa. Cayó víctima de su propia desesperación y se dejó devorar por las fauces que venían marcando terreno sobre su piel, poco a poco.

La mordida final, la herida fatal, la estocada de muerte. El último y muy acertado golpe que el mal, ensañado con mi madre, le concedió una victoria más sobre los que habitamos esa casa.

Y Jasón... maldita sea... buscando ser mi salvador, como si de verdad lo necesitara de alguna manera. Y la verdad es que no necesito a nadie, Ulises, no quiero nada de nadie, de ninguno de ellos. Solo quiero que se alejen, que desaparezcan para siempre.

No es culpa de la tía Penélope, lo sé, y no debería ser tan injusto con ella por sus atenciones, por su dedicación y sacrificio, por su genuino amor y preocupación. Pero, por alguna razón, no quiero verla...

No, no quiero... No quiero verla...

No quiero saber de nadie, Ulises, de nadie que no sea tú o que no sea Ganimedes. Zafarme de toda conexión, de toda relación, de cuanta porquería me tenga atado a Jasón y toda la mierda que nos hizo vivir, tan así, de súbito, irremediable.

Sigo creyendo en el bien, sigo creyendo en la luz, sigo creyendo en la buena voluntad del alma humana... pero no creo poder seguir adelante después de esto... y la imagen del péndulo humano no podrá salir de mi cabeza, quizá, por cuánto tiempo...

Perdí a mi mejor amigo.

Perdí a mi padre porque nos traicionó.

Perdí a mi hermano porque es un maldito egoísta desconsiderado.

Perdí a mi madre porque no soportó el peso condenatorio sembrado por aquel falso héroe al que amó tan ciegamente.

Aparte de mi sombra, Ulises, aparte de mis lágrimas de niño llorón y mi tan simbólico nombre... ¿qué carajo me queda ahora?

Aquiles Javier Barboza

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