Capítulo 18: Corazón con agujeritos
Me sequé una lágrima.
Leí la inscripción de la lápida por centésima vez, la foto de mi madre cuando no tenía ese bicho asqueroso en el cuerpo que hizo que la luz de su mirada se fuera extinguiendo poco a poco. Llevaba el pelo oscuro suelto. Lo tenía larguísimo, hasta la cintura, los tirabuzones que había heredado rebotando como pequeños muelles. Sus ojos castaños siempre habían sido muy transparentes.
Parecía que había pasado una eternidad desde que ella no estaba. Que no escuchaba sus historias, que no la escuchaba quejarse porque me movía mucho cada vez que me pintaba. Que no me abrazaba. Echaba mucho de menos su perfume, el sonido chirriante de su risa.
El cementerio de Laketown no tardaría mucho en cerrar y yo aún no me veía con fuerzas para abandonar el lugar.
Cerré los ojos e intenté imaginar que estaba delante de mí, con su sonrisa deslumbrante suavizando sus facciones delicadas. Sonreí mientras la veía conocer a Lena, compartir secretos sobre la hípica. A mi madre le habría caído bien, Lena la habría conquistado en cuanto esbozara esa sonrisa tan franca que tenía. Intenté recordar su voz, cada día más borrosa por el paso del tiempo.
Me limpié las lágrimas del rostro. Odiaba este día, odiaba que se hubiera muerto, odiaba el puto cáncer que se la había llevado.
Escuché unos pasos a mi espalda, el crujido de la gravilla bajo los pies. Me volví para encarar a la persona que osara irrumpir el descanso eterno de mi madre.
Estuve a punto de atragantarme.
—¿Qué haces aquí, gatita?
Lena no habló hasta que se situó a tan solo un par de pasos de mí. Ya no llevaba la ropa deportiva de esa misma mañana. Vestía en su lugar unos pantalones ceñidos de montar a caballo de color marrón claro. El polo de manga corta a juego tenía el nombre de la academia de hípica de Ravenwood junto a su escudo.
Volví a pensar en lo contenta que se habría puesto mi madre si la hubiese conocido. Era igualita a ella.
—He venido a buscarte. Yo... no sabía que hoy era tu cumpleaños.
Me metí las manos en los bolsillos de la sudadera que llevaba.
—Ya, bueno, yo nunca lo celebro, así que...
—Sé lo de tu madre —me cortó con voz tajante—. Sé que murió unas horas después de tu cumpleaños. Axel me lo ha contado todo.
—Maldito bocazas —mascullé arrugando el morro.
Lena dio un paso al frente, decidida. Tenía los ojos cubiertos a rebosar de una decepción que me provocó un nudo en la boca del estómago.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Pateé un guijarro con el pie, sin poder mantener la vista clavada en ella más tiempo. Las emociones que había en sus pupilas me abrasaban, peor que una herida abierta. Odiaba sentirme tan vulnerable, mostrar debilidad ante cualquiera. Blair Meyer no era una princesa en apuros.
—¿No vas a decir nada? —lo volvió a intentar al ver que yo permanecía callada.
Encogí un hombro y apreté los labios a modo de respuesta, el nudo más prieto en el estómago.
—Creía que éramos amigas, que podías confiar en mí. —Suspiró y, así, me pareció que se hizo más pequeña de lo que era. Su vestimenta se veía tan ridícula entre las tumbas recargadas del cementerio de Laketown.
Empezó a caminar hacia la salida, pero antes de que ella pudiera dar un paso más, levanté la mirada del suelo.
—Odio este día, ¿vale? —estallé por fin—. ¡Lo odio, lo odio, lo odio! Ella estaba bien, se estaba recuperando. Me dijeron que no había problema en que celebrara mi cumpleaños con mis amigos... pero cuando volví... —sollocé. Me atraganté con mi propia saliva y un mar de lágrimas saladas surcaron mis mejillas sin poder evitarlo—... Ella ya no estaba. ¡Se había ido y yo no pude despedirme de mi madre! ¡No pude decirle que la quería por última vez!
Me doblé sobre mí misma y caí sobre el suelo. Me clavé un par de piedrecitas en la rodilla, pero yo apenas lo noté, no cuando tenía el corazón agujereado. Me tapé el rostro para que Lena no me viera llorar, mi cuerpo se sacudía sin control.
Me rompí en mil pedazos y no me importó que me viera. No pude soportar más la angustia que sentía en mi interior, el sentimiento de culpa por no haberme podido despedir de ella. Deseé poder estar unos segundos más con mi madre y decirle cuánto la admiraba.
Lena se puso a mi altura, de cuclillas. La miré a través del velo de lágrimas, su expresión afligida, el ligero temblor de sus labios. Me pasó los brazos por la espalda para pegarme contra su pecho y yo me aferré con todas mis fuerzas a su cuerpo esbelto, como si fuera mi bote salvavidas. Puede que lo fuera, al fin y al cabo. Lena era un unicornio que mi madre me había llevado desde el arcoíris, un ser tan puro que nada ni nadie podría destruirlo. Por eso era tan fuerte, por eso seguía peleando pese a todo.
Ojalá tuviera su fortaleza.
—¿Por qué tuvo que irse tan pronto? —sollocé.
—La vida es una perra asquerosa que te ataca cuando menos te lo esperas. Tienes que ser tenaz, esquivar cada golpe para devolvérselo con más intensidad. Tenemos que gritarle que por muchos obstáculos que nos ponga nosotras no vamos a dejar de rendirnos.
Sorbí por la nariz.
—¿Cómo hacerlo cuando duele tanto?
Lena me separó lo justo de sí misma. Tenía el pelo algo revuelto por el viento, sus facciones mostraban una expresión llena de determinación.
—Puede que esa perra asquerosa te haya arrebatado a tu madre, pero su recuerdo vive en ti aquí. —Se inclinó hacia delante para tocarme la cabeza con unos golpecitos. Puede que fuera porque me había pillado con las defensas bajas, pero su cercanía repentina hizo que se me subieran los colores. Si ella se dio cuenta de ello, lo debió achacar al ataque de llanto que estaba teniendo, o eso pensé yo, al menos. Después, sus dedos se posaron justo en donde mi corazón bombeaba con fuerza, extasiado por su perfume tan embriagador—. Y aquí. Piensa en todo lo que habéis vivido juntas, lo que te ha enseñado, lo que has aprendido de ella. Eso nadie puede quitártelo.
Sonreí con nostalgia al recordar la vez en la que me subió a Poseidón, un caballo de color negro como la noche, precioso. Apenas tenía dos años, pero jamás podré olvidar cómo a mamá se le iluminó el semblante al verme ahí arriba. No podía sostener las riendas yo sola, pero pataleaba contenta por estar tan alto.
—Si aún estuviera aquí, le habrías caído genial.
—¿Tú crees?
—Ujum. Le habría encantado saber que Cleopatra está en buenas manos. La yegua te mira igualito que miraba a mi madre, ¿lo sabías? Siempre tuvieron un vínculo muy especial.
Lena se quedó casi un minuto callada, perdida en sus propios pensamientos. Pareció que quería decir algo, pero lo descartaba con una sacudida de cabeza. Al final, soltó un pequeño suspiro antes de abrir la boca:
—Cleo me recuerda a Relámpago. Él... fue mi caballo en Philadelphia. Puede parecer una tontería, pero se lo contaba todo, aunque no me entendiera. Era mi mejor amigo. Sabía cuándo tenía un mal día, lograba calmarme cuanto más nerviosa estaba y siempre me sacaba una sonrisa.
—¿Qué le pasó? —le pregunté para acallar los recuerdos abrumadores que me asaltaban.
—Él... murió.
Abrí los ojos de par en par. De todas las posibilidades, esa no me la esperaba.
—¡Joder, qué putada! Lo siento, tía. Por estas cosas no me gusta encariñarme de estos bichos.
—Lo fue. Parece mentira que no esté aquí.
—Ya, bueno, piensa en todo lo que habéis vivido, lo que te ha aportado, lo que habéis aprendidos juntos.
Puso los ojos en blanco.
—No me copies los consejos. Son marca registrada de Lena Morgan.
Solté una pequeña carcajada, a la que se le sumó otra y otra. Lena se me unió tan solo unos segundos después y, así, sentí que toda la congoja que sentía en mi interior se aligeraba un poquito. Nos quedamos un rato sentadas en el suelo, mi cabeza apoyada en la suya, observando cómo lo que nos rodeaba se iba oscureciendo a medida que el sol se ocultaba. Su pelo semi ondulado se enredaba con mis rizos, su respiración pausada calmaba el huracán que se había desatado en mi interior.
Le di un golpecito en el brazo para llamar su atención.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por venir hasta aquí, por preocuparte por mí. Sé que he sido una completa capulla contigo. Lo siento, lo siento de verdad. No debí haberme comportado así contigo. No mereces que te traten mal.
Lena le quitó importancia con un gesto de la mano.
—Un mal día lo tiene cualquiera, tía. No pasa nada.
La miré y bebí todo de ella: su sonrisa luminosa, la vitalidad que se reflejaba en sus ojos castaños, la curva perfecta de sus pestañas. Era la chica más mona de Ravenwood y yo estaba flechada por ella. Qué irónico, ¿verdad? La abeja reina enamorada de una obrera.
Lena me borró una lágrima, la yema de los dedos me puso los pelillos de la nuca de punta.
—Oh, no llores. ¿Qué puedo hacer para que te sientas mejor?
Apreté los labios, pero no respondí. En su lugar, me acurruqué contra mi cuerpo. Chascó los dedos.
—¡Ya sé! —exclamó con una energía repentina, desbordante. La observé por el rabillo del ojo. Se puso en pie y me tendió la mano antes de continuar con su monólogo—: Ven, ya sé qué puedo regalarte por tu cumpleaños.
—No quiero nada, en serio —le dije, porque era verdad. No necesitaba nada.
Pero en vez de amedrentarse se animó aún más. Me dedicó una sonrisa ladeada.
—Créeme, te gustará. ¡Vamos antes de que nos echen de aquí!
—Estás loca. —Me reí entre dientes mientras la seguía.
—Puede.
La seguí entre todas las lápidas y mausoleos del cementerio municipal de Laketown. Papá decidió enterrar a mamá ahí para que pudiéramos tenerla más cerca y, como cada año, había ido a hacerle una visita la víspera de su muerte. No tenía ni idea de cómo Lena había sabido encontrarme entre las cientos de tumbas que había, pero en el fondo me sentí muy aliviada al haberla visto allí.
Agarradas de la mano —algo que a esas alturas del partido me resultaba lo más natural del mundo—, me guió hasta la parada de autobús y, casi veinte minutos después, nos encontrábamos en el campus de Ravenwood.
—¿A dónde me llevas? —intenté sonsacarle por milésima vez.
—Ten paciencia, cariño. Es una sorpresa.
—No me gustan las sorpresas —refunfuñé.
Me dedicó una sonrisita confiada, como si supiera algo que yo no.
—Te va a encantar.
—Eso ya lo veremos.
Diez minutos después estábamos paradas delante de la finca que ocupaba la Academia de Equitación de Ravenwood. Fruncí el ceño.
—¿Qué hacemos aquí? Este era su lugar sagrado. Siento que lo estoy usurpando cada vez que vengo —admití muy bajito, en apenas un susurro.
—Estoy convencida de que a ella le encantaría ver que lo visitas, aunque no sea a diario —pronunció tirando de nuestras manos unidas.
Nunca pensé que volvería a ese lugar cuando no tuviera clase de equitación y mucho menos de la mano de Lena Morgan, aquella chica que desde el segundo uno despertó en mí una curiosidad que ni yo misma supe ver.
Caminé a la par que ella con la cabeza gacha. Allá donde mirara me recordaba a mi madre. Montando en la pista descubierta, en el patio cepillando a un caballo o poni, en la pista más pequeña dando clases a los más novatos... Mirara donde mirara estaba ella, su risa, sus ganas de comerse el mundo.
No fui casi consciente de nada; me sentía una autómata más bien. Sé que la seguí hasta la sala de los arreos, que cogió una brida y que nos dirigimos a una cuadra en concreto. Me temblaron las manos al leer el nombre de la yegua en una placa plateada con bordes dorados que nos observaba curiosa a las dos.
—¿Qué hacemos aquí? ¿Es una broma?
Pero Lena ni me contestó. Simplemente amarró a Cleopatra y la llevó al patio. Contemplaba cada uno de sus movimientos desde un segundo plano, cómo le ponía la brida y, después, la silla de montar.
No entendía nada.
Me sequé los ojos con el brazo.
—No pienso subirme a ella. No puedo, hoy simplemente no puedo —murmuré con un tañido.
Me fijé entonces en el casco aterciopelado negro que llevaba en las manos y en cómo se lo colocaba sobre su cabeza.
—No vas a ser tú quien la monte.
Abrí los ojos de par en par.
—Pero si tú lo dejaste.
Chascó la lengua.
—Ya, en algún momento tendré que volver hacerlo.
Le puse una mano en los hombros para intentar frenarla.
—No tienes por qué. Sé que tú lo dejaste por alguna razón y... no quiero obligarte a hacer nada que tú no quieras.
—¿Es que no lo entiendes? Quiero hacerlo. Esta es mi manera de decirte que me importas de verdad, Blair. Voy a subirme a Cleopatra, cueste lo que cueste, ¿entiendes?
Fue entonces cuando me di cuenta de que no estábamos completamente solas. Había alumnos de los niveles más avanzados pululando por la zona, algunos de los cuales observaban la escena con curiosidad. A Lena con el casco puesto.
Todos ahí sabían que ella había sido una gran amazona en el pasado y que por culpa de un accidente lo había dejado. Me pregunté si dicho accidente estaría relacionado con la muerte de Relámpago, el caballo que tenía en donde vivía, y cómo de fuerte habría sido.
Cuando volví a centrarme en la castaña, me fijé en que le estaba haciendo mimos a Cleo mientras murmuraba con voz aparentemente calmada:
—Venga, bonita, hoy voy a ser yo quien te monte. Ya sé que no soy tan molona ni tan guapa como tu dueña, pero es lo que hay, cariño. ¿A que vas a ser buena, verdad que sí?
Le acaricié el morro al animal y este relinchó.
—De buena nada, eh, Cleo. Hazla sufrir mucho, ¿vale? Que sepa quién manda aquí.
Lena me dio un manotazo.
—Eres una cabrona, Blair. Estoy algo oxidada.
—No seas exagerada. He visto esos ejercicios que haces por la noche y a veces te veo correr por las mañanas. De oxidada nada, monada.
Me miró, perpleja.
—¿Has visto lo que hago?
Asentí.
—Yo también hago deporte, amiga, aunque tú te creas que no. Además, vivimos juntas. ¿Qué esperabas? ¿Que no me diera cuenta de nada? No estoy ciega, gatita.
Suspiró.
—Será mejor que la lleve a la pista pequeña. Espero que estés preparada para verme hacer el ridículo.
—Estás poniéndote dramática. Espero que no seas de esas chicas que lloran cuando hacen un examen porque creen que lo han hecho fatal y luego sacan un sobresaliente, porque no aguanto a las reinas del drama.
—Ni de coña.
—Menos mal.
Lena se llevó a Cleo a la pista. Las seguí muy de cerca, las miraditas de los demás puestas sobre nosotras. Escuché murmullos, susurros y cuchicheos de toda clase como «¿Se va a subir?», «¡No puede ser!» o «No va a hacerlo. No tiene agallas». No sé si los escuchó, pero si lo hizo, fingió no hacerlo.
Nunca antes la había visto tan determinada a hacer algo. Se aferraba a las riendas como si le fuera la vida en ello y sus pasos firmes no mostraron ni un solo titubeo.
Hasta que llegamos la pista. Abrió la puerta de madera y se adentró en ella, pero cuando se detuvo en medio de ella, le empezaron a temblar las manos. Se le perló la frente de sudor.
Me acerqué lo suficiente a ella como para ponerle una mano en los hombros.
—No tienes que hacerlo, Lena. No si aún no estás preparada.
Apretó los labios y formó una línea recta, todo su cuerpo en tensión.
—No lo entiendes. Quiero hacerlo. Tengo que hacerlo.
—Si todavía no puedes, no es necesario.
—Voy a hacerlo, te pongas como te pongas —declaró, aunque no sé si se lo dijo más a sí misma, como una forma de darse ánimo.
Hice que me mirara directamente a los ojos. Cuando ese río color tierra se posó sobre los míos, sentí que algo hacía clic en mi interior. Era como si todo estuviera bien entre nosotras, como si todo a nuestro alrededor se detuviera y nos quedáramos completamente solas.
Le dediqué una sonrisa nerviosa. No es que no me fiera de que no fuera capaz —en aquellas últimas semanas Lena me había demostrado el buen callo que tenía con esos animales, en especial con Cleopatra, como si estuvieran destinadas a estar juntas—, era la tensión que notaba en sus hombros. Tenía cero dudas de que lo lograría.
—Aún estás a tiempo de echarte para atrás. No tienes que enfrentarte a esto, no todavía. —Transformé la mueca temblorosa en una expresión pícara—. Que lo estés intentado para impresionarme me basta.
Arrugó el morro.
—No estoy tratando de impresionarte.
—Ah, ¿no?
—No —habló con voz queda—. Ya es hora de que me suba a un caballo. Es lo que mi Relámpago habría querido.
Le di unas palmaditas en el cuello a la yegua.
—En ese caso, arriba, gatita, ¿o quieres que te aúpe?
No sé si se ruborizó por mis palabras intencionadas o porque estuviera a segundos de empezar a hiperventilar. Lo único de lo que estaba segura era de la vacilación al caminar, lo blanca que se había quedado.
Pero ya no hubo manera de echarse para atrás, no cuando vislumbré una cabellera rubia junto a las vallas de madera. Jessica estaba ahí y observaba la escena con una sonrisa victoriosa. Pegadito a ella estaba Jacob, ¿cómo no?, y también estudiaba a Lena con una mueca divertida. Se susurraron un par de palabras sin dejar de mirar la escena, sin querer perderse ni un solo detalle del espectáculo.
Noté entonces que Jessica sacaba su teléfono móvil, la funda rosa chillón a reventar de brillantitos de Swarovski inconfundible. Noté cómo la bilis luchaba por salir.
Iban a grabar su humillación para después compartírsela a cada estudiante de Ravenwood. Aquello no era justo. Nadie se merecía que lo hundieran de esa manera.
Cada vez había más gente apostada en la puñetera valla, más murmullos y más risitas de burla al verla quieta como una estatua. Porque se había quedado congelada en el sitio, con la respiración entrecortada y los puños apretados con tanta fuerza sobre las riendas que sus nudillos se habían quedado blancos.
Tomé cartas en el asunto y, por ello, señalé al dúo sin cerebro sin apartar los ojos de ella.
—¿Vas a dejar que ellos se rían de ti de esa manera? Se están relamiendo solo con verte ahí parada. No puedes dejar que ellos ganen, porque tú eres muchísimo más fuerte que esos dos gilipollas.
Formó una línea con los labios con la vista clavada en el suelo. Ya no había rastro de esa determinación y valentía con la que me había sorprendido antes. En su lugar, había una Lena empequeñecida. Se secó una lágrima de los ojos antes de volver a encararme.
—Por mucho que lo intente —habló tan bajito que tuve que hacer un esfuerzo gigantesco por escucharla— no puedo dejar de pensar en todo lo que ha pasado, en que todo ha sido culpa mía.
—¿Qué ha sido culpa tuya?
—El accidente. ¡Todo! No quiero que otro animal vuelva a sufrir lo mismo.
Vale, estaba perdidísima porque había una parte de la historia que aún no me había contado, pero eso no me importaba ahora. Lo único que quería era que volviera la chica que había ido hasta el cementerio de Laketown solo porque me encantaba mal, que quiso alegrarme aunque con ello tuviera que enfrentarse a sus propios demonios.
Y yo iba a ayudarla.
Un flash me cegó. Cabrones.
—¿Te vas a subir de una vez o es que te da miedo? —soltó con todo su veneno Jacob.
Se le unieron más voces.
—¡Llorica!
—¡No te va a morder!
—Incluso un bebé se subiría. Eres tan patética —se jactó Jessica.
Suficiente.
Me volví hacia el público para encararlo. Los jinetes y amazonas de los niveles superiores y aquellos que se habían quedado a entrenar hasta esa hora estaban arremolinados a modo de semiluna y el grupito de Jessica estaba trasmitiendo por streaming la mayor humillación de la historia de Ravenwood. Ojalá se comieran una buena mierda de caballo.
Había risas, risas y más risas, y los flashes y la exposición estaban inquietando a Cleo. La muerte de mi madre también la había afectado mucho. Ya no le gustaban tanto las muchedumbres como antes, ser el foco de la atención. Meneaba los cascos contra la arena de la pista mientras relinchaba y resollaba.
Señalé a todos los parea de ojos que observaban la escena con una carcajada, los móviles en alto, expectantes por saber qué pasaría: si Lena sería capaz de subirse o no. Estuve tentada en poner los ojos en blanco.
—¿No tenéis nada mejor que hacer que estar aquí? ¿Se puede saber qué cojones os pasa? No tenéis el derecho de hacer esto. Dejadla en paz. —Los miré uno a uno hasta que mi mirada cayó sobre la de Jessica y Jacob, quienes no apartaron la vista ni un solo segundo de la escena. En sus ojos había una crueldad innata, como si solo se sintiesen satisfechos de hacer el mal. Querían aplastarla y yo no iba a dejar que lo hicieran—. Oh, ya entiendo, os asusta que vuelva a las competiciones, es eso, ¿verdad? Le tenéis tantísimo miedo a Lena que haríais lo que fuera con tal de que no volviera a la hípica.
»Lo que no sabéis es que ya os ha ganado, porque que esté intentándolo pese al accidente que tuvo dice mucho de ella, de lo invencible que es. Así que si lo que queréis es reíros de ella, llegáis tarde, porque hace muchísimo que ella se ha reído de vosotros.
Imprimí en mi sonrisa unas notas de suficiencia bajo toda la dulzura.
—Y, ahora, si no os importa, Lena y yo estábamos haciendo algo. ¿O tengo que hablar de esto con mi padre? Ya sabéis lo que odia el acoso escolar. ¿Queréis que vuestros nombres tengan esa mancha en vuestro expediente?
Mis palabras cayeron como una losa de hormigón sobre ellos. Unas exclamaciones ahogadas precedieron lo que sucedió a continuación: cada uno de los jinetes y amazonas empezaron a largarse de ahí, hasta que solo Jessica y Jacob quedaron... aunque tampoco duraron mucho. Me lanzaron una miradita fulminante antes de pirarse de allí como alma que lleva el diablo, tomaditos de la mano. Sin embargo, antes de que los perdiésemos de vista, Jessica se volvió y yo encantadísima le hice una peineta. Que se jodiera, pero bien.
Un silencio pesado nos envolvió a las dos. Me volví hacia la castaña. Aún se aferraba como si le fuera la vida en ello a las riendas, su semblante pálido como un muerto. Pero, pese a todo, había una pequeña sonrisa que curvaba sus labios, preciosa, llena de vida. Sus ojos tenían una chispa que hacía unos minutos no, algo que en esos momentos no supe entender qué era. Se secó la lágrima que descendía perezosa por su mejilla.
Se aclaró la garganta.
—¿En serio piensas eso de mí o solo lo has dicho para que nos dejaran de molestar? —preguntó con las mejillas encendidas.
Acorté la poca distancia que nos separaba y la miré directamente a los ojos para que viera cómo de francas eran mis palabras. Sin poder evitarlo, extendí una mano hacia el frente y enredé un dedo en un mechón de pelo que le colgaba fuera del casco. Me daba mucha envidia lo bien cuidado que lo tenía, que pareciera hecho de oro al sol. Solo ella podía tener un color de pelo tan especial.
—¿Cuál de todo? —pregunté a sabiendas de qué era lo que me estaba preguntando.
—Lo de... —susurró con la voz temblorosa y juraría que sus mejillas se sonrojaron más—... Ya sabes, eso de que soy... invencible.
Le di un tironcito al mechón mientras pensaba en cómo dejarle claro todo lo que pensaba de ella. Me tomé unos segundos de silencio en los que no dejé que la conexión que había entre nosotras se cortara, ni por asomo. Con la misma mano, empecé a recorrerle de forma inconsciente el brazo.
—Valiente, formada por la V de victoriosa, la A de ambiciosa, la L de libre, la I de indestructible, la E de experimentada, la N de nopodrásconmigo, la T de trabajadora y la E de empecinada. Eres la chica más valiente que conozco, capaz de hacer todo lo que te propones, aunque no esté al alcance de tu mano.
»Eres empalagosa como tú sola cuando te lo propones, pero me gusta eso de ti. No eres la típica princesita de papá que pensaba que eras.
—Ya ves, las apariencias engañan.
—Gracias a Dios.
Pese a las sombras de la noche, pude ver entonces cómo cambió las riendas de mano gracias a la luz artificial de los focos. Me dio la espalda, ambos dedos colocados en posición: los que aferraban las riendas junto a la cruz de la yegua y los de la derecha apoyados en la silla de montar de cuero marrón desgastado, herencia de mi madre, por supuesto. El protector de color magenta tenía las iniciales L. S. en dorado.
—No tienes que hacerlo —repetí cuando vi cuáles eran sus intenciones. A pesar de que ya no le temblaba el cuerpo, aún podía notar la tensión que se había acumulado en sus hombros anchos.
Lena me respondió de espaldas a mí.
—Y yo te he dicho que necesito hacerlo. ¿No querías ver a Jessica y a Jacob temblar? Porque eso es lo que quiero yo. Quiero volver a competir y vengarme de la mejor manera que sé hacerlo: ganándoles.
Nunca antes la había escuchado tan segura de sí misma. Las otras veces rehuía del tema y no quería saber nada de las competiciones en las que podría participar si lo quisiera, o eso era lo que Lia Harmony, la propietaria de la escuela, me dijo una vez.
—Lo harás, estoy segura de que podrás volver a las competiciones, pero no quiero que lo fuerces y que por mi culpa termines peor.
Lena se volteó lo justo para que sus iris marrones se clavaran en los míos, para que aquella miradita que me lanzara se colara muy bien hondo en mi interior.
—¿Es que no lo entiendes? Tú me das fuerzas. Eres tú la que siempre me dice que puedo hacerlo, la que tiene fe en mí. Pues, hale, hoy quiero hacerlo por ti, por mí. Porque, lo quieras o no, te has convertido en una parte muy importante de mi vida y quiero demostrártelo.
No supe cómo tomarme lo que me dijo, aunque mi corazón decidió acelerarse como si hubiera terminado una maratón y mis mejillas, que de por sí eran de un color blanco vampírico, decidieron que era un buen momento para sonrojarse. Yo. Que nunca me sonrojo. Un hormigueo cálido me recorrió todo el cuerpo, dejándome una sensación burbujeante en cada poro de mi ser.
No os fiéis de esa cara inocente que tenía Lena. Sabía qué teclas tocar para lograr una reacción en mí.
Volvió a darme la espalda. Pasaron los minutos y no sucedía nada, solo notaba cómo inhalaba y exhalaba varias veces. Profirió un «Allá vamos» muy bajito, Cleo golpeaba la arena con los cascos. De repente, tomó impulso y se subió. ¡Se subió por fin!
Se me escapó una exclamación involuntaria.
Lena parecía haber nacido para la equitación, lo supe al ver su postura recta, el culo colocado en una perfecta posición sobre la silla, las riendas bien sujetas. Se inclinó unos segundos hacia delante para darle unas palmaditas a Cleo en la grupa mientras le susurraba algo que yo no pude entender porque me encontraba demasiado aturdida.
Metió los botines en los estribos, la punta de los pies mirando al cielo, y le dio un pequeño golpecito con los muslos para indicarle a la yegua que avanza al paso. Unos minutos después ya estaba al trote y, para cuando la puso al galope, Lena profirió una carcajada de liberación.
La observé con una sonrisa en la boca. Sin quererlo, Lena me había dado el mejor regalo de cumpleaños de la historia.
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