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XXXV


Charlotte.

Fue su persistente aroma lo que me obligó a abrir los ojos. A pesar de los pinchazos que torturaron mi cabeza, me forcé a mantenerlos abiertos. Permanecí a oscuras, guardando silencio por un momento hasta asegurarme de que me encontraba a solas, me incliné sobre la mesa de noche y encendí la lámpara a mi izquierda. La habitación se iluminó lo suficiente para permitirme buscar mi estropeado vestido, pero no estaba bajo o sobre la cama. Me incorporé, cubierta únicamente por el conjunto Victoria's Secret. El jodido vestido no estaba, Aaron se lo llevó. Suspiré, dándome por vencida y siendo consciente de la habitación en la que me encontraba en ropa interior. Sin embargo —por desgracia—, también fui consciente de que no había pasado nada entre Aaron y yo. No me sentía diferente de la noche anterior, a excepción de los síntomas mortales de la resaca tanto física como emocional, mi cuerpo no sufrió de ningún otro tipo de magulladura y mis pantimedias continuaban a la misma altura de cuando me las puse esa tarde. Casi me sentí decepcionada.

Me obligué a dar unos pasos más hasta dar con el interruptor entre la puerta y un librero alto. Finalmente el lugar se iluminó, lanzando más pinchazos de dolor por mi cabeza cuando la luz lo llenó todo. Aun así, no pude evitar sentirme emocionada, era la clase de emoción que experimentan los niños al abrir sus regalos de navidad. Las paredes estaban cubiertas totalmente de blanco, decoradas con algunas pinturas al óleo. En el techo colgaba una lámpara con detalles en dorado que parecía demasiado costosa y brillante, el librero era de una madera café tan oscura que podía confundirse con negro. Había un escritorio de cristal sobre el que descansaban una computadora portátil, varios libros abiertos, un recipiente con algunos lápices amarillos y una figura de lo que supuse era una representación de Justicia. A diferencia de mi habitación, allí no había ventanas, sólo las dos puertas —también blancas— que conducían al clóset y el cuarto de baño. Abrí la puerta a mi derecha y su conocido aroma me envolvió antes de que encendiera la luz. En un extremo colgaban pulcramente un número considerable de camisas en ganchos de madera, en el fondo, vi algunos estantes en los que descansaban varios pares de zapatos que iban desde deportivas negras, mocasines y las botas altas que usaba durante la fiesta.

Di media vuelta y busqué la única zapatilla que conservaba de mi atuendo de Charlotte/Charlotte. La encontré bajo la cama, cogí una pluma junto con una hoja en blanco del escritorio y me acomodé sobre la silla. Le escribí una carta.

Aaron...
Gracias por quedarte conmigo la noche anterior, por sacarme de la fiesta antes de que todo empeorara (si es que era posible) y por dejarme ocupar tu cama. Te confieso que por alguna extraña razón, siempre creí que tus sábanas serían grises, un gris oscuro y elegante. Ahora estoy convencida de que ese tono azul le va mejor, es misterioso y masculino.
Espero no parecer demasiado cínica, pero tengo que decirlo ahora. Estoy sola en tu habitación y siento que es tu piel la que me envuelve, como si me colara entre tus huesos. Ojalá pudiera hacerlo, colarme dentro de ti y quedarme ahí hasta el último día de tu vida y hacernos polvo al mismo tiempo.
Quisiera confesarte que me encanta el olor de tu cuello, sospecho que es la envidia de los dioses. No sé si lo has notado, pero tienes un lunar escondido entre el cabello, tiene la forma de la hoja de un roble. Una hoja que desciende después de desprenderse de su rama cuando es golpeada por el otoño. Tú es así: tan otoño, que pareciera que la estación fue hecha a tu medida, o que tú fuiste inventado por la estación. No lo sé, pero me resulta maravilloso. De esa manera, sin importar a donde vaya, siempre podrás alcanzarme.
Lamento ser tan cobarde, lamento no haberte dicho antes las jodidas ganas que tenía de sentir tu cabello entre mis dedos. ¡Dios! Si pudieras entenderlo, si yo pudiera explicarlo. Es como sujetar un deseo y verlo hacerse realidad entre las manos, como un desfile de milagros entre los dedos. Tal vez incluso mejor, pero no soy dada a la poesía.
Ha llegado la hora de decirle que he estado enamorada de ti por tanto tiempo, y que lo estaré por tanto tiempo más, que las eternidades comienzan a sentirse celosas. Sin embargo, me he convencido de que es la clase de sentimiento destinado a no ir más allá de lo platónico y está bien, supongo. Y al mismo tiempo me encantaría partirle la cara a quién inventó tan desgraciada definición y demostrarle lo equivocado que se encuentra. Quizá cuando regrese no estés tan enfadado conmigo, quizá tus sentimientos persistan (aunque sea un poco, que es mejor que nada) y le demostremos que a nosotros no puede etiquetarnos como "platónicos". E inventaremos una nueva definición que llevará por nombre la combinación de los nuestros.
Por ahora debo irme, salir y descubrir lo que sea que espera por ser descubierto. No te pido que esperes por mí, sólo necesito que veas constantemente ésta zapatilla y recuerdes que allá afuera hay una mujer en busca de la otra mitad de su alma, esperando que al volver se ajuste a tu pecho.
Goodbye, my lover.
Con amor, Charlotte/Lottie.
PD: Gracias también por recomendarme a Blunt. Es un maldito genio.


Cuando terminé, la hoja estaba mojada por algunas lágrimas que dejé caer. La doblé un par de veces y la guardé dentro de la zapatilla, regresé al clóset y la dejé detrás de las botas altas de Aaron, con la esperanza de que la encontrase hasta después de mi partida. La habitación continuaba a solas, tomé la bata azul que colgaba de la orilla de la cama y cubrí mi cuerpo con ella antes de entrar al baño. Su cepillo de dientes descansaba sobre el mueble del lavamanos, junto a él también había una crema para afeitar al lado de una loción para el rostro. Tomé un poco de dentífrico y lo pasé por mis dientes con la ayuda de mi dedo índice.

Abandoné el cuarto de baño con la boca y el rostro medianamente frescos. Cubrí bien mi cuerpo con la bata y salí de la habitación, descalza y con un enorme hueco en el pecho. Ojalá pudiera quedarme más tiempo, hojear las páginas de sus gruesos libros, envolverme entre sus sábanas y convertirlos en mi refugio. Por desgracia no podía hacerlo. Recorrí el pasillo con las rodillas temblorosas, sintiendo el suelo frío en dónde las pantimedias se rompieron. Pasé junto a la puerta de la que debía ser la habitación de invitados. Me detuve un segundo preguntándome si Aaron se encontraba dentro, o si debería esconderme allí, en dónde quedaba un rastro de Oleg. Y me sentí culpable, porque sabía que él no se merecía reducirse a eso: un rastro. Algo que pasó por mi vida para hacerla mejor, pero que simplemente no podía aceptar. Pasé de largo.

La estancia se encontraba apenas iluminada por las lámparas junto a los sillones. Avancé de puntitas hasta la puerta, sintiéndome como una callejera abandonando la habitación en un hotel de paso. Deseando con toda su alma, poder quedarse para siempre con el hombre que dejaba atrás, sin tener que volver a huir. Tomé la perilla entre mis manos y la apreté, intentado conseguir valor para cruzar el umbral.

—¿Charlotte? —Su voz sonó adormilada, lejana. Como si proviniera de otro mundo—. ¿Está abandonándome?

«Sí.»

—No —respondí, con un hilo de voz—. Yo... No encontré mi vestido, necesito ropa.

—¿Cómo piensa entrar a su departamento? —preguntó, levantándose del sillón en el que descansaba.

—Pues... Iré con el encargado.

—Sabe que él no le atenderá hasta después de las diez, ¿no es así?

Dejé caer la mano que sujetaba la perilla a mi costado. La luz se encendió para dejar en evidencia el pijama café a cuadros que vestía. Al parecer Aaron y yo teníamos algo en común: el gusto por los pijamas horrendos.

—Quédese un momento más —dijo y sabía que se trataba de una orden—. Le prepararé un café.

Pasó frente a mí sin detenerse hasta desaparecer tras las puertas de la cocina.
Suspiré. Nuevamente él había ganado, seguía atrapada. Aaron se empeñaba en prolongar el inevitable final y no entendía la razón.


Aaron.

Expulsé el aire que contenido en mis pulmones cuando me quedé a solas en la cocina. A pesar de haberlo negado, sabía que Charlotte intentaba huir. ¿De verdad no era lo suficientemente bueno? ¿Qué demonios tenía que hacer para que esa mujer terca entendiera que la quiero? ¡Carajo!

Apreté los puños sobre la isla e inhalé y exhalé hasta que pude controlar el temblor de mis manos. Preparé la cafetera por segunda vez con el propósito de prepararle un poco de café. La escuché llegar, sus pasos silenciosos me recordaron a los de un animal tratando de escapar del lugar en donde lo mantienen preso. Eran pasos inseguros, como si se esforzara por mantener la respiración cada vez que tocaba el suelo.

—Aaron —murmuró, de pie frente a la puerta. Mantenía la mirada sobre sus pies—. Lo siento.

—¿Por qué? —inquirí, sirviendo el café en dos tazas negras.

—Ya sabe. —Se encogió de hombros, tirando del dobladillo de sus mangas—. Lamento haberle llamado maldito petulante y engreído de mierda.

Sonreí, aunque realmente ella no me miraba. Su disculpa sonó sincera, pero sabía que no lo era del todo. Charlotte se disculpaba porque creía que sus ofensas eran lo me hacían retenerla.

—A decir verdad, realmente puedo ser bastante engreído —respondí. Ella no levantó la cabeza. Por favor Charlotte, mírame—. Tome esto, le caerá bien.

Extendí la taza sobre mi pecho. Sus ojos se despegaron del suelo, pero continuaron evitando los míos. Caminó, titubeante hasta mí y se detuvo del otro lado de la isla. Nuestros dedos se rozaron cuando ella tomó la taza y ambos nos pusimos en alerta.

—Gracias —dijo.

Se acomodó en un banquillo y bebió su café sin prisas. Lo tomé como una buena señal, Charlotte bajó un poco las defensas. Bebí de mi taza sin lograr despegar la mirada de mi acompañante. Estaba terriblemente equivocado cuando creí que no podía ser más hermosa que la noche anterior. Aquella mañana su cabello castaño caía sin ninguna atadura sobre sus pechos, su rostro sin maquillaje presumía sus pecas y su labio inferior dejó al descubierto un lunar apenas perceptible.

—¿Por qué lo hace? —inquirió, después de varios minutos.

—Porque el café le ayudará a sentirse mejor.

—No. —Negó con la cabeza—. Quiero decir, ¿por qué me obliga a continuar aquí?

—¿Es así cómo se siente? —Mi autocontrol se esfumó, no pude evitar sonar dolido—. ¿Cómo si la forzara a estar aquí?

—No, yo... Es sólo que ya ha hecho demasiado por mí.

¡Mentirosa!

—No me parece que sea así. Sin embargo, déjeme hacer una última cosa por usted. —Me levanté del banquillo y tomé la cafetera para llenar nuestras tazas. Después rodeé la isla y me senté a su lado, ella no se alejó y se lo agradecí.

—Quiero contarle una historia —dije, obligándome a sonreírle como si de verdad nada perturbara mi interior—. Es sobre los personajes de nuestros disfraces, prometo resumirlo tanto como pueda.

Me observó con los ojos entornados, mientras asintió resignada.

—El joven Werther era un hombre triste, sus circunstancias lo habían llevado a un punto de depresión del que no creyó encontrar salida. Estuvo acorralado en su amargura hasta que decidió marcharse, se fue tan lejos como pudo a una aldea llamada Walheim al pie de una colina. Estando allí, comenzó a mandarle cartas a su amigo Guillermo. En las primeras cartas le contaba detalles del lugar, era maravilloso, le otorgaba la paz que tanto estaba buscando y pronto comenzó a sentirse menos atormentado. Él era amante de la naturaleza y los paisajes del lugar eran tan distintos a cualquier otra cosa que hubiera visto antes, que nunca se saciaba de ellos.

»Todo iba mejorando, las cartas a su amigo eran cada vez más animadas, Werther comenzaba a salir del abismo, de la mano de varias tazas de café y su fiel Homero. Entonces conoció a Charlotte, una joven hermosa y cuya imagen de mujer ideal le atrapó de inmediato. Por desgracia su amor no era correspondido, ella era novia de otro hombre. No obstante, eso no hizo que Werther pudiera olvidarse de sus sentimientos. Al estar el novio de Charlotte en Suiza, no perdió la esperanza de que ella le correspondiera. Sus cartas comenzaron a ser para su amada cuando Albert regresó y su paz se esfumó. Entonces decidió marcharse, tal vez pensara que de esa manera sería más fácil, por supuesto, estaba equivocado. Volvió a Walheim al enterarse del matrimonio de Charlotte, deseando siquiera tenerla cerca. Sus encuentros continuaron, así como su desesperación, el cual aumentó después de besarla. Finalmente su desequilibrio acabó con él. Se suicidó, poniendo antes al tanto a su amada Charlotte, a su querida Lotte.

Sus ojos se cristalizaron desde el inicio de la historia, pero fue hasta que escuchó el sobrenombre con el que Werther llamaba a su Charlotte, que perdió la batalla contra sus lágrimas.

—¿Desde cuándo lo sabe? —preguntó, limpiando su rostro con la bata.

—Hace unas semanas —confesé, tratando de restarle importancia—. Pero creo que una parte de mí lo intuía desde que la conocí. Entenderá porqué me sentí tan identificado con Werther, a pesar de estar molesto y sentirme traicionado y burlado, no podía permitir que mi historia terminara como la suya. Claro que yo no me daría un tiro, pero perderla podría significar mi muerte.

—¿Quiere decir que no le importa que yo sea Lottie?

—Quiero decir que te perdono por todo, Charlotte. Traté de entender las razones que te orillaron a ocultarme la verdad y, aunque no lo conseguí, decido dejarlo atrás. Sé que de alguna manera Lottie siempre será parte de ti, pero la he dejado en Madrid y ahora sólo quiero estar contigo, Charlotte Brown.

—Ojalá fuera tan sencillo —musitó, sorbiendo su nariz.

—Lo es. ¿Por qué no puedes aceptar que te he perdonado? —Tomé sus manos heladas y temblorosas entre las mías. Ella de verdad sabía cómo hacerme sentir estúpido—. ¿Por qué te cuesta tanto perdonarte?

Charlotte retiró sus manos, sentí su ausencia como un balde de agua helada. Después de todo, jamás sería suficiente para ella. Quizá esa fue la verdadera razón por la que no se atrevió a contarme que durante todo ese tiempo Lottie estaba a unos cuantos metros de mi puerta. Bajé la mirada a mis manos vacías, mismas que reprimieron el deseo de sujetarla. Entonces ella me rodeó, sus brazos me envolvieron y su respiración se instaló a la altura de mi oído derecho.

—Lo siento, Aaron —susurró—. Me repetí tantas veces que jamás podrías amar a alguien como yo, que terminé por convencerme. Tenía miedo, sabía que yo no era suficiente para ti y no quise decepcionarte.

Me separé de ella, la sujeté por los hombros y le dediqué mi mejor sonrisa.

—Eres más que suficiente, Charlotte —aseguré—. Eres todo lo que necesitaré.

Ella me sonrió con tristeza y yo no pensé en nada más que besarla. Ojalá eso fuera suficiente, ojalá mis besos fueran sanadores.

Los labios de Charlotte se movieron con firmeza, no titubeó al acariciar mi rostro y tampoco se alejó cuando tiré de su labio inferior. Se convirtió en un ser más firme y valiente. Y estaba jodidamente seguro de que era exactamente eso de lo que se trata el amor. Mis manos disfrutaron de su victoria recorriendo las curvas de su cadera, embelesados en la sensación del encaje bajo la tela de la bata. Descendí despacio sobre el contorno de sus piernas e introduje mis pulgares bajo sus pantimedias al alcanzarlas. Su piel estaba caliente y se derritió bajo mi toque.

—No está bien —jadeó, separándose de mí—. Para, por favor.

—¿Por qué no? —Acaricié el contorno de sus labios—. Eres el consuelo que el cielo me envió, Charlotte. ¿Por qué está mal querer besarte, sentirte?

Charlotte apretó los parpados, un par de lágrimas rodaron por su rostro. Cuando volvió a mirarme, vi un deje de culpa atravesar por sus ojos.

—Tienes razón. —Fue una tortura tener que alejar mis manos de ella—. Lo siento.

—Tengo que irme —susurró.

—Lo sé.

—No sé cuándo volveré.

Apoyé mi frente en la de ella, apenas tocándola.

—Esperaré, Charlotte. Te esperaré y si tardas demasiado iré por ti.

—¿Y si no lo consigo? —El miedo arrastrándose nuevamente en su voz—. ¿Y si no consigo averiguar quién soy?

—Yo sé quién eres —respondí y caí en cuenta de que literalmente, yo sabía quién era. Me separé de ella—. Tengo algo para ti, espera aquí.

Dejé de la cocina y corrí en dirección de mi habitación. Revolví las carpetas dentro de uno de los cajones en mi escritorio hasta dar con el que buscaba. Regresé con la carpeta color vino entre las manos, Charlotte no se movió de su lugar y su expresión de confusión persistía en su rostro.

—¿Recuerdas el álbum de fotos que me diste el día de tu cumpleaños? —Asintió—. Bien, pues ser el nuevo presidente del bufete me ha dado ciertos privilegios y pude averiguar algunas cosas sobre tu adopción. Tu abuelo se encargó de que la mayoría de los documentos desaparecieran, pero pude encontrar algunas copias sueltas.

Le ofrecí la carpeta y su rostro perdido todo color.

—¿Soy su nieta? —Averiguó, notablemente atormentada.

—No me corresponde a mí decírtelo. —Coloqué la carpeta en su mano izquierda—. Eres tú quien debe averiguarlo si realmente lo deseas.

—Gracias, Aaron. 

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