Capítulo 31: ¡¿Dónde estás?!
Axel me envió un mensaje poco después de que llegara a mi habitación.
«¿Has visto a Blair?»
Pensé de nuevo en lo bien que habíamos estado en el almuerzo, en cómo Axel y yo nos habíamos estado metiendo con esa pelinegra hasta que me empezó a doler la barriga por las carcajadas. Pero Blair no podía estar enfadada por nuestras bromas, ¿o sí? Si incluso se había despedido de mí con un beso de la que habíamos ido al cuarto de baño.
Empezaba a olerme a chamusquina.
«No la he visto desde la hora de la comida. Tampoco está en la habitación, aunque sus cosas siguen igual de ordenadas que antes.»
«¿Dónde se habrá metido?»
«¿No estará en el taller de artes plásticas?», pregunté yo. Teniendo en cuenta que era jueves y que cada jueves aprovechaba su tarde libre para ponerse en modo Art Attack me pareció la respuesta más lógica.
Pero todo se fue a la mierda cuando recibí la contestación de Axel.
«No ha ido. He pasado por ahí para ir a buscarla, pero la señorita Williams, la profesora del taller, me ha dicho que no se ha presentado.»
Se me encendieron todas las alarmas. Hostia puta. Para que Blair no fuera a su santuario debía de haber pasado algo bien gordo.
«¿Dónde coño se habrá metido?»
Durante la hora siguiente Axel y yo estuvimos hablando por WhatsApp y para cuando nos reunimos en el comedor para la cena Blair tampoco apareció. Ni un solo mensaje ni una mísera llamada. Nada.
Así que decidí ir a buscarla. Sea en donde sea que se hubiera escondido, iba a encontrarla costara lo que costara.
Mi primera parada fue la que más sentido tenía: la biblioteca secreta en la que nos habíamos besado —y tocado— por primera vez. Con la linterna del móvil como aliada, caminé por ese pasillo maloliente a oscuras con mucho cuidado de no resbalarme gracias a la humedad. Recordaba a la perfección el camino pese a las innumerables curvas y a los cruces. Aquella vez todos mis sentidos estaban activado al ciento veinte por ciento gracias a que Blair tiraba de mí, a nuestras manos unidas y al calor que transmitía.
Chillé cuando vi a una rata cruzarse en mi camino.
Al llegar a la estancia secreta, sentí que la desilusión se adueñaba de mí al ver que ella no estaba allí, sentada junto a la chimenea leyendo uno de esos libros viejísimos.
—¿Dónde estás? —le pregunté a la nada con desesperación. No saber dónde se encontraba me estaba matando muy de poco en poco.
Seguí buscando por cada lugar que se me ocurría: el primer pasadizo que me enseñó, la biblioteca pública de Ravenwood... e incluso volví a pasar por nuestra habitación. Pero no la encontré.
Por pura inercia, le escribí un último mensaje de texto:
«¿Estás bien?»
¿Dónde cojones se había metido? Creía que todo estaba bien entre nosotras, que podía confiar en mí.
Blair no volvió a la habitación en la hora que transcurrió y, al final, ya no pude estarme quieta. Tenía que encontrarla sí o sí, pero, ¿por dónde debía buscarla?
Entonces, recordé algo. Me detuve en seco. ¿Cómo había sido tan estúpida? ¿Cómo no lo había visto antes? Recordé la vez en la que Blair me llevó al claro al que siempre iba cuando era pequeña. Por supuesto que estaría allí.
Sin perder más tiempo, metí en mi mochilita una botella de agua, mi botiquín personal por si pasaba cualquier cosa, las llaves de la habitación y mi teléfono móvil. Era hora de ponerse en marcha. Pese a que ya era de noche, no me importó para nada lo tenebroso que pareciera el bosque que bordeaba Ravenwood.
Me subí la cremallera de la chaqueta en cuanto salí al exterior y el viento gélido me dio de frente. En el valle de las Estrellas Fugaces hacía un frío de cojones a partir de octubre y ahora que ya estábamos en noviembre solo había hecho más que empeorar.
«Tenemos que encontrarla», me di ánimo a mí misma mientras avanzaba por el sendero hasta llegar a la verja de hierro de la academia ecuestre. Necesitaba que Anubis me llevara si quería ir más rápido.
No pareció sorprenderse de verme allí, simplemente relinchó y meneó la melena como el divo que era.
—Tenemos una misión que cumplir, amigo mío. ¿Me acompañas en esta aventura? —le decía mientras lo ensillaba y le ponía las riendas. Nunca lo había sacado de paseo, pero en mis años de amazona había salido al campo en incontables ocasiones como para saber que debía ser precavida y llevar provisiones. Menos mal que dentro de la mochila también llevaba unas barritas energéticas.
De camino a la salida del establo me fijé en un pequeño detalle que había pasado por alto cuando había llegado a los establos: Cleopatra no estaba en su cuadra.
Mierda. Blair había pasado por las instalaciones y se la había llevado.
Me subí a Anubis y le ordené que avanzara. Lo guié a través de la vereda al trote, pero a medida que avanzaba, mi corazón se me estrujaba cada vez más dentro del pecho.
«Por favor, Blair, no hagas ninguna estupidez», supliqué.
Apenas fui consciente de nada mientras Anubis y yo nos adentrábamos en las entrañas del bosque teñido de una buena capa de nieve. Las copas de los árboles eran tan altas que tapan la luz de la luna llena y las estrellas. A lo lejos, escuché el ulular de un búho.
Me estremecí cuando una ráfaga de aire se me coló en cada uno de los huesos.
—Vamos, tío, más rápido. Tenemos que encontrarla.
Ya al galope, Anubis corría tan desesperado como yo, movido por mis órdenes contantes. No sé cuánto tiempo estuvimos así, solo que, de pronto, nos salió al paso un animal y mi querido caballo se detuvo en seco. Abrí los ojos de para en par. ¡Era Cleo! Pero, ¿dónde coño se había metido Blair?
Empecé a hiperventilar. Notaba cómo la ansiedad creía en mi interior como una bola horrible que no podía detener.
Obligué a Anubis a que se acercara a ella.
—Cleo, bonita, ¿qué haces aquí sola? ¿Dónde está tu dueña? —le pregunté con la esperanza de que por magia divina pudiera darme una respuesta.
Aunque, en cierto modo, lo hizo. Se giró sobre sus patas traseras y empezó a galopar a la oscuridad del bosque tenebroso. No lo dudé dos veces. Espoleé a mi amigo para que la siguiera. Muy en el fondo esperaba que Cleo nos guiara hacia donde se hubiera metido Blair.
—Síguela, campeón. Por lo que más quieras, no la pierdas de vista.
Pero el tiempo se detuvo cuando Cleo saltó un árbol caído que obstaculizaba el camino. La última vez que estuve en ese mismo lugar no estaba, así que me figuré que había sido cosa de la fuerte tormenta de nieve que había azotado a todo el valle de las Estrellas Fugaces.
Detuve a Anubis. Notaba el corazón en la boca, un amargo sabor en la garganta. Me sudaban las palmas de las manos y un escalofrío me crispó la columna vertebral. No podía hacerlo. No es que fuera el salto del siglo, pero en mi cabeza se repetía en bucle la misma escena a cámara lenta: Relámpago cayéndose al suelo, el dolor cegador que me atravesó el cuerpo, los gritos, su relincho quejoso...
No podía permitir que pasara de nuevo.
«Puedes hacerlo», me dijo una vocecita que no era la mía. Abrí los ojos. No podía ser cierto. Aquella voz era tan parecida a la de Blair. «Puedes hacerlo», repitió con esa insistencia tan suya. «Hazlo por ti, por nosotras. No necesitas que sea perfecto, solo sáltalo».
«Solo sáltalo.»
Tragué saliva.
Al otro lado vi cómo una insistente Cleopatra se sacudía mientras nos miraba. Llevaba la silla de montar de Blair junto al sudadero púrpura con las iniciales en dorado de su madre.
Tomé una profunda bocanada. Podía hacerlo. Solo debía dejarme llevar, dejarlo fluir y esas chorradas, ¿no?
Cerré los ojos, destensé los hombros, me coloqué los dedos a la altura del corazón y empecé a inhalar y a exhalar hasta que los latidos alocados se volvieron más pausados. Había llegado la hora de tomar todos mis miedos entre las manos y lanzarme al vacío.
Abrí los ojos en el momento justo que aferraba las riendas con mayor confianza. Iba a hacerlo. Por mí, por nosotras. Porque Blair merecía que luchara por ella. No iba a dejarla sola. Superaríamos esto juntas.
Apreté los muslos en torno a Anubis y me coloqué en la posición, las puntas de mis deportivas —ni siquiera llevaba la ropa se montar a caballo— mirando hacia el cielo, tal y como me lo habían enseñado cuando era una cría. A medida que nos íbamos acercando al obstáculo, mi cuerpo se fue colocando de manera automática en su posición, la memoria muscular que tanto había trabajado durante todos esos años entrando en juego. Acompañé a Anubis al galope hasta que, segundos antes de tener que saltar, me puse impulsé con los músculos de los muslos. Mantuve la espalda plana —ni arqueada hacia delante ni hacia atrás— y colocando los hombros de tal manera que saqué pecho. Así, pude mantener el centro de gravedad centrado sobre la pierna.
Justo cuando lo hacía, las patas traseras de Anubis empujaron con una agilidad maravillosa, enviando su peso hacia arriba y hacia delante. Extendió el cuello y giró sus hombros para que sus patas delanteras se levantaran y doblaran.
Fue un hito histórico.
Cuando el animal tocó tierra de nuevo estuve a punto de soltar un grito de júbilo. ¡Lo había logrado! Por fin. No podía creérmelo, casi dos años sin hacerlo y se sentía como si hubiese saltado cada día de mi vida.
Cleo relinchó para llamar la atención y, al segundo, me enderecé otra vez con la respiración agitada. Espoleé a Anubis para que la siguiera al galope y, tras lo que me pareció una eternidad, se detuvo. Pero allí no había nadie. Me pasé las manos por la cara. ¿Dónde coño se había metido?
—Blair, me estás preocupando —mascullé por lo bajo mientras me bajaba del caballo.
Estábamos en el claro al que Blair me había llevado hacía unas semanas atrás. El agua clara se había cristalizado debido a las temperaturas bajo cero que habíamos tenido los últimos días, la nieve lo había cubierto todo de una capa gruesa de blanco, las copas de los árboles sombreaban el lugar y los matorrales...
Mierda, había alguien ahí.
Até a Anubis y a Cleo en un tronco y me acerqué con paso rápido y, para cuando aparté las pequeñas ramas que la cubrían, vi una cabellera oscura decorada con pequeños rizos encrespados. Su piel ya de por sí blanca estaba mucho más pálida.
Me acuclillé junto a ella. Hice una mueca al verle la frente. Tenía una herida muy fea unos centímetros por encima de la ceja izquierda, pero, por lo demás, estaba de una sola pieza. Su pecho subía y baja constantemente. Le di pequeñas palmadas en la mejilla para despertarla.
—Blair, eh, despierta. No podemos quedarnos aquí mucho tiempo.
Ni se inmutó, por lo que opté por mis segunda opción: zarandearla.
—Venga, tía, no tiene gracia.
Pero tampoco se movió. Empezaba a desesperarme.
Me puse a llorar de la impotencia que sentía por no saber cómo ayudarla. No tenía la fuerza suficiente como para cargarla fuera de los matorrales y arrastrarla no era una opción. ¿Qué más podía hacer?
Le aparté un mechón sucio de la herida. Mis manos se sacudían sin que pudiera evitarlo. Saqué el botiquín de mi mochila para limpiarle la herida al menos. Con el agua oxigenada me aseguré de desinfectar la herida —resultó ser un rasguño de nada pese al reguero de sangre que se deslizaba por sus facciones delicadas— y con betadine y un apósito me aseguré de que quedara limpia y sin ninguna oportunidad de que se infectara.
Sus dedos helados atraparon los míos cuando guardé el botiquín de nuevo. Parpadeé y en el mismísimo instante en el que conecté mi mirada en la suya, quedé atrapada en los zafiros de sus ojos. El alivio me recorrió de arriba abajo y, por primera vez desde que había descubierto que Cleopatra no estaba en su cuadra, pude respirar tranquila.
—Eh, ¿cómo te encuentras? —le pregunté utilizando un tono de voz tranquilo. Intenté ponerle un toque de dulzura, pero las últimas horas habían sido tan intensas que la voz me salió muy temblorosa.
Se toqueteó la cabeza.
—Me duele un poco aquí —dijo mientras se señalaba el apósito—, pero nada más.
Le cogí la cara entre las manos, los ojos llenos de lágrimas.
—No sabes el susto que me has dado, tía. Me he vuelto loca buscándote. Creía que te había pasado algo grave.
Se incorporó como pudo y pestañeó un par de veces.
—¿Has venido hasta aquí solo por mí?
Asentí.
—Axel y yo estábamos muy preocupados. Pensaba que estabas cabreada conmigo.
Apretó los labios en una línea recta, los ojos fijos en un punto lejano.
—He discutido con mi padre —admitió con la voz pastosa—. Quiere que sea la niñera de un chico rico, el hijo de un amigo suyo o algo así.
—Eso te ha molestado, ¿verdad? Odias que tu padre te dé órdenes.
Se pasó las manos por el pelo.
—¡Tú no lo entiendes! Quiere que salga con él en plan cita y yo no quiero. Le he dicho que tengo novia. —Se me desencajó la boca y abrí los ojos de par en par—. No le he dicho que tú eres esa chica porque lo que menos quiero es que sufras las consecuencias, pero no he podido evitar decírselo. Estoy hasta el coño de que controle mi vida.
—No le tengo miedo, amor. Pelearía contra cualquier cosa por ti, ¿no te ha quedado claro o qué? Quiero que podamos besarnos cuando queramos, que podamos ir tomadas de las manos y actuar como la pareja que somos. Nos merecemos algo más que andar jugando a las escondidas.
Blair sorbió por la nariz.
—Si mi madre estuviera aquí...
—Pero no lo está. Nos toca luchar a nosotras si queremos que lo nuestro funcione.
—¿Lo dices en serio? ¿Estás segura de que quieres que lo hagamos público?
Torcí el gesto.
—Ni que fuera algo malo.
Me cubrí los dedos con los suyos, y un calor me subió por el brazo hasta llenarme por completo el corazón.
—Yo no he dicho eso —repuso chascando la lengua—. Eres lo más bonito que me ha pasado, Lena.
—Ains, te has vuelto a poner cursi. No debes de estar tan afectada por el golpe.
—Ja. Ja. Ja —ironizó.
Le tiré un beso.
Nos quedamos un rato en silencio, la una perdida en la mirada de la otra, sumidas en nuestra propia burbuja. Pese al frío que nos rodeaba, Blair tenía el efecto de hacer desaparecer todo lo malo que nos rodeara y que el sol brillara de nuevo.
Me dio un golpecito en la nariz.
—¿Por qué no volvemos a Ravenwood? Estoy congelada y lo único que me apetece ahora mismo es meterme en la cama y no salir nunca más.
Moví las cejas con aire sugerente.
—No sé yo, eh. Tenía planes mejores.
Se le formó una sonrisa insinuante.
—¿Como cuáles?
—Tú, yo y esa bañera que tenemos en nuestro baño privado. Puede que te dé un buen masaje a cambio de que me hagas eso que haces tan bien con la lengua.
La carcajada que brotó de lo más hondo de su ser retumbó por todo el bosque.
—Y luego tú eres la chica buena.
—Yo nunca dije que lo fuera.
—Mejor para mí —concluyó acortando la poca distancia que nos separaba y dándome un beso de película.
Un beso llevó a otro y, al final, tardamos media hora en ponernos en marcha, ambas sobre Anubis porque no me fiaba que Blair pudiera montar solita a Cleo todavía. La yegua caminaba casi pegada a nosotras, las riendas en las manos de su dueña. Así, llegamos al pequeño obstáculo que había tenido que saltar para poder encontrarla.
—Cuando lo he saltado —empezó a hablar ella con voz ausente desde su lugar, delante de mí—, he cerrado los ojos bien fuerte y me he fiado a muerte de Cleo.
Reí.
—Es un salto muy simple. Anubis y yo lo hemos saltado con los ojos cerrados, ¿verdad, campeón?
Blair ahogó una exclamación.
—¿Lo has... saltado? Creía que aún no habías sido capaz de hacerlo.
Esbocé una sonrisa triste a pesar de que no podía verla.
—Y no lo era. —Solo de pensar en el miedo que me había traspasado el cuerpo como un rayo me provocó un escalofrío—. Yo... estaba muy preocupada por ti, Blair. No respondiste ninguno de mis mensajes y tú siempre lo haces, aunque no estés de humor. Tenía que hacer algo.
La pelinegra torció la cabeza lo necesario como para lanzarme una miradita intrigada.
—¿En serio lo has hecho por mí?
—Obvio. Me aterraba tanto que te hubiera pasado algo que sentí el miedo irracional que me paralizaba cada vez que me ponía frente a un obstáculo como un ligero zumbido. —Se me dibujó una gran sonrisa de oreja a oreja—. He podido saltar y ha sido una puta pasada.
—¿Puedo verte hacerlo otra vez? —suplicó batiendo las pestañas largas y poniendo ojitos.
No pude resistirme. Con una Blair ya en el suelo, coloqué a Anubis a una distancia considerable del obstáculo y simplemente volvió a suceder: dejé mis miedos atrás y logré superarlo sin apenas esfuerzo.
Blair soltó un gritito de júbilo cuando Cleo me siguió tan solo unos segundos después. Para cuando la pelinegra cruzó el tronco a pie —porque podía hacerse, pero en las circunstancias en las que me había encontrado antes no me paré a pensar en ello—, me hizo una reverencia pomposa.
—Estoy a sus pies, mi señora.
Así, regresamos a Ravenwood sanas y salvas y, tal y como le había prometido a Blair, al llegar a nuestra habitación nos encerré en el baño para celebrar nuestros logros.
Porque juntas éramos invencibles.
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