XXXVII
Los ojos verdes de Lawrence Brown resplandecían en la enorme fotografía que ocupaba una de las paredes en su estudio. Vestía pulcramente un traje negro hecho a medida y su corbata hacía juego con sus pupilas; su cabello plateado era la prueba de todos los años que vivió y su rostro expresaba su habitual gesto amable y cariñoso. Intenté comprender sus razones, convencerme de que sus acciones siempre fueron fieles a sus principios y al cariño que sentía por mí. No obstante, había tanto que no lograba explicarme. ¿Por qué me eligió a mí y no a una de todas las otras niñas? Margaret dijo que por mi parecido a su nieta él estaba realmente convencido que yo era Miranda Brown. ¿Fue por eso que se negó a renunciar a mí después de enterarse de la verdad? Tal vez sólo sentía lástima por la joven desdichada que pasaba sus días oculta en un granero. Era posible que yo fuese una más de todas sus obras de caridad, su mayor y más ambicioso proyecto.
—Señorita Charlotte. —Saludó alguien a mi espalda—. ¿Qué hace aquí tan tarde?
Di media vuelta para encontrarme con el rostro amigable del hombre que se encargaba del cuidado de la mansión.
—Hola, Leopold —dije, forzando una sonrisa—. Andaba por el barrio y pensé en pasar a ver cómo va todo por aquí.
—Mi querida señorita, no debe sentir vergüenza. —Levantó la mirada a la fotografía y sonrió con un tono de tristeza—. Es normal que le eche de menos, todos lo hacemos.
Leopold era tan mayor como mi abuelo, solían jugar ajedrez casi todas las noches y ver partidos de golf los fines de semana. Ellos eran bueno amigos y mi abuelo siempre lamentó que él permaneciera solo. Pero a Leopold eso jamás pareció importarle. Siempre aseguró ser feliz con lo poco que la vida le concedió y declaraba, sin temor a ser censurado, que nunca imaginó contar con una familia tan maravillosa como lo fueron los Brown.
—Realmente no sé por qué he venido —respondí, negando con la cabeza—. Creo que tenía la esperanza de encontrar respuestas.
—¿Respuestas a qué preguntas? —Quiso saber Leopold. Sentí su mirada escrutadora en mi espalda, mientras me concentraba en las facciones del señor Brown.
—Me gustaría saber... —Comencé, pero me detuve. No sirvía de nada contárselo a él—. No importa, él ya no podrá responderlas.
—Noto cierto toque de rencor en su voz, señorita. ¿Es que está enfadada con su abuelo?
Volví la mirada hacía él. Me miraba con curiosidad, manteniendo la cabeza ligeramente inclinada. Un gesto que reconocí de otro hombre y que no consiguió más que aumentar mi rabia.
—Sí, Leopold —acepté—. Estoy enfadada con él. ¿Y sabe qué? Tal vez usted también debería estarlo porque Lawrence Brown no era el hombre maravilloso que nos hizo creer.
—Por Dios. ¿Por qué dices tales cosas, Charlotte? Se trata de tu abuelo.
—Él no es mi abuelo —ladré. El hombre no movió ni un músculo, ni denotó sorpresa. Por supuesto, él lo sabía—. Pero no le sorprende, usted ya lo sabía.
—Lo supe desde siempre —asintió—. De la misma manera que sabía la manera en el que él te amaba.
—Me mintió. —Insistí, dejando escapar un par de lágrimas.
—Estaba dispuesto a decirte la verdad, pero no sabía cómo hacerlo. Sería doloroso para ambos aceptar que ningún lazo sanguíneo los unía, sin embargo estaba dispuesto a ser honesto. Por desgracia la muerte lo alcanzó antes, no puedes culparlo por eso.
—No sé si puedo creerle. Siento que jamás conocí al hombre que me enseñó todo cuanto sé.
Leopold se acercó a mí y apretó mi hombro derecho al mismo tiempo que me sonreía.
—¿No cree que sólo el mejor de los hombres podría haber hecho a la mujer que eres ahora?
No respondí, pues sabía que no era necesario. Ambos conocíamos la respuesta y, a pesar de mis sentimientos encontrados respecto a mi abuelo, debía aceptarlo. Leopold tenía razón, sólo el mejor de los seres humanos podía salvar a la Charlotte de hacia doce años y transformarla en lo que era ahora. Su labor fue tan satisfactoria que, podía decir que poseía la capacidad de ser amada.
—Encenderé la calefacción —dijo el hombre, dirigiéndose a la puerta de salida.
Asentí, arrastrando los pies hasta el escritorio, atraída por una fotografía dentro de un marco dorado. Se trataba de la imagen de dos personas abrazándose. Un hombre mayor vestido con un esmoquin negro tomando las manos de una adolescente en un revelador vestido morado. En la muñeca izquierda de la chica, descansaba una preciosa orquídea lila que brillaba con intensidad a causa del flash de la cámara fotográfica. Recordé lo bien que se sentía el saberme protegida y lo eché de menos. Extrañaba su compañía, su trato cariñoso y sus consejos que pocas veces ponía en práctica. Echaba de menos el escucharle cantarme Feliz cumpleaños, oír a Frank Sinatra por toda la casa y verle bailar.
Tal vez debí aprender mejor de él. Ojalá hubiese tenido la capacidad de contagiarme un poco del amor que sentía por la vida, incluso después de que ésta le tratase con la punta del pie. Porque, a pesar de quitarle a toda su familia, jamás dejó de sentir respeto y admiración por ella. Solía decir que sería injusto que después de entregarle todo, permitiese que también lo consumiera a él.
«No quiero menospreciar a mi amada Miranda, pero creo que la vida siempre fue mi verdadero amor —decía—. Cuando te enamores lo entenderás, cariño. Todo te será arrebatado, van a desgarrarte el alma y te prometo que dolerá; pero finalmente esas mismas manos harán de tus cenizas la más preciosa de las esculturas.»
Me gustaría decirle que ahora podía entenderlo.
Abracé la fotografía sobre mi pecho y me hundí en el sillón que él ocupaba. Pasó tanto tiempo, que su aroma había desaparecido, ya casi no recordaba el sonido de su risa, ni cómo se sentían sus abrazos. Y me sentí la peor de las traidoras, porque se supone que jamás olvidas a las personas que amas, ¿no es verdad? Se supone que ellas jamás se van mientras tú las recuerdes. Le pedí perdón por dejarlo marchar tan pronto.
La mañana otoñal que ofrecía la ciudad calmó considerablemente mis nervios, me sentí envuelta por la presencia de cierto hombre y me permití respirar con tranquilidad. Entré a Chicago Loop por la Avenida Michigan y flanqueé el rio a la altura de la Avenida Wacker. Me di cuenta de los manchones de lodo y hierba que cubrían la parte inferior del auto de Aaron, tal vez debí pasar antes al auto lavado. Sin embargo, mi existencia entera se negaba a continuar lejos de él.
El hombre parado en la puerta principal dudó un segundo antes de correr a abrirme la puerta del auto. Nuestro encuentro de la última vez aún le hizo sudar las manos mientras me ayudaba a descender y tartamudeó un saludo que respondí con un inexpresivo «gracias». Hice mi camino hasta el elevador, intentando ocultar el temblor en mis piernas y bajando la mirada para que mis ojos hinchados pasaran desapercibidos. Las oficinas lucían desiertas, era la hora del almuerzo y comencé a temer no encontrar a Aaron. Me dirigí directamente a su oficina, a diferencia de la última vez, la placa sobre la puerta mostraba otra leyenda. Ahora se leía: «Lic. Aaron Been. Presidente»
Sonreí, feliz por la decisión de aceptar mi propuesta y porque, a pesar de los acontecimientos que pudieron poner en peligro la tranquilidad del bufete, los nuevos hombres al mando la mantuvieron a flote.
Pegué mi oído derecho a la puerta, buscando algún ruido que me indicara su presencia dentro de la habitación. Al no escuchar nada giré la perilla y la puerta se abrió sin ruido alguno, dejando salir un torrente de aire helado que llegó desde uno de los ventanales abiertos. Contuve la respiración al encontrarme con los ojos castaños de Aaron. Aún ocultos tras los cristales de sus lentes, vislumbré la oleada de alivio que experimentó al percatarse de que se trataba de mí. No se movió de su lugar tras el escritorio, como si temiese que al mínimo movimiento pudiera desvanecerme.
—Hola —saludé, con un tono de voz apenas audible.
Su cuerpo reaccionó. Se levantó de un salto y rodeó el mueble en menos de lo que dura un parpadeo. En la siguiente ocasión que tuve para inhalar, él me estaba rodeando con sus brazos delgados.
—Gracias a Dios, gracias a Dios —repitió, la manera en la que lo hizo, me destrozó un poco más—. Estaba tan preocupado.
Me apretó a su cuerpo con tal fuerza, que las costuras de su diplomático saco quedaron al descubierto. Su mejilla era un cubo de hielo sobre mi piel, y su aliento una ventisca ahuecándose en mi nuca.
—L-lo siento —tartamudeé, su piel helada puso la mía de gallina.
—Estaba tan preocupado por ti —susurró, deshaciendo el abrazo—. Por favor no vuelvas a desaparecer de esa manera.
Aaron besó mis nudillos. Fui capaz de sentir su intranquilidad, el miedo que le llenaba, pude imaginar lo que pasaba con su interior en ese momento. Yo misma me encontraba aterrada por lo que venía a continuación, por la inminente despedida.
—Aaron, estás temblando —dije. Subí mis manos hasta sus mejillas pálidas.
—Estoy bien. Necesitaba respirar un poco, yo...
—Está bien, estoy aquí.
Aaron asintió. Me separé de él y me apresuré a cerrar el ventanal antes de que alguien terminara por congelarse.
—Déjame prepararte un poco de café —continué, acomodando mis cosas sobre una de las sillas frente a su escritorio.
Alcancé la cafetera al otro extremo de la habitación, en tanto él regresaba a su lugar. Se deshizo de sus lentes y masajeó el puente de su nariz. Su semblante se suavizó un poco, aunque su cuerpo permanecía en alerta, preparado para saltar en cualquier momento; relajó ligeramente los músculos tensos de su rostro y cuello. Me concentré en el olor de la cafeína y la temperatura tibia de la máquina. Después de que la bebida caliente se vaciara dentro de la cafetera, la serví en dos tazas que llevé con manos temblorosas hasta su escritorio.
—Gracias —murmuró.
Me acomodé en una silla frente a él. Ambos bebimos en silencio, sin dejar de observarnos de reojo. Noté como el color volvía a instalarse en sus mejillas y el nudo que apretaba mi estómago se aflojó un poco. Deseé poder preguntarle por qué me miraba tanto.
¿Qué es lo que veías en mí, Aaron?
Vestía la misma ropa del día anterior: un vestido rojo oscuro con cuello negro, mis medias y flats negras, y el abrigo rojo que se ceñía a mis caderas. Además de estar segura de que mi rostro era un completo caos entre el rímel corrido y las profundas bolsas oscuras bajos mis ojos.
¿Qué es lo que me hacía tan especial ante sus ojos, y por qué no podía dejar de verme de esa manera? Tal vez sea que no era capaz de ver el trasfondo doloroso de la mujer que era y quién, por mucho que lo intentase, jamás lograría cambiar. El hecho de que Lawrence me adoptara fue sólo cuestión de suerte para ambos, sin embargo eso no borraba el hecho de haber sido despreciada por mi propia madre en su intento egoísta de alejarme de mi padre.
—Aaron... —Dije, tras varios minutos en silencio—. Yo, quisiera pedirte un favor
—Por supuesto. —Aaron dejó a un lado su taza de café para concentrarse en mí.
—Hace unas semanas me enteré que la propiedad de los Cuevas tiene problemas económicos. —Apreté los labios, sopesando una última vez la decisión que tomé aquella misma mañana—. Quisiera que investigaras que tan graves son e impidas que pierdan la...
—Charlotte —interrumpió. Sus dedos largos y delgados se fundieron alrededor de mis manos, apretándolas con fuerza, reconfortando mi maltrecho corazón—. No tienes que hacerlo, no les debes nada.
—Ella es mi madre —repliqué, negando con la cabeza—. Tengo que hacerlo.
Él rodeó su escritorio y se inclinó frente a mí. Colocó sus manos sobre mis muslos y mi piel ardió.
—Está bien —accedió—. Mañana mismo me pondré en contacto con el juez de Ullin, no te preocupes. Me encargaré personalmente del caso.
—¿Por qué no hacerlo ahora mismo? —murmuré, sintiendo el calor de mis piernas aumentar por todo mi cuerpo hasta estar en llamas.
Aaron sonrió, esa sonrisa que promete ponerle fin a cualquier tipo de problema que atormentara al mundo, la sonrisa que prometía ponerle fin a mi sufrimiento.
—Ahora mismo me temo que no puedo —respondió, trazando círculos sobre mis piernas—. Acabo de recordar que tengo una reunión muy importante a la que no puedo faltar.
—Por supuesto. —Hice ademán de ponerme de pie. Un segundo más de esas tortuosas caricias y podría perder el poco auto control que poseía—. Será mejor que me marche. Tu auto está en el estacionamiento, yo volveré en taxi.
—Te llevaré a casa.
—Creí que no podías faltar a tu reunión.
—No lo haré. Vamos.
Se incorporó, cogió un abrigo de un perchero tras su escritorio y volvió hacía mí para atrapa mi muñeca y arrastrarme sin más hasta el pasillo y por lo largo de éste en dirección del ascensor, Varias personas salieron de él cuando las puertas de hierro se abrieron. Un par de hombres con traje saludaron con cordialidad a Aaron, mientras que a mí me pasaron de largo. Otro grupo de personas compuesta por tres mujeres cuyas faldas de lápiz envolvían sensualmente sus bien torneadas piernas, observaron con curiosidad la unión de mi mano con la de Aaron, después me recorrieron con miradas escrutadoras y sacudieron la cabeza al mismo tiempo que cuchicheaban sin quitarnos la vista de encima. La situación me puso incomoda y no pude evitar concentrar los ojos sobre mis zapatos. Mi mirada se topó entonces con el reflejo de mis propias piernas sobre las puertas doradas, eran gruesas, tal vez el doble del tamaño de las de cualquiera de esas chicas, pero eran las piernas que Aaron acarició y —con un poco de ayuda del universo—, aún deseaba. Levanté la cabeza y enderecé la espalda, Charlotte Brown había puesto fin a sus días de mujer insegura, de ahora en adelante haría frente a todas esas femme fatale con el orgullo de amarse sin importar nada más. Incluso si todo a su alrededor se derrumbaba, merecía la pena luchar si al final mi recompensa sería yo misma.
Salimos juntos del edificio, más miradas curiosas nos acecharon. Todas las posibles ideas que cruzaron por la mente de todos aquellos curiosos se acumularon en mi subconsciente.
«La dueña del bufete de la mano del nuevo presidente.»
«¿Es que el implacable Aaron Been consiguió el puesto haciéndole favores personales a la jefa?»
«¿No es verdad que Charlotte Brown es novia de Oleg Ivanóv?»
«Charlotte Brown: una despiadada mujer que se aprovecha del apellido de su abuelo para conseguir hombres.»
Vaya mierda. Casi me solté del agarre de mi vecino, si bien era cierto que lo que se dijera de mi persona en ese lugar me tenía sin cuidado, el que Oleg se viese involucrado y censurado por una situación que se salió de las manos de todos era por completo injusto.
Esperé junto a Aaron por su auto en la acera frente al bufete, The Loop se mantenía atestado de gente a pesar del endemoniado clima que nos azotaba. La gente caminaba con calma, disfrutando del viento pinchando en sus rostros, después de todo, se trataba del hermoso otoño y nadie podía pasarlo por alto. Chicago, la ciudad del viento, brillaba con todo su esplendor puesto que esa estación le pertenecía.
«No sólo a ti —pensé—. Ya no es sólo para ti.»
El Mazda aparcó frente a nosotros. La parte inferior se encontraba cubierta por una gruesa capa de lodo y pasto, además de las marcas de llovizna sobre los cristales, lucía totalmente horrible. Contuve la respiración en espera de que Aaron estallara al ver lo que hice con su lindo auto. Tras varios segundos de silencio, me atreví a mirarlo de reojo. Su mandíbula se tensó, frunció los labios y resopló en silencio,
Aaron posó una mano sobre mi espalda y de ésta manera me animó a subir al auto. Le dio una palmadita al rubio joven que llevó el auto y subió en el lugar del conductor. Guardó silencio durante los primeros minutos del trayecto, se limitó a concentrarse en las calles frente a él. Los nervios se diluyeron en mi cuerpo por mis vías intravenosas, me impidieron notar que lo que nos rodeaba eran los edificios que se extendían a lo largo de avenida que bordeaba el Lago Michigan.
—¿A dónde vamos? —averigüé, cuando el auto se enfiló a en la Interestatal 41.
No respondió. Continuó concentrado en la carretera frente a sus ojos, cruzamos el rio Chicago que permanecía en calma, una calma que anticipaba la tormenta que estaba punto de azotar sobre la ciudad.
—Ya verás —dijo, sin más explicaciones.
Aaron permaneció impasible, mientras dobló a la izquierda. Pronto la enorme rueda de Navy Pier comenzó a hacerse visible y todos mis nervios se acumularon en mi estómago formando un nudo que me causó nauseas. Aparcó el Mazda en un cubo cerca de la entrada. Bajé del auto con la ayuda de mi vecino, las primeras gotas de lluvia cayeron sobre mi cabello. Él me condujo a la entrada, el letrero rojo resplandecía y sus luces hacían brillar las gotas de la tormenta, formando un espectáculo maravilloso.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunté, mirando al emocionado Aaron sin poder ocultar todos los sentimientos que se arremolinaron en mi interior.
—Ya verás —declaró, con una sonrisa de la que nunca había sido testigo. Una sonrisa brillante que le llegó a los ojos.
Sin perder más tiempo, fui arrastrada hasta la enorme rueda de Navy Pier. Esperamos a que ésta se detuviera y nos acercamos hasta una cabina que acababa de vaciarse. La pequeña canastilla roja no ofrecía demasiada seguridad y, sin importar que no había comenzado a moverse, sentí el vértigo acumulándose en mi garganta por lo que me aferré a una de las estructuras. Aaron parecía estar pasando por la misma tortura, su rostro ceniciento y su cuerpo rígido lo delataron, se acomodó con cuidado junto a mí y forzó una sonrisa despreocupada. El encargado cerró la rejilla y dio un par de pasos atrás, entonces la máquina ascendió un par de metros y volvió a detenerse con una sacudida.
—¿Recuerdas la última vez que estuvimos en éste lugar? —preguntó, con una tranquilidad fingida.
¿Qué si lo recordaba? Tenía grabadas cada una de sus palabras en mi cabeza. Las había rebobinado por lo menos un millar de veces desde que lo escuché pronunciarlas.
«Tu problema Charlotte, es que no entiendes que puedes hacer tanto daño como el que te han hecho.»
Abrí la boca para responder, sin embargo otro movimiento me interrumpió y me limité a asentir.
—No pienso disculparme por expresarte mis sentimientos. —Ascenso, sacudida. Aaron apretó los labios con fuerza—. Pero sí que debo disculparme por la manera en la que me comporté, fui un tremendo cabrón y nada excusa mi conducta. Lo menos que deseo es que pienses que los sentimientos de Oleg no me importan, pero, ahora mismo, no puedo pensar en nada más que intentar convencerte de que te quiero, Charlotte. Nunca antes conocí a una mujer con la que estuviera dispuesto a enfrentar mis temores hasta que te conocí.
—Aaron, yo...
—No tienes que decir nada, no ahora. Sé que vas a marcharte pronto y no pienso impedirlo, lo acepto. Sin embargo no puedo dejar que te vayas sin asegurarte que cuando vuelvas seguiré aquí... Esperando.
—No, Aaron. —Solté mi agarre sobre la banca de metal para acariciar una de sus mejillas. Me sorprendí tocando su piel como si tuviera derecho, como si no fuera a marcharme pronto, como una promesa de algo que no sería capaz de cumplir—. Hacer promesas en éstas circunstancias es irresponsable. Yo... Lo que siento por ti es más fuerte de lo que quisiera aceptar, pero en éste momento no es suficiente.
—Lo es, Charlotte. Tú eres suficiente, no puedes prohibirme que espere por ti.
Sonreí con tristeza. Ojalá fuera así de sencillo. Ojalá nadie corriera peligro. Por desgracia no era así, Oleg sufriría los daños de mi estúpida indecisión y no podría perdonarme nunca. Probablemente Aaron tampoco lo haría.
—Voy a marcharme después de hablar con Oleg —continué, jugando con un mechón de cabello que cayó a la altura de su patilla izquierda.
—Yo podría hacerlo —propuso—. Preferiría tomar toda la culpa, puedo imaginar lo difícil que te resultará contarle la verdad.
Sacudí la cabeza. Por supuesto que no pensaba huir, me quedaría y afrontaría a Oleg pues era lo menos que se merecía. No es como que fuese a confesarle mis sentimientos por quien se suponía era amigo suyo. ¡Oh Santo Dios! ¿Qué se supone que haría? ¿Cómo podía hacer eso menos doloroso?
—Tengo que hacerlo yo —aseguré, exponiendo todo el miedo que me causaba pensar en el corazón roto de Oleg—. Es lo menos que se merece.
No. Por supuesto que Oleg no merecía lo que estaba a punto de hacerle. Entonces, porque la culpa que ya padecía no era suficiente tortura, la imagen de una niña con enormes ojos azules ocupó toda mi mente. Entré en pánico, dejé caer la mano que sostenía el rostro de Aaron y apreté mi barriga en un intento absurdo por detener el dolor que pronto se extendió por el resto de mi cuerpo. No podía hacerlo, no a ella. Su pobre corazón se rompería irremediablemente.
—Todo irá bien —susurró Aaron, envolviéndome entre sus brazos.
La rueda continuó andando, pero mi estómago se encontraba tan entumecido que fui incapaz de sentir el mínimo estrago del movimiento.
Aaron tomó mi barbilla con una de sus manos y me obligó a mirarlo a los ojos, Sus preciosos ojos castaños era un par de redondas fosas otoñales brillantes, como si se tratara de una esfera de cristal que encierra un réplica en miniatura de la ciudad y me sonrieron evidenciando todas las esperanzas que guardaba tras sus pupilas.
—Prometo hacer lo que pueda para que sea lo menos difícil posible —dijo.
Dejé que las yemas de sus dedos exploraran la piel de mi barbilla, mientras su otra mano hacia su camino por lo largo de mi cabello.
Aaron me regala una sonrisa conciliadora. Se acercó despacio a mi rostro y rozó mis labios con los suyos, poniendo en alerta hasta la última de mis terminaciones nerviosas. Pronto la caricia inocente se convirtió en un beso urgente, haciéndome olvidar que nos encontrábamos en una canastilla varios metros por encima del suelo, que la lluvia era el principal protagonista de la tarde en Chicago y que posiblemente aquel fuese un beso de despedida.
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