Capítulo 20: Un buen despertar
Tenía algo suave en el rostro. No podía verlo porque tenía los párpados cerrados, pero sí lo sentí como el roce de una pluma. Lo que fuera que me había desvelado viajó hasta mis labios y algo húmedo me los rozó.
Di un manotazo.
Una carcajada femenina me hizo abrir los ojos de par en par. Lena estaba allí, tumbada a mi lado en el suelo de la biblioteca secreta. Donde hacía unas horas antes me había besado y tocado de tal manera que había tenido un orgasmo espectacular.
No recuerdo haberme quedado dormida. Lo último de lo que me acuerdo es de estar ella y yo tumbadas, sus dedos rozándome la piel y su boquita maravillosa mostrándome esos hoyuelos irresistibles que tenía.
Lena era toda una caja de sorpresas. Mi diosa del sexo particular.
No tenía planeado liarme con ella, mucho menos que terminara devorándome enterita. Solo quería enseñarle ese lugar porque, sin esperar nada a cambio, me había devuelto las ganas de vivir. Hoy no es que fuera un buen día precisamente, ni ayer. Septiembre era un mes de mierda.
Como si pudiera leerme los pensamientos oscuros que estaba teniendo, Lena se acurrucó contra mí, tan pequeña en comparación conmigo. Tenía el pelo revuelto, los ojos somnolientos y las mejillas sonrosadas, las pecas preciosas relucientes como minúsculas constelaciones. Estaba preciosa recién levantada. Al igual que yo, se había vuelto a poner el sujetador y la camiseta y, en algún punto de la noche, nos había cobijado bajo una manta.
Me estiré y, gracias al movimiento, la atrapé entre mis brazos, mis piernas entrelazadas en torno a ese culito esponjoso que te tenía.
—Buenos días —susurró ella con una sonrisita.
—Buenos días, mi gatita sexy.
Me miró a través de las pestañas.
—¿Segura de que estás bien? Ayer estabas tan triste.
Rodé en la cama improvisada hasta quedar bocarriba, Lena pegadita a mi costado. Sin apartar la vista del techo, torcí el gesto.
—He tenido días mejores, pero, tranquila, se me pasará. Hoy estoy un poco plof.
—Tu madre no querría que estuvieras mal, Blair. Querría que fueras feliz, que te comas el mundo como lo haces todos los días.
Me sequé una lágrima de la mejilla. Y es que, como cada dieciséis de septiembre, me empezaron a asaltar los recuerdos del peor día de mi vida. Cómo mamá había insistido en que fuera a la bolera con Axel y otro chico que ya no estudiaba en Ravenwood. El momento exacto en el que recibí una llamada de mi padre de madrugada, cuando el local de recreativos al que habíamos ido después estaba a punto de cerrar. Cómo me vine abajo.
No sé cuándo empecé a hablar exactamente, solo que una vez que abrí la boca, ya no pude detenerme.
—Mi madre llevaba unos meses estable. Parecía que el puto bicho del demonio se había ido por fin, o eso fue lo que me dijeron a mí. Tenía doce años y aún era una cría asustada por que su madre se marchara sin ella.
»Mis padres me mintieron. El cáncer no se había ido; había empeorado. Yo... no pude despedirme de ella, ¿sabes? No pude decirle que era la mejor madre de la historia de las madres. Era tan cariñosa, Lena, tan dulce. Le encantaba pintar y hacer esculturas. Cuando vivía, Ravenwood estaba lleno de sus obras de arte; ahora, en cambio, mi padre deja que cojan polvo en el sótano.
Lena me recorría el rostro con los dedos, una caricia reconfortante. Había sido ella quien me había despertado, las yemas de los dedos sobre mí piel. Me encanta que me tocara, que con cada mimo que me hacía me llenara el corazón de amor en estado puro.
Giré la cabeza hacia ella. Tenía las pupilas del color de la tierra húmeda, enormes. Mis dedos se movieron solos por su cuerpo, hasta empezar a recorrerle la espalda. El jadeo involuntario que salió de su garganta me envió una imagen muy sugerente de la noche anterior. De mi boca perdida en sus pechos y sus gemidos abrasándome la piel. Lena era tan ruidosa como de costumbre.
—¿Algún día me las enseñarás?
Parpadeé.
—¿En serio? No tienes por qué hacerlo.
Lena chasqueó la lengua.
—Quiero conocer mejor a la mujer de la que con tanto amor me hablas, verla a través de tus ojos. Me gustas muchísimo, Blair, y no quiero que esto que tengamos se termine. No puedo reprimir lo que siento por ti.
—¿Qué es lo que sientes?
—Una atracción que no puedo explicar. Anoche me dijiste que yo te ponía a mil, pues tú a mí me pones más. Me cautiva todo de ti: estos ojitos hermosos que tienes, tu pelo rizado, esta boquita que casi me lleva a un orgasmos solo con chuparme las tetas... Incluso cuando te pones de morros y no hay quien te aguante. Eres jodidamente hermosa y te mentiría si dijera que no estoy deseando volver a comerte el coño.
Un hormigueo me recorrió todo el cuerpo, desde la punta de los tirabuzones hasta la uña del dedo gordo de los pies. Mi clítoris palpitó como un llamamiento, una deliciosa oleada de placer se instaló en mi centro. Claro que quería que Lena me devorara de nuevo.
Le agarré el culo por encima de la falda que deseaba quitarle.
—Pues yo me muero por descubrir si sabes tan bien. —Deslicé mis dedos desde el trasero hasta la raja que tenía la prenda en el lateral. Noté cómo se tensaba—. ¿Puedo?
—Yo...
—¿Sí? —le pregunté mientras me colaba dentro y comenzaba a trazarle círculos por encima de las bragas.
—Todavía... —jadeó—... no estoy lista... para...
—¿Que yo te devore?
—S-Sí.
—¿Por qué? —quise saber. No detuve el movimiento circular de mis dedos, lento, provocador.
Lena estaba luchando por no dejarse llevar, por no retorcerse al ritmo de mis caricias. La humedad cada vez mayor de sus bragas me decía que estaba tan deseosa como yo.
—No estoy... preparada para que la veas.
—¿El qué?
—Eso.
No supe a qué se refería, pero lo acepté. Su cuerpo, sus normas. Le di un beso justo donde su pulso latía acelerado, mis dedos deslizándose por fin dentro de sus bragas.
—Déjame al menos tocarte.
—Tócame —rogó con un gemido cuando le rocé su intimidad con la palma de la mano.
Siseé.
—Estás muy mojada, gatita. —Le introduje el índice y ella jadeó, la cabeza echada hacia atrás y los labios entreabiertos. Empecé así un mete-saca, en el que Lena me regalaba los aullidos más escandalosos de la historia—. Eso es, gime fuerte para mí.
Le rocé el clítoris con el pulgar y con tan solo ese simple contacto Lena se contrajo. Soltó un taco cuando comencé a trazarle círculos en esa montaña hinchada mientras mi índice entraba y salía de ella, cada vez más frenético. Llevó un punto que Lena se contoneaba contra él.
«Buena chica», pensé para mis adentros.
Estaba tanteando la idea de introducirle un segundo dedo cuando, con un movimiento rápido, se deshizo de mi camiseta. Se relamió.
—No llevas sujetador.
—Siempre duermo sin él. Es incomodísimo.
—Ya, bueno, pero como hemos dormido juntas...
—¿Debería habérmelo puesto? No, gracias. La comodidad ante todo.
Se le escapó una exclamación cuando notó cómo el segundo dedo jugueteaba con su entrada chorreante. Todo su cuerpo vibró cuando tan solo le introduje un poquito. Un grito primitivo, ronco y seductor reverberó por esas paredes al llenarla con mi segundo dedo.
—Me encanta lo cachonda que estás —la provoqué con un beso húmedo en el cuello.
—A mí me encantan tus dedos dentro de mí. No pares —suplicó.
Sonreí, girando mis dedos para que tocaran el punto justo para hacerla perder la cordura.
—No tenía pensado hacerlo, encanto.
La boca de Lena me besó, febril. Estaba tan caliente que mis dedos estaban mojados de su humedad. La besé con todas las ganas que la tenía sin dejar de tocarla, el pulgar trazando círculos cada vez más bruscos. Sus dedos descendieron hacia mis pechos y, sin dejar de volverme loca con sus labios, me pellizcó los pezones que estaban duros como rocas. Estaba igual de excitada que ella.
Resollé.
Dejó de besarme para, con lamidas precisas, descender hasta mis senos y, tal y como hizo el día anterior, me devoró cada pecho, solo que esta vez tenía mis dedos dentro de ella.
Y tampoco se quedó quieta. Una mano descendió hacia el sur y se coló a través de mis bragas empapadas y, tal y como yo estaba haciendo, me introdujo un dedo. Jooooder.
—Cómo te gusta tenerme dominada, eh —la provoqué, su boca aún mordiéndome un montículo. Con la mano libre, le insté a que colara otro. Pulsó mi clítoris con tanto ahínco que estuve a nada de correrme.
—Cómo me gusta verte perder el control.
Empezó así un juego seductor en el que las dos nos acoplábamos al ritmo de la otra. La embestía con ganas de que se viniera y ella me embestía de vuelta. Me tragué cada gemido con su boca. La besé mientras esa sensación de liberación crecía más y más en mi interior.
Me corrí con un gruñido animal pegándome a sus dedos, el pulso acelerado y la piel sudorosa; y ella se corrió también poco después con un «Oh, mamita rica» con ese acento americano que tenía. La pegué contra mi pecho y, al sacar los dedos de su interior, le mostré lo húmedos que estaban. Lena no parpadeó, no lo hizo cuando me los llevé a la boca y degusté su sabor salado, rico como el mejor de los manjares.
—Tan empalagosa que solo tú puedes serlo —le dije, mis manos recorriéndole el pelo pegoteado. Tenía las mejillas rojas por el éxtasis de la pasión y el corazón palpitante.
Noté el momento exacto en el que sus dedos abandonaban mi interior, manchados también por mi esencia más íntima. Vi cómo se los introducía en la boca, despacio, los ojos clavados en mí.
Se me retorcieron los dedos de los pies.
Le di un apretón en el culo.
—Si lo que quieres es ponerme cachonda otra vez, lo estás consiguiendo.
Lena se rió con una carcajada pequeña. Se acurrucó contra mí, su cabeza en el hueco de mi cuello. Era tan pequeña en comparación conmigo que me despertaba ternura. Puede que Lena fuera una fiera en el sexo, pero era la clase de tía a la que le gustaban los mimos pos sexo.
Y a mí me encantaba.
La apreté fuertemente contra mi cuerpo, cayendo de repente en el día que era. ¿Cómo se me había pasado? «Porque te calma».
—¿Podemos quedarnos así un rato más?
Puede que Lena notara el tono afligido de mi voz o puede que fueran las fuertes sacudidas de mi cuerpo. Solo sé que me enroscó los brazos y se pegó más a mí. Su boca me dejó un cálido beso en la frente.
—Todo lo que quieras, preciosa.
Y, así, supe que Lena no solo me gustaba.
🌺 🌺 🌺
Axel era mucho más que mi mejor amigo; era mi hermano hijo de otra madre y de otro padre. Nos lo contábamos todo o, si no, sabíamos leer en el otro que algo había pasado. Por eso no me atraganté con el zumo de naranja natural cuando a la mañana siguiente dijo:
—Tú has follado.
Esbocé una sonrisita.
—Puede.
—Te has tirado a Lena —habló en susurros él, gracias a Dios. Lo último que quería era que toda la cafetería se enterara, no cuando era demasiado pronto. No me apetecía que todo se saliera de madre, que mi padre se enterara de todo y se fuera a la mierda. Lena no merecía sufrir la ira de Marlon Meyer.
—Más bien ella ha sido quien me ha dado bien rico.
—Sabía que tarde o temprano te ibas a dejar llevar. Menudo bombonazo está hecha.
—Ya te sigo que sí. ¿Has visto las peras que tiene? —pregunté poniendo las manos a la altura del pecho—. Son redonditas como dos manzanas y deliciosos como una buena tableta de chocolate. Y no veas lo que sabe hacer con la lengua...
—No quiero enterarme. Demasiada información.
—Uh, eres un aburrido. Además, siempre te escucho cuando me dices a qué tío o tía te has tirado. Te aguantas.
—Pero no doy tantos detalles.
—¡Los detalles son lo mejor! Es que no sabes lo bien que me quedé... las dos veces.
Axel se atragantó con su tostada.
—¿Lo hicisteis dos veces? Míralas, qué traviesas.
Puse los ojos en blanco.
—Primero, ella fue quien me comió entera y, segundo, yo solo la masturbé con los dedos.
—Pero la probaste, ¿cierto?
Formé una sonrisa pícara.
—Obvio. Tenía que saber si me gustaba su sabor.
—Y te encanta.
Le lancé una mirada significativa.
—No sabes cuánto.
Por el rabillo del ojo vi cómo entraba en el comedor. Llevaba la falda justo por encima de la rodilla y los leotardos en color granate. La blusa y la americana le resaltaban el busto que tenía. El que yo había probado. Charlaba muy animadamente con Valentina, Callie y Finn.
Sin pensarlo, sonreí al recordar cómo se había quedado conmigo todo el día anterior. Solo se había separado de mí para darse una ducha e incluso ahí yo estuve tentada de meterme con ella bajo el chorro y comérmela. Pero al final había decidido darle un poquito de espacio y no ser una intensa.
Aunque ello no quitara la forma en la que la había despertado esa mañana, mis labios en la suave curva de su cuello y mis manos aferradas a sus caderas. No la había follado de milagro.
Axel me lanzó un trozo del bollo que tenía en su plato.
—Ay, qué bonito es el amor —canturreó poniendo morritos—. Es llegar Lena y eclipsar todo lo demás.
—Ella es mucho más interesante que tú, a ver cuándo te das cuenta. —Le saqué la lengua.
—Eres cruel conmigo. Voy a cambiar de mejor amiga.
Chasqué la lengua.
—No puedes deshacerte de mí. Soy peor que un chicle derretido en la suela de tu zapato.
Axel me apretó contra sí mismo con una carcajada.
—No tienes remedio. —Aprovechó que me tenía bien amarrada para revolverme los rizos que tenía sujetos en una coleta tirante y que me había llevado media vida hacer—. Cómo me alegro de que Lena y tú por fin hayáis puesto las cartas sobre la mesa. Sois tan monas.
Arrugué el morro.
—Para ya.
Pero no me hizo ni caso.
—Que se venga con nosotros a esquiar. Va a estar muy guay.
—Se lo diré, pero no quiero que seas un capullo con nosotras.
Axel se llevó una mano al pecho.
—¿Yo? Si soy un angelito.
—Un angelito de ultratumba.
Me dio un beso sonoro en la mejilla.
—No te creas que lo hago por ti. Si viene Lena, podría invitar a sus amigos y ya sabes lo guapo que me parece Finn. Todos saldríamos beneficiados.
—Oportunista —siseé.
Me guiñó un ojo.
—Me quieres igual.
—Tendré que hacerlo.
Seguí tomando el desayuno, pero la vista se me iba ella. Tenía la bandeja repleta de comida y caminaba muy por detrás de Valentina, la que charlaba muy animadamente con Callie y con Finn. Lena, en cambio, tenía una máscara distante en el rostro. Noté el momento exacto en el que se tropezó con sus pies; no se cayó al suelo de milagro, aunque el zumo de naranja se le derramó encima.
Sonreí. Tan torpe como siempre.
Me limpié el morro con una servilleta.
—Ahora vuelvo.
No llegué a escuchar la respuesta de mi mejor amigo. Alcancé el lugar en el que Lena estaba en un santiamén. Se había detenido en medio del mar de alumnos somnolientos; un par de ellos la empujaron para llegar a su asiento.
Cuando le tendí una mano, se estaba masajeando el muslo derecho con una mueca de dolor. Tenía un lamparón en la blusa blanca y una expresión cabreada. La escuché murmurar por lo bajo, los hombros tensos y los nudillos tan blancos que podría haber partido la bandeja en dos.
—¿Todo bien, gatita? —le pregunté.
—Sí.
Enarqué una ceja.
—¿Segura?
Parpadeó. Una y otra y otra vez, pero ni con esas consiguió que no se le aguaran los ojos. Agarré la bandeja que tenía entre los dedos y la dejé en la primera mesa que encontré. Arrastré a Lena hacia la terraza, donde, debido ya al frío de finales de septiembre —en aquel rincón escondido del mundo pasábamos del verano caluroso al invierno gélido en un chasquido de dedos—, no había ni un alma. Apreté los dientes cuando un viento helado se me coló bajo la falda. Joder, debería haberme puesto ya los leotardos.
Le borré una lágrima con los dedos. Sorbió por la nariz.
—Odio ser una patosa de mierda, eso pasa —respondió a mi pregunta de antes.
—A mí me parece gracioso que vayas dándote golpes. Es parte de ti.
—Ahora. Antes no era así de gansa.
La obligué a mirarme. Durante todo ese periodo de tiempo había mantenido los ojos fijos en un punto a mi espalda.
—¿Qué pasó? —Le temblaron las manos, pero no dijo ni mu, así que continué—: Sé que en el pasado te ha ocurrido algo que no te ha permitido subirte a un caballo hasta hace dos días. ¿Qué es eso tan malo que te atormenta tanto?
—Yo... —balbució toqueteándose el bajo de la falda—. No quiero que me mires de otra manera. Cuando te enteres de la verdad, ¿querrás ser mi amiga siquiera?
Enrosqué un dedo en su pelo lacio. No sabía qué hacer para que se sintiera mejor. Se me daba fatal consolar a los demás.
—Obvio que sí. No debe de ser tan malo. Eres Lena Morgan, el ser más puro y bueno de todos. No eres capaz ni de matar a una mosca.
La palabra «matar» hizo clic en ella. La observé con cautela. ¿Qué hostias...? Me atraganté con mi propia saliva cuando comenzó a hablar con voz balbuceante:
—Asesiné a Relámpago. Yo debí de haber muerto en ese accidente, no él. No debí haberlo forzado, no cuando no se había recuperado del todo de la lesión. La ambición pudo conmigo y fue el detonante de que mi vida sea una mierda justo ahora.
—No lo mataste, tía. No pudiste saber lo que ocurriría.
Un mar de lágrimas le bañaron las mejillas. Su respiración se convirtió en un amasijo de hipidos y mocos, y sus hombros se sacudían con mucha violencia.
—¡Pero yo lo obligue a hacerlo! —chilló—. ¿No lo entiendes? Por mi culpa él ya no está aquí. Fue tan grave la caída que tuvieron que sacrificarlo porque, de dejar que viviera, sufriría aún más. No puedo perdonármelo. Esto que tengo es lo mínimo que me merezco.
Di un paso al frente.
—¿Qué es lo que tienes exactamente?
Se volvió a toquetear el muslo derecho.
—¿No lo has adivinado? La única razón por la que ayer no te permití ir a más fue porque no quería que la vieras. Es horrible, el recuerdo constante de lo que hice.
»Tengo una cicatriz gigantesca hasta casi la altura de la rodilla. Esa es la razón por la que nunca me pongo faldas cortas sin medias ni vestidos. Odio estos puñeteros leotardos. Son lo más incómodo de la historia y pican que no veas, pero los prefiero mis veces a que todos la vean, a que descubran que soy un puto monstruo.
—No eres un monstruo, Lena. Eres lo más bonito que me ha dado la vida, el regalo que mi madre me ha enviado del cielo. Eres la chica más increíble que he conocido. Estoy segurísima de que Relámpago querría que siguieras adelante, que te comieras el mundo como sé que puedes. No eres un monstruo —repetí para darle más énfasis a mis palabras.
—¿Y por qué me siento así? —preguntó al mismo tiempo que se tapaba la cara con las manos.
—Porque eres humana. Una vez me dijiste que estabas muy unida a tu caballo, que era tu mejor amigo. ¿Él no habría querido que siguieras compitiendo? Porque yo creo que sí, que le encantaría ver cómo machacas a los snobs de Jacob y Jessica.
Me miró a través de los dedos.
—¿Cómo pretendes que lo haga si llevo más de un año sin subirme a un caballo?
—Te he visto montar, cariño, y hacía años que nada me dejaba tan alucinada. Solo hace falta que tengas un caballo propio.
—Como si eso fuera tan fácil —farfulló.
Sonreí.
—Lo es, y yo voy a ayudarte a elegir al mejor. Vamos a hacer todo esto.
—¿Juntas?
Entrelacé nuestros dedos y la pegué un poquito a mí para poder darle un beso suave en la frente.
—Juntas —prometí.
Y yo nunca incumplía mi palabra.
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