Capítulo 15: La ciudad perdida de los Alpes suizos
Observé con el ceño fruncido el panorama: el pasillo estaba a oscuras, goteaba agua del suelo y olía a humedad. Me estremecí al escuchar el chillido de una rata a lo lejos.
—¿Seguro que esto no es ninguna broma? El día ha sido muy largo, Blair. No estoy para ningún juego.
La susodicha encendió la linterna de su móvil.
—Si me cayeras mal, te dejaría aquí tirada y me largaría; pero como no es así, vas a tener el lujo de conocer uno de mis secretos mejor guardados.
Volví a observar lo que nos rodeaba. Hacía frío allí abajo y el suelo de piedra estaba resbaladizo. Hice un mohín. No llevaba el mejor calzado. De haber sabido que acabaría en algún lugar del corazón de Ravenwood, me habría puesto mi sombrero de Dora la exploradora.
Blair tiró de mí. Sus dedos aún seguían enredados en los míos y el hormigueo cálido que me provocó aliviaba un poco la situación.
No me gustaba que estuviéramos completamente solas en un espacio tan apretado.
—Es por aquí. Llegaremos en un tris, ya lo verás.
Y vaya si tenía razón. Tras haber descendido unas escaleras de caracol súper enanas y girado a la izquierda como unas tres veces, llegamos a lo que era el final del túnel tenebroso. Me quedé de piedra al ver que aquel pasadizo desembocaba en una entrada secreta tras un matorral y que este se encontraba a tan solo dos minutos a pie de la parada del autobús.
Me la quedé mirando, embobada.
—¿Cómo?
—¿A que molan mis truquitos?
—Pero... tú... wow...
Estaba sin palabras. Aún no me podía creer que algo tan alucinante existiera en la vida real. A ver, las galerías escondidas eran cosa de los libros y las pelis de misterio.
Aquella pelinegra no volvió a hablar hasta que llegamos a la parada del autobús llena de alumnos de los últimos cursos de Ravenwood. Cada quien estaba en su grupito, luciendo las marcas caras que se habían pagado con el dinero de sus papis. Sentí hasta vergüenza de mi falda de Shein.
La estación del autobús, que estaba entre los inicios de las instalaciones deportistas exteriores y el área de tecnología, la biblioteca y los laboratorios, era una casita de madera muy mona con alrededor de quince o veinte asientos de plástico y calefacción. Estuve a punto de reírme. Incluso una nimiedad como esa olía a lujo.
Blair se sentó en uno de los asientos libres del fondo. A lo lejos se veía el impresionante Charming Lake, cuyas aguas cristalinas relucían como pequeños diamantes bajo la luz del sol de finales de agosto, y, como telón de fondo, los Alpes suizos rodeaban el Valle de las Estrellas Fugaces.
No lo dudé y saqué una fotografía del lugar para mandársela a Tía Adele junto al mensaje «Mira qué vistas tan chulas tengo».
Guardé el móvil en cuanto Blair chocó su rodilla con la mía.
—Descubrí esos escondrijos hace tiempo —habló y al principio me costó hilarlo con la conversación que habíamos dejado a medias.
—Espera, has dicho escondrijos, en plural —recalqué más perdida que Alicia en el primer viaje al País de las Maravillas—. ¿Hay más?
Me dedicó una sonrisita sabionda, y yo solo quise borrársela de un plumazo.
—No tienes ni idea de cuántas habitaciones secretas conozco, amazona sexy.
Abrí la boca, imaginándome lugares ocultos que nadie más había pisado en años.
—Wow, qué pasada, joder. Pero ¿cómo es que solo los conoces tú?
Blair se encogió de hombros.
—¿Qué se yo? Todos los demás están tan enfocados a sacarse selfies y a postear sus redes sociales que no ven lo que tienen delante de sus narices. Y es muy triste, porque tienen una oportunidad de oro al estudiar en el castillo del Conde de Ravenwood, una de las maravillas más infravaloradas de Europa.
—Pensaba que odiabas estar aquí.
—Y no me gusta, pero no porque el lugar sea feo. Es la sensación de sentirme atrapada en él, encerrada como un preso. No he salido nunca de aquí, ni siquiera he podido viajar fuera del país porque mi padre cree que no es nada bueno para mí, como si conocer otras culturas fuera malo.
No supe qué decir, salvo un seco:
—No tenía ni idea.
Ella le restó importancia con un gesto de la mano.
—Hay días que soy una puta borde con todos porque me asfixia estar en este sitio lleno de normas aburridas. A veces me gustaría tener un vida normal, poder salir con mis amigos fuera de los límites del campus entre semana y divertirme un poco. Me das mucha envidia, que lo sepas. Has tenido la oportunidad de vivir la vida de una adolescente normal: ir de compras, salir de fiesta, desmelenarte...
—No te lo creas. Cuando eres una deportista de élite, la prioridad es siempre entrenar. Desde los diez años mi día a día ha sido ir a clase por la mañana y los caballos por la tarde. Susie y Mike eran mis amigos del club de hípica en el que entrenaba. No es que tuviéramos mucho tiempo libre, pero el poco lo exprimíamos al máximo. Solíamos ir al cine juntos y ver uno de esos musicales que emitían una vez al mes en el viejo cine del barrio en el que vivía. No eran la gran cosa, pero a mí me encantaba.
Ella me dio un pellizco en la nariz.
—Los echas de menos, ¿verdad?
La miré, una lágrima descendió mi mejilla muy despacio.
—No sabes cuánto. Eramos los Tres Mosqueteros y, pese a que a veces discutíamos, son lo mejor que hay en el mundo.
—Me alegra que, por lo menos, aquí ya hayas hecho amigos.
No pude evitar esbozar una sonrisa triste.
—He tenido mucha suerte. Se me da fatal hacer amigos, pero Valu, Callie y Finn son un trío muy majo. Me río mucho con ellos.
—¿Sabías que los tres provienen de las familias más ricas de todo el mundo?
La miré de hito en hito.
—No tenía ni idea.
—Lo suponía. No eres de esas personas que se arriman a la gente solo por su posición social y su dinero.
El autobús llegó puntual como un reloj. Estuve a punto de ponerme a brincar de alegría cuando lo vi acercarse en la distancia. Debía admitir que gracias al atajo de Blair habíamos podido cogerlo a tiempo.
Una vez dentro, de pie y agarradas a la barandilla que había en la parte de arriba del vehículo, no me quedó otra que tenerla pegada a tan solo unos centímetros de mí. Íbamos como sardinas enlatadas y el calor era insoportable; y tenerla así de cerca, peor. Me observaba en silencio, sus ojos azules hipnóticos sobre mí. Era la chica más guapa de todo Ravenwood, con las pestañas oscuras curvadas, esa boquita rosada, y la nariz respingona.
Estábamos tan cerca que su aliento me hizo cosquillas en la piel cuando habló.
—¿Has estado ya en Laketown?
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Ayer tuve mi primera sesión de fisioterapia con la doctora Howard.
—Oh, es cierto. Justo antes me dijiste que hacías rehabilitación o algo así.
Reí.
—Sí, una vez a la semana. Todavía no estoy al cien por ciento.
—¿Qué te apuestas a que de aquí a fin de curso ya eres capaz de subirte a un caballo?
—¿Tú crees? —pregunté con un nudo en la garganta—. Siento que aún me queda mucho por recorrer.
—Por suerte para ti, vas a contar con la ayuda de la única e inigualable Blair Meyer. No tendré muchos conocimientos ecuestres, pero a cabezota no me gana nadie. Pienso hacer que te montes en un caballo cueste lo que cueste. Lo juro.
—¿Y si no lo consigues? —la piqué yo con una sonrisa canalla.
—Haré lo que tú quieras.
Arqueé una ceja.
—¿Lo que yo quiera?
—Ujum —asintió, enérgica.
El autobús frenó de golpe y, del impulso, Blair se pegó más a mí. Se me encendieron hasta las orejas por lo cerca que estábamos la una de la otra, cómo su piel cálida rozaba la mía y me erizaba hasta el más pequeño de los pelillos. Me encantaba su olor a flores silvestres, su humor particular y cómo me estaba mirando en esos instantes, como si yo fuera todo su mundo. Era una chorrada, pero por primera vez en mucho tiempo sentía que conectaba con alguien.
Alejé esos pensamientos con una pequeña sacudida. No podía pensar así de ella. Solo de recordar el casi beso, cómo se había apartado de mí y hacía como que no había pasado nada... ¿Era la única que se lamentaba por el no beso? ¿La única que quería acortar la poca distancia que nos separaba y comerle la boca? ¿Conocer cada una de sus imperfecciones y saborear hasta la última curva de sus ser?
—Perdona —se disculpó, aferrándose con más firmeza a la barra metálica para estabilizarse.
—Ni que me hubieras arrollado —le quité importancia. Fingí que su cercanía no me alteraba, que no me sentía mareada.
Me dio un toque en la nariz.
—¿Te he dicho alguna vez que me encantan tus pecas?
—¿Mis pecas?
—Te hacen lucir súper adorable. Como la niña buena que eres.
Fruncí los labios.
—No soy una niña buena.
Me guiñó un ojo.
—Eso es lo que tú piensas, pero, amiga, lo eres. Te gusta hacer todo bien, lucir impecable, sonríes a todo el mundo y, a veces, puedes ser insoportablemente empalagosa.
—Jo, menudo halago —ironicé.
—El punto es —continuó ella haciendo caso omiso de mis palabras— que también eres una tía muy guay, divertida y con su pizquita de carácter.
Chasqueé la lengua.
—Ya, bueno, no soy una niñita tonta después de todo.
—Menos mal. No te había aguantado si no.
Casi diez minutos después, por fin nos detuvimos en la plaza central de Laketown. La ciudad de por sí era como uno de esos pueblos antiguos de montaña que se ven en las películas: casas casi idénticas con tejados oscuros a prueba de nieve, calles empedradas, un pequeño mercado artesanal cada fin de semana en la plaza Wasserfall —según me dijo Blair unos segundos después de que nos bajáramos del autobús cuando me detuve a ver los puestos de madera llenos de familias, parejas y transeúntes solitarios—. Estaba metido en aquel valle precioso y rodeaba Charming Lake en una medialuna casi perfecta. Los Alpes suizos lucían espectaculares a tan solo unos kilómetros y, por unos segundos, me dio la impresión de que me encontraba en el pueblito de Heidi.
Blair me cerró la boca un dedo y su carcajada me hizo darme cuenta de que me había quedado quieta como un pasmarote mientras lo observaba todo.
—Creía que ya habías estado aquí.
—De pasada. Solo tengo permiso para ir a la sesión del fisio y luego volver. Tampoco es que pueda dar paseos como ahora —le expliqué mientras caminábamos por una callejuela preciosa.
—Ya, ¿a qué es una mierda? Me encantaría poder venir aquí más a menudo. La biblioteca municipal está erigida en uno de los edificios más antiguos del casco histórico y, desde la planta más alta, hay unas vistas impresionantes de los Alpes. Lo malo es que cierra el fin de semana, así que si quieres que te la enseñe, solo tenemos veinte minutos, porque a las nueve de la noche cierra.
—¿Está muy lejos de aquí? Me encantaría que me mostrarás tus lugares favoritos de Laketown.
Blair me agarró de una mano y tiró de mí, una sonrisa radiante esculpida en los labio. Me guió a través de las calles antiguas decoradas con tiestos de flores de vivos colores y no se detuvo hasta que encontró lo que buscaba: una fachada sacada de un cuento de hadas, preciosa. Tenía las paredes blancas, un escudo de piedra en una de ellas, y ventanas salpicadas aquí y allá. Cuando entramos, me fijé en que la puerta tenía pequeñas conchas incrustadas en ella.
Una ráfaga de aire fresco me hizo soltar un suspiro. Se agradecía porque, pese a la hora, todavía hacía calor. Por dentro, la biblioteca era impresionante. Unas escaleras de mármol nos llevaron hacia el recibidor, donde una mujer con un moño apretado y unas gafas minúsculas leía un libro. Se me escapó una sonrisita cuando pensé en lo mucho que se parecía a la señorita Rottenmeier.
Blair me señaló el techo. Ahogué una exclamación. Era hermoso. Había un fresco de La última cena, de Da Vinci, decorándolo.
—Es una copia hecha por un artista local. A que mola, ¿eh?
Silbé.
—Es precioso.
A continuación, me enseñó la sala principal, una estancia gigantesca de la segunda planta repleta de libros de todas las clases y colores. Había varias estanterías aquí y allá, mesas en la parte central para leer o estudiar y unos ventanales por los que entraba luz a raudales del exterior. La bibliotecaria nos lanzó una miradita de advertencia al vernos entrar.
Subimos a la última planta y allí, en el aula de estudio, estuve a punto de ponerme a llorar. Blair tenía razón, desde donde estábamos teníamos unas vistas espectaculares del lago cristalino y de los Alpes, cuyas cumbres no tan lejos de nosotras llamaban muchísimo la atención.
—¿Sorprendida? —me preguntó mi acompañante al ver que no había abierto la boca en, por lo menos, un minuto.
Asentí.
—Es... ¡Joder!
Blair echó la cabeza hacia atrás y emitió una estruendosa carcajada que llenó el silencio. Un grupito de chicos nos puso mala cara, pero me dio absolutamente igual.
—No pensé que llegaría el día en que viera a Lena Morgan sin palabras.
—Es todo tan bonito —repuse.
—Uh, ya te has puesto melosa otra vez.
Saqué el móvil del bolso. Ella me observó, divertida.
—¿Podemos sacarnos una selfie? Así ya de paso tía Adele tiene una imagen tuya.
—Sí, porque a tu tía le haría ilusión tenerla, ¿verdad? —repuso con chulería dando varios paso hacia mí.
Gruñí.
—Cuando quieres, eres una intensita, ¿lo sabías?
—Y a ti te encanta que lo sea, princesita.
Balanceé el teléfono en el aire.
—¿Nos sacamos la foto o no? —gruñí.
Una sonrisa llena de burla cinceló su boca.
—Solo porque me lo estás pidiendo con tan buenos modales —ironizó.
Subí la mano para buscar un ángulo que nos cuadrara a la perfección con la cordillera a nuestras espaldas y el lago de aguas brillantes como fondo. Estábamos la una pegada a la otra, sus manos pegadas a mi cintura, su pelo me hacía cosquillas en los hombros y su cercanía nublaba cada uno de mis sentidos. Tomé varias instantáneas con diferentes poses y muecas y, pese que al principio Blair se opuso, conseguí una fotografía de ella poniendo unos morritos seductores.
—¿Te parece bien que le envíe esta? —le pregunté mientras le mostraba la pantalla. En ella se nos veía a las dos sonriendo, los ojos azules de ella destacaban gracias a la luz y su pelo negro espeso contrastaba con el tono pálido de su piel.
—Me gusta. Sales muy guapa. La falda de florecillas te favorece, pero deberías mostrar más pierna. No creas que no me he dado cuenta de que, por alguna razón, llevas medias gordas cuando todavía hace un calorazo... ¿Perteneces a alguna de esas religiones raras que tienen normas absurdas o qué?
Sentí que toda la sangre me abandonaba el cuerpo. Me separé como un resorte, poniendo la máxima distancia posible entre nosotras. No me gustaba lo que estaba insinuando. Hablar se me hizo tan pesado, como tener una tonelada de arena en la garganta, que solo logré contestar con un monosílabo escueto.
—No.
—¿No me digas que te has dejado todos los pantalones cortos, faldas y vestidos en tu casa de Philadelphia?
—No.
Me miró largo y tendido, como si estuviera desmenuzando la poca información que le había dado, como si quisiera entender por qué actuaba así.
—Entonces, ¿qué cojones te pasa con la ropa corta? Con el tipazo que tienes yo no lo desaprovecharía así como así.
Me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo.
—Ya, bueno, tú hoy tampoco la llevas —intenté cambiar el foco.
Blair chasqueó la lengua.
—Pero al menos yo no llevo leotardos en pleno agosto.
—¿Tenía frío? ¿El clima de aquí es mucho más fresco que en casa?
Vale, me había desarmado por completo y ya ni sabía qué decir y todo lo que salía de mi boca eran palabras dudosas. Maldije por lo bajo.
—¿En serio?
Di un pisotón.
—¿Puedes dejar de preguntar ese tipo de cosas? Me vestiré como quiera, te parezca bien o no.
—Uy, la gatita ha vuelto a sacar las garras. ¡Estoy taaaaaaan asustada! —se jactó con una carcajada.
Resoplé.
—Déjalo —le pedí empezando a caminar hacia las escaleras, de vuelta a la ciudad.
La pelinegra caminó pegada a mí.
—¿Qué harás si no paro?
Le lancé una mirada fulminante y ella levantó las manos blandiendo una sonrisita de niña buena a modo de respuesta. Sin embargo, no pude estar callada por mucho tiempo, así que para cuando estábamos saliendo a las calles llenas de vida, articulé con un suspiro con el que saqué toda la tensión que tenía en el cuerpo:
—Es algo muy personal y aún no estoy lista para decírselo a nadie, ¿entiendes? Solo... dame tiempo. En algún momento te lo contaré, prometido, pero hoy no.
—Me sirve.
Nos metimos en una callejuela escondida entre dos casas. En una de ellas había un mural precioso de los Alpes nevados y en la fachada de la otra, una pintura de un esquiador descendiendo, los esquís azules paralelos. Tenía un casco a juego y gafas de sol, un anorak blanco con toques rojos. Era una pasada de lugar.
Blair volvió a tirar de mí.
—Venga, corre, que le he dicho a Axel que nos veríamos en nuestro lugar favorito en menos de cinco minutos y, como sigamos a paso pulga, no llegaremos ni de lejos —expuso.
La seguí, muerta de la curiosidad. Ya no sentía toda esa tensión en el cuerpo y me estaba dejando llevar por todos los estímulos exteriores que estaba recibiendo. Por la hermosura de las casas de montaña, los picos imponentes, las calles sacadas de los cuentos de hadas, los puestitos y ls tiendas de toda la vida... Allí no había grandes marcas ni franquicias. Laketown era más un pueblo grande chapado a la antigua que una gran metrópolis.
Cruzamos un parque infantil a reventar de niños pequeños correteando y comiendo arena del suelo y, tras volver a meternos en una callejuela, se detuvo. No había muchas cosas: un bar cerrado, una tienda de comida española y un restaurante cuyo rótulo "Bendita golosa" brillaba en letras de neón rosas. Tenía pinta de una de esas cafeterías que estaban muy de moda en donde vivía.
Mi acompañante me dio un golpecito en el hombro. Señaló el interior de la cafetería o lo que fuera.
—Mira, Axel ya está está sentado. ¡Vamos! No lo hagamos esperar mucho más. Lo último que quiero escucharle parlotear sobre lo tardonas que somos —repuso poniendo los ojos en blanco.
La puerta tintineó cuando entramos. El momento exacto en el que Axel se dio cuenta de que estábamos ahí y se levantó para recibir a Blair con un fuerte abrazo me sacó una sonrisa. Ella que era la persona menos afectiva de todas. Le revolvió el pelo.
—¡Qué ganas tenía de recuperar nuestras Dulcena! —exclamó al soltarla.
—Pienso comer tanto dulce que me dará un subidón de azúcar.
Puse una mueca.
—No, por favor, que luego la que tiene que aguantarte soy yo —me quejé en broma.
Axel soltó una carcajada masculina y chocó puños conmigo.
—Lena, ¿qué tal te estás adaptando a la vida en Ravenwood?
—Así así. Tiene sus pros como sus contras.
—¡Qué me vas a decir! A veces es un puto muermo.
—Suerte que el año que viene seremos libres —canturreó Blair con un bailecito.
Nos sentamos en la mesa de tres que Axel estaba ocupando, ellos enfrente mío. Tenía a esa chiquita justo delante. Me tendió una carta, sonriente.
—Espero que seas una golosa como nosotros, pequeña, porque la Dulcena consiste en una cena a base de postres y los del "Bendita golosa" son los mejores de la ciudad —me explico el chico—. Nanny es la mejor repostera de todo Laketown.
Miré la hoja y estuve a punto de soltar una exclamación. Toda la carta estaba hecha a base de postres e incluso había menús degustativos, para compartir o con una temática específica. Me relamí del gusto. Hacía mucho que no me empachaba a base de dulces.
—Yo creo que como es la primera vez que viene nuestra nueva amiga —habló Axel lanzándonos una miradita a Blair y a mí— deberíamos pedir algo especial.
—¿Qué sugieres? —inquirió su mejor amiga con la vista clavada en él. Axel le lanzó una miradita cargada de significado y, mientras tanto, yo me sentía más perdida que el barco el arroz—. ¿No me digas que...?
—Sí.
—¡Acepto! Hace mucho que no lo pedimos.
—Es que siendo solo dos no lo vamos a terminar, pero ahora que tenemos a Lena con nosotros... es otra cosa.
Los observaba sin entender nada.
—¿De qué coño estáis hablando?
Dos pares de ojos se clavaron en mí. Ambos sonreían de una forma inquietante. Me revolví en el sitio.
—Hablamos del menú trece.
—En tu culo se me cuece —dije yo sin poder contenerme, seguida de una serie de carcajadas a las que se me unió Axel.
—Muy buena esa, Lena. No me la esperaba. Yo soy más de la clásica "Agárramela que me crece" —sumó Axel.
—¡Qué groseros!
—Oh, no seas una aguafiestas, quemadita.
Enarqué una ceja.
—¿Quemadita?
—¿No le has visto el pelo o qué? Parece una tostada quemada.
Reí tantísmo que me empezó a doler la tripa y eso que aún no había empezado nuestra muerte por azúcar.
—¡No es gracioso! —se quejó Blair.
—¿No te gusta que te llamen quemadita, quemadita? —me burlé.
—No sigas por ahí, princesita, que yo también tengo mi arsenal.
—Me das tanto miedo, amiga.
Axel escuchaba nuestra guerra de pullas en silencio, una mueca masculina embelleció sus facciones marcadas. Se aclaró la garganta.
—A ver, ¿pedimos eso?
—¿Qué menú era?
—El trece. ¿Eres sorda o qué? —articuló Blair medio mosqueada aún por el apodo que Axel le había puesto.
—Mi jugo en tu culo aparece.
—Te odio —gruñó sacándome el dedo medio.
Mientras, Axel y yo llorábamos de la risa.
—Muy buena, Lena, muy buena. Ahora sí que hablo en serio al decir que me estoy replanteando adoptarte como mi mejor amiga.
Blair puso los ojos en blanco.
—Sí, claro, como si pudieras vivir sin mí.
El chico le dio un beso sonoro en la mejilla.
—Era una broma, quemadita. Por favor, no te enfades conmigo.
—Está bien, pero solo si pagas tú.
El rubiales le dio un codazo.
—¡Manipuladora!
Ella le tiró un beso.
—Si ya sabes cómo me pongo, ¿para qué me invitas? —comentó ella con una pequeña carcajada al final. Volvió a coger el menú con las manos—. Entonces, ¿vamos a pillar el núm...? ¡No! ¡No pienso caer de nuevo! No pienso decir la palabra «trece».
—¡Agárramela que me crece! —casi chillamos Axel y yo.
—Os odio, cabrones.
Al final, decidimos pedir ese menú y, cuando nos lo trajeron, creí que iba a darme una sobredosis. De primero nos trajeron una pila altísima tortitas de avena con chocolate blanco y trocitos de plátano por encima para compartir, seguido de un batido gigantesco de galleta Lotus con un dónut de caramelo coronándolo. Después, tocó una degustación de tartas de todas las clases y colores: de chocolate con naranja que estaba riquísima, una carrot cake, una cheescake de Oreo y un bizcocho de limón exquisito. Por último, nos dieron a cada uno un mini tiramisú y una panna cotta de frutos rojos.
Mientras cenábamos semejante bomba de diabetes, fue testigo de lo bien que se llevaban Blair y Axel y de cómo su riñas al final terminaban en carcajadas cómplices y abrazos amistosos.
Para cuando caí rendida en mi cama empachada de tanto dulce, no pude evitar pensar en que me encantaba picar a Blair y en que se veía monísima con las mejillas enrojecidas por las bromas de antes.
Y en que, claro, cada vez me gustaba más.
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