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Capítulo 30: Mi escondite favorito

Lena estuvo muy ocupada las siguientes semanas y apenas pudimos vernos fuera de la habitación y de las clases. Su modus operandi era utilizar el tiempo que tenía para entrenar y entrenar. Había días que me quedaba para observarla y sacarle alguna que otra foto, pero otros iba al taller de artes plásticas para seguir trabajando en mi Proyecto de Fin de Curso.

Una noche, cansada un poco de no tenerla tanto para mí, decidí planear una cita. Así que me presenté justo cuando terminaba de entrenar cargando una cesta con comida del "Bendita golosa" colgada del brazo. Llevaba días sin nevar y tampoco hacía un frío inaguantable, así que la tomé de las manos en cuanto se despidió de su nuevo mejor amigo y la arrastré hacia el exterior.

—¿A dónde me llevas? —preguntó con una risita.

Tenía la coleta deshecha, las mejillas aún enrojecidas y un olor a establo impregnado en la piel, pero no podía estar más guapa. Le di un beso en cuanto salimos de las instalaciones sin poder resistirme más, lejos de miraditas indiscretas.

—Te voy a llevar a un sitio muy especial para mí, gatita. Mis padres me llevaban cuando era pequeña, pero papá no lo visita desde que mamá murió.

—Oh, lo siento.

Me encogí de hombros.

—Ya estoy acostumbrada a que parezca que haya eliminado cualquier recuerdo doloroso de ella. Salvo los cuadros, apenas hay cosas de mamá a la vista. Cuando vivía, su despacho estaba lleno de flores amarillas, las favoritas mi madre. Cuando las veo, pienso mucho en ella, en si estaría feliz con la Blair que soy.

Lena me dio un apretón en el los dedos.

—Claro que tu madre debe de estar contentísima allá donde esté.

Se me escapó una lagrima involuntario.

—Es una tontería, pero siempre he pensado que mi madre se fue al arcoíris y que, de alguna manera, te puso en mi camino porque sabía que ibas a revolucionar todo mi mundo. Ella siempre fue muy lista, ¿sabes? Fue la primera a la que le dije que era bisexual, aunque cuando aquello no sabía ni cómo se llamaba a eso de que te gustaran las chicas y los chicos.

—Tu madre te aceptó tal cual eres.

Aunque no lo formuló como una pregunta, yo asentí igualmente.

—Me dijo que no le importaba, que eso no iba a hacer que me quisiera menos.

—Tía Adele reaccionó igual, aunque no la pilló muy por sorpresa que digamos. Desde niña siempre me he fijado más en las chicas que en los chicos, así que cuando salí del armario no fue la gran cosa —admitió con esa sonrisa radiante que siempre se le formaba cada vez que hablaba de su tía.

Nos fuimos adentrando en el bosque que rodeaba Ravenwood por un lado, siguiendo el camino de tierra despejado. La nieve cubría cada brizna de hierba y las copas de los árboles estaban preciosas coronadas por un cúmulo de nieve blanca. Solo se escuchaba el sonido de nuestras respiraciones y de nuestras pisadas. A lo lejos trinó un pájaro. Aún era de día gracias a que le había pedido a mi chica que saliera media hora antes del entrenamiento, pero para lo que tenía planeado iba a necesitar que fuera noche cerrada.

Lena entrelazó nuestras manos enguatadas.

—¿Tu padre aceptó que fueras bisexual?

Torcí el gesto.

—¿Él? Qué va. Tiene la mentalidad de un Neanderthal. No quería contárselo, porque me asustaba mucho lo que dijera de mí, pero no me quedó más remedio. Yo... tuve una novia hace un par de años, pero no quiso conocerla. Fue todo un alivio para mi padre que tuviera que cambiarse de internado.

—¿No seguisteis en contacto?

—Lo intentamos, pero no funcionó. No se nos dio bien eso de mantener una relación a distancia. Éramos muy jovencitas y yo no supe gestionarlo bien. Creo que la Blair de ahora sí que habría podido. En fin, tampoco es que estuviera enamorada ni todo eso. Creí que lo estaba, pero hace poco me di cuenta de que no era así.

Lena me miró muerta de curiosidad.

—¿Cómo?

Le di un empujoncito, juguetona.

—Digamos que apareció una chica en mi vida que me ha hecho sentir con una intensidad que nunca antes me había revolucionado tanto. Eres puro fuego, princesita.

Vi cómo se ruborizaba más de lo que ya estaba.

—Tampoco ha sido mi intención.

Le pasé una mano por los hombros.

—Me alegro de que mi padre nos obligara a compartir habitación. Creo que gracias a eso me has podido conquistar. He caído en tus redes sin poder evitarlo.

—¿Quién no te dice que no haya sido yo la que ha caído bajo tus encantos? Tu comportamiento me confundía tanto que despertaba en mí una curiosidad incontrolable. Allá donde ibas se me iban los ojos. Te me fuiste metiendo muy poco a poco en la cabeza hasta que ya no pude sacarte porque, sin esperarlo, me terminé enamorando de ti.

—Es que soy tremendamente irresistible —dije con picardía.

—Y muy vanidosa.

Le tiré un beso que ella atrapó con la mano libre y se llevó al corazón. Ambas estallamos en sonoras carcajadas.

La siguiente hora la guié por el bosque hasta que llegamos al claro en el que mamá, papá y yo recogíamos moras y hacíamos picnics. El lago Charming Lake, que aún no se había congelado por las bajas temperaturas, lamía con sus aguas la orilla. Esa misma tarde me había encargado de ir allí para preparar lo que sería la mejor cita de la historia. Había quitado la nieve de un trocito para que pudiéramos extender una manta en él sin que se calara y poder, así, sentarnos sobre ella.

Lena pestañeó al ver mi lugar secreto, de todos ellos mi favorito. Los arbustos que nos rodeaban estaban blancos por la nieve y de los árboles había colgado una guirnalda luminosa que había dejado encendida porque sabía que cuando llegáramos empezaría a anochecer.

—¿Esto es para mí?

Fruncí el ceño.

—¿Lo dudabas?

—Me siento una novia horrible porque tú eres siempre la que se encarga de organizar estas cosas.

Le metí una mano en el bolsillo trasero de su pantalón en cuanto dejé la cesta de mimbre en el suelo.

—Estás ocupada, tía. No te rayes, ¿vale? Ya serás tú la que me sorprenda cuando menos me lo espere.

Saqué la manta de color verde de la cesta y la extendí para, después, sacar una cantidad indecente de dulces. Sonreí ante la miradita socarrona que me lanzó mi chica.

—¿Qué? Hoy es viernes y la Dulcena está presente.

—Lo que quieres es que me ponga como una bola.

—¿Qué tiene de malo que quiera consentir a mi novia?

Nos sentamos la una junto a la otra y nos tomamos la cena envueltas en una conversación banal. Brindamos nuestros batidos de avena y plátano y compartimos un trozo de tarta de chocolate y arándanos hasta que, por fin, empezó el verdadero espectáculo. Señalé el cielo, iluminado por miles de estrellas.

—¿Sabes por qué el valle donde estamos se llama el valle de las Estrellas Fugaces?

—No. ¿Por qué?

—Espera un momento y lo verás.

De repente empezó a caer sobre nosotras una lluvia preciosa de estrellas fugaces. Nos tumbé sobre la mata, tapadas con otra que había traído para la noche. El cielo se iluminó con cientos de estelas.

—Rápido, pide un deseo. Pero no me lo digas, eh, que si no no se va a cumplir.

—Mmm... deseo...

Me maravillé por su enorme sonrisa tatuada en sus labios, sus ojos fijos en el espectáculo que se desarrollaba ante nosotras, el brillo estelar en sus pupilas.

—Es hermoso. Es la mejor cita que me han organizado jamás.

Reí.

—Eso mismo dijiste la otra vez.

—Es que cada día te superas más —objetó con la voz chillona, muy similar a la de una niña pequeña.

Nos quedamos calladas, con la vista puesta en el cielo oscuro iluminado por miles de estelas. Volteé la cabeza hacia Lena. Estaba tan cincentrada en el espectáculo que no se percató de que la estaba mirando. Tenía una mano sobre el estómago y la otra rozándome el brazo. Le brillaban tantísimo los ojos que no pude evitar atraerla más a mí.

Deslizó la mirada hacia mí para escudriñarme.

—¿Qué te pasa?

Le acaricié el pelo sin poder contenerme. Había algo en ella que me atraía como una fuerza sobrehumana.

—Puede que lo que vaya a decir suene un poco cursi, pero estaba pensando en nosotras, en que somos como estrellas fugaces, dos personas que brillamos más cuando estamos la una con la otra. Mágicas, como esta lluvia. No me mires raro, tía. Que sí, que me puesto en plan ñoña total otra vez, pero, no sé, es como si estuviéramos destinadas a conocernos.

Lena se puso de costado y se apoyó sobre una mano para poder observarme mejor.

—¿Crees en el destino?

—Antes de vinieras aquí no, pero desde que te conocí he empezado a creer en estas cosas.

—Y te has vuelto más cursi.

Chasqueé la lengua.

—Puede que siempre haya sido así y que solo a ti deje ver a mi verdadero yo. —Me quedé un rato callada, perdida en mis propios pensamientos. Mis dedos se enroscaron con los suyos y en ese mismo instante comprendí que solo necesitaba eso para ser feliz—. Me encanta este lugar.

—A mí me encantas tú.

Uh, me acababa de dejar KO.

Continuamos allí, tumbadas sobre la manta, abrazadas la una a otra, con el firmamento lleno de estelas de deseos y, pese al frío que hacía, yo no quise estar en otro lugar.

Porque Lena y yo éramos como esas estrellas fugaces, pequeños meteoritos que habíamos tenido la suerte de encontrarnos en un cielo infinito.

🌺 🌺 🌺

Volví a mirar la pantalla del teléfono móvil con los labios apretados. El mensaje que papá me había enviado tras acabar las clases parecía estar riéndose de mí en la puta cara.

«Tenemos que hablar. Ven a verme a mi despacho cuando termines las clases.»

Breve y conciso. No había un «Hola, Blair. ¿Qué tal estás? ¿Cómo te van las clases?». ¿Para qué preocuparse por mí?

Miré otra vez la pantalla y resoplé.

—Esto es ridículo. Entra ahí y descubre de una vez qué quiere —me dije a mí misma deteniéndome a escasos metros de la puerta de madera del despacho de mi padre. Llevaba diez minutos caminando como un león enjaulado, la coleta rebotando a cada paso que daba.

Levanté la mano derecha y golpeé la puerta tres veces. Entré cuando escuché el escueto «Adelante».

Sentí un escalofrío en cuanto crucé el umbral. Daba igual que la chimenea de piedra estuviera encendida y que dentro se estuviera calentito, siempre que pisaba ese lugar sentía un frío en mi interior que no podía controlar. Papá ojeaba unas hojas sentado a la mesa de su escritorio, con el gran ventana que tenía a sus espaldas. Una tormenta de nieve incesante arremetía incansable contra el valle de las Estrellas Fugaces.

Un relámpago encendió el cielo en el segundo exacto en el que papá levantó la cabeza para mirarme y, cuando sus irises azules como un témpano de hielo se posaron en mí, noté que la bilis se removía en mi interior.

—Por fin llegas. ¿Dónde te habías metido?

Estuve tentada de poner los ojos en blanco, pero me contuve. No quería que aquella conversación, fuera la que fuese, empezara mal.

—Estaba terminando de almorzar.

—Seguro que estabas con el tonto de tu amigo.

—¡Axel no es ningún tonto! —repuse con las mejillas encendidas. Odiaba que se metiera con él.

Le restó importancia con un gesto.

—No me interesa. Ahora estás aquí, ¿no?

—Tú dirás.

Papá me indicó que me sentara en la silla que había frente a él. Oh, oh. Se avecinaba un buen sermón al puro estilo Marlon Meyer. ¿Qué querría ahora?

Me senté en frente de él, su imponente figura se cernía sobre mí. Era unos centímetros más alto que yo —de alguien tendría que sacar mi casi metro ochenta, amigos— y, pese a la edad, su cuerpo se mantenía muy bien tonificado. Antes de ser el director de Ravenwood e incluso un simple docente, mi padre había sido un jugador de hockey sobre hielo profesional. Pero tuvo que dejarlo después de haberse lesionado en unas finales europeas. Es irónico que a pesar de tener dos padres que habían sido deportistas de élite —mamá incluso llegó a representar una vez a Suiza en los Juegos Olímpicos de verano— yo apenas hiciera otra cosa que no fuera salir a correr de vez en cuando.

El silencio se apoderó de esa estancia monstruosa. Por inercia, observé la pintura que colgaba de la chimenea y que mamá había pintado. Cuando enfermó y el médico le prohibió hacer hípica, descubrió una nueva forma de desahogarse: la pintura. Ravenwood se llenó entonces de sus cuadros, desde pequeños bocetos o retratos hasta paisajes muy realistas de sus viajes; pero cuando murió, papá los guardó todos... salvo ese.

A mí me habría gustado haber conservado uno.

Mi padre se aclaró la garganta y yo automáticamente me centré en él.

—La razón por la que estás aquí es que un viejo amigo va a venir de visita a Ravenwood a primeros de diciembre.

—¿Qué tengo que ver yo en todo esto?

—Andy tiene un hijo de tu edad, Mike. Vendrá con él y he pensado que podrías enseñarle las instalaciones.

Me crucé de piernas, la cabeza ladeada hacia un lado.

—Paso. Tengo cosas más importantes que hacer que ser la niñera del hijo de tu amigo.

Seguro que era uno de esos estirados que tanto repelús me daban. No, gracias. Prefería pasarlo acurrucada en el sofá con una Lena desnuda.

Papá le dio un golpe a la mesa de su escritorio y el portátil que tenía abierto se sacudió levemente.

—No lo has entendido. No era una sugerencia, Blair. Vas a hacerlo. Fin de la conversación. Ah, y Mike es un buen partido. Su padre es el dueño de una de las empresas tecnológicas más importantes de América y Europa...

—No me interesa —lo corté. Mi tono había sonado más seco la axila de una momia, pero me daba igual.

A mi padre empezó a palpitarle la vena del cuello.

—Vas a ser amable con él, ¿comprendes o debo hacerte un dibujo? Como me entere que haces una de las tuyas, pienso ponerte en tu sitio.

—Pero si llevo sin liarla desde hace más del verano —me quejé. No era justo, siempre iba a ser la mala, aunque no hiciera nada.

—Algo estarás tramando.

Apreté los puños hasta que los nudillos se que me quedaron blancos. Lo miré con una rabia desbocada. Me puse en pie, el mentón bien alto y los hombros en una línea recta.

—Que quede clara una cosa, no pienso salir con él.

Papá también se puso en pie.

—¡Y yo te digo que vas a hacerlo! Es el hijo de mi mejor amigo.

—¡Como si fuera el hijo del rey de Inglaterra, me la suda! Tendré una cita.

Arqueó una ceja de la misma forma que yo hacía.

—Ah, ¿sí? ¿Con quién?

«No lo digas. No lo digas. No lo digas», me suplicó una voz interior, pero, ¿sabéis?, yo ya estaba hasta el coño de esconderme.

—Con mi novia.

Mal asunto. A papá se le empezó a enrojecer la cara y casi podía oler el humo que le podría haber salido por las orejas. Cada una de sus facciones se endureció hasta formar una máscara de frialdad que podría haberme hecho temblar de haber sido por que me obligué a mantenerme entera. No iba a dejar que él se saliera con la suya. Iba a pelear con todo mi arsenal.

Por Lena. Por mí. Porque lo nuestro era lo mejor que me había pasado.

La voz del gran Marlon Meyer sonó tan dura que fue como si me diera contra una roca.

—¿Novia? ¡¿Cómo que novia?!

No me dejé intimidar. Lena valía que luchara por ella, por todo lo habíamos vivido. Joder. Merecía la pena con tal de saborear su sonrisa cada mañana, verla superarse día a día, escuchar la armonía de su risa.

Solté todo el aire que estaba reteniendo en los pulmones.

—Papá, ya sabes que soy bisexual. Tuvimos esta conversación hace años.

Arrugó el morro.

—Esta es una fase tuya. Solo necesitas conocer al chico indicado para que se te pase esta tontería tuya.

—No es ninguna tontería. Tengo novia —repetí para que le entrara mejor en esa cabeza terca que tenía—. Ah, que sea bi no quiere decir que vaya a enrollarme con cualquiera. No puedes controlar mis sentimientos, papá. Yo... la quiero.

—¿Quién es esa chica? Tengo que hablar con ella sobre un par de cosas.

Me crucé de brazos.

—¿Para qué quieres?

—Digamos que voy a ponerla en su lugar. No voy a permitir que te llene la cabeza de ideas tontas.

—¡No dices más que jilipolleces! Dos chicas también pueden quererse.

—Lo natural...

—¡También es natural, joder! —lo corté.

Las fosas nasales de papá estaban igual de dilatadas que las mías y su mirada furibunda podría haber derrocado imperios.

—¡Basta! —bramó él con un tono afilado—. Si vives bajo mi techo, tendrás que cumplir mis normas.

Lo señalé con los dedos índices de ambas manos.

—Ay, es que ese es el punto, que no quiero estar aquí. No vas a poder controlarme por más tiempo. —Hice una pausa mientras no dejaba de pensar en una sola cosa. Se me llenaron los ojos de lágrimas—. A mamá le habría caído. Ellas... son muy parecidas.

—No me vengas con esas, hija —me escupió con todo su veneno—. No vengas ahora con chantaje emocional.

—¡No es chantaje emocional! ¿Por qué no puedes aceptarme? ¡¿Por qué no puedes ser como ella?!

Sin darle tiempo a que dijera algo más, salí corriendo de ahí con un único pensamiento en mente: tenía que alejarme lo máximo posible de él e ir a un lugar en el que me sintiera segura.

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