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Capítulo 6: La niña estirada

—Estoy hasta el coño de que mi padre se crea en el derecho de dirigir mi vida. ¿Quién se cree que es? —me quejé dando vueltas por la habitación como un león enjaulado.

—Solo quiere lo mejor para ti —lo defendió Axel.

Resoplé. Sí, claro.

—Lo que quiere es que sea una de esas pijas de mierda. Lo siento, no va conmigo. Prefiero mil veces ensuciarme las manos que andar jugando a los caballos.

—¿Y si luego te gusta?

Hice una mueca.

—Lo dudo. No me gustaba antes y no me gustará ahora. Adentro, he visto a Jessica ganar cada campeonato. Es tan aburrido.

—A tu madre le encantaba montar a caballo.

Como siempre que alguien la mencionaba, no sabía qué decir. Me dediqué a bajar la cabeza y toquetear con los dedos las cortinas. La habitación era enorme. Si bien tenía que compartirla con la insulsa de Lena, cada una tenía su propio espacio. Disponíamos de una zona conjunta para relajarnos o ver la televisión que estaba empotrada en la pared de tonalidad beige.

No podía quejarme. Al menos esa princesita no roncaba. Algo es algo.

Me aclaré la garganta.

—Ya, bueno. Ella era... la mejor amazona. Solo espero no hacer el ridículo.

Mi mejor amigo me dio una serie de palmaditas cuando me dejé caer en el sofá que había en la parte central de la estancia, aquella que separaba mi espacio del de Lena, a su lado.

—No será para tanto. Mientras no te caigas todo estará bien. No tiene que ser tan difícil.

De repente, me vibró el teléfono móvil. Arrugué el morro al ver que el mensaje que había recibido era de mi padre.

«Le he dicho a Lia que te pasarás a lo largo del día para conocer las instalaciones. Compórtate y no montes uno de tus numeritos.»

Estuve tentada de decirle lo que pensaba acerca de su plan para que no me metiera en líos, pero al final opté por escribirle un simple «OK».

Axel me dio un golpecito en el hombro.

—¿Qué pasa? Se te ha puesto cara de estreñida.

Le di un manotazo.

—El idiota de mi padre, que quiere que vaya hoy mismo a las instalaciones ecuestres.

Se frotó las manos.

—Esto va a ser tan divertido.

Lo señalé.

—¡Oh, no! Tú no vas a ir.

—Tengo todo el día reservado para ti, encanto. Así que ponte tu mejor modelito y mueve ese culito tan bonito que tienes. No veas las ganas que tengo de que te caigas del caballo —se jactó.

—Y yo tengo unas ganas enormes de que dejes de respirar al menos durante unas horas.

Con una carcajada, me revolvió el pelo.

—¿Quién iba a decirte que acabarías haciéndote amiga de Jessica?

Me crucé de brazos.

—Que quede clara una cosita: no me cae bien. Es una niña rica que se cree el ombligo del mundo solo porque su familia es dueña de una de las empresas más famosas de todo el mundo. Ojalá pueda darle una paliza en su terreno.

Porque Jessica era insufrible. No soportaba su acento pijo ni su voz chillona, mucho menos su carácter altivo.

Con un aire desganado, cogí unas mayas de deporte y una camiseta cómoda y me encerré en el baño. La hípica nunca me había atraído, pero ¿quién iba a decirme que sería tan divertida?

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Aquello olía fatal.

El establo estaba repleto de animales que relinchaban y resoplaban. Había un par de chicas por allí, pero, por suerte, ni rastro de la estirada de Jessica. Me miré las deportivas. Necesitaba comprar ropa adecuada si quería sobrevivir a mi último año en Ravenwood.

Vi el hocico de un par de caballos asomarse. La puerta estaba partida en dos, la mitad superior abierta para que estos pudieran saludar a los visitantes.

Axel silbó.

—No está mal.

Lo miré como a un tonto.

—¿Lo dices en serio? Es asqueroso. ¿Por qué no te cambias de extraescolar, listillo?

—¿Y perderme los partidos de hockey? Ni de coña.

Escuché un par de risitas a lo lejos seguidas de cuchicheos. Un grupo de niñas de trece años apareció ante nosotros. Cuando pasaron al lado, escuché a una de ellas:

—La nueva está en el patio.

—Dicen que es una campeona.

—Te apuesto cien dólares a que no se sube al caballo.

Axel y yo nos lanzamos una miradita cómplice antes de seguirlas a una distancia prudencial. Sea a donde fueran, debía de haber buen drama y no tenéis ni idea de lo que me gustaba la acción.

Las chicas nos guiaron hacia un patio interior. El suelo de hormigón amortiguaba nuestras pisadas. Volví a escuchar esos relinchos y el sonido de los cascos contra el piso.

Quería irme de ahí. Toda esa situación de mierda me estaba trayendo recuerdos que quería olvidar.

El pellizco que me dio Axel me hizo volver a la realidad. Y es que sin darme cuenta ya habíamos llegado al patio en donde mi madre se había pasado horas cepillando su amada yegua. Todos esos años había evitado volver porque sentía que regresar sin ella sería como si me clavaran un puñal. Ese era su santuario, intocable, y yo no quería estropearlo.

Sin embargo, lo que menos esperaba era verla allí. Traía consigo una caja llena de cepillos. Se había manchado las mallas deportivas y la camiseta con ese estampado floral espantoso de manga corta tenía una mancha de babilla.

Lena se quedó estancada en cuanto nos vio.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntamos al unísono mientras nos señalábamos.

—Soy la nueva instructora —explicó la castaña.

—¿Tú?

—Sí.

—¿Tienes caballo propio siquiera?

Se le tiñeron las mejillas de un rojo escarlata. Cerró la mano libre en un puño, tan fuerte que los nudillos se le volvieron blancos.

—Vete a la mierda, Blair.

Se dio la vuelta con aire muy digno y salió hacia el exterior. Nosotros la seguimos. El patio seguía tal cual lo recordaba: la fuente con una estatua de un jinete sosteniendo un trofeo justo en el centro, el suelo de piedra lleno de marcas por el transcurso de los años, los ganchos en las paredes... Todo estaba como cuando era una niña.

Me detuve en seco cuando la vi. De pelaje bronceado, las crines blancas estaban trenzadas con mimo. Observaba a la chica que estaba acariciándole el morro con devoción. Estaba un poco más flacucha, pero aun así podía notar en sus patas que seguía manteniendo la fuerza y el porte de antaño.

No sabía que mi padre había vendido a Cleopatra.

Axel estaba igual de sorprendido que yo.

—¿Esa no es...?

Asentí con los ojos llenos de lágrimas y un gran nudo en la boca del estómago. ¿Cómo se había atrevido?

Necesité un par de minutos para recomponerme del duro golpe antes de acercarme lo suficiente a la chica para poder encararla y decirle cuatro cosas. Cleo era la único que me quedaba de ella.

Mala idea.

En cuanto se volvió, me quedé boqueando.

—¿Tú otra vez, princesita?

Me relamí del gusto al ver cómo le chisporroteaban los ojos.

—Deja de molestarme, Blair.

—¿Qué estás haciendo con mi yegua?

Detuvo la mano en el aire, a tan solo unos centímetros del hocico de la palomina.

—No me jodas que es tuya.

—¿Qué problema hay?

—No te lo tomes a mal, pero no eres la clase de chica a la que le gustan los caballos.

Axel se rió.

—Pues para no querer ofenderla, lo acabas de hacer. —Tomó a la castaña de los hombros blandiendo aún una sonrisa—. Me caes muy bien, Lena.

El sonido repentino de los cascos contra el suelo me distrajo. Justo en ese preciso momento un grupo de tres chicas entró por donde habíamos llegado nosotros hacía unos minutos antes. Cada una llevaba a su propio caballo y, en cuanto les dejaron beber en la fuente, se pusieron a parlotear. Localicé justo en el centro a Jessica. Arrugué el morro.

La odiaba con toda mi alma, desde ese pelo castaño cuyas mechas californianas le llegaban a la altura de la cintura, pasando por esos ojos verdes perfilados por la envidia, hasta los aires soberbios que se gastaba. Me caía mal desde el primer día de colegio cuando sin querer le copié su estuche y decidió hacerme la vida imposible.

Solo que no sabía con quién se estaba metiendo.

Desde ese instante nos habíamos declarado la guerra y siempre que podía intentaba quedar por encima de mí: tener la mejor casa, el círculo de amigos más exclusivo, ser la número uno de la academia ecuestre...

Insoportable.

En cuanto me localizó, dejó al animal atado en la pared y se acerco con la cabeza en alto. Analizó la situación mientras nos regalaba una mueca grotesca.

—Blair, querida, hacía mucho que no te veía por aquí.

Lo que yo os decía, una niña estirada.

Le seguí el juego solo por meterme con ella.

—Pues, verás, cari, este año voy a retomar mis clases equinas —hablé imitando su acento pijo.

—Oh, vaya, va a ser muy divertido. Ojalá te caigas de culo en tu primera sesión. Seguro que las niñitas que estarán en tu grupo de iniciación te van a dar mil vueltas.

—Qué patética —masculló Lena por la bajo.

Por primera vez, Jessica reparó en ella.

—¿Y tú eres? —se jactó con esa voz tan irritante que tenía.

La princesita no se dejó amedrentar.

—Lena Morgan.

—Ah, ya, te conozco. Eres la del accidente.

Vi cómo tensaba la mandíbula en cuanto Jessica mencionó eso último. No sabía a que se estaba refiriendo, pero en esos momentos me dio bastante igual. Yo solo quería que nos dejara en paz. Por eso tomé las riendas del asunto.

—No le hagas ni caso a esta tía. Necesita su dosis de zorreo para poder sobrevivir.

—Blair, eres un encanto —ironizó mi némesis.

Le regalé mi sonrisa más falsa.

—Podría decir lo mismo, pero sería mentira.

—En fin, tengo cosas mejores que hacer.

Jessica nos lanzó una última mirada antes de irse por donde había venido. En cuanto se reunió con su grupito, pude volver a respirar.

—No la aguanto.

—Amén, hermana —convino Axel chocando puños.

Lena exhaló un suspiro largo.

—No soporto a las bullys. Que tenga más nivel que tú no le da derecho a restregártelo.

Mi mejor amigo la señaló.

—Jessica es siempre así, eh. Tiene a Blair atragantada.

—Puf.

Justo en ese instante una mujer menuda se acercó a nosotros. Tenía los rasgos marcados por la edad, una boca fina y el pelo clareado por el trabajo al aire libre. Sus ojos grises deslumbrantes reflejaban la sonrisa que estaba blandiendo. No os dejéis engañar por su apariencia de señora mayor; en el fondo, era un alma joven.

Lia Harmony no había cambiado en todos esos años que no la había visto.

—Blair, niña, me alegra verte. Mírate, estás muy guapa. Eres el vivo retrato de tu madre.

—Lia, veo que sigues siendo la misma cachonda de siempre.

—Solo cuando no estoy en modo instructora. —Me guiñó un ojo como si fuera un secreto.

Reí.

—Compadezco a tus alumnas.

Le quitó importancia con un gesto.

—El grupo de las expertas ya está acostumbrado.

—Solo espero que no seas muy cañera con el mío.

La sonrisa de Lia se amplió.

—Bueno, pues ahora que lo mencionas, yo no voy a ser la instructora.

La miré, sorprendida.

—¿Cómo que no? Entonces, ¿quién va a ser?

Lia avanzó hasta ponerse a la altura de Lena. Supe la respuesta mucho antes de que lo dijera en alto.

—Mi querida Lena va a ser quién os enseñe el noble arte de montar a caballo. No te dejes engañar por esta carita de buena que tiene —declaró mientras le pellizcaba un moflete—. Tenéis delante a una de las mejores amazonas juveniles de todo Estados Unidos. Con diez años ganó su primer campeonato y para los catorce ya competía en las grandes ligas. Tenéis que ver sus saltos. Son una completa fantasía.

Miré a esa castaña como si fuera la primera vez que reparaba en ella.

—¿En serio?

—Bueno... Yo... Ya no monto a caballo —tartamudeó—. Me he retirado.

—Eso está por verse, bonita. No pienso dejar que desperdicies tu talento.

—Pero... —empezó a protestar, aunque Lia la interrumpió.

—Ya hablaremos de esto más adelante. Por ahora vas a ser la profesora del grupo de iniciación, lo que la incluye a ella. Es un hueso duro de roer, pero en el fondo Blair es un dulce de leche.

Axel carraspeó.

—Muy en el fondo.

Lena se le unió. Había una chispa burlesca en sus ojos que no había visto hasta ahora y eso me pareció sumamente interesante.

—En el lado más profundo.

Mi mejor amigo le dio un puñetazo cariñoso en el hombro a su nueva cómplice.

—Me caes bien, Lena. ¿Puedo adoptarte como mejor amiga?

—¡Eh! Ese puesto es mío —me quejé.

Él me sacó la lengua.

—Lo siento, prefiero a Lena. Es menos gruñona que tú.

Le hice una peineta.

—Te odio.

Mi compañera de cuarto soltó una carcajada. Fue pequeña y apenas audible, pero fue lo más bonito que había escuchado en la vida. Tenía el punto justo de dulzura y estaba segura de que si esto hubiese sido un puto cuento de hadas, los pájaros se habrían puesto a cantar al son de ella.

Era una chica buena, una cumple normas. Yo, en cambio, me rebelaba ante todo porque estaba arte de cumplir las reglas, de estar atrapada en ese castillo de ensueño, de estar rodeada de gente tan falsa. Quería recorrer el mundo, conocer otras culturas. Deseaba saber quién era y qué era lo que quería hacer en la vida.

No podía pasarme la vida encerrada como un pájaro. Necesitaba extender las alas y volar libre.

El carraspeo de Lena me hizo volver de nuevo a la realidad. Ni siquiera me había dado cuenta de que Lia se había marchado. ¿Cuánto tiempo habría estado en la inopia?

—En fin —habló dirigiéndose a mí con una mirada apenada—, no tenía ni idea de que Cleopatra era tuya. Lia me ha dejado cepillarla y...

—Bah, la pobre necesita que la cuiden como se merece. Ella era de mi madre y... —Me aclaré la garganta—. Puedes cuidarla si quieres.

Me miró con esa boquita formando una O.

—¿Puedo?

—Siempre y cuando me prometas que dejarás que me luzca en sus clases. Quiero que mi querida Jessica se muera de envidia.

Esbozó una amplia sonrisa, tan grande que podría haber opacado la belleza de la luna llena en una noche despejada.

La estudié con atención, las palabras de Lia aún me rondaban la cabeza. Nunca hubiera pensado que esa chiquilla fuese a ser una gran campeona, pero tal y como me estaba demostrando Lena esos días, nada era lo que parecía. Y en el fondo, me estaba muriendo por conocerla mejor.

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