Capítulo 12: Sexy
Cerré la taquilla con un sonoro portazo. Por fin era viernes y yo estaba deseando poder hacer una excursión a Laketown. Me moría de ganas por dar un paseo por sus calles empedradas y cotillear un par de novedades literarias en mi librería habitual.
Pero antes de poder hacerlo me quedaba superar mi tercera lección de hípica y no es que me apeteciera precisamente.
Axel murmuró una maldición en cuanto se le cayeron los libros al suelo. Tenía las manos de un muñeco de Playmovil.
—¿Por qué las vacaciones de verano no pueden durar más tiempo? —se quejó cuando volvió a ponerse en pie—. Me habría gustado quedarme más en casa.
—Ay, no me digas que ahora vas a extrañar a tus papis —me burlé poniendo morritos.
Reí cuando él intentó atraparme. Uno de mis hobbies era martirizarlo.
—Ya sabes a qué me refería, listilla —murmuró cuando por fin me retuvo contra la pared. Me dio un pellizquito en la nariz, tal y como sabía que tanto odiaba. Le lamí la mano—. Qué asquerosa eres. Así nunca voy a conseguirte pareja.
—Mejor. Así podrás tenerme enterita para ti solo.
Hizo una mueca.
—Siento decirlo, Blair, pero no eres mi tipo.
—No hablaba de eso, idiota.
—Seguro que te gustaría que tuviéramos algo más —bromeó.
—Uy, me has pillado. Estoy tan profundamente enamorada que ni siquiera yo me he dado cuenta aún, so zopenco.
—Como sigas insultándome así, voy a creer que te encanto.
—Axel, lo nuestro jamás va a poder ser.
—Obvio, porque te mola la nueva. Os he visto interactuar estos días y se nota hasta en Alaska la química que desprendéis.
Le di un codazo mientras ponía una cara avinagrada.
—No me gusta Lena.
Enarcó una ceja.
—Ah, ¿no? ¿Y por qué no dejas de mirarla cuando aparece en tu ratio de visión? Como ahora. Tía, te estoy hablando y no haces otra cosa que buscarla a mis espaldas.
Pillada. Mentiría si os dijera que había sido inconsciente, que no sabía lo que estaba haciendo. Porque en cuanto esa castaña había llegado al pasillo de las taquillas, Axel había quedado en un segundo plano. Lo siento, mejor amigo, Lena era mil veces más interesante y estaba muchísimo más buena.
Gruñí.
—¡Cállate!
No estaba enfada con él por meterse conmigo; estaba cabreada por que de todas las personas de ese puñetero manicomio juvenil justo me hubiera fijado en la que menos me convenía. Lena era la típica chica que sacaba buenas notas, obedecía las normas y hacía todo bien. Seguro que sus pedos olían a rosas, como los de una princesita.
Y yo aborrecía a ese tipo de féminas.
Solo que ella no era tan princesita como me había figurado al principio. No se callaba ante una injusticia, se defendía cada vez que Jacob, Jessica y su séquito de Barbies de plástico se intentaban burlar de ella. Tenía garras, como a mí me gustaban, y un estilo de vestir muy peculiar. Utilizaba modelos muy parecidos a los de las plásticas, pero ninguno era de una marca cara como Gucci, Channel o Louise Vuitton. Ni siquiera utilizaba ropa de Zara.
Había tantas cosas que me descolocaban y, al mismo tiempo, me atraían que no podía evitar sentir ese enojo que crecía desde lo más profundo de mi ser.
¡No podía gustarme Lena!
Pero los sentimientos no son algo que uno pueda controlar y eso lo estaba comprobando esos días. Pensé en esa semana, en cómo nos habíamos acercado la una a la otra. En el pequeño vínculo de amistad que habíamos forjada —o que yo la había obligado a forjar—. Muy en el fondo debo admitir que Lena no era la chica insulsa que al principio pensaba. Tenía su toque sarcástico, y divertido. Y se ponía muy mona cuando la hacía rabiar.
Me despedí de Axel un rato después. Habíamos almorzado juntos en el patio exterior de la cafetería mientras aprovechábamos el poco buen tiempo que quedaba —en mes y medio empezaría la temporada de las ventiscas y de las fuertes tormentas de nieve—.
Así que me separé de él en la intersección entre la residencia Gold y la Silver. Mientras avanzaba por el largo pasillo que me llevaría a mi habitación, observé la decoración que ya me sabía de memoria. Si cerraba los ojos, podía vislumbrar las pinturas hechas a mano de las paredes de los frescos, los tapices bordados con hilos de oro y plata y los cuadros de artistas que valdrían toda una fortuna.
El último conde de Ravenwood fue un hombre muy interesado en el arte y se encargó de que su casa envidiara a los grandes museos de arte. Tras su muerte hacía más de sesenta años y al no haber ningún heredero con vida, el Estado de Suiza decidió crear una escuela de élite para las altas familias de la nobleza.
Según lo que había leído sobre él, debió de ser un hombre muy solitario. No asistía a muchos eventos sociales y se pasaba horas encerrado en su propia biblioteca privada. No me extrañaba que prefiriera los libros. ¿Habéis visto lo grande que la tenía? La biblioteca digo.
Cuando la descubrí hacía tres años atrás, estuvo a puntito de darme un orgasmo visual. Me estaba escondiendo de mi padre. Habíamos discutido después de que me encontrara en la habitación de Axel —no estábamos haciendo nada malo. Solo estábamos viendo una película de terror— y yo solo quería desaparecer, que no me encontrara en una buena temporada. Así que busqué un rincón secreto al que poder volver siempre que me apeteciera, que solo fuera mío, y lo encontré cuando sin querer me tropecé con una columna y me di de bruces contra la pared. El sonido hueco fue lo que me llevó a investigarlo y, pronto, me di cuenta de que el cuadro era la entrada secreta a un pasadizo.
Y no era el único que conocía...
Una risita al otro lado de la habitación trescientos doce me hizo detenerme. Sin darme cuenta había llegado a mi dormitorio. Tenía la mano en el aire, a medio camino del pomo de la puerta. Otra vez escuché una sarta de carcajadas dulces. ¿Cómo diantres me había adelantado?
Lena se estaba riendo y cada vez que lo hacía era como si un equipo de mariposas danzaran en el aire y lo llenaran todo de alegría y color.
Uh, eso ha sonado muy cursi y Blair Meyer no era una de esas niñitas tontas que sueñan con finales felices.
Apoyé la oreja en la puerta de color blanco, llena de curiosidad por su estridente ataque de risa.
—Yo también os hecho de menos —la escuché decir. Su voz había adquirido unas notas nostálgicas—. Lo sé, yo también odio la diferencia horaria. Espero que el viernes no se te haga cuesta arriba. De lo único que me alegro es que cuando te llamo siempre voy por delante.
No pude escuchar la respuesta de la persona al otro lado porque mi compañera tendría puestos los auriculares. En fin, metí la llave en la ranura y giré la manija... para toparme con una Lena ya preparada para la lección de hoy. Suspiré. Solo de pensar en que tendría que ponerme los pantalones largos y en la sudada que iba a tener...
Sentada a lo indio sobre su cama y con el portátil entre las piernas, aún no se había dado cuenta de que estaba ahí y lo usé a mi favor para molestarla un poco. Agarré uno de los cojines decorativos del sofá y se lo tiré a la cara sin piedad.
Soltó un chillido precedido por una maldición y una mirada fulminante. Me relamí del gusto.
—¿Se puede saber qué coño te pasa? Me has dado un susto de muerte.
—No me digas que se te ha roto una uña de tu manicura inmaculada —me jacté observando cada uno de sus gestos.
Murmuró un «Luego hablamos» antes de colgar la videollamada y cerrar la tapa de su portátil. Aún no me habituaba a que no tuviera un Macbook de última generación ni un iPhone ni AirPods. Estaba tan acostumbrada a los lujos de los demás que el que ella tuviera gustos más sencillos era todo un respiro.
—No tiene gracia, Blair. No me gustan los ataques por sorpresa.
—Uy, es cierto, que odias las pelis de terror. ¿Te asusta sentirte desprotegida? No te preocupes, gatita, que ya te protejo yo.
Torció el morro.
—Como si lo necesitara. Puedo valerme por mí misma. Que no me gusten las películas de miedo es asunto mío. A ti no te molan las ñoñas y yo no te digo nada, cari.
—Ñi-ñi-ñi-ñi-ñi-ñi —me burlé sacándole la lengua.
Nos quedamos en silencio, la una observando a la otra. Con una sonrisa confiada, avancé unos pasos y me incliné hacia delante para que quedáramos cara a cara. Fue ahí, en ese preciso instante, en el que descubrí que tenía un firmamento de pecas salpicándole la nariz y los pómulos. Por puro instinto, le levanté la barbilla con un dedo y solo ese gesto me revolvió el estómago.
¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué no podía controlarme?
Ella olía a flores frescas, a un día en el campo. Una vez que fui consciente de ello, ya no pude sacármelo de la cabeza, porque toda mi habitación olía a ella, estaba invadida por sus cosas y por su presencia femenina. Había zapatos tirados por el suelo, una camiseta encima del escritorio, pósters y fotografía colgadas de las paredes... Ya no solo era mi espacio; Lena se había adueñado de él también.
Y, por raro que parezca, no me desagradaba.
Nunca antes me había parado a pensar en lo sola que estaba. Había descubierto gracias a Lena que la compañía no estaba mal. Puede que hubiera días en los que quisiera encerrarme y no hablar con nadie, pero tenerla allí hacía que mis días fueran más amenos. Incluso divertidos, diría.
Sus palabras me devolvieron al aquí y al ahora:
—¿Quieres algo o vas a quedarte ahí quieta mirándome más rato?
—Ni que fueras un pibón.
—¿Has visto el cuerpazo espectacular que tengo?
Hice una mueca.
—Las he visto mejores.
A Lena se le dibujó una sonrisa socarrona que me habría gustado borrarle de esa boquita preciosa que tenía.
—¿Cuándo admitirás que en el fondo te gusto mucho? A ver, que lo entiendo, soy todo un partido.
Arrugué el morro.
—Tampoco te lo creas tanto.
Soltó una risita.
—No lo has negado.
—¿Que me gustas? Sí, claro —mentí a medias. Intenté que no notara el pequeño tic que tenía cuando mentía: frotarme la nariz con la mano derecha. Claro que Lena me gustaba. Me atraía muchísimo y su mirada avellanada me parecía la más hechizante de todas. Sexy. Pero eso no podía decírselo, no si no quería quedar expuesta. Era Blair Meyer, la abeja reina. No iba a dejar que una obrera se saliese con la suya. Por eso, decidí contraatacar—. A lo mejor eres tú la que gustas de mí. ¿Has visto lo buena que estoy?
—Lo que estás es loca.
—Ah, ¿sí? Seguro que te mueres por que ahora mismo acorte la poca distancia que nos separa —la provoqué sin poder ya frenar las ganas que tenía de ella.
Pensé que se alejaría, que apartaría la mirada de mí o qué simplemente me diría que la dejara en paz, pero en su lugar hizo todo lo contrario: se acercó aún más y yo lo tomé como una clara invitación para que siguiera.
Con los dedos le recorrí las mejillas ruborizadas e inconscientemente me fui acercando a ella, su aliento cálido y sus labios tentadores a tan solo unos centímetros de mí. Iba a besarla. Necesitaba besarla.
Pero justo antes de que llegara a hacerlo unos golpes enérgicos resonaron en la puerta y yo me aparté de manera brusca, como si lo que estuviésemos haciendo estuviera mal. Aún con la mente embotada y los sentidos revolucionados, me acerqué a la puerta con un claro pensamiento en la cabeza: si no nos hubieran interrumpido, habría besado a Lena Morgan.
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