XXXIII
El sonido del cristal rompiéndose resonó por todo el salón cuando dejé caer la charola de seis copas que cargaba sobre la palma de mi mano derecha. Salté atrás mientras los pedazos de cristal salían volando en todas direcciones bajo la mesa de bocadillos.
—Deja que yo me encargue —dijo Matty, inclinándose para recoger los trozos.
—Gracias.
—No hay problema. Ten más cuidado, aún no puedes hacer demasiados esfuerzos.
«Y tú no deberías salir de casa después de haberte pasado toda la noche llorando», pensé.
Las bolsas negras bajo sus ojos sobresalían de la parte inferior del armazón de sus lentes, sumado a la evidente hinchazón, no se necesitaban más pruebas para asegurar su tristeza. Asentí, cuando ella me ofreció una sonrisa forzada. Recuperé el iPad sobre una mesa y escapé en dirección de mi oficina, dejando hacer su trabajo al personal encargado de la organización de la fiesta. Este año Xavier celebraría su fiesta en el salón de eventos de los estudios. Además de ser enorme, se encontraba en el último piso del edificio por lo que la terraza ofrecía hermosas vistas del sur de Chicago. Sin mencionar la exquisita decoración con bambú en uno de los extremos, el suelo cubierto de fina madera y la espectacular lámpara de araña en el centro del techo. Era utilizada para los eventos más exclusivos del estudio y con un poco de abuso de autoridad, mi jefe dispuso de él para su celebración con la excusa de que los empleados merecían una buena fiesta de Halloween, fecha que coincidía con su cumpleaños.
Me hundí sobre mi silla giratoria y acaricié la bandita que cubría un rasguño en mi brazo izquierdo. Habían pasado tres días y medio desde el accidente en mi edificio y tras tres noches de dormir sola en la habitación de invitados en la casa de Sussette, finalmente nos autorizaron volver a nuestros departamentos. El sistema de aire acondicionado de la señora Marchand fue reparado, así como las puertas dañadas. Respecto a Aaron, nada cambió. Nos evitábamos como si alguno de nosotros sufriera una terrible enfermedad contagiosa. Fue tanta nuestra resolución por evadirnos, que comencé a creer que esa noche asistiría sola a la estúpida fiesta.
Mi móvil vibró dentro de los bolsillos de mi falda. Me apresuré a buscarlo con la esperanza de que se tratara de un mensaje de disculpa de Oleg. Vi la pantalla conteniendo la respiración.
[El equipo estará en los estudios en 20 min. FW]
Finn West era el representante del DJ local que se encargaría de la música en la fiesta de Xavier. La amargura iba in crescendo en tanto me caía en cuenta que pasaría un día más sin hablar media palabra con mi cabezota novio. Me felicité por contar con el coraje suficiente que me impidió bombardearlo de llamadas y mensajes suplicando por una reconciliación. A decir verdad, estuve a punto de comenzar con mi cometido en más de cien ocasiones, pero sus palabras continuaban taladrando sobre mi orgullo.
La madrugada del jueves, desperté totalmente desorientada en una cama que por supuesto no era la mía. Inconscientemente, busqué a tientas al hombre que hasta hacia unos segundos yacía dormido junto a mí con algunos mechones de cabello quebrado cayendo sensualmente sobre su rostro. Claro que él había desaparecido en tanto la consciencia me arrastró a la realidad. A mi derecha, mi celular me notificaba de una llamada entrante. Cogí el aparato y verifiqué la pantalla táctil. Oleg. Mi conciencia, haciendo un terrible acto de aparición, se estremeció en mi interior; como si de alguna manera Oleg se enterase de que no me encontraba soñando con él y la llamada fuera para recriminarme. Mi pulgar tembló cuando lo deslice sobre la pantalla del teléfono.
—¿S-si? —balbucí, contra el móvil.
—¿Qué te demoró tanto en responder? —Gruñó—. Es la quinta vez que intento comunicarme contigo.
—No lo sé, ¿tal vez el que me encontraba dormida? —Respondí con desdén—. Las personas normales de éste lado del mundo duermen a ésta hora, ¿sabes?
Al fondo se escucharon varios murmullos entre dientes, golpes sordos y gruñidos guturales en un idioma que no entendí.
—Me enteré de lo que pasó —continuó, dejando pasar el tema anterior—. ¿En qué demonios estabas pensando? ¿Intentabas morir?
—No morí —espeté—. En realidad nadie lo hizo.
—¡No entiendo! ¿¡Qué demonios tratabas de hacer!? ¿¡Qué pretendías demostrar!?
—Nada. Sólo intentaba ayudar, quería ser útil.
Oleg dejó escapar un bufido. Desde el inicio de la conversación sospeché de su ebriedad, pero fue hasta ese momento que pude confirmarlo. Probablemente continuara bebiendo en algún bar de mala muerte oculto en un rincón de San Petersburgo.
—¿Bromeas? —ladró, sonando cada vez más irritado—. ¿Y qué me dices de la brillante decisión de despedir a Wolf del bufete? ¿También intentabas ser útil entonces?
—Hice lo que creí correcto. —Mordí mi lengua.
—No sabes la clase de hombre que acabas de echarte encima, no descansará hasta acabar contigo ¿Por qué no me haces un favor y dejas de jugar a ser valiente? Sólo conseguirás matarte si es que Wolf no lo hace primero.
Estaba comportándose del todo injusto. Era él quien se encontraba —Dios sabrá adónde— poniéndose ebrio y era a mí a quién censuraba. Sus palabras dolieron más de lo que quería aceptar, algo en su tono de voz dejaba a relucir el verdadero significado de lo que decía: Oleg realmente me creía estúpida.
—¿Por qué no me haces un favor a mí? —Bramé, cuando pude reemplazar el dolor por ira—. Deja de comportarte como un imbécil, ¿quieres?
Sin decir una palabra más o esperar por su respuesta, terminé la llamada. Lancé el teléfono bajo la cama e ignoré durante la siguiente media hora, el sonido odioso de las llamadas entrantes. Mis ojos ardían por las lágrimas que me obligaba a retener. Cubrí mi rostro con una almohada y grité hasta que el nudo en mi garganta se aflojó, hasta que mis párpados pesaron lo suficiente para quedarme dormida.
Sacudí la cabeza, repitiéndome que no tenía caso continuar torturándome con esa llamada. No mientras la fiesta no diera inicio. Tomé nuevamente el iPad, dejando mi móvil en el fondo de mi bolso, y revisé por milésima vez la lista de tareas que tenía que realizar. Tras un esfuerzo sorprendente, todo en la lista fue tachado. Finalmente podía irme a casa y tirarme frente al televisor para quejarme de mi existencia. Recogí mis pertenencias y arrastré los pies hasta el cubo del ascensor. Cuando éste se abrió, no encontré lugar para mí. Los organizadores de la fiesta llenaban el interior con varias cajas formadas en seis filas que llegaban al techo. Resoplé irritada, antes de resignarme a bajar por las escaleras.
El eco de mis pasos era lo único que podía escuchar durante los primeros dos niveles. Al llegar al tercero, fueron ahogados por los sollozos de alguien al final de las escaleras. Bajé con cautela los nueve peldaños que me separaban del menudo cuerpo de una mujer con la cabeza cubierta con una pañoleta roja a cuadros.
—¿Matty?
Ella dio un salto sobre su trasero al percatarse de mi presencia y se apresuró a cubrirse el rostro.
—¿Matty? —Repetí, al alcanzarla. Me senté junto a ella y pasé un brazo por su huesuda espalda—. ¿Qué está mal?
Descubrió su rostro, que se encontraba rojo y húmedo. Sacudió la cabeza y se sorbió la nariz.
—No sé qué haré sin él —hipeó—. Charlotte, ¿qué tengo que hacer para que me perdone?
Apoyó su cabeza sobre mi hombro y lloró desconsoladamente, mientras yo palmeaba su espalda. Me destrozó verle en aquel estado y aún más el no saber qué decir para aminorar su tristeza. Hacía casi cuatro días atrás desde que la dejé a solas con Kelvin en su casa en donde dos corazones fueron destrozados. Después de un par de horas enteras de súplica por parte de él para que ella le contase lo ocurrido, Matty tomó la decisión de ser sincera. Si Kelvin tenía que enterarse del tremendo error cometido, sería de sus labios. Por desgracia, él no tomó su confesión como se esperaba. La abandonó después de decirle que jamás le perdonaría su traición. La dejó dentro de su habitación con sus culpas desnudas y el corazón desgarrado. Ahora no hacía más que evitarla deliberadamente. Pareciera que buscaba la manera de toparse con ella a propósito para pasarse de largo sin volverse a mirarla. Me gustaría poder culparlo, decir que era el peor de los hombres y tacharlo de cobarde, ¿pero cómo podría? No era capaz de imaginar todo el dolor que le causó la confesión de Matty. Escuchar de los labios de su amada los detalles de su traición, era más de lo que un alma podía soportar. No obstante, me abstuve de compartir con ella mis pensamientos. No solo porque sería igual que meter el dedo en su herida, quizá yo era la menos indicada para juzgarla.
—Dale tiempo —susurré.
Matty se obligó a asentir.
«Dame tiempo», repetí para la mirada imaginaria que me recriminó mis propios secretos. Sólo un poco más.
—Vamos. —Tiré de sus hombros, obligándola a levantarse—. Tenemos que asistir a una fiesta y no puedes llegar con los ojos hinchados.
—No, por favor. No quiero ir, él estará allí y no puedo verlo.
—Estarás conmigo —insistí—. No puedes dejarme sola. Aaron no me acompañará y no creo soportar el pasar la noche encerrada a unos cuantos metros de él.
—Se supone que debemos llegar en parejas. —Me recordó.
—¿De qué pensabas disfrazarte?
—Julieta.
—Perfecto. Con unos cuantos arreglos nuestros disfraces parecerán de la misma época. Seremos Jane y Elizabeth Bennet.
—Ninguna de las dos es rubia.
—Bien —gruñí, sin dejar de avanzar—. Entonces tú serás Elizabeth Bennet y yo Charlotte Lucas. ¿Correcto?
La arrastré hasta un taxi que nos llevó a su edificio para recoger su vestido de Julieta dentro de un estuche negro. Una vez en mi edificio, la apresuré a entrar a mi departamento antes de que alguien —Aaron— nos viese. Ella fue la primera en entrar a la ducha, mientras yo me ocupaba de su vestido. Corté lo largo del encaje azul que componía el resto de las mangas largas bajo la extensa tela aterciopelada de la parte superior, de la que también me encargué. Cuando Matty volvió a la habitación le ordené buscar por un par de bolsas de té para bajar la hinchazón de sus ojos. Ella obedeció a regañadientes, al mismo tiempo que arrancaba el lazo dorado en el escote del vestido.
Dos horas más tarde, lucíamos como un par de señoritas inglesas de inicios del siglo XIX. Nuestro cabello se encontraba atado en moños altos adornados con perlas falsas, dejando un par de rizos enmarcando nuestro rostro prácticamente libre de maquillaje. Mi vestido rosa caía hasta el suelo, era ligero y realmente hermoso. El bordado en nude alrededor del escote, bajo el busto, mangas y en la parte inferior del vestido así como algunos más pequeños a lo largo de la falda; le daban el toque de elegancia y feminidad requerida. Además de que las sensuales prendas de Victoria's Secret que compré hace algunas semanas y que se ajustaron perfectamente a mis curvas, me otorgaron un poco de seguridad. Metí mis pertenecías en la bolsita de tela que combinaba con el resto de mi atuendo. Saqué unos peligrosos tacones rosas del fondo de mi clóset y me apresuré a subir en ellos.
Tenía un zapato puesto cuando el timbre de la puerta interrumpió mi tarea, regresé mi pie a la cómoda pantufla café y caminé hasta la puerta, recogiendo un poco el vestido sobre mis tobillos.
—Hola, Charlotte —Leonardo Dalmau me saludó al abrir la puerta con todo y maleta en mano.
—Leonardo —respondí, mirándolo un tanto confundida—. ¿Te vas?
—Es hora de volver a casa —dijo, restándole importancia con un encogimiento de hombros—. No podía irme sin despedirme de ti.
Soltó la maleta para envolverme en un apretado abrazo de oso.
—Fue un verdadero placer conocerte, Charlotte —Continuó, hablando contra mi cabello.
—No puedes irte de ésta manera —gimoteé—. ¿Por qué te vas?
Leonardo se separó y me regaló su mejor sonrisa.
—Mi madre se pone un poco nerviosa cuando deja de ver a sus hijos durante mucho tiempo.
Entorné los ojos.
—Según sé, Aaron ha estado lejos de casa durante mucho tiempo.
—Si bueno, supongo que no es lo mismo conmigo. Soy su pequeño bebé.
—Sospecho que no me dirás lo que pasa en realidad —suspiré—. Odio que te vayas.
—Oh, Charlotte. Estarás bien.
—Es sólo que jamás he sido buena para los discursos de despedida.
—Algo me han contado —bromeó.
—Te echaré de menos, Leonardo. —Era verdad.
Leonardo me rodeó con sus brazos y dejó escapar un escandaloso suspiro. A pesar de su esfuerzo, resultó evidente que algo andaba mal.
—Escucha, Charlotte —dijo, dando un paso atrás. La seriedad de su mirada me puso nerviosa—. Ambos sabemos que mi hermano no es un mal hombre. Un poco necio y arrogante, tal vez, pero nunca haría daño a nadie. Perdona todas las gilipolleces que él pueda hacer, está dolido y espero que no seas tan dura con él.
—Leonardo, no comprendo...
—Te quiero, Charlotte —interrumpió—. Sé que al final elegirás el camino correcto.
Susurró un «suerte» antes de marcharse por el pasillo sin dar más explicaciones. Me quedé mirando su espalda elegante y fuerte hasta que desapareció dentro del ascensor.
Una vez que conseguí apartar la mirada de las puertas de hierro, di media vuelta decidida a no pensar en los hermanos Been/Dalmau. Sin embargo, el destino me recordó una vez más que era él y no yo, quien lideraba el juego. La puerta frente a la mía se abrió antes de que terminara de entrar a mi casa y, sin darme la oportunidad de prepararme, la voz de Aaron chocó contra mi nuca.
—Señorita Brown —dijo, en voz baja.
Algo en el tono de su voz me entristeció irremediablemente. Tomé una gran bocanada de oxígeno y lo enfrenté. Ojalá no lo hubiera hecho. Aaron lucía como uno de esos caballeros guapos y majestuosos que sólo Austen o alguna de las hermanas Brontë eran capaces de crear. En realidad, me recordó a Colin Firth en esa serie inglesa de Orgullo y Prejuicio, con su mechón rizado cayendo sobre su frente y su corbatín blanco cubriendo hasta el último centímetro de piel sobre su cuello. Por supuesto, Darcy no usaba esas gafas cuadradas.
—¿Esta lista? —preguntó. Su mirada descendió desde lo alto de mi peinado, pasando por mi cuello, escote y a lo largo de mi vestido. Mi piel se erizó a medida de su ojos pasaron sobre mí—. No estoy seguro de que en esa época se usara esa clase de calzado.
Su irritante sonrisa de superioridad hizo acto de presencia, evaporando con ella mi nerviosismo.
—Señor Been, ¿por qué está vestido así?
Me observó con una ceja alzada y sacudió la cabeza sin dejar de sonreír.
—Iré a una fiesta —respondió—. Con usted.
Apreté los puños a mis costados, reprimiendo el impulso de sujetarme el corazón que latió descontrolado. De un momento a otro, regresé al baile de graduación en secundaria, vestida con ese vergonzoso vestido morado que dejaba al descubierto mi voluptuosa espalda pecosa y las zapatillas de delgadas tiras plateadas apretando mis pies. Casi me cubrí la boca para esconder mis dientes con frenillos como solía hacerlo entonces. Respiré, recordándome lo lejos que quedaron aquellos años.
—Respecto a eso —dije, forzando una sonrisa—. Creí que usted no vendría y planeo ir con Matty. —Me encogí de hombros—. Gracias y lo siento, me temo que ha sido un gasto innecesario.
Aaron inclinó un poco la cabeza, sus ojos castaños se entrecerraron brillando con altivez.
—No se preocupe señorita, lo solucionaremos ya mismo. —Aaron pasó junto a mí, entrando sin invitación a mi casa—. ¿En dónde está su amiga? L explicaré la confusión, seguro entenderá que usted ya tenía un compromiso conmigo.
—¿Está loco? —Espeté, mirándole de hito en hito—. No pensará decirle eso a mi amiga. Está deprimida, no puedo dejarla sola.
—¿Entonces qué sugiere?
Su maldita sonrisa arrogante junto con su expresión de hombre listo, me dijo que no aceptaría una respuesta negativa bajo ninguna instancia.
—Buena pregunta, señor Been —rezongué, tratando de imitar su sonrisa—. Se me ocurre que podemos ir los tres juntos.
El rostro de Aaron me recordó a un niño regañado, con los labios fruncidos y la frente arrugada. Era adorable.
Avancé a espaldas de mi vecino con un brazo entrelazado al de mi mejor amiga. Nos detuvimos frente a su auto, él abrió caballerosamente la puerta del copiloto y me vio a los ojos como una invitación —orden— a subir. Di un par de pasos atrás, abrí la puerta trasera y subí mientras él me miraba con la boca abierta. Aaron tomó la mano de Matty y le ayudó a subir al lugar que había rechazado. Siendo éste un esfuerzo inútil por escapar de la cercanía de ese hombre. No importó cuánto intentara ocultarme en la oscuridad que me brindaba la parte trasera, o lo mucho que me esforcé para no mirarlo, su presencia resultaba demasiado fuerte, demasiado cálida, electrizante. Como un imán de cuya atracción no podría escapar nunca. El camino a los estudios jamás me pareció tan largo y el silencio nunca antes fue tan asfixiante.
El salón en el que se realizó la fiesta estaba abarrotada de gente con disfraces de conocidas parejas de la historia. Por lo menos tres Afroditas, cuatro Cleopatras y siete Julietas bailaban en la pista con movimientos totalmente fuera de lugar respecto a su época. En realidad todos allí lucíamos demasiado fuera de lugar, sobre todo mi grupo con los frenillos de Matty y las gafas de Aaron.
—Charlotte —gritó alguien entre el gentío.
Sacudió una delgada mano que presumía una manicura perfecta en un peligroso tono carmín. Renée nos alcanzó vestida con un atuendo lila demasiado pequeño, el cual cubría sólo lo necesario.
—Renée —saludé, tratando de no atragantarme por su espectacular disfraz.
—Creí que no vendrían —comentó, mirando a Aaron.
—¿Por qué no vendríamos?
—No lo sé, a ti no te agradan estás cosas. —Se encogió de hombros—. De todos modos, me alegra que estén aquí.
—¿Y tu pareja? —averigüé.
—No tengo una, cariño —ronroneó, mirando a Aaron con esa expresión que prometía cosas húmedas—. Soy Venus.
Dio media vuelta después de giñarle un ojo para regresar por dónde vino contoneando su trasero a penas cubierto con la tela de su vestido. Tomé una copa de la charola de un mesero que pasaba frente a nosotros y lo bebí de un solo trago.
Pasamos al menos veinte minutos en silencio sentados en un privado al otro lado del salón, mi bebida se calentó entre mis manos pero me negué a soltarla siendo ésta lo único que mantenía medianamente tranquila. Finalmente Aaron se puso de pie, se disculpó y desapareció entre los bailarines de la pista. Dejé escapar el aire que contenía en mis pulmones.
—Un minuto más así y abría enloquecido —comentó Matty.
—Fue una terrible idea venir —dije, sacudiendo la cabeza—. Tenemos que irnos.
—Sin duda. Quédate aquí, yo iré a buscar a Renée para decirle que nos marchamos.
Matty se levantó de su lugar y caminó alrededor de la pista hasta que su figura fue oculta por los bambúes que decoraban el lugar. Me quedé sola en el privado, pensando en la excusa que le diría a mi vecino cuando se le ocurriera volver. Me maldije por acceder asistir a la estúpida fiesta. A mi alrededor el ambiente se transformó, la iluminación bajó hasta que el salón quedó casi en penumbras y la música pasó de una canción alegre a otra más lenta. Las parejas pegaron sus cuerpos y sus movimientos se tornaron lentos y románticos.
—¿Me haría el honor de concederme ésta pieza?
Alcé la mirada al rostro de Aaron. Mantenía una mano extendida en mi dirección mientras que la otra permanecía tras su espalda.
—No sé bailar —murmuré.
—Tampoco yo —respondió, alcanzando mis manos que sujetaban el vaso de cristal—. Pero debo insistir.
Arrancó la bebida de mis manos y la dejó sobre la mesa antes de tirar de mí. Mis piernas temblaron cuando dejé mi lugar y lo seguí hasta la pista de baile.
Nuestros pechos se rozaron, sus manos rodearon mi cintura, enviando una descarga eléctrica a través de las puntas de sus dedos. Acomodé mis brazos alrededor de su cuello y las ondas de cabello que jamás creí tener cerca, quedaron atrapadas bajo las palmas de mis manos. Comenzamos a movernos con torpeza pero al mismo ritmo. Su perfume era lo único que llenaba el aire a mi alrededor, sus ojos brillaban incluso entre la oscuridad y su respiración se convirtió en el compás de mi corazón.
—Déjeme decirle lo hermosa que luce ésta noche, Charlotte. —Su frente descansó sobre la mía, por lo que habló directamente en mi boca.
—¿Se lo dice a la verdadera Charlotte o a la que tengo que interpretar? —pregunté, conteniendo la respiración.
—A ti, Charlotte. Eres tan hermosa, no entiendo cómo fue que no lo vi antes.
—No debes sentirte culpable, ni siquiera yo soy capaz de mirarme.
Aaron me observó con reprimenda.
—Deberías hacerlo, te sorprendería la clase de mujer que eres. —Se alejó lo suficiente para buscar mis ojos—. Deja de evitarte, deja de darte la espalda.
Mi corazón llegó al punto de colisión. Me convertí en un cometa cayendo en picada sobre él y nadie podría detener la destrucción.
—Habla demasiado, señor Been.
Él sonrió. Una sonrisa auténtica, sin arrogancia, sin burla. Una sonrisa que le costó un vuelco a mi corazón.
—Tiene razón —susurró, acabando con el escaso espacio de seguridad entre nosotros—. Hablo demasiado. Tal vez debería aprovechar éste momento para algo más...
A diferencia de aquella tarde en fuente de Cibeles en Madrid, está vez lo vi venir. Anticipé las intenciones de Aaron antes de que cubriera mis mejillas, pero no hice nada por alejarme. Me quedé quieta hasta que sus labios me encontraron y, entonces, separé los míos dándole la bienvenida. Besarlo fue cientos de veces más alucinante que en el sueño. Su calor llenó hasta el último rincón de mi alma, iluminando una parte de mí que ni siquiera sabía que existía. Se adueñó de mi cordura, de un corazón ya entregado, incluso de mi moral. Me vació y me aterró sentir el frío instalándose dentro de mí. Dejé escapar unas cuantas lágrimas cuando caí en cuenta de todas las mentiras que me había dicho en los últimos meses, cuando pensé en los daños que vendrían después de que sus labios se alejaran. Deseé morir en ese momento, dejar de existir junto con él para no ser testigo de la catástrofe. Pero no lo hice, continuaba con vida cuando él se separó. Cubrí mi boca, intentando mantener el aliento de Aaron entre mis labios, como si se tratase del último suspiro de un moribundo.
—No llores, por favor —suplicó, en un susurro. Sus dedos acariciaron mis lágrimas, llenándoselas consigo—. Charlotte, no llores.
Abrí los ojos al escucharlo decir mi nombre, como si le doliera pronunciarlo.
—No está bien —murmuré, tropezando con mis lágrimas.
—¿Por qué no, Charlotte? —Aaron buscó mis manos—. ¿Qué tiene de malo demostrar tus sentimientos? ¿Por qué está mal amarnos?
«Amarnos»
—No sabe lo que dice.
—Lo sé Charlotte, tanto como sé que estás confundida. —La desesperación que vi en su rostro me destrozó por completo. ¿Qué había hecho?—. No te presionaré, dejaré que aclares tus sentimientos. Te esperaré.
—No hay nada que aclarar. Estoy con Oleg y no lo dejaré por ti. —Atestigüé el daño que le causaron mis palabras, pero no me retracté—. Vete, Aaron.
Me alejé de él tanto como pude antes de que el arrepentimiento me alcanzara. Me abrí paso entre las personas que seguían bailando, totalmente ajenos a mi drama personal. Caminé sin voltear la mirada a mi espalda, esperando que el hombre que dejé atrás me odiara lo suficiente.
Crucé el último grupo de personas cuando el agarre de unos dedos largos alrededor de mi muñeca derecha me detuvo.
—¿A dónde crees que vas, Charlotte?
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