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XXXII


Me preguntaba si era la única persona lo suficientemente estúpida capaz de enamorarse de un hombre inalcanzable. ¿Existirían otras chicas allá afuera pasando por las mismas circunstancias? Probablemente sí, tal vez se encontraran tan confundidas como lo estaba en ese momento. Maldiciéndose por no parar cuando la situación no era tan grave, cuando había marcha atrás. Debí hacerlo mejor, esforzarme por dejar esa maldita manía de toparme con él a sabiendas de que ni siquiera reparaba en mí. Debí ponerme un alto cuando los primeros sueños en los que él me declaraba su amor —torpe y casi en rima— aparecieron. En primer lugar, nunca debí mandar el maldito primer correo. ¿En qué estaba pensando? ¿De verdad esperaba salir ilesa de algo tan absurdo? Por supuesto que sí. Siempre pienso en lo duro del suelo, después de dejarme caer.

Baje del taxi que me llevó de regreso a casa, con el ánimo un tanto bipolar. Una parte de mí continuaba saltando de alegría por mi victoria ante Wolf, mientras que la otra ardía en rabia por la actitud altanera de Aaron. Sus malditos ojos castaños brillando de satisfacción por su triunfo personal, me hicieron querer lanzarlo al río Chicago con un ancla sujeta a su tobillo, al estilo de los dibujos animados. Claro que no estaba del todo convencida de poder lograrlo. Existía la posibilidad de que, en el último segundo me arrepintiera, aferrándome fuertemente a su espalda para pedirle perdón por todas las acciones que él desconocía. Me lamentaría por rechazarlo en primera instancia y le prometería cualquier cosa que pidiese, escaparíamos al lugar donde creció y comenzaríamos de cero, libres de mentiras y secretos. Evidentemente nuestra aventura romántica terminaría con la infeliz Charlotte más sola que nunca. Aaron se daría cuenta de que no era lo que esperaba, que mi relación con Oleg ya no resultaba tan envidiable cuando era él quien ocupaba su lugar.

Suspiré dramáticamente e introduje mi llave dentro del cerrojo de la puerta principal.
Me recordé que no todo marchaba mal, esa noche tendría una cita telefónica con mi querido ruso favorito. Al salir de Brown & Epps fui hasta Magnificent Mite para comprar un nuevo teléfono móvil con una linda tarjeta de plástico dorada que Dashner me insistía en usar más a menudo. Abrí la puerta de un empujón. A mi espalda, un auto se detuvo violenta y atropelladamente apenas un paso cerca de mí. Giré sobre mis talones, con el corazón saltando dentro de mi pecho. Matty descendió de un viejo Mustang amarillo, conducido por una anciana regordeta.

—¡Charlotte! —Gritó, dando portazo—. ¡Vamos, entra ya!

—¿Qué demonios...?

Matty me empujó, obligándome a entrar al edificio. Tomó mi mano y tiró de mí en dirección de los elevadores. Corrió montada en unos zapatos de al menos doce centímetros de altura, deteniéndose sólo un momento para dirigirse al hombre de recepción.

—No deje entrar a nadie —mandó, con esa voz autoritaria que sólo un idiota sería capaz de ignorar—. Bajo ningún motivo deje pasar a nadie.

Tras dar la orden, entramos en uno de los elevadores. No dijo nada, se limitó a caminar de un lado a otro dentro del diminuto cubo. Comenzaba a preocuparme. Salí primero cuando las puertas se abrieron en mi piso. Los nervios de Matty un tanto más alterados a medida que mis torpes manos peleaban con la cerradura. Finalmente la maldita puerta cedió, entramos y ella cerró de un golpe. Se tumbó en el suelo sobre su trasero y suspiró.

—¿Quieres decirme qué fue todo eso? —gruñí.

Me senté en el sueño junto a ella. Matty cubrió su rostro con ambas manos y sacudió la cabeza.

—Estaba huyendo de Jason —confesó, sin descubrirse el rostro.

—¿Qué has dicho? —espeté, mirándola con los ojos como platos.

Bajó las manos, me miró con arrepentimiento y repitió en un hilo de voz: —Jason me perseguía.

—¡Ese bastardo! ¿Qué demonios busca ahora?

Matty apartó la mirada, mordió su labio inferior y jugó con él dobladillo de su blusa.

—Bueno, yo... —balbuceó—. Puede que hace unos días me topara con él en el centro comercial —su voz adquirió velocidad—. Tal vez aceptara su invitación a cenar y después él aceptara mi invitación a tomar un trago en el departamento... Y tal vez, tal vez yo terminé metida en la cama con él.

De no ser por todos los músculos, huesos y demás terminaciones que unen mi mentón al resto de mi cara, éste habría terminado en el suelo.

—¿Qué hiciste qué? —Inquirí, cuando logré salir de mi estupor—. ¿Cómo pudiste, Matilda?

—Estaba ebria... Por lo menos una parte de mí lo estaba y Jason me... ¡Dios! Charlotte, no entiendes.

—¿Cómo podría? ¿Por qué no me lo habías contado? Se supone que somos amigas.

Ella me miró con una mezcla de confusión y burla. Se encogió de hombros, al mismo tiempo que dejaba escapar un bufido.

—No lo sé —bufó, con el tono justo de reproche—. Quizá porque de un tiempo para acá no haces más que pensar en ti.

—No hago tal cosa.

—¡Por Dios! Acéptalo. Entiendo que todo esto sea difícil para ti, pero no es excusa para dejar el resto de tu vida atrás. ¿Cuántas veces has faltado al trabajo durante los últimos meses? Xavier está a punto de despedirte. Te olvidaste por completo de todos los proyectos que tenías antes de que ellos llegaran. El amor te ha cambiado, Charlotte. Te hizo gris, terminó con la poca seguridad que tenías. Piensa si algo así vale la pena.

No dije nada, no me di cuenta del momento en que todo se volvió en mi contra, pero Matty tenía cierto grado de razón.

Las líneas de las películas nos lavan el cerebro convenciéndonos de que se necesita a una persona a nuestro lado para entender realmente de qué va la vida. Vivimos esperando el momento de encontrar aquel sentimiento que se nos infunde añorar desde pequeños, sin darnos cuenta de que el tiempo que perdemos olvidándonos de nosotros mismos jamás volverá. Es imposible intentar vender a los demás el corazón de una persona que nunca logró comprenderse. Resulta por demás absurdo intentar amar a alguien si no somos capaces de aprender a vivir con nosotros mismo primero.

«Deja de justificar tu cobardía, Charlotte», me reprendió mi subconsciente.

—Tienes razón, Matty. Lo siento —Me disculpé, en un patético intento por evadir el tema—. Creo que necesito unas vacaciones.

—Lejos de ese par —concordó.

—Vamos juntas —propuse—. Podemos ir a París, Londres, al lugar que sea.

—Me encanta. Pero ahora no podemos, el cumpleaños del jefe es éste fin de semana —La expresión de Matty se transformó, su sonrisa maliciosa apareció antes de continuar—. Sabes que no podemos faltar, debes organizar algunas cosas.

—No tengo planeado asistir. —Me encogí de hombros—. Se supone que debemos ir en pareja y Oleg no volverá hasta la próxima semana.

Ella se relamió los labios. Ese gesto era el indicio de que estaba a punto de darme una noticia que solo ella encontraba divertida.

—¿No te había dicho? —Preguntó, fingiendo inocencia—. Renée invitó a Aaron y él aceptó con la condición de que tú seas su acompañante.

—¿Qué dices? —Mi voz sonó como si me golpearan en el estómago.

—Ya sabes cómo es ella, pensó que Aaron aceptaría ser su pareja sin pensarlo dos veces —respondió, restándole importancia—. Ya te imaginarás el berrinche que hizo cuando él le dijo que iría sólo si era contigo. Se excusó con el pretexto de que le prometió a tu novio cuidar de ti.

Matty soltó una risilla burlona. Esa maldita vengativa. ¿Cómo podía divertirle? No tenía nada de gracia. Necesitaba hablar con Aaron y decirle que no era necesario. Después de todo, no sería la primera vez que asistía sola a esas estúpidas fiestas.
Abrí la boca para maldecir a mis amigas, cuando un golpe sobre la puerta nos hizo gritar a ambas.

—¡Matilda! —Ladró Jason, del otro lado de la puerta—. ¡Sé que estás ahí dentro!

Nos levantamos de un salto del suelo. El rostro de mi amiga perdió color, sus ojos se abrieron dejando a relucir el miedo que se apoderó de su cuerpo. Le gesticulé un «tranquila» y ella rodeó su cuerpo con sus brazos.

—Matty no está aquí —vociferé, dirigiéndome a la puerta—. Será mejor que te vayas si no quieres que llame a la policía.

—Sé que está aquí, maldita gorda. —Jason arremetió otro golpe contra la puerta—. Deja de meterte en nuestros asuntos.

La madera vibró tras otro golpe. Matty yacía sobre el suelo contra un sillón manteniendo las rodillas pegadas a su pecho.

—Llamaré a la policía ahora mismo —Continué, consciente de que no lo haría.

Llamar a la policía significaría tener que decir la verdad y eso arruinaría la relación de Matty con Kelvin.

—Bien, entonces entraré yo mismo por ella.

Arremetió sobre la chapa, Me apresuré a presionar mi cuerpo sobre la puerta, Matty salió de su estado de shock y corrió en mi ayuda.

—¿En dónde está tu novio cuando necesitas ayuda? —dijo, a mi espalda.

—En Rusia con su familia —mascullé—. ¿Qué hay del tuyo?

Finalmente el seguro de la puerta cedió, las astillas salieron disparadas a nuestros pies. Dimos un par de pasos atrás, entre impresionadas, aterradas y derrotadas. Miramos fijamente a la puerta, en espera de la bola de ira que era Jason. Pasaron diez segundos enteros sin señales de él. Me acerqué un poco. Del otro lado percibí el sonido de un golpe sordo y gruñidos. Solté una maldición al entender lo que ocurría. Tomé el destartalado pomo y aparté la puerta. En el pasillo dos cuerpos se sacudían violentamente al intentar quitarse al otro de encima. Jason golpeaba la espalda baja de un hombre con traje negro.

—¡Aaron! —gimoteé.

Jason volteó a mirarme, distrayéndose por un segundo. Su camisa estaba totalmente cubierta de, lo que esperaba, era su propia sangre. Aaron aprovechó el segundo de ventaja, su puño viajó rápidamente chocando contra la mandíbula del otro hombre. El ex de mi amiga era casi tan menudo como ella, de brazos delgados y piernas temblorosas, lo que acabó por convertirlo en un pequeño idiota cuyo escuálido trasero acababa de ser pateado por un hombre al menos cuarenta centímetros más alto. Jason cayó al suelo hecho un ovillo, su cabello rubio se pegó con la sangre que chorreaba de su nariz mientras intentaba no ahogarse con la de su boca. Mi vecino lo cogió del cuello de su camisa y lo arrastró rumbo a los elevadores. Éste entró sin chistar, antes de lanzarle una amenaza a Matty.

—Por Dios —lloriqueé, acercándome a Aaron—. ¿Se encuentra bien?

Levanté las manos para revisar en golpe en su pómulo derecho, pero él dio un paso atrás.

—Estoy bien —dijo, sin señal de sentimiento alguno—. Será mejor que ayude a su amiga. Llévela a casa, si ese hombre decide volver, su puerta no será de mucha ayuda.

Asentí, mientras lo veía caminar hasta su departamento como si nada hubiera pasado. Se detuvo un momento para dedicarle un movimiento de cabeza a Matty y entró a su casa sin más. Cuando mis ojos lograron apartarse del número sobre su puerta, seguí su consejo y cubrí los hombros de mi amiga con un brazo. Dejamos pasar varios minutos antes de entrar al elevador. Al llegar a la calle, no había señales de Jason. Tomamos un taxi y nos dirigimos hasta su casa. Ella no dejó de repetir que su ex le contaría todo a Kelvin y que éste le odiaría por el resto de su vida. Me pregunté si a Oleg también le llevaría toda una vida el perdonar la relación cibernética de mi alter ego con Aaron Been.

—Todo irá bien. —Le tranquilicé, e inmediatamente me sentí tonta porque en el fondo, no lo creía.

Temía tanto como ella el que Jason hablara con Kelvin y todo terminara con el corazón roto de mi mejor amiga. Por supuesto no dije nada, me limité a abrazarla hasta que el auto aparcó frente a su edificio de ladrillo. Matty subió sin ganas por los escalones y cuando entramos a su diminuto apartamento, se derrumbó sobre el sillón cuadrado que ocupaba su estancia. Entré a la cocina —cinco pasos a mi izquierda— y busqué lo necesario para prepararle un té. Esperé hasta que la tetera me avisó que el agua se encontraba en su punto, eché un saquito de té dentro de una taza verde y la llevé hasta ella. Me acomodé a su lado, escuchando con atención lo ocurrido.

No la culpé por terminar metida en la cama con su ex, fui testigo de lo mucho que quiso a ese patán y de los miles y miles de tropiezos que ella le perdonó. Sabía que Jason fue al primer maldito a quien le entregó el corazón sin pensar en las consecuencias, por lo que toparse con él entonces o cinco años después, tendría el mismo efecto. Jason la conocía mejor que nadie y dominaba las debilidades de Matty, sabía que ella era tan o más romántica que yo. La sedujo una última vez como promesa de que, a pesar de todo, sus almas se pertenecían. Entonces recuperarla sería de lo más sencillo. Por lo menos eso fue lo que Jason creyó hasta que Matty le aclaró que no dejaría a Kelvin por una aventura con su ex, y éste explotó. No hice más que escucharla, mis palabras de consuelo se agotaron y comenzaba a sentirme incomoda.

El timbre sonó y ambas dimos un salto sobre el sillón. Nos quedamos en silencio, mirándonos con los ojos abiertos.

—¿Matty? —Llamó Kelvin en voz baja—. ¿Estás ahí?

Su rostro volvió a palidecer. Me levanté sigilosamente del sillón y caminé hasta la puerta sin quitar la vista de ella por si decidía que no quería verle. Abrí la puerta a mi espalda y dejé pasar a Kelvin. Él intentó saludar antes de ver el rostro contraído de su novia y abalanzarse sobre ella. Mi amiga se colgó de su cuello, mientras susurraba cosas inteligibles contra su hombro. Abandoné el lugar sin hacer el menor ruido posible.


Afuera la noche había caído y con ella, se desató una llovizna que brillaba bajo la luz de las lámparas. Me felicité por haber tomado un abrigo grueso antes de salir de casa, metí mis manos dentro de los bolsillos y comencé a andar en dirección de la estación del metro.

Llamé al ascensor de mi edificio noventa minutos más tarde. La canción que se reproducía en mi móvil terminó, dándole paso a More than words de Extreme. La tarareé mientras me encontraba sola, moviendo mi mano izquierda como si se tratase de un micrófono y pronuncié la letra dramáticamente hasta llegar a mi piso.

El corredor bien iluminado apareció frente a mí tras dejar el cubo. Un olor fuerte y pesado llenó de golpe mis fosas nasales haciendo que mi nariz ardiera. Lo primero que mi subconsciente ordenó fue correr, huir lo más lejos posible antes de que todos dentro del edificio termináramos hechos pedazos. Sin embargo, no me moví. Me armé de valor y corrí dentro de mi departamento para verificar si la fuga de gas provenía de mi casa. Entré rápidamente a la cocina y chequé cualquier posible fuente. Gracias al cielo, todo parecía estar en orden.

Me apresuré nuevamente al corredor mientras buscaba mi maldito teléfono móvil para llamar al 911. Tecleé el número sobre la pantalla táctil y lo subí a mi oreja, esperé dos tonos hasta que hubo respuesta.

—Novecientos once —dijo la operadora, del otro lado de la línea—. ¿Cuál es su emergencia?

—Necesitamos ayuda —respondí, acomodando mi bolso sobre mi hombro—, hay una fuga de gas en mi ed...

El número sobre la puerta frente a mí, provocó que mis rodillas se doblaran. Me apoyé en el marco de la puerta, el poco oxígeno limpio desapareció y mis pulmones dolieron.

—¿Señorita —preguntó la mujer del 911— sigue ahí?

—Eh, sí —balbucí, luchando por no perder la cordura—. Hay una fuga de gas en mi edificio, San Green Sur en West Loop.

Tras una rápida oración porque la mujer entendiese mis balbuceos, salgí disparada hasta la puerta de Aaron. Giré el pomo, pero éste no se movió. Mierda, mierda, mierda. Recordé haber escuchado que al intoxicarse con gas, las víctimas podrían caer inconscientes. ¿Y si Aaron y Leonardo estaban dentro?

Sin pensarlo demasiado —puesto que mi cerebro se quedó sin oxígeno—, regresé al interior de mi departamento. Flexioné una rodilla tras la otra y me abalancé con el hombro izquierdo por delante hacía el frente. Me estrellé contra la puerta, el dolor se disparó en el acto, pero la puerta continuó en su sitio. Jason hizo que pareciera sencillo. Retrocedí una vez más y me empujé ésta vez con mucho más fuerza. La puerta se abrió un poco, después de un crujido.

—¿Señorita Brown? —La voz de Aaron sonó débil.

Me imaginé un sin fin de escenas horribles en las que podía encontrarme con él antes de que escucharlo nuevamente.

—¡Charlotte! —dijo, ésta vez con más fuerza.

Me percaté de que no yacía inerte dentro de su casa. Di media vuelta a mi derecha, Aaron se encontraba de pie fuera del departamento de nuestra única otra vecina. La señora Mar-algo se sujetaba medio inconsciente del cuello de Aaron mientras éste la sostenía. De su tobillo izquierdo emanaban cantidades mortales de líquido rojo, además de que el olor a gas se hizo más intenso a medida que me acercaba a ellos.

—Aaron yo... —Ver tanta sangre me causó arcadas, obligándome a cerrar la boca. Inhalé—. Creí que tú o Leonardo estaban heridos.

—Estamos bien —murmuró, sin detenerse—. Es Maryanne quién necesita ayuda. Necesita un médico de inmediato.

—He llamado ya al novecientos once.

—Perfecto. Tengo que llevarla afuera antes de que sea tarde. Por favor, ve abajo y avisa a todos para que comiencen de desalojar. Yo llevaré a Maryanne por las escaleras de emergencia, necesita aire fresco.

¿Separarnos? Ni pensarlo. ¿Y si me quedo atrapada sola dentro del elevador?

—Pero yo no...

—Por favor —Sus ojos castaños suplicaron. Oh mierda—. Te prometo que estaremos bien.

Pareció una promesa compartida. No hablaba de todos en el edificio, ni siquiera de la moribunda Señora Mar-algo, solo se trataba de nosotros dos. Suspiré. ¿Algún día aprendería la lección?

—Bien —acepté, obligando a mis piernas comenzar a andar—. Pero espere un momento.

Apenas me acerqué a él su cuerpo se tensó, pero lo decidí dejarlo pasar. Subí mis manos hasta su camisa y me las arreglé para pasar su corbata desarreglada a través de su cuello. Una vez en mis manos, la pasé por el tobillo herido de la mujer y, con toda la fuerza de voluntad que logré reunir y un condenado esfuerzo por no vomitar, hice un nudo en la parte superior.

—Ya está. —Forcé una sonrisa y me despedí de Aaron con una inclinación de cabeza.

—Nos vemos afuera —dijo, antes de desaparecer por la puerta de emergencia.

Gracias a Dios, el elevador funcionó hasta que estuve en el lobby. El encargado del edificio se movilizó de inmediato y el resto de los vecinos comenzaron a abandonar sus respectivas casas. El terror era el principal protagonista en el rostro de todos quienes vaciaban el edificio para reunirse con el resto, del otro lado de la calle. La policía, bomberos y paramédicos llegaron en algún momento mientras me encontraba guiando a mis vecinos por la puerta principal.

Después de que la situación pasara a manos de los expertos, abandoné del edificio y anduve media calle abajo en busca de Aaron. Un oficial se encargó de notificarme que a la señora Marchand fue trasladada a un hospital y que su acompañante estaba siendo atendido. Le agradecí y corrí hasta la ambulancia que se me indicó. Encontré a Aaron sentado con una mascarilla de oxígeno cubriendo su boca y nariz. Lucía un poco magullado, con un moratón en donde antes fue golpeado por Jason y un par de bolsas negras bajo los ojos. Casi me lancé sobre sus brazos.

—Señorita Brown. —Saludó, retirándose un momento la mascarilla.

—Hola —respondí—. ¿Cómo se encuentra?

—Muy bien —intervino el hombre que lo diagnosticaba—. A pesar de haber estado expuesto tanto tiempo al gas, no hay mayores complicaciones.

—También usted debería ser atendida —comentó Aaron—. Ella estuvo conmigo el mismo tiempo, además de haber derribado una puerta.

No me resistí a ser atendida. Después de dejar de correr, la adrenalina que mantenía el dolor al margen desapareció, dejando tras de sí un terrible dolor en mi hombro izquierdo. El paramédico tardó un poco más de veinte minutos en revisar mis signos vitales y de más. Concluyó que todo parecía indicar que el daño en mi hombro era meramente superficial, pero no quería arriesgarse por lo que me aconsejó acudir a un especialista. Agradecí la compañía de Aaron en todo momento. Más allá del rollo sentimental, cuando todo volvió a la calma, el miedo que estaba conteniendo comenzó a ganar terreno dentro de mí.

—Oleg va a molestarse cuando se enteré de lo hizo ésta noche —comentó Aaron.

Estábamos sentados sobre los escalones de un edificio a poco más de cincuenta metros del nuestro, bajo un techo que nos proporcionaba protección de la lluvia que acababa de soltarse. Mi brazo lastimado descansaba sobre un cabestrillo, por órdenes de Aaron Been.

—¿Se refiere a tumbar su puerta? —bromeé.

Aaron rió y negó con la cabeza.

—Me refiero a estar atrapada en un piso lleno de gas metano para salvar mi vida y la de mi hermano. Es una verdadera heroína.

—Ni siquiera estaban en peligro. —Sonreí—. El verdadero héroe es usted, primero nos salvó de las garras de ese patán y ahora salvó la vida de una mujer.

—Usted fue de mucha ayuda, le aseguro. El médico que atendió a Maryanne dijo que lo de la corbata fue una estupenda idea.

—Algo que vi en una película —confesé.

Él sonrió nuevamente. Entonces recordé la fiesta. Mierda, tenía que retirarle la invitación.

—Aaron —murmuré, bajando la vista a los escalones de concreto—. Recién me enteré sobre la invitación que le hicieron mis amigas... Usted de verdad no tiene que hacerlo.

—No, por favor. —Se movió un poco más cerca de mí. Olía a su peculiar perfume, mezclado con un poco de sudor y el nefasto olor artificial del gas metano—. Déjeme acompañarla.

Lo pensé por un segundo, no obstante, tardo un poco más en responder.

—Está bien —acepté, conteniendo las ganas de saltar como colegiala tonta. ¿Cuántos años tienes, Charlotte?—. Pero la fiesta es temática: parejas célebres.

Fue su turno de pensar un momento. Arrugó la frente, sobre los pliegues colgaron mechones de su cabello ondulado. Apreté los puños a mis costados.

—¡Ya está! —comunicó—. ¿Le parece si personificamos a Werther y Carlota?

—¿Quienes?

—¿No los conoce? —Negué—. No importa, sólo tiene que vestirse como en mil setecientos setenta y siete.

Antes de que pudiera decir algo más, Leonardo nos alcanzó junto a su novia. Ambos lucían como si acabaran de correr una maratón. Mi vecino fue el encargado de contarles los acontecimientos de las últimas horas. Maryanne Marchand intentó arreglar la calefacción que su hijo y el encargado del edificio se negaron en reparar, trepó en lo alto de una silla inestable y husmeó dentro de la caja de aire acondicionado en lo alto de su estancia. Perdió el equilibrio y cayó sobre una mesa de centro hecha de cristal, fue así como se hizo la herida en el tobillo. En cuanto cayó, algunos tubos del sistema de aire acondicionado se rompieron dejando escapar el gas que lo hace funcionar.

—Me temo que tendremos que hospedarnos en algún hotel —dijo, después de que Leonardo nos contara que el edificio estaría cerrado hasta que el peligro desapareciera.

—En mi casa tengo una habitación de más —intervino la novia de Leonardo, cuyo nombre no recordaba—. Leonardo se quedará conmigo y tú puedes dormir con Aaron.

—No. —Me apresuré a decir—. Nosotros no...

Volteé la cabeza en busca de un poco de ayuda de parte de mi vecino. Aaron me sonrió con arrogancia y se encogió de hombros. Bajé la mirada a mis pies. Sería una tortuosa estancia. 

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