Capítulo 2: De abejas reinas y chicas aburridas
Lo primero que pensé de ella fue que era un unicornio en medio de un mar de tiburones asesinos.
Inocente. Insulsa. Aburrida.
Había acompañado a Axel hasta su habitación privada, un espacio el doble de grande que un cuarto compartido al que solo los alumnos más ricos podían aspirar. Así que ahí estaba, esperando a que terminara de ducharse. Observaba muy atentamente la pantalla del teléfono móvil cuando lo escuché salir envuelto en una nube de vaho. Llevaba el torso musculoso desnudo; la toalla cubría únicamente sus partes más nobles.
El tío estaba buenísimo y él lo sabía. Por eso, utilizaba todos sus encantos para conquistar a sus presas. No me extrañaba que las tías suspiraran por él. Con ese pelo rubio ceniza lleno de ricitos cortos, unos ojazos verdes tan expresivos, la mandíbula bien definida, una mirada embaucadora y una sonrisa muy sexy, era el rey del campus, el chico más popular.
Aunque yo no me quedaba muy atrás. Me había ganado a pulso el título de «Reina de Ravenwood». Cuando tu padre es el director del internado, es fácil que los demás te respeten o te teman.
Pero no era la típica niña rica que vestía como unas princesitas. Lo siento, no me iba ese rollo. Me gustaban los deportes de riesgo, las películas de miedo y los libros con un buen misterio.
Por eso me llevaba tan bien con Axel. A él le encantaba cómo era. Habíamos sobrevolado juntos aquel valle en el que estaba erigido Ravenwood en parapente el verano pasado y siempre se apuntaba a cada plan que se me ocurría.
Lo observé coger la ropa interior y tirar la toalla al suelo. No aparté la mirada. No era la primera vez que lo veía desnudo... aunque puede que para nuestra pequeña invitada sí lo fuera.
Ahí parada en la puerta parecía un cervatillo asustado a punto de que lo atropellaran. Con la coleta castaña medio deshecha y los ojos avellana abiertos de par en par, se veía tan pura. Le di un rápido vistazo con los labios formando una línea recta: rostro en forma de diamante, mejillas sonrosadas, un cuerpo con curvas, pechos bastante prominentes... No era muy alta; no creo que llegara al metro sesenta y cinco.
Era mona.
Carraspeé.
—¿Se te ha perdido algo, princesita?
Me deleité cuando la vi hacer una mueca con los labios. Apartó esos ojos cálidos de las nalgas de Axel para reparar por primera vez en mí. Me erguí en una pose en la que quería mostrarle lo que podría ocurrir si me molestaba.
—Yo... Lo siento —tartamudeó. Sus mejillas se colorearon aún más cuando el chico se dio la vuelta. Se cubrió los ojos con las manos—. ¿Podrías... humm... taparte?
—¿Qué pasa? ¿Es la primera vez que ves a un tío en bolas?
Solté una carcajada. Me encantaba verla tan fuera de lugar, aunque a Axel no tanto. Con un rápido movimiento se puso los calzoncillos, un vaquero y un camiseta de algodón de manga corta.
—Mierda, perdona —se disculpó. Le tendió una mano mientras exhibía su sonrisa más amistosa—. Soy Axel, bonita.
La chica bajó las manos y relajó un poco el cuerpo. Parecía que tenía un palo metido en el culo. Devolviéndole el gesto, se la estrechó.
—Lena. Soy nueva aquí. Perdona, no sabía que era tu habitación.
—Todo el mundo lo sabe, guapita. A ver si te queda claro —le dije yo con un tono mordaz. Mejor dejarle las cosas claras y que supiera cuál era su lugar. Yo era la abeja reina de aquel panal y ella una simple obrera.
Lena miró las hojas que tenía en las manos. Se le formaron unas arruguitas en la frente y siseó unas palabras ininteligibles.
—Entiendo. —Apretó con más fuerza el asa de una de sus dos maletas—. Será mejor que arregle esté lío. Ya sabía yo que esto de venir aquí no era buena idea...
Ni siquiera se despidió. Se fue como si estar ahí fuera una tortura. Mejor.
Axel se acercó a mí.
—Joder con la nueva. Está bien buena.
Le di una serie de palmaditas en los hombros.
—Tranquilo, vaquero. No es tu tipo. No es una de esas chicas con las que te acuestas. Es una niña buena.
—Ya sabes lo que dicen: a veces las niñas buenas son las peores y a mí va a encantar descubrir la verdadera cara de Lena.
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Llevaba encerrada en esa lujosa prisión desde que tenía uso de razón. Hacía ya muchos años que mi padre trabajaba para Ravenwood: primero como profesor y, después, como director. Desde que mi madre murió nos habíamos quedado los dos solos. Él se había encerrado en su trabajo. Y yo... no sabía quién era.
Con el tiempo, había descubierto pequeños pasadizos, salas secretas, dentro de aquel castillo anticuado; por lo que tras la cena, me despedí de Axel, subí a la planta más alta de la torre en la que estaban las residencias femeninas y, fijándome que no me veía nadie, tiré de un cuadro que tenía un retrato horrible de uno de los monarcas pasados de Suiza. Ya al otro lado, cerré la puerta.
Hacía fresquito dentro del pasadizo, lo que era un alivio ante el calor que aún hacía en el exterior. Con la linterna del móvil en la mano, avancé por el largo corredor de piedra. Mis pasos repiqueteaban en el suelo. Me encantaba el silencio que reinaba, saber que solo yo conocía la existencia de aquel lugar.
Giré a la derecha al llegar a una bifurcación y, después, a la izquierda. Hasta que por fin llegué a una gran puerta de madera desvencijada que había vivido épocas mejores. Giré el pomo y, al atravesarla, se me formó una gran sonrisa. Aquella biblioteca secreta era mi santuario privado. Había baldas y baldas llenas a rebosar de libros viejos y polvorientos. Los había leído casi todos. Había una pequeña zona de lectura junto a una chimenea enorme y, más allá, pegada a la pared, una zona de estudio que me encantaba.
Saqué de la mochila el ejemplar antiguo que había leído esa semana y lo guardé con mimo en su lugar. Me encantaban los libros de misterio, pero también amaba los libros con historia. Como aquellos. Mirara por donde mirara, había tomos de lomos de todas las clases de colores, algunos más viejos que otros.
Con una sonrisa en los labios, me perdí en esa mar de sabiduría. Pasé los dedos por cada estantería hasta que hallé el que sería mi siguiente lectura.
Sonreí, victoriosa.
A mi madre le encantaba leer y supo transmitirme la pasión por los libros. Tras su muerte, encontré mi único consuelo en las miles de páginas llenas de distintos viajes. Mientras mi padre había decidido volcarse en el trabajo, yo había decidido llevar el duelo a mi manera.
Con mi nueva adquisición en las manos, me dejé caer junto al butacón rojo de la época victoriana. Dejé que las páginas me transportaran a otro lugar, lejos de ese psiquiátrico adolescente. Estaba cansada de estar encerrada. Nunca había salido de ahí; lo más lejos que había viajado había sido a la pequeña ciudad que había a tan solo unos cuantos kilómetros de distancia.
Quería recorrer el mundo, conocer otras culturas y, tal vez, descubrirme a mí misma.
🌺 🌺 🌺
Un par de horas después, caminaba por el pasillo, rumbo a mi habitación. Aún nos quedaban un par de días antes de que comenzaran las clases de nuevo y yo estaba dispuesta a aprovechar mi tiempo libre al máximo. Además, era de las pocas alumnas que tenía el lujo de tener una habitación individual.
Así que el que fuera casi medianoche me daba igual. Odiaba las estúpidas normas.
Sin embargo, cuando entré en la estancia que se había convertido en mi territorio más sagrado, estuve a punto de dar un bote en el sitio cuando vi que la cama vacía que había al otro lado tenía una colcha de tonos pasteles. Reparé en el equipaje que había junto a esta: dos maletas grandes con el estampado de la Torre Eiffel y una mochilita de mano.
Pero lo peor de todo fue ver a Lena, la chica insulsa, salir de mi cuarto de baño privado.
Se quedó quieta al verme, con los labios entreabiertos. Parecía que se le iban a salir los ojos de las cuencas.
Arrugué el morro.
—¿Qué haces tú aquí?
Ella me señaló.
—¡No puedo creerlo! ¿Qué haces en mi habitación?
—Es mi habitación —recalqué.
Ambas nos mirábamos, los ojos abiertos de par en par. Se me formó una mueca de disgusto.
Mierda. Aquello no estaba dentro de mis planes.
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