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XXXVI


Charlotte.

Los documentos dentro de la carpeta constaban de varias hojas sueltas de lo que fue una investigación privada financiada por mi abuelo. La primera hoja era la copia de un periódico local cuyo encabezado tenía por título: Fatal accidente cobra la vida de Thomas Brown y su familia. Fechada el 23 de Abril de 1990, en ella se leían los pormenores del percance. El dueño de un Ferrari Testarossa conducía en estado de ebriedad sobre la Interestatal 65 a la altura de Forest City, Indiana. Derrapó al perder el control del vehículo y se estampó en una Toyota Camry, haciéndolo salir de la carretera y volcarse. Más tarde se confirmaría que la Toyota pertenecía al hijo de Lawrence Brown, fundador de la firma de abogados: Brown & Epps. Thomas y su esposa, Melissa Faustine Brown, fallecieron en el lugar del accidente, mientras que se notificó la desaparición de la pequeña Miranda Brown de sólo dos años de edad.

Otra hoja fechada el 29 de Junio de 1991, mostraba una larga lista de pequeños que fueron ingresados al sistema de orfandad en los últimos trece meses. Además de otras cinco páginas más mostrando listas similares de los tres años posteriores al accidente. Posteriormente las listas cambiaron, dejaron de ser niños del sistema de orfandad gubernamental para concentrarse en las casas de acogida pertenecientes a sistemas religiosos y de asistencia social. Ésta vez todos los nombres eran de niñas, además de que la fecha era de Noviembre del 2003. Junto a una decena de nombres, se especificaban edades y situaciones actuales.

Mi corazón se detuvo al leer el registro número ocho:

Nombre: Charlotte (Sin apellido)
Edad: 15 años.
Fecha de Nacimiento: Desconocido.
Casa Hogar: Santa Anne. Aurora, Illinois.
Fecha de registro: 03 de Julio de 1990.
Situación Actual: Adoptada. Diciembre de 1994.
Padres Adoptivos: David Cuevas y Margaret Jans Cuevas.

Contuve la respiración. El nudo en mi garganta era tan sólido, que temí explotar internamente de no poder deshacerla. Había varias páginas con investigaciones por separado de las niñas que tuvimos la suerte de ser adoptadas. Busqué la que pertenecía a la familia Cuevas. Detallaba nombres, nacionalidades, edades, domicilios, antecedentes penales e hijos. El apartado de David Cuevas estaba limpio —sin contar las dos demandas por asalto en 1988—, no tenía hijos y siempre se dedicó a su granja. Sin embargo el de Margaret Jans Cuevas mostraba un matrimonio en Enero de 1987 con un hombre llamado Frederic Anderson. Tuvo una hija con él: Magie Anderson, nacida el 17 de Octubre de 1988 y declarada desaparecida dos años después.

Mi mundo entero se tambaleó, mi estómago se encogió y la bilis en mi boca era lo más amargo que existía. Mi cuerpo entero se puso en alerta, me advirtió que me encontraba a punto de descubrir algo doloroso. Deseé hacerme humo en ese instante, o que mis lágrimas me consumieran, pero no lo hice. Di vuelta a la hoja con dedos temblorosos. Encontré una prueba de ADN, los nombres que salieron a relucir fueron los de Margaret Jans Cuevas y Charlotte (Sin apellido). El resultado en compatibilidad era positivo. La siguiente hoja se trataba de una acta que hacía constar que Charlotte (Sin apellido) y Magie Anderson eran la misma persona.

La temperatura de mi cuerpo bajó hasta que me congelé, entonces estallé. Mi alma se fragmentó en cientos de trozos que terminaron esparcidos tan lejos de mi alcance, que pronto algunas desaparecieron. Después de tantas semanas torturándome con la misma pregunta, finalmente encontré una respuesta redactada a máquina en varios papeles amarillentos y mohosos. Estaba en mi habitación y la luz del mediodía llenaba por completo el interior, pero la sensación física era la de estar atrapada en un cubo pequeño y en la total oscuridad. Charlotte Brown no existía, siempre fue el invento de dos personas que por alguna retorcida razón, decidieron jugar con el destino de una niña que lo único que buscaba era una maldita familia.

Lloré mientras repetía una y otra vez el nombre que me pertenecía: Magie Anderson. Pero parecía tan hueco, sólo un conjunto de letras que formaban dos palabras que eran totalmente ajenas a mí. No encajaban en ninguna parte, no me decían nada. Sin embargo existían y, a pesar de mi negativa, me pertenecían. ¿Pero cómo? Si al pronunciarlas sólo causaban dolor.

Guardé los documentos en mi maletín, cogí un abrigo grueso y un par de guantes y salí del departamento. Caminé sólo un par de pasos antes de escucharlo salir.

—¿Charlotte? —preguntó, en su voz detecté preocupación.

Giré sobre mis talones para enfrentarlo. Era maravilloso verle vestido tan despreocupado, su playera tipo polo negra ajustada a sus delgados brazos y sus vaqueros grises cayendo sobre sus caderas. Lucía tan casual, tan mundano, y resultaba alucinante verlo así. Dejé de percibirlo como el hombre perfecto e inalcanzable, su imagen de dios griego desapareció para darle lugar al maravilloso mortal que era. Sin ojos de un color espectacular, sin músculos de adonis, sólo él, tan imperfecto y común como yo.

—¿Estabas espiándome? —inquirí.

—¿Qué? No, no —respondió, sacudiendo la cabeza—. Yo... Tengo que ir al bufete.

—¿De verdad? —Lo inspeccioné con la mirada, mientras él asentía—. ¿Sin zapatos?

Bajó la mirada a sus pies descalzos, cubiertos con unos calcetines negros a rayas.

—Está bien. Supongo que me atrapaste. —Avanzó en mi dirección y tomó mis manos—. Estoy preocupado por ti, Charlotte.

—Sabes que ese no es mi nombre.

—¿Entonces por qué amo pronunciarlo? ¿Por qué mi corazón se sacude sólo con escucharlo?

—¡Basta! —Supliqué—. Detente.

—Lo siento. —Pasó sus brazos a mí alrededor y rogué envolverme en su calor—. Dime a dónde vas, yo te llevaré.

—Necesito hacerlo sola, Aaron.

—De acuerdo, entonces lleva mi auto.

—¿Estás seguro? Mi licencia de conducir venció hace mucho.

—Tranquila, si te meten presa yo seré tu abogado.

Intenté sonreír, pero mis labios no formaron más que una mueca. Aaron besó el dorso de mis manos y después sobre mi frente, sin embargo no lo sentí. Su calidez no logró derretir la capa de hielo que cubría todo en mi interior.

—Ve con cuidado, ¿está bien? —dijo, mientras sacaba las llaves de su auto de un bolsillo trasero.

—Gracias. Volveré pronto.

—Estaré esperando.

Quise lanzarme sobre él en aquel instante, rogarle porque me acompañara, que no me dejara sola porque me encontraba aterrada. Quise decirle que no dejara de repetir mi nombre porque en ese momento, sólo su voz me mantenía anclada a quién se supone que era. Guardé silencio, recorriendo la poca distancia que me separaba del elevador con los puños apretados a mis costados. Lo último que logré vislumbrar antes de que las puertas de hierro se cerraran, fue el rostro decaído de Aaron. Apreté los ojos y obligué a mi memoria cambiar el aspecto derrotado, por el que tenía su rostro la noche anterior mientras me sostenía y besaba mis mejillas.

Encontré el Mazda en su lugar habitual en el estacionamiento, presioné el seguro que llevaba en las manos y el auto dio dos pitidos. Abrí la puerta del conductor sin estar plenamente segura de hacer el viaje. ¿Y si lo que encontraba me destrozaba aún más? Probablemente jamás lo superaría. Sacudí la cabeza. Debía ser valiente, tenía que saber el resto de la historia. Subí al auto y el agradable perfume de Aaron me recibió, inhalé hasta que los huecos se llenaron de su perfume y me convencí que sería suficiente. Giré la llave dentro del contacto y el Mazda cobró vida.

Dejé Chicago en dirección sureste de Illinois. Los terrenos libres que se extendían a lo largo de la interestatal 57, no hicieron más que aumentar mi depresión. En ellos no se encontraban lo colores espectaculares del Otoño, todo era de un marrón seco que transmitía una terrible sensación de vacío. El cielo estaba encapotado y le rogué a Dios que, por una maldita vez se pusiera de mi lado y contuviera la lluvia hasta que llegara a Ullin. A medida que pasaba los señalamientos que indicaban los kilómetros recorridos, el temblor en mis manos incrementó. Me detuve en varios momentos sobre la gravilla de seguridad al costado de la carretera para tomarme un respiro, sin embargo no parecía ser suficiente para deshacer el bloque que oprimía mi pecho.

Era media tarde cuando alcancé la desviación que conducía a la propiedad de los Cuevas. A medio kilómetro más de distancia, las aspas de un viejo molino de viento me dieron la bienvenida con los rechinidos provocados por su movimiento, dejando claro que sin importar el tiempo que tardara en volver, jamás sería bien recibida. La parte inferior del coche se arrastró en el terreno irregular y tuve que cerrar los ojos cada vez que el suelo del auto vibraba bajo mis pies. Aparqué frente al descuidado buzón que conservaba el apellido de los primeros dueños de la granja. La camioneta de David Cuevas no estaba por ninguna parte, pero un humo blanquecino procedente de la chimenea cubría el techo de la casa y tuve la sensación de estar siendo observada del otro lado del mosquitero que protegía la entrada. Permanecí dentro del auto durante unos minutos más. Encendí el motor un par de veces dispuesta a renunciar y seguir adelante. Volvería a Chicago y continuaría con mi papel de Charlotte Brown. Me pregunté si podría hacerlo, si sería capaz de fingir que aquella bomba no cayó directamente sobre mí. ¿Tendría el valor de continuar existiendo con tan pocos trozos? No, por supuesto que no.

Abrí la puerta del conductor y descendí del auto con los dientes tiritando a causa de mis nervios y el frío que azotaba Ullin. No pude evitar detenerme un momento para contemplar el lugar. Los sembradíos verdes que recordaba no eran más que fantasmas en un terreno abandonado que se convertió en una trampa lodosa. Los árboles lucían avergonzados sus ramas desnudas y el antiguo granero mantenía sus puertas cerradas. Caminé con cuidado sobre la tierra húmeda hasta quedar frente a los tres escalones del porche, el segundo peldaño seguía roto en una esquina; tal como la última vez que pisé sobre él. En la parte izquierda del porche, descansaban dos mecedoras de madera a los costados de una sencilla mesa redonda. Mi imaginación me jugó una broma cruel y recreó la imagen de Margaret sentada en una de las mecedoras, bebiendo de su taza de café mientras escuchaba con atención la historia de su joven hija. Ésta parecía disfrutar de la compañía de su madre, sonreía, despreocupada por mostrar sus dientes frontales sobresaliendo del resto; como si entre ellas existiera una verdadera conexión, como si Margaret jamás la hubiera abandonado.

Apreté los puños, sintiéndome furiosa conmigo misma. La madera crujió bajo mi peso y en menos de cinco segundos, me encontraba llamando a la puerta.

—Pasa —gritó una voz familiar desde el interior—. Está abierto.

Mi corazón se paralizó por un segundo, pero me impedí titubear. Abrí el mosquitero y pasé bajo el umbral. Dentro olía a pastel de calabaza y té de jengibre, las paredes continuaban revestidas del mismo tapiz floreado que ahora lucía mucho más amarillento. A mi izquierda se encontraba la cocina y casi pude jurar haber escuchado el ruido proveniente de la odiosa tostadora o el rechinido de la puerta trasera al cerrarse. Del lado derecho se alzaban las escaleras de madera con las mismas fotografías colgadas en las paredes y que se extendían hasta la parte superior. Pareciera que los años no pasaron por aquella casa. Persistían los mismos muebles, los mismos olores, e incluso fui capaz de asegurar que el rechazo y las palabras hirientes perduraban ocultas en las esquinas y tras los desvencijados sillones; como si estuvieran conscientes de que tarde o temprano regresaría.

—Sabía que volverías, Magie.

La voz de Margaret Cuevas sonó igual que doce años atrás: insensible, hueca y demasiado ruda. Me di cuenta de que era la misma voz con la que la soledad me susurraba por las noches.

—No me llames así —espeté, con los dientes apretados.

No se inmutó, continuó sentada en el sofá rojo junto al fuego que ofrecía la chimenea, con sus piernas cubiertas por una manta gruesa y una sonrisa extraña en el rostro.

—Sin embargo ese es tu nombre —dijo, sin perder la calma—. ¿Prefieres que te llame Charlotte Brown? Sabes tan bien como yo que ese tampoco es tu nombre. Aunque entiendo que lo prefieras, Brown es un apellido reconocido y con clase, en cambio Anderson... Jamás significó nada.

Me obligué a mirarla a los ojos y al instante mi espina dorsal se convirtió en hielo. Su cabello era del color de la madera fina, demasiado oscuro para ser castaño, pero no lo suficiente para llegar al negro. Sus ojos grises eran adornados por unas espesas pestañas largas y sus labios llenos dibujaban la imagen perfecta de la soledad. A pesar de todo, Margaret era una mujer atractiva cuya juventud debió estar repleta de pretendientes a su acecho. Me asustó pensar que, aunque no quisiera admitirlo, compartíamos algunos rasgos físicos, ambas teníamos el mismo color de piel, orejas estilizadas —dignas de una modelo de joyería— y nuestros ojos grandes y redondos opacaban por completo cualquier otra cosa en nuestro rostro. ¿Cómo pude pasarlo por alto? Por supuesto, les temía a tal punto que ni siquiera era capaz de mirarlos a la cara.

—¿Sabías que te nombraron de esa manera porque te encontraron el día de Santa Charlotte? —Preguntó, después de un momento—. La noche del tres de Julio, mientras caía una tormenta. Demasiado dramático para mí gusto, pero supongo que eso fue lo que le hizo tan especial.

—¿Por qué lo hiciste? —No logré reconocer la voz destrozada que provino de mis labios—. Si no me querías contigo, ¿por qué adoptarme después?

—Creí que podría hacerlo —respondió, con un atisbo de tristeza—. Pasaron algunos años y pensé que podría verte a los ojos sin recordar todo el dolor del pasado. Estaba equivocada.

—No entiendo. ¿Qué cosa pudo ser más fuerte que el tener a tu hija a tu lado?

—Por supuesto que no lo entiendes. Pero está bien, yo te diré la verdad.

El terror finalmente me alcanzó, mi estómago se revolvió y mi interior me suplicó salir de ese lugar. Di un paso atrás y después otro. No estaba lista para escucharla.

—No seas patética —masculló Margaret, sin moverse de su lugar—. Ya estás aquí, no puedes acobardarte.

—No quiero escucharte —murmuré.

Ella se puso de pie, dio un par de zancadas y atrapó uno de mis brazos en un parpadeo.

—Tendrás que oírme —gruñó, demasiado cerca de mi rostro—. No estoy dispuesta a continuar sola con esto.

Apretó mi brazo con la fuerza suficiente para arrastrarme de regreso a mi infancia. Me hice pequeña ante su presencia y dejé que tirara de mí hasta el sofá que ocupaba minutos antes. Bajé la mirada a mis muslos mientras ella caminaba de un lado a otro frente a mí.

—Crecí en un lugar entre los límites de Illinois y Missouri, en un pueblo tan pequeño, que nadie se preocupó por incluirlo en un mapa. —Comenzó a hablar sin dejar de moverse—. Mi familia era grande, tanto que la comida nunca era suficiente. Todas las noches mis padres y hermanos mayores se iban a la cama con el estómago prácticamente vacío porque los pequeños eran prioridad. A penas tuvieron la edad suficiente, todos ellos huyeron y no regresaron nunca; por desgracia yo siempre fui demasiado sentimental y no pude dejar atrás a mis padres.

»Encontré trabajo en la única tienda del pueblo cuando tenía diecisiete años, fue en ese lugar en dónde conocí a Frederick, era el hijo del viejo dueño y desde el primer día decidió que me quería para él. Yo no podía corresponderle, estaba enamorada de un joven que acababa de llegar de Texas, tenía un acento gracioso y me hacía reír todo el tiempo. Después de algunos años de insistir y ser rechazado, Frederick decidió negociar. Su padre había muerto y no le importó perder su tienda a cambio de mi mano —Se detuvo un momento, la escuché sorber su nariz y sentí su mirada sobre mi cabeza—. Supongo que no puedo culpar a mis padres, ellos estaban viejos y no tenían nada más que una hija medianamente atractiva. Me casé con Frederick tras cumplir veinte y tú naciste un año después. Él te amó desde que supo que venías en camino y cuando llegaste, fue el hombre más feliz sobre la tierra. Su felicidad siempre fue a costa de la mía y le odiaba con todas mis fuerzas, así que en la primera oportunidad que tuve huí contigo. Él jamás volvería a verte y su vida sería tan infeliz como la mía.

Sus palabras se colaron por todo mi cuerpo, como veneno viajando por mis venas. El dolor atenazó bajo mi piel y mis ojos dolieron.

—¿Me abandonaste por venganza? —Mascullé, con una voz apenas audible.

Alcé la mirada a su rostro, se encontraba rojo y húmedo por su llanto silencioso.

—No. —Sacudió la cabeza—. David era el joven de quien estaba enamorada y nunca perdí contacto con él. Nos encontrábamos a escondidas de Frederick y huimos juntos a Columbia, pero pasaron solo unas semanas antes de ser encontrados. Era demasiado complicado escondernos estando tú con nosotros, así que durante nuestra estadía en Aurora, decidimos dejarte atrás.

—¿Y luego qué? —Ladré—. ¿Tu esposo estaba a punto de encontrarme y decidiste ganarle la partida una vez más?

—Por Dios, no. —Se derrumbó en una silla del otro extremo de la chimenea de ladrillo, parecía realmente cansada y casi sentí pena por ella—. Una vez solos, todo fue más fácil. Nos establecimos pronto y cuando David pudo comprar la granja, me propuso volver por ti. Dijo que ambas nos merecíamos una verdadera oportunidad, que nada perderíamos con intentarlo. Me convenció y decidimos adoptarte, obviamente las cosas no resultaron para nadie. Habías crecido y llevabas otro nombre, pero seguías siendo Magie Anderson, la hija del hombre que me destruyó.

Bufé mientras ella habla. No importaba cuanto intentara justificarlo, todos sabíamos que me abandonaron porque les estorbaba.

—¿Por eso me entregaste al señor Brown? —pregunté.

Pronto una terrible pesadez se adueñó de mis extremidades. Estaba agotada en todos los aspectos.

—Naciste el mismo día que su nieta desaparecida, tenías la misma edad y eran bastante parecidas físicamente. Él realmente estaba convencido de que tú eras la niña que había desaparecido. Vino aquí y nos pidió someterte a una prueba de ADN, y cuando nos negamos sus abogados amenazaron con meterme a prisión por asesinar a mi hija. Tuvimos que contarles la verdad, pero él no lo creía y nos forzó a realizarnos la prueba hasta que quedó convencido. —Bajó la mirada al suelo y sacudió la cabeza, como intentando alejar algo de sus pensamientos—. Sólo bastó de una muestra de tu cabello para destrozarle el corazón a ese pobre hombre. Sin embargo, la manera en la que observaba tu fotografía era desconcertante. Supe entonces lo que tenía que hacer, estarías mejor con él.

—¿Se supone que debo agradecerte entonces? —Mi llanto se volvió desgarrador, mi alma entera se encontraba de esa manera—. ¿Tengo que agradecerte por entregarme con Lawrence Brown? Yo no te lo pedí, no te pedí nada. No soy culpable de tu maldita vida, no es justo que yo pagara.

—No hay culpables, Magie. Todos, incluyendo a tu abuelo, fuimos arrastrados por la misma corriente. Todos pagamos precios altos, pero al final tú ganaste, fuiste parte de algo, de alguien y no deberías ser tan malagradecida.

—Tú menos que nadie tiene calidad moral para darme sermones.

—¿Qué quieres que te diga entonces? ¿Quieres que te pida perdón? ¿Qué te diga que me arrepiento? No lo hago, no me arrepiento por haberte abandonado y mucho menos por darte una familia.

—Basta, cállate. —Me levanté del sofá y escapé en dirección de la puerta principal—. Escuché suficiente.

Mi rostro fue golpeado por el viento helado en cuanto abandoné la casa. Bajé de un salto los tres peldaños y corrí hasta el auto de Aaron.

—Alto, Magie. —Exclamó Margaret. Por el rabillo del ojo, la vi salir de su casa y correr tras de mí hecha un manojo de nervios—. Magie, por favor no te vayas. Magie, por favor.

Pero no me detuve, subí al auto y encendí el motor al mismo tiempo que la camioneta de David se detenía violentamente a mi izquierda. Observé a David sostener a su esposa mientras ella se derrumbaba a sus pies y pisé el acelerador.

Me vi obligada a detenerme después de una hora de conducir en el peor de los estados emocionales. Aparqué sobre la gravilla de seguridad y tragué fuerte hasta que el nudo en mi garganta se aflojó. Mis ojos se sentían pesados y temí continuar conduciendo. Sin embargo, no deje de hacerlo hasta entrar a la ciudad, hasta llegar a Hyde Park y detenerme frente a la mansión de la familia Brown.

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