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XXXIV


Aaron.

Charlotte era cálida.

Sus labios sabían a soledad, abandono y tristeza, pero no dejaban de ser maravillosos. Sus mejillas se humedecieron bajo mis manos, su pecho se sacudió. Me costó un infierno el separarme de ella, dejar de saborearla era lo que menos deseaba, sin embargo me obligué a dar un paso atrás. En cuanto mis labios se alejaron de los suyos, ella los cubrió con sus manos sin abrir los ojos.

—No llores, por favor —susurré, enjuagando las lágrimas bajo sus pestañas—. Charlotte, no llores.

Mi voz la hizo reaccionar. Abrió los ojos y, a pesar de estar tan empañados, fui testigo de su transformación. Tras su humedad encontré luz, reconocimiento, todo lo que se negaba aceptar acababa de ser confesado en sus ojos. Me permití una esperanza.

—No está bien —murmuró.

—¿Por qué no? —insistí, a sabiendas de que presionarla demasiado podría asustarla. Di con sus manos y las apreté entre las mías, mi cuerpo ansiaba su contacto—. ¿Qué tiene de malo el mostrar tus sentimientos? ¿Por qué está mal amarnos?

El brillo en sus ojos se expandió.

—No sabe lo que dice.

—Lo sé, Charlotte. Tanto como sé que estás confundida. No te presionare, dejaré que aclares tus sentimientos. Te esperaré.

«Lo prometo», pensé.

Pude verla sacudirse internamente. Estaba asustada, se sentía acorralada y en su rostro no vislumbre más que culpa.

—No hay nada que aclarar. Estoy con Oleg y no lo dejaré por ti. —Casi la felicité por elegir las palabras adecuadas para herirme—. Vete, Aaron.

Se alejó de mí, serpenteando entre el gentío en su vestido rosa que le hacía lucir mejor que en cualquier sueño. La vi escabullirse mientras luchaba por no bajar la cabeza, por no romperse aunque tal vez ya lo estuviera. Yo mismo me sentía de esa manera, como si hubieran dividido nuestras almas y escondieran algunos trozos. Pronto la perdí de vista, me convencí de que lo mejor sería hacer lo que me pidió. Debería irme y dejarla continuar sola, era la única manera en la que podría salvarse.

Le di la espalda y caminé en dirección contraria a la que ella se marchó. Salí a una terraza escasamente iluminada con algunas lámparas ambarinas, a los costados había un par de estrechos jardines con altos arbustos perfectamente podados. Me escurrí tras uno de ellos, entre el barandal al final de la terraza, intentando no tiritar pero el clima helado de Octubre. La casaca del traje no me protegía lo suficiente. Escondí mis manos en los pequeños bolsillos del chaleco negro y expulsé un largo y ridículo suspiro. Quise discernir el momento en que permití que aquella mujer torpe entrara en mi vida. ¿Por qué no pude seguir de largo ante su sonrisa? ¿Pero cómo podría? La escuché reír por primera vez y entendí lo vacía que estaba mi vida. Comenzó a hacerse insoportable el verla amar a Oleg con tanta entrega. Y cuando estaba a punto de convencerme de que era su relación la que deseaba, la vi juguetear con el cabello de Oleg y todo se aclaró. No sabía cómo o cuándo había ocurrido, pero estaba enamorado de Charlotte.

—Parece que a ti también te han abandonado —dijo alguien con un acento extraño. No volteé a mirarla y tampoco respondí—. Vamos, no seas tímido. Yo también estoy sola, ¿por qué no nos hacemos compañía?

Su voz era dulce, pero con un deje que advertía de peligros en cada palabra que pronunciaba. Me arrastró a unas vacaciones hacía al menos diecisiete años en una provincia al sur de París. Me recordó una tienda de antigüedades con olor a humedad frente a la Torre Eiffel.

—No estoy interesado —gruñí, volteando a mirarla.

Agradecí la oscuridad que me ofrecía mi escondite, de lo contrario habría quedado al descubierto cuando me encontré con una piel que parecía ser de porcelana. Su cabello negro caía en ondas sueltas a la altura de su barbilla mientras un listón rojo lo mantenía alejado de su pequeño rostro, dejando al descubierto un lunar en su pómulo derecho. En sus manos sostenía con demasiada seguridad un cóctel y un cigarrillo.

—¿De verdad no estás interesado? —Averiguó, aleteando sus largas pestañas. No logré ver el color de sus ojos, pero eran grandes y rasgados—. Tengo una copa para ti.

—Gracias —respondí, tomando la bebida que me ofreció y que estaba seguro era suya.

—¿Trabajas aquí?

—No.

—Tampoco yo —sonrió, presumiendo una dentadura perfecta—. Soy veterinaria, ¿a qué te dedicas tú?

—Soy abogado.

—Ya lo sabía.

—No lo creo.

—Lo juro, esos lentes tuyos gritan «hombre de leyes» a todo lo alto. Tal vez juez, pero pareces demasiado joven para eso. —Dio una calada a su cigarrillo y volvió a sonreír—. Deberías deshacerte de ellos, al menos por ésta noche. No van muy bien con tu traje de...

Werther.

—Desconozco de quién se trate —Se encogió de hombros—. Yo soy Blancanieves, pero mi larguirucho príncipe encantador se ha convertido en sapo en cuanto se topó con su ex y me abandonó aquí.

—No logro entender por qué —refunfuñé, con sarcasmo.

—¿Y tu dama?

—Se convirtió en Cenicienta y se marchó antes de medianoche. De hecho, si me disculpas, es hora de salir en búsqueda de la zapatilla de cristal.

Bebí el cóctel de un trago y puse la copa vacía sobre la piedra gris que conformaba el barandal, antes de pasar junto a ella.

—¡Espera! —Gritó, a mi espalda—. Mi nombre es Fan...

—No estoy interesado —repetí, sin voltear a verla.

Regresé al interior del salón con un tono azul en las puntas de los dedos. La música pop persistía y los movimientos de los bailarines en la pista eran cada vez más sugerentes. Flanqueé a los meseros a través de un extremo hasta que me vi obligado a detenerme sólo unos metros antes de la puerta de salida.

Las perlas que adornaban su cabello brillaron bajo la luz de un foco que chocaba contra ella cada cierto tiempo. Se encontraba sentada en medio de sus dos amigas en un privado entre la salida y el escenario. Sus ojos no transmitían ningún tipo de emoción y sus labios dibujaban una mueca extraña siempre cuando intentaba sonreír. Verla tan triste me hizo sentir como el mayor de los patanes. No dejé de pensar en que debí esperar un poco más antes de ir sobre ella nuevamente. Pero estaba tan cerca. Podía escucharla respirar, la sentía vibrar mientras mis brazos la envolvían y entonces, la combinación de sus labios rosas y el olor de su cabello me hizo perder la cordura. La besé y puedo jurar por el jodido cielo, que nunca nada me había llenado tanto.

Mis ojos se encontraron con los de la mujer rubia vestida de Venus, me sonrió y guiñó un ojo acariciando su revelador escote. Era un hecho que cualquier otro hombre habría aceptado su invitación sin pensarlo dos veces, sin embargo yo no era cualquier hombre. Jamás fui la clase de cabrón que iba por el mundo metiéndose entre todas las piernas que encontraba en su camino. Respeté las pocas relaciones amorosas que tuve, incluso siendo escéptico del romance, mis principios me obligaban a ser un hombre leal. Además del hecho de que las mujeres despampanantes nunca llamaron mi atención —tal vez por eso me enamoré de Charlotte—, Renée Wolf era la última mujer en el mundo con quien tendría una aventura. No lograba entender cómo es que Charlotte no notaba lo perversa que era la mujer que se hacía pasar por su amiga. ¿Cómo es posible que no advierta la envidia que le tenía?

Giré a mi derecha y seguí mi camino, ignorando la insinuación de Renée. Encontré un privado en un lugar apartado exactamente al otro extremo del escenario. Desde mi posición podía ver el perfil de Charlotte. La observé beber un trago tras otro durante la siguiente media hora. El alcohol comenzó a hacer efecto en su sistema después de las primeras cinco bebidas, golpeaba las palmas de sus manos sobre la mesa, reía demasiado fuerte por cualquier cosa y revolvió su cabello con una de sus manos haciendo que la mayoría de las perlas rodaran por el suelo bajo sus pies. Definitivamente no podía dejarla sola.

La música cesó en algún momento de la noche, la pista de baile se despejó y en el centro fue montado un escenario más pequeño en el que colocaron una especie de trono.

—Buenas noches a todos. —Comenzó a decir un hombre vestido de alguna especie de Jonh Lennon enano—. Ha llegado el momento que todos esperábamos, cantarle feliz cumpleaños a nuestro querido festejado. Señoras y señores, con ustedes uno de los mejores directores y productores independientes de Chicago: Xavier Vincent.

Vincent apareció junto a él, luciendo un extravagante disfraz romano en medio de fanfarrias y aplausos.

—Gracias a todos por estar aquí esta noche —dijo Vincent, con superioridad—. Significa mucho que todo mi maravilloso equipo de trabajo festeje conmigo un año más de vida. Xavier Vincent no sería nada sin un equipo tan completo, ésta noche la celebración es por y para ustedes.

Más aplausos llenaron el lugar mientras las personas que se encontraban en las últimas filas ponían los ojos en blanco.

—Eres el mejor, Xavier —fanfarroneó el otro—. Te admiramos y queremos y no sabes lo agradecidos que estamos de trabajar codo a codo con un hombre tan talentoso como tú. Ahora te pido que ocupes tu lugar en el centro.

Él obedeció y con toda la extravagancia del mundo, caminó hasta el otro escenario como si se tratara de un verdadero rey. La música de feliz cumpleaños inició y todos lo corearon animados gracias a los efectos del alcohol.

—¡Felicidades, Xavier! —Aulló nuevamente el hombre pequeño contra el micrófono, en tanto las últimas notas de la canción eran entonadas—. Ahora le pediremos a la persona que trabaja directamente con nuestro amigo, dirigir algunas palabras —Escudriñó al público con la mirada—. Charlotte, cariño, por favor sube al escenario.

Las luces enfocaron el rostro enrojecido de una Charlotte confundida y despeinada. Se levantó lentamente de su asiento y caminó los pocos metros que la separaban del escenario sujetando una bebida y sus zapatos rosas. Tropezó al subir el primer peldaño de la escalera e instintivamente salté de mi silla. Un par de hombres del espacio le ayudaron a ponerse de pie, su vestido se manchó con la bebida que dejó caer y maldijo mientras recogía sus zapatos. Se sacudió del agarre de los sujetos que la sostenían y continuó subiendo hasta llegar junto al hombre que la llamó. Éste le ofreció el micrófono y ella lo dejó caer al intentar sujetarlo causando un ruido horrible. Vi venir el desastre antes de que comenzara, esas personas ya deberían saber que a ella no se le daban bien los discursos.

—Lo siento, lo siento estoy un poco ebria —Balbuceó Charlotte, riendo tontamente—. En fin... ¿Qué podría decir una simple asistente de uno de los productores más exitosos del mundo? (como ya lo mencionó nuestro buen Jonh). Mi primer día en los estudios independientes Chicago, fue como si finalmente mis sueños comenzaran a hacerse realidad, no sólo había logrado entrar a la más importante casa productora independiente del país; también trabajaría con el genio que lo dirigía.

»Imaginaba que lo siguiente para mí eran producciones de verdad, sorprender al gran Xavier Vincent con mi talento, ganarme su respeto y el de todos mis compañeros. —Soltó un bufido—. ¿Y qué fue lo que recibí? A un jefe que es todo un maldito hijo de puta —Jonh intentó arrancarle el micrófono de sud manos, pero ella se lo impidió con un manotazo. Por su parte, Xavier se puso de pie mientras le dirigía una mirada mortal—. Hacer suscripciones a páginas y revistas pornográficas no son la clase de tareas que imaginaba tener que realizar, mucho menos pensaba que soportar su asqueroso acoso era uno de los requisitos. Aunque bueno, supongo que el acoso era sólo una fachada ya que, para la tranquilidad de todas las mujeres, Xavier es totalmente homosexual y sostiene una relación amorosa y sexual con nuestro buen Poul.

El silencio que siguió a su discurso fue ensordecedor.

¡Feliz cumpleaños, jefe! —finalizó, sonriéndole a Xavier.

Soltó un grito de victoria al mismo tiempo que Vincent se acercaba peligrosamente con los puños apretados a sus costados. Salí disparado en dirección del escenario, chocando con varias personas que continuaban con la boca abierta —entre ellas una Blancanieves con un moño rojo sobre su cabello—. Subí los peldaños de dos en dos y tomé la mano de Charlotte, arrastrándola conmigo tras el escenario. El micrófono causó una vez más un ruido desagradable cuando ella lo dejó caer junto a uno de sus zapatos. Por el rabillo del ojo logré ver la figura de Vincent corriendo tras nosotros, obligué a Charlotte a andar más rápido. Entramos a un pequeño y descuidado elevador de servicio.

—¿Qué hace usted aquí? —Espetó, cuando logró recuperar el aliento—. Creí pedirle que se marchara.

—Me alegra no haberlo hecho —refunfuñé, sonando más irritado de lo que pretendía—. Con lo ebria que está sólo conseguiría matarse.

—Maldito engreído y petulante de mierda —ladró, golpeando mi pecho con un puño—. Puedo cuidarme sola.

—Pues la manera en la que lo hace deja mucho que desear. —Las puertas del elevador se abrieron antes de que pudiera responder. Atrapé nuevamente su mano y tiré de ella fuera del estacionamiento—. Vamos, la llevaré a casa.

No se resistió, caminó a mi lado intentando ocultar la molestia que el suelo de concreto causaba bajo sus pies. La ayudé a subir a la parte trasera de mi auto cuando dimos con él, se tumbó en el asiento y cerró los ojos inmediatamente. Conduje en completo silencio, por la manera en la que Charlotte respiraba adiviné que se encontraba despierta, pero no hice nada por entablar una conversación.

Al llegar a nuestro edificio, era más de medianoche. Charlotte bajó del auto al mismo tiempo que yo lo hice y se tambaleó hasta el elevador. Entré tras ella, dejándola sola en el rincón en el que apoyó para mantener el equilibrio. Las puertas volvieron a abrirse en nuestro piso, pasé uno de sus brazos tras mi cuello arrastrándola hasta mi departamento. La soledad me golpeó en cuanto crucé la puerta, tras la partida de mi hermano después de nuestra pelea y la ausencia de los Ivanov por su viaje a Rusia, mi casa cayó en la más cruda de las soledades. La molestia con Leonardo por echarme en cara mi decisión de confesarle mis sentimientos a Charlotte no había aminorado. Pensar que él estaba realmente convencido de que mi amor por ella no era más que una excusa para protegerla del secreto de Oleg, me revolvía el estómago. Joder. Soy su maldito hermano, se supone que conocía la clase de hombre que soy.

—Espera aquí —ordené, ayudándole a sentarse en un sillón—. Te prepararé un café.

Entré a la cocina y me deshice de mi casaca. Me gustaría haber tenido la oportunidad de repetirle lo hermosa que lucía esa noche. Me gustaría poder decírselo todas las mañanas durante el desayuno, en las tarde mientras bebemos café y en la noche después de hacerle el amor. Si en el pasado me hubieran dicho que me convertiría en un ser cursi y patético a causa de la señorita que vivía frente a mi casa, tal vez no habría dudado en mudarme. Suspiré, convencido de que ni la más ruda de las advertencias, me harían alejarme de alguien que, incluso estando tan ebria, dejaba de ser adorable.

Charlotte dormía en el lugar en dónde la dejé, sus labios se fruncían en un tierno puchero y sus pestañas temblaban sobre las pecas bajos sus ojos. Parecía más joven, casi como aquella niña de mejillas grandes y coletitas que sonreía sin malicia en aquella foto de sus días en la casa de acogida. Es posible que se tratara de la época más triste en lo que iba de su vida, saberse sola y sin entender exactamente el por qué, debió ser muy duro para ella y aun así, sonreía, presumiendo el hueco que había entre sus dientes. Dejé la taza sobre la mesa de centro y me incliné sobre ella, pasando mis brazos bajo su cuerpo para cargarla. Se quejó antes de pasar sus manos alrededor de mi cuello y apoyar la cabeza sobre mi hombro. Me las arreglé para abrir la puerta de mi habitación sin tener que soltarla. Caminé entre penumbras hasta la cama grande que ocupaba el centro de mi habitación, la recosté sobre ella intentando no despertarla.

—No, por favor —sollozó, negándose a soltarse de mi cuello—. No me obligue a hacerlo.

Me senté junto a ella y la abracé. Un abrazo apretado que acabó con el espacio entre nosotros, mi corazón latía sobre su pecho y sus lágrimas humedecieron mi mejilla derecha.

—Es maravilloso, Aaron —susurró, jugando con el cabello bajo mi nuca—. No te imaginas lo maravilloso que es esto. No me importaría morir ahora mismo.

—No digas eso, por favor —respondí, sonriendo—. No sabría que hacer sin ti.

Guardó silencio, sin dejar de pasar los mechones de mi cabello entre sus dedos. Su respiración se suavizó y la próxima vez que habló, sonó un tono menos influenciada por el alcohol.

—Aaron.

—¿Sí?

—Mi vestido huele horrible —gimió.

—Puedes quitártelo. —Me separé de ella a regañadientes. Charlotte no me miraba, sus ojos se concentraron en alguna parte sobre la cama—. Iré por una bata para que puedas cubrirte, te prometo que no encenderé la luz.

Ella asintió. Me quedé dentro del cuarto de baño por varios minutos, apoyado del lavamanos en la oscuridad, luchando por recuperar la calma, repitiéndome las palabras de Leonardo: «No tienes ningún derecho de contarle a Charlotte lo que sabes de Oleg, es él quien debe decidir». Inhalé y exhalé hasta que me sentí menos inestable y pude asegurarme que era capaz de mantener la boca cerrada. Hasta que estuve convencido de que, si bien no le diría nada respecto a Oleg, planeaba aclararle que no importa cuánto me pidiera marcharme, no estaba dispuesto a dejar de cuidar de ella.

Al salir, Charlotte yacía acostada sobre mi cama, me acerqué a ella para verificar que se había quedado dormida. Su vestido se encontraba en el suelo y nada cubría las curvas que conforman su cuerpo y diferencié a pesar de la falta de luz. Di pasos silenciosos hasta la lámpara sobre la mesa de noche, le pedí disculpas por incumplir con la promesa y tiré de la cadena en la lámpara. La luz dejó al descubierto el color del conjunto de lencería que apenas cubría un cuerpo bien proporcionado. No era un experto en el tema, pero no estaba seguro de que el color negro y rosa de su conjunto y las pantimedias color piel que envolvían sus piernas, fueses una buena combinación.

A pesar de no poderla apreciar del todo, casi pude asegurar ser capaz de describir la altura en la que se encontraba cada una de las pecas en sus muslos. Nunca se lo dije, pero sus piernas me recordaban a la cobertura glaseada de los roles que mi madre preparaba en navidad, espolvoreadas con azúcar morena. El tenerla así, tan vulnerable sobre mi cama, volcó mi corazón. Charlotte giró su cuerpo y el movimiento dejó al descubierto un poco más que el conjunto de pecas bajo su sujetador.

Charlotte Brown se convirtió en mi espectáculo favorito.

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