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Epílogo: Como estrellas fugaces

Los Ángeles, Juegos Olímpicos de 2028

Lena superó un obstáculo vertical enorme.

—Otro salto perfecto para el equipo Anubis-Morgan —nos informó el comentarista al público que estábamos en las gradas cubiertas.

Aplaudí desde mi posición, en la primera fila. Hacía un día espectacular: el sol brillaba con fuerza y hacía un calor sofocante, pero ello no hizo que el dúo dinamita, como los había apodado yo tras hacerse con un segundo lugar en aquel concurso de hípica en Thun hacía ya unos años atrás, se viera afectado.

Desde aquella competición Lena no había dejado de esforzarse hasta lograr el primer puesto y, una vez lo hubo logrado, ya nadie pudo destronarla.

Sentí unas patadas suaves en la pierna. Sonreí. El pequeño Gabriel, el niño que mi mujer y yo habíamos adoptado hacía tres años, pataleaba y aplaudía al ver a una de sus madres en la pista.

—¡Mami! —exclamó con esa vocecita chillona que tenía.

Lo abracé contra mí.

—Sí, cielo, tu mamá lo está haciendo muy bien, ¿a que sí?

Ujum.

Puede que el niño aún fuera muy pequeño para entender lo que estaba pasando en la pista de arena, pero ello no quitó que se pusiera a aplaudir como un loco con cada salto que Lena ejecutaba. Éramos sus mayores fans, eso estaba más claro que el agua.

Había seguido a Lena allá donde fuera. Habíamos estudiado en la misma universidad y, tras graduarnos cada una de lo suyo —aquí tenéis a una arquitecta y diseñadora de interiores en toda regla—, Lena había decidido explotar al máximo su carrera como amazona de élite. Y nosotros nos habíamos movido con ella.

Cuando terminó de ejecutar la rutina y cuando los jueces le dieron la puntuación final, volví a aplaudir, esta vez de pie y con un Gabriel más que entusiasmado por todo el jolgorio que había. Lena había conseguido una de las puntuaciones más altas. Otra vez.

—¡El equipo Anubis-Morgan lo ha vuelto a hacer! Podrían llevarse la medalla de oro a casa, pero todo dependerá del trabajo de Pegaso y Murphy —bramó el presentador.

El pequeño se revolvió en mi regazo cuando volví a sentarme.

Quelo que mami gane —lloriqueó él haciendo un puchero.

—Es muy difícil estar en lo más alto, Gabe, pero tú y yo sabemos que mamá hará todo lo que pueda por ganar una medalla de oro.

—¿Luego podemos ir por helado?

Le revolví el pelo lleno de ricitos conteniendo una carcajada.

—Haremos lo que tú quieras.

No me resultó nada raro que el crío se quedara dormido poco después. Las competiciones de hípica ya eran de por sí largas y aburridas, pero las finales de los Juegos Olímpicos fueron más peñazo. Algo que había aprendido en todos los años que llevaba montando a caballo —porque sí, amigos, aquí como me veis llevaba más de diez años cabalgando a Cleo, aunque la pobre últimamente ya me estaba pidiendo que la jubilara— era que estar en la pista no era lo mismo que ser una mera espectadora.

Pero ahí estaba. Por ella, la mujer de mi vida. Quién lo diría, ¿eh? Cuando la conocí, pensaba que era una de esas niñas estiradas que tanto odiaba y, en su lugar, descubrí a alguien mucho más interesante. A una chica con quien podía hablar de mis cosas sin miedo a lo que pudiera pensar, en quien podía confiar y ser yo misma.

Puede que la vida sea efímera, pero lo importante es hallar a esa persona que le dé sentido, con quien vivirla intensamente como si fuera el último día. Lena me hacía sentir eso, que cada día era mejor que el anterior.

La tía de Lena se secó una lágrima. También había viajado hasta Los Ángeles desde su casa en Philadelphia para ver a su sobrina ser la estrella del concurso.

—Qué orgullosa estoy de ella —dijo con la voz gangosa.

Acomodé mejor a Gabe entre mis brazos porque se me escurría como un pez.

—Quién lo diría, Lena Morgan posible campeona olímpica. Y pensar que hace unos años era incapaz de subirse a un caballo.

La mujer me sonrió con ese amor puro propio de una madre. Puede que hubiera perdido a la mía, pero tía Adele se había convertido en una para mí. Cuando íbamos a su casa, siempre tenía preparada mi comida favorita y me enviaba cartas todos los meses en un intercambio que habíamos empezado unas navidades.

—Gracias, Blair. Gracias por hacer que mi pichoncita brille de nuevo.

—Solo necesitaba un pequeño empujón para que descubriera cuánta luz tenía en su interior. Yo me enamoré de ella sin poder evitarlo, de su vivacidad y de su forma de ver las cosas.

—Y ella se enamoró de ti en cuanto te vio. No sé cómo, solo que era más feliz desde que se mudó a Ravenwood y eso que al principio no quería ni ir. Menudo berrinche me montó.

Interesante. ¿Por qué no conocía esa historia?

—Así que Lena fue una berrinchuda —me jacté con una carcajada. Quién lo habría dicho.

Por desgracia, papá aprovechó el momento para mantenerme los pies sobre la tierra.

—Pues anda que tú, Blair. Menudos pollos montaste cuando eras una niña, ¿o no te acuerdas de esa vez...?

Y, así, pasaron a contar anécdotas de cuando éramos unas crias pequeñas durante lo poco que quedaba de competición.

🌺 🌺 🌺

Volvió a hacerlo. Se llevó su segunda medalla de oro olímpica, y sin despeinarse. Cuando se subió al podio y le pusieron la medalla al cuello y a Anubis su escarapela, me puse a aplaudir con garbo sin despegar los ojos de ella. Me enorgullecía que pese a toda la mierda que había aguantado en el pasado estuviera en ese punto unos años después. Porque Lena era la chica más valiente que había conocido en la vida y a día de hoy seguía luchando de vez en cuando con alguna pesadilla nocturna. Por suerte para ella, yo estaba ahí cuando eso ocurría y no dejaba de repetírselo una y otra vez.

No estaba sola.

Por eso, esa misma noche celebramos una pequeña reunión familiar. Tan solo mi padre, tía Adele, el pequeño Gabriel y nosotras dos. No necesitábamos a nadie más.

Había preparado con esmero una cena en la casa que habíamos alquilado entre todos para pasar allí la estancia en Los Ángeles. No estaba en primera línea de playa, pero había espacio suficiente como para que tuviera unas cuadras, lo que era nuestra prioridad ante todo.

Tras la cena, habíamos empezado a servir cócteles caseros y ahora nos encontrábamos tía Adele y yo riéndonos de un vídeo de cosas graciosas que hacían los animales. Papá había llevado a Gabe a su cuarto porque el niño se estaba quedando dormido y Lena... no sabía dónde se había metido.

Dejé mi margarita sobre la mesa.

—¿Dónde vas? —me preguntó la mujer al verme.

—Voy a buscar a Lena.

Me levanté del sofá blanco roto de la gigantesca sala de estar y la busqué en nuestro dormitorio, en el piso de arriba, pero la cama seguía intacta. Sin embargo, vi luz en el establo de atrás. Se me formó una gran sonrisa. ¡Cómo no! Era tan típico de ella visitar a su mejor amigo tras una victoria tan aplastante.

El suelo de parqué crujió bajo mis pies cuando descendí las escaleras. Ni me molesté en coger una chaquetilla. Todavía hacía tanto calor en la calle que con los shorts y la camiseta de tirantes estaba de lujo.

Salí por la puerta trasera, las lucecitas de la terraza iluminaban el ambiente como pequeñas luciérnagas. A lo lejos los grillos cantaban una melodía dulce mientras unas pocas estrellas resplandecían en el cielo como podían, ahogadas por la contaminación lumínica. Tomé una profunda bocanada de aire cálido. Pese a la distancia, olía a mar y a arena.

Acorté los pocos metros que me separaban de los establos por el caminito de gravilla. El jardín trasero era precioso. El sendero tenía varios desvíos: uno hacia la piscina, en el lado izquierdo de la casa, con un jacuzzi adherido y unas tumbonas de madera a escasos metros de la orilla; otro hacia la zona de fogata, con unos asientos alrededor, cubierta, ideal para las noches de verano; y otro que llevaba más allá, hasta las cuadras. Un pequeño seto decoraba la vereda y le daba un aire sofisticado.

La puerta del establo, un edificio de madera clara pintada de un rojo suave que había tenido días mejores, estaba cerrada y, pese a ello, la luz del interior se colaba por el la ranura del suelo y las dos pequeñas ventanas a ambos lados del gran edificio. Agarré el pomo con una mano, tiré de él, empujé hacia dentro y entré.

Y pensé que iba a morirme de ternura.

Resulta que Gabe estaba con ella. Estaba estirando su pequeña mano hacia delante para acariciarle el lomo a Anubis, el imponente caballo que había trabajado codo con codo con Lena para ser el equipo indestructible que era. El animal dejaba que el niño de casi cuatro años enredara los dedos en sus crines negras mientras se carcajeaba, en los brazos de su madre.

No pude evitar sacarles una foto con el teléfono.

Le rodeé la cintura a Lena y la apreté contra mi pecho. Dio un respingo muy suave al sentirme tan repentinamente, pero, después, dejó caer la cabeza hacia atrás y soltó un suspiro apenas imperceptible.

En cuanto Gabe se dio cuenta también que me había unido a ellos, fui plenamente consciente de cómo esos ojitos claros se llenaban de amor. Cuando Lena y yo decidimos adoptar, estuvimos varios años en listas de espera y, entre nosotros, pensaba que con su trabajo tan exigente no conseguiríamos adoptar hasta que se retirara. No obstante, un día nos dijeron que había un niño de apenas unos meses que buscaba una familia y que nosotras éramos las primeras en la lista.

Al principio nos costó acostumbrarnos a ser tres en casa. Tuve que cuadrar horarios con mi trabajo y tomarme unos meses libres para poder cuidarlo, pero todo había merecido la pena con tal de ver esa sonrisita de dientes enanos.

Estiró los brazos hacia mí.

Muti, muti.

Se me derretía el corazón cuando me llamaba así. Como mi lengua materna era el alemán suizo y el de mi mujer el inglés americano, habíamos decidido que con una hablara un idioma y con la otra el otro. Queríamos que tuviera lo mejor de ambos mundos, como la diosa Hannah Montana bien decía.

Lo cogí en brazos y lo arrullé.

—¿Le estabas haciendo mimos a Anubis como mami?

El pequeño asintió mientras miraba a mi mujer con una admiración infantil conmovedora.

Con una mano sujeté al pequeño y con la otra pegué a Lena contra mí. Anubis nos observaba a los tres con esa tranquilidad muy suya. Puede que en la pista fuera un divo, pero cuando estábamos todos juntos era el tío más familiar que había conocido. Dejaba que Gabe le hiciera de todo e incluso Lena lo había subido con ella en varias ocasiones.

La castaña apoyó la cabeza en mi hombro y miró a Gabe, dormidito ya, entre mis brazos. Puede que ella fuera la susurradora de caballos, pero yo era la de los niños. Era irónico que de las dos yo fuera la mamá blanda y Lena la dura, pero es que me enternecía cuando Gabe me dedicaba una de sus sonrisas zalameras.

Era igualito a Lena.

—¿En qué piensas? —me preguntó en el silencio de la noche.

Me quedé callada un rato mientras contemplaba todo lo que nos rodeaba, desde las otras dos cuadras vacías hasta las lámparas de hierro del techo. Allí se respiraba una paz y una tranquilidad que jamás creí que volvería a sentir.

Hasta que Lena llegó a Ravenwood y rompió todos mis esquemas.

Sonreí.

—¿Te acuerdas de la primera vez que nos vimos?

Como era habitual en ella cada vez que hablábamos de ello, se tapó la cara con las manos.

—¿Por qué siempre me lo recuerdas? Fue vergonzoso. ¡Le vi el culo a Axel!

—Tranqui, nena, que Finn no te guarda rencor. Están muy bien juntos.

Suspiró.

—Y pensar que en menos de dos meses se van a casar —articuló como si no pudiera creerse que hubiera pasado tanto tiempo.

Nos dejamos caer en un banquito de madera clara que había a tan solo unos metros, Gabe aún sobre mí y sin dejar de abrazarla contra mi cuerpo. Su mano derecha se deslizó por mi piel hasta enroscarse en mi brazo. El anillo de casada, una pieza idéntica a la mía hecha en oro blanco con tiras en oro rosa y pequeños diamantes incrustados alrededor de él —«Como estrellas fugaces», dijimos las dos casi al unísono al verlo en la joyería—, relució en su dedo anular.

No necesitábamos hablar para comunicarnos. A veces en el silencio de la otra encontrábamos lo que en realidad buscábamos. Porque estar juntas nos hacía más fuertes y, si nos uníamos, la luz que desprendíamos era mil veces más intensa. Mágica.

Como las estrellas fugaces.

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